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Si la identidad es una comparación, las crisis de identidad son comparaciones de las que salimos malparados. O sea, dignidades heridas debido a un complejo de inferioridad sobrevenido. Así ha sucedido con España, tan aficionada a subsumirse en la mirada extranjera para hacerse una idea de sí misma como inclinada a buscar en el exterior los modelos de virtud a los que dice querer aproximarse. Inevitablemente, el resultado es en ambos casos y en las dos direcciones una grosera simplificación que denota la singular obsesión nacional con lo extranjero, convertido de hecho en un auténtico régimen de percepción no carente de elementos disciplinarios. Si, como planteara Edward Said, los novelistas y poetas occidentales se habían «inventado» a Oriente, sustituyendo su heterogénea realidad por un compuesto de imágenes e ideas gradualmente implantadas en nuestra psique colectiva, algo parecido han hecho los españoles con lo foráneo: de la Leyenda Negra a Dinamarca, pasando por los viajeros románticos y el estrellato de los hispanistas extranjeros. Hay un extranjerismo de factura española que es a la vez resumen de nuestras frustraciones y expresión de nuestras inseguridades.

 

Pensemos en cómo, durante las distintas campañas electorales del pasado año, Dinamarca se erigió en el patrón comparativo que servía para desnudar los vicios nacionales y marcar el camino a seguir para la redención de un sistema político y social corrompido desde los cimientos. Bien es cierto que el mismísimo Francis Fukuyama, en su monumental díptico sobre los orígenes y evolución del orden político, también alude a Dinamarca; pero su Dinamarca es menos una estadística matizada por Borgen que el arquetipo de la buena democracia. Simultáneamente, se ha renovado la atención que prestábamos a los corresponsales extranjeros, privilegiados agentes epistemológicos que, inflitrados en nuestro cuerpo social, carecen de las anteojeras de los nativos y pueden ver con más claridad nuestros defectos. ¡Con qué sádica delectación hemos leído los innumerables reportajes titulados The pain in Spain y las crónicas que arrancaban describiendo la visión alucinada del aeropuerto de Ciudad Real emergiendo de la planicie manchega! Sobre las anteojeras del propio corresponsal, dispuesto a identificar rastros de la Guerra Civil en la más banal de las conductas, apenas hemos reflexionado. Ni siquiera los independentistas catalanes han escapado a esta superstición, como testimonia ese «el món ens mira» que oscila entre la aseveración y el anhelo. Si me apuran, incluso el aura que rodea a Luis Garicano, ministro de Economía en el shadow cabinet de Ciudadanos, confirma por enésima vez el prestigio adicional de que goza quien ha hecho su carrera fuera de nuestro país.

 

Tiene su sentido. Sabemos demasiado de España y es inevitable pensar que quien se ha abierto paso en la meritocracia liberal anglosajona tiene algo valioso que enseñarnos. Dada la dificultad que experimentamos para discernir al capaz del incapaz en un contexto social donde el clientelismo y el familismo bloquean las señales de mercado correspondientes, es lógico nos deslumbren aquellos marcadores de mérito que provienen de sistemas que -sin ser perfectos- discriminan en mayor medida a los mejores de los peores. Desde este punto de vista, existiendo organizaciones sociales más disfuncionales que otras, existe una lógica en la búsqueda del criterio exterior. Pero hay que preguntarse si en ocasiones no la llevamos demasiado lejos, ya que, a fin de cuentas, no nos faltan diagnósticos válidos sobre las reformas deseables; cuestión distinta es que sepamos llevarlas a cabo.

 

La especial atención que prestamos a la mirada extranjera puede así también entenderse como una suerte de protectorado cognitivo cuya raíz acaso haya que buscar en la dificultad que padecemos para ponernos de acuerdo. En un contexto caracterizado por el vocerío ideológico, la autoridad extranjera ejerce una función de arbitraje a la que recurrimos para demostrar la validez de nuestro argumento: ya se trate del proverbial hispanista o el periodista afincado en Madrid. Tal como se ha dicho, esto revela un cierto complejo de inferioridad que sólo puede explicarse de manera más o menos caprichosa aludiendo al pesimismo inoculado por el fin del imperio y la pérdida de sus restos coloniales, a lo que habría que sumar el hábito del exilio durante el franquismo: es a partir de los años 60 que crece la sensación de estar perdiéndonos algo a causa de un lamentable aislamiento dictatorial y desde entonces aquello que viene de fuera no ha perdido su capacidad de atracción. Sin embargo, empleando el lenguaje de la psicología moderna, la apelación extranjerizante acaso sea únicamente una heurística más: otro atajo cognitivo para adherirnos a una conclusión sin tomarnos personalmente el trabajo de fundamentarla. Al igual que el cliente, el extranjero siempre tiene razón. Y nosotros con él, si con él nos alineamos. ¡Esas portadas de la prensa extranjera, agitadas como prueba de cargo durante los episodios destacados de nuestra historia política!

 

Paradójicamente, el extranjero sólo vale en tanto que observador de nuestro país y no como objeto de nuestra propia mirada curiosa. La opinión pública española tiende naturalmente a la introspección y esa tendencia se ha visto agravada en los últimos meses a cuenta de las dificultades para formar gobierno; es llamativo, al respecto, el sonoro silencio reinante en torno a la grave crisis migratoria que aqueja a la Unión Europea. Pero si ese extranjero nos mira, pasa a interesarnos: variantes del narcisismo. Esto denota una débil identidad propia, como señalábamos al principio: una identidad en busca de confirmación ajena. Porque rara vez el extranjero será un observador tan agudo como pensamos; no es tan fácil manejar las distintas claves culturales e históricas que hacen posible una justa apreciación de los factores en juego. Y esa dificultad es manifiesta cada vez que un británico alude a la Guerra Civil, suceso romantizado hasta el hartazgo en el mundo anglosajón y constitutivo -junto al bandolero y la gitana decimonónicos- del «españolismo» por ellos construido. A cada cual, en fin, su fantasía.

 

Nos encontramos pues con una mirada exterior -corresponsales, hispanistas, viajeros- que sirve para componer la mirada interior. Y si esa mirada extranjera hace homogéneo lo que es heterogéneo, determinada como está por su propia historia cultural de aproximaciones superficiales a ese país foráneo que para ellos es el nuestro, su asimilación difícilmente enriquecerá nuestra propia comprensión. Por seguir el conocido razonamiento de Said, haremos nuestro su «españolismo» al tiempo que desarrollamos el «extranjerismo» aquí descrito: nos convertiremos en subalternos del colono que no ha llegado a colonizarlos sino mediante el prestigio de su opinión. Y el problema es que esta servidumbre voluntaria tampoco se resuelve mediante la proclamación histérica de unas virtudes hidalgas en gran medida imaginarias: un bloque puede desplazar a otro bloque, pero ninguno disuelve al otro.

 

Afortunadamente, se trata de una tradición que el emergente comparatismo internacional puede contribuir a enterrar. Aunque aquello de que el nacionalismo se cura viajando haya dejado de ser cierto, si es que alguna vez lo fue, hay signos que indican que ciertas cohortes generacionales socializadas profesionalmente en el exterior traen bajo el brazo un manual de instrucciones alejado de las tradiciones ibéricas. Sin hacer un ídolo de la estadística, los matices del informe PISA y demás índices internacionales pueden contribuir a ponderar de manera imparcial las virtudes y los defectos de nuestra organización social. Es verdad que la reacción espontánea ante sus resultados, tal como la prensa suele presentarlos, es incurrir en el lamento noventayochista. ¡Somos los más tontos, los más sedentarios, los más machistas! Pero en una sociedad mundial cada vez más global hay mucho que aprender de las experiencias ajenas y éstas deben servir para matizar nuestras propias percepciones. Por ejemplo, ahí tenemos la evidencia de que es en otros países europeos donde la violencia doméstica alcanza sus cotas más altas: la verdad estadística desmiente en esto la percepción dominante. Desde luego, este comparatismo presenta sus propios problemas: uno puede acabar convertido en un moderno Don Quijote, enloquecido por la lectura de revistas internacionales de ciencias sociales. Pero, al menos, esos juicios traen causa de un análisis de datos y hechos que proporcionan un suelo más firme para el reformismo que la todavía viva costumbre de flagelarnos con la simple opinión del extranjero. Igual que no tomamos en serio el juicio volandero del turista que viene a visitarnos en chanclas y calcetines, evitemos caer rendidos ante el mito del hispanista: para mejor evaluar sus juicios y tomar de ellos sólo aquello en lo que acierten.

 

Por lo demás, esta dudosa manía hispana demuestra hasta qué punto estamos todavía poco globalizados. Porque ahí fuera, por encima de las distintas conversaciones nacionales, ha surgido en las últimas décadas una esfera cosmopolita donde conviven en gozosa promiscuidad discursos e ideas «glocales», a la vez locales y globales: que vienen de algún sitio pero a ningún sitio pertenecen, que son de distintas épocas pero viven en la nuestra. De Shakespeare a Tarantino, de Jiri Menzel a Francis Bacon, de Kanye West a Renzo Piano; pero también del 15M al Tea Party, pasando por el consumo colaborativo y los vídeos virales. Estar pendiente de los extranjeros, en fin, es un atraso: la categoría misma va camino de perder todo su brillo.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).