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DEL TEATRO A LA NOVELA

El día en que las autoridades cerraron los teatros británicos, allá por 1737, hicieron un gran favor a la literatura: el hasta entonces brillante dramaturgo Henry Fielding (1707-1754) se vio obligado a pasar a la novela, ese género flexible, recortable y pegable, de extensión ilimitada, con tantos escenarios como pacten el autor y la imaginación del lector, con absoluta independencia de la regla de las tres unidades y con una indeterminación formal suficiente para dar cabida a la digresión ensayística, a la dramatización de las réplicas o al verso; esa «escritura total» o melting pot literaria a la que Schlegel y Novalis augurarían el protagonismo en la modernidad. La reciente edición de Debate nos brinda la oportunidad de reflexionar sobre la gestación de este género moderno por antonomasia.

Tom Jones, cuya primera edición data de 1749, es una novela fluvial cuya extensión —800 páginas— hace pensar en ese nuevo género literario auspiciado por los suplementos: la lectura veraniega. En ella Fielding, coincidiendo con las ideas asociacionistas y con el impresionismo errático de Sterne, cumple con creces su declarado propósito de entrar en cuantas digresiones se le ocurran, adelantando en ocasiones la novela de ideas con la inevitable lejanía de su fecha. ¿La historia? Los padecimientos, errores, andanzas e infortunios del protagonista que da título al libro: una suerte de pícaro a la inglesa, hijo de padre desconocido y abandonado por su madre en manos del magnate de la región, empujado a la rivalidad con el sobrino de su benefactor y aprisionado entre las dos candidatas que se lo disputan, Molly y Sofía: un mundo a medio camino entre el Defoe de Moll Flanders y el Dickens de Oliver Twist o David Copperfield, lleno de hijos ilegítimos, padres severos, niños expósitos, mujeres desvalidas y anagnórisis finales; sólo que donde Defoe hace intervenir a una cierta justicia poética y donde Dickens baña la atmósfera con su edulcorada piedad, Fielding hace gala de un humor sardónico y una falta de empatía que se ensaña a gusto con los personajes. Quizá lo más interesante de Tom Jones —aparte de ocasionales chispazos de ingenio, situaciones grotescas dignas del mejor Quevedo y descritas con encomiable viveza, cierta querencia por estructuras narrativas de origen inequívocamente bíblico, la tendencia a un alegorismo heredero de Bunyan y visible en los nombres parlantes (Mr. Allworthy, Sophia, Mr, Square, Mrs. Honour) y el esquematismo de las interrelaciones, con preferencia por las oposiciones bimembres— sea ese narrador omnisciente y omnipotente, arbitrario y tornadizo, que tanto penetra en la psicología del personaje como calla sus pensamientos, tan pronto salta adelante varios años como regresa al pasado, fragmentando las distintas tramas paralelas con total libertad. Por lo demás, más que el conflicto social o la lucha del individuo contra el ethos dominante característicos del XIX, el lector avisado encontrará aquí un siglo XVlIl bastante reconocible a pesar de la desfiguración: la indagación de la «naturaleza humana», el panegírico del «alma bella», la obsesión por la educación (con sus peleas, admoniciones y castigos), la condena del matrimonio apalabrado, etc.

GOLDSMITH Y LA FÁBULA MORAL

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El vicario de Wakefield (1766) es una novela muy distinta: de la omnisciencia pasamos al narrador intradiegético; de la acidez a una ingenuidad en tono de tabula moral, salpicada de exempla y con un propósito ético explícito; de la torrencialidad de Tom Jones a una estructura muy básica (comienzo idílico-denigración-exaltación y restitución) pero efectiva: la historia del vicario, su no muy avispada esposa y sus poco ilustrados cinco hijos, en progresivo e irrefrenable infortunio provocado por su propia torpeza y por la malicia de su vecino Thornhill, atraviesa vina sucesión de capítulos de gran cohesión interna y al mismo tiempo perfectamente integrados en la serie del conjunto, con una pausada y bien repartida intensidad que desemboca en un desenlace climático o apoteósico. Quizá lo que cabe reprochar a la trama sea precisamente su excesiva linealidad, ajeno a toda digresión y casi predecible incluso en la aparición final deus ex machina del benefactor, que alivia las desgracias del vicario. Pero, claro está, moralidad más ingenuidad es igual a previsibilidad. Por lo demás, y aparte de un sabio alegato contra la vanidad y el culto de lo exterior, en la mejor tradición puritana, El vicario de Wakefield tiene momentos de sutil comicidad en el uso de la perspectiva, pasajes de logrado lirismo (incluyendo la única balada que escribió Goldsmith) y un diálogo vivo y rápido con ocasionales calidades poéticas, como el uso del estribillo.

UNA NOVELA HISTÓRICA

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Pero sin duda la reina de esta trinidad de obras británicas es Middlemarch (1871-1872): una ambiciosa panorámica social del mundo rural y previctoriano de la Inglaterra de 1829, que sobresale por encima de Vanity Fair, Bleak House o Wives and Daughters (de en qué posición deja a las escritoras de la generación anterior, mejor no hablar). Middlemarch es ante todo, y pese a las apariencias, una novela histórica: en el momento en que transcurre la acción, George Eliot contaba apenas con nueve años de edad; se trata por Canto más de la reconstrucción de un mundo en parte desaparecido que de una rememoración personal a lo Proust. ¿Cuál es ese mundo? El de una sociedad a punto de entrar en las reformas de los años treinta, con la emancipación de los católicos y los dissenters, la abolición de la esclavitud, la aparición del movimiento de Oxford y la regeneración de la Iglesia de Inglaterra, etc. De hecho, si en algo triunfa Middlemarch es en la descripción de un Zeitgeist en el que conviven la primera revolución industrial, los incipientes socialismos y cristianismos utópicos, el pensamiento germanófilo y crítico de Carlyle  y Arrnoldy el inminente utilitarismo de Mill y Bentham (en cuya revista, Westminster Review, se inició Eliot en la literatura tras abandonar su formación metodista). De hecho, los personajes se comparan con Hooker, citan a Milton, frecuentan tertulias de las que es asiduo Wordsworth, comentan a Burton y emulan los experimentos opiáceos de De Quincey: algunas de las referencias literarias más importantes de la Inglaterra de 1830. Toda la novela está construida sobre las historias paralelas de Miss Dorothea Brooke y Miss Rosamond Vincy, sus respectivos pretendientes, Casaubon y Lydgate, sus dudas y sus «afinidades electivas». Predomina claramente el punto de vista femenino, en un mundo que se distingue del de Tom Jones en que los caballeros trabajan, pero dónde la única oportunidad que tiene una mujer de prosperar sigue siendo el matrimonio.

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Middlemarch es un ejercicio estilístico impagable en el que la prosa de Eliot alterna observaciones de gran perspicacia con un psicologismo profundo y un estudio exhaustivo del medio social. Tal vez demasiado exhaustivo: el lector puede llegar a tener dificultades para situar a todos los personajes que desfilan por sus páginas. Pero, además, Middlemarch incurre en una suerte de «realismo espiritual» que culmina el proceso iniciado un siglo antes y anunciado por Fielding: «es una capacidad mucho más útil —dice en Tom Jones— la de prever las acciones de los hombres a partir de su carácter que la de deducir su carácter partiendo de sus acciones». Este principio, aplicado a un género mucho más propicio e inmediato que el teatro, como es la novela, supone una inversión de la poética aristotélica: la narración como mimesis de praxis, la doctrina de la prioridad de la acción sobre los personajes. Así, empujada por el énfasis protestante en la interioridad y su desconfianza ante las obras exteriores, por el intimismo romántico y su exacerbación del yo, la novela moderna se ve empujada a la construcción de la historia a partir de la definición de los personajes, a concebirla como proyección de su carácter. Lo que se gana en sutileza y penetración psicológicas se pierde en motivación y precisión del mecanismo causal de la trama; lo que se pierde en claridad se gana en la nueva problematicidad de un narrador despojado definitivamente de omnisciencia y neutralidad ante aquella realidad única y natural. De ahí a la construcción perspectivista de Henry James hay un paso.

Doctor en Filología Hispánica. Doctor en Filología Inglesa. Premio Arcipreste de Hita de Poesía, 2000