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GILBEY HABÍA NACIDO en Harlow el 13 de julio de 1901 —un día después del aniversario de la batalla del Boyne, y un día antes del de la toma de la Bastilla, fechas poco gratas para él—, y era el menor de siete hermanos.

Las necrológicas aparecidas en la prensa inglesa fueron unánimes en la consideración del eclesiástico fallecido. Para The Times, con él desaparecía el último sacerdote católico de su género, embajador del pasado, uno de los últimos eduardianos. Según este periódico, Gilbey defendía sus creencias con tal convicción, que de él emanaba una serenidad grande y magnética, que atraía poderosamente a muchos de los que vivimos en está época incierta. Piers Paul Read, en The Guardian, lo describía como hombre de gran santidad y encanto personal. Y Michael Gove, también en The Times, recordó que uno de los mayores placeres que el Traveller’s Club de Londres ofrecía, además de su biblioteca y su bodega, era la presencia de ese sacerdote hispano inglés, aficionado al oporto rojizo. La vista de su sombrero negro en el Hall del Club era tan reconfortante como la de los soldados a la puerta de Saint James’s Palace, y probaba que los viejos principios hereditarios y de jerarquía todavía tenían defensores.

Su padre era un próspero comerciante de vinos de Oporto y Jerez, hijo
del fundador de la ginebra Gilbey, y propietario de viñedos en el Médoc,
que se convirtió a la fe de Roma para casarse con la jerezana María Victoria de Ysasi. Las conexiones familiares con la familia Vaux, protagonista de heroicas páginas de la historia del catolicismo en Inglaterra, y la lectura de la obra de un novelista hoy olvidado, el sacerdote Robert Hugh Benson, predispusieron al joven Alfred a la vida clerical. Su padre quiso que antes conociera bien el mundo, a lo
que Gilbey accedió encantado. Por eso, después de estudiar con los jesuítas de Beaumont, viajó por Europa alojándose en los mejores hoteles,
pasó cuatro años en Cambridge, la ciudad que amó con preferencia a
cualquier otra, y allí, en Trinity College, se graduó en Historia.

ROMA, CAMBRIDGE

Alfred Gilbey completó en el Beda College de Roma sus estudios eclesiásticos. Alumno de los jesuítas, pensaba que la vida de los sacerdotes seculares, como la de los religiosos, siempre dependiente de una parroquia o de las exigencias de una Orden, no le dejaría libertad ni
tiempo para desarrollar sus talentos particulares. Cuando supo que
Robert Hugh Benson nunca tuvo a su cargo parroquia alguna, y que pudo así dedicarse a su vocación, la literatura, Alfred Gilbey decidió seguir sus pasos, y fue ordenado sacerdote en 1929 bajo su propio patrimonio, fórmula entonces permitida por el Derecho Canónico. No quería, como Benson, dedicarse a las letras, pero intuía —cuenta su amigo David Watkin— que sus dotes hallarían el cauce adecuado fuera de la vida parroquial.

Después de un breve periodo de tiempo como secretario del obispo de Brentwood, fue nombrado capellán de los estudiantes católicos de Cambridge en 1932, y con sus propios medios convirtió una antigua posada, Fisher House, en una acogedora casa, amueblada con el gusto y el estilo de los tradicionales clubs, y pronto célebre por su espléndida bodega y su cocina. Gilbey permaneció en Cambridge como capellán hasta 1965, año en que se le obligó a renunciar por su resistencia a fusionar la capellanía de estudiantes varones —que para él debía conservar el aire tradicional, semimonástico de los Colegios universitarios— con la femenina.

De aquí data la leyenda, acaso injusta, de su misoginia. Como el Cardenal Manning, Gilbey consideraba el feminismo nocivo para la sociedad y vejatorio para la mujer. En una entrevista publicada en The Spectator en 1991, Monseñor Gilbey hacía ver a John Mortimer, quien encontraba difícil conciliar el culto a la Virgen con la situación de la mujer en los países católicos, que «una madre en España es una persona de una importancia extraordinaria ». Y en uno de los textos favoritos de Gilbey, Chesterton comparaba el difícil cometido de la mujer en la familia, encargada de finanzas, educación, intendencia, higiene, moral y medicina, con la especialización, infinitamente más sencilla del trabajo del marido.

Al dejar Cambridge, Monseñor Gilbey se encontró sin casa. Pronto
encontró acomodo en el Traveller’s Club de Londres, donde tenía su
habitación y un minúsculo oratorio privado. Era un figura habitual en
Pall Malí. Hasta 1990, abandonaba el Club muy temprano para dirigirse
en autobús al Brompton Oratory, donde, por privilegio especial, celebraba
misa según el rito tridentino a las siete y media de la mañana. Aquel año, uno de sus amigos puso un coche a su disposición para ese primer desplazamiento.

La aparición de Monseñor Gilbey —muchas veces descrito como el
sacerdote mejor vestido de Inglaterra— en el autobús 14, con su levita, su sombrero y sus guantes, como procedente de una novela de Evelyn Waugh, decía The Times, debía de producir una impresión indeleble entre los pasajeros. Monseñor Gilbey, que utilizaba a menudo chistera, pasaba, según se decía, una hora vistiéndose y arreglándose. Pero, según ese mismo diario, su elegancia era más un reflejo de su amor al orden y a
la tradición que una cuestión de vanidad personal. La familia Gilbey vivía de acuerdo con un estilo de vida hoy aniquilado por las doctrinas políticas
y sociales en vigor, y el joven Alfred conoció esa douceur de vivre característica de la Inglaterra eduardiana desde su niñez. Heredó de su padre la afición a la heráldica, el amor a la caza, el gusto por el buen vino, y el respeto a la tradición y la jerarquía. Y de su madre española recibió, aparte de la fe y su aire, que los ingleses describían como quijotesco, la firmeza de carácter.

LA REALIDAD Y EL MITO

No era un excéntrico, aunque su apariencia y actitudes, propios de otra
época, pudieran dar lugar a pensar lo contrario, ni un esnob, aunque se
moviera con soltura en los ambientes más encopetados. Siempre tuvo, para los que se acercaban a Fisher House, católicos o indiferentes, abiertas la casa y la botella de oporto. En su anecdotario resulta a veces difícil separar la realidad del mito. Aquilino Duque cuenta en Grandes Faenas —y en este caso la historia es cierta— que Monseñor no consumía otra sangre de Cristo que la que le llegaba de Jerez en botas de roble americano.

Cultivaba la ironía y apreciaba la paradoja, como puede comprobar
cualquiera que se acerque a su Commonplace Book. Gilbey, que renunció a la caza de zorro desde su ordenación —aunque hasta cumplidos los noventa años siguió cazando con perros— dedica a esta actividad dos fragmentos. El primero, un pregón del año 1851, es un panegírico de la caza del zorro como único deporte capaz de reunir, en pie de igualdad, al duque y al deshollinador. En el segundo, escrito por Hilaire Belloc, una hija pregunta a su madre cuánto cuesta cazar zorros. «Nada, querida —contesta la madre—. Puede venir todo el que quiera siempre que tenga dos o tres caballos, hombres que los cuiden y nada que hacer durante la semana. Por eso cerca de las grandes ciudades cada vez se congrega más gente en las partidas, tanto que no se cómo se las van a arreglar».

Monseñor Gilbey, retirado de la vida académica, desempeñó su ministerio
sacerdotal entre sus amigos. Hombre de mundo, inteligente y sensible,
de trato exquisito, lleno de amabilidad y bondad, afable y ameno conversador —pese a lo difícil que era oírle y entenderle, por el volumen de su voz y la velocidad a la que hablaba—, era poco dado a escribir. Por ello, su amigo Paul Foster, sacerdote dominico, amenazaba siempre con dedicarle un libro que habría de titularse La vida y la carta de Monseñor Gilbey.

Afortunadamente, uno de sus alumnos tuvo la ocurrencia de grabar uno de sus cursos en Cambridge, y sus amigos Adrian Mathias, William Guy y Christopher Monckton se encargaron de editarlo. La obra, titulada We believe, inicialmente apareció como anónima, pero no tardó en conocerse la identidad del autor. Veinte años después sigue siendo la más rotunda, clara y elegante exposición de las verdades esenciales de la fe católica, tal como se acostumbraba a enseñarlas hasta que se impusieron las nuevas modas pastorales.

Monseñor Gilbey, anclado en los valores de un mundo en trance de extinción, sufrió en silencio los cambios que para la Iglesia supuso el Concilio Vaticano II. Si para él fue doloroso dejar Cambridge, también lo fue el cierre del señorial colegio de Beaumont, en el que había estudiado. La decisión fue adoptada arbitraria y unilateralmente por el jesuita canadiense Gordon George, con el pretexto de que pronto habría escasez de recursos humanos. Gilbey, que acababa de dejar Cambridge, se ofreció como rector de Beaumont con idea de atenderlo con sacerdotes seculares y profesores laicos, pero su propuesta fue rechazada. El Colegio se habría salvado, pero Gordon George no tenía otro designio que el de cerrar un colegio privado, tradicional y, en su opinión, elitista. El sentido de la obediencia de Gilbey le ayudó a seguir siendo, pese a lo mucho que le dolían este tipo de actitudes en la jerarquía, un hijo fiel de la Iglesia.

CONTRA EL IGUALITARISMO

Algunas opiniones de Monseñor Gilbey, aunque irreprochablemente
ortodoxas y no exentas de sentido común, pueden resultar sorprendentes
en este mundo tan impregnado de igualitarismo. Merece la pena por ello transcribir alguna de sus páginas. «Es importante —dice— ver qué queremos decir cuando hablamos de justicia, porque en el lenguaje popular suele equipararse al igualitarismo: la superstición tan extendida de que los hombres son o deben ser iguales en su estatus social o económico, o en sus oportunidades. No hay base alguna en el pensamiento cristiano, en la moral o en la vida práctica para mantener que la igualdad es un concepto cristiano. No sólo no es un concepto cristiano, sino que muy a menudo supone su negación. En el lenguaje común se sugiere que la dignidad del hombre estriba en que es igual a otros hombres, y que, si no lo es, es porque contra él se ha cometido una injusticia. Esto implica la negación del concepto cristiano de que la dignidad de cada individuo deriva, no de su relación con otras personas o con la sociedad, sino del hecho de que Dios Todopoderoso ha decidido traerlo a él, a un individuo concreto y singular, a la existencia, y mantenerlo vivo. Lo que hace de cada hombre algo tan valioso e importante es que es la creación individual y única de Dios. Allí reside su dignidad. A diferencia del resto de la creación no es un medio, sino un fin. Que sea igual en otras cosas al resto de los hombres es irrelevante.

Es evidente que los hombres no son iguales ni en los talentos que Dios les ha dado, ni en las circunstancias en que los ha traído al mundo. No
tenemos la misma proporción de dotes y de taras. Nuestra caja de
herramientas es única. Y si nuestras circunstancias interiores son excepcionales para cada uno de nosotros, las circunstancias exteriores en que nos desenvolvemos también lo son.

De aquí se sigue que cada hombre ha recibido una vocación de Dios, para la que está dotado de los medios necesarios, y que sólo él puede cumplir. El único sentido en el que puede decirse que su vida es un éxito o un fracaso es en la medida en que lleva a buen fin o no esa vocación que Dios le ha dado.

Así, la superstición tan extendida de que todos somos iguales ante Dios
es contraria a toda la filosofía cristiana de la vida. La igualdad no existe en
la creación: no sólo cada hombre es único en sentido absoluto, también
las hojas de los árboles, las piedras de la costa o los granos de arena de la
playa son diferentes unos de otros. Decir que el cristianismo está a favor
de la desigualdad es tan insensato como afirmar que el cristianismo está
a favor de la ley de la gravedad. El cristianismo acepta lo que existe. Y todo intento de modificar la naturaleza de las cosas conduce a sufrimientos
mayores que los que pretende. Es pecar contra la verdad».

Monseñor Gilbey nunca entendió la hostilidad que estos puntos de vista suscitaban. Para él era evidente que diferentes grupos de personas debían desempeñar diferentes papeles, sin que por eso fueran inferiores a otros. David Watkin, catedrático de Historia de la Arquitectura en Cambridge,
y uno de sus amigos, dice que Alfred Gilbey solía observar con ironía
cómo los responsables de aquella Universidad, institución privilegiada
donde las haya, aceptaban sin discusión el dogma liberal de que todos
tenemos derecho inalienable a un pedazo de pastel igual al de los demás,
sin tener en cuenta la jerarquía de valores que había hecho posible la
elaboración del susodicho pastel.

Cuando cumplió noventa años, su amiga Glenys Roberts, impresionada
por su amor a la vida y la facilidad con que recordaba ideas, frases y
páginas enteras de libros leídos tiempo atrás, pensó en recopilar esos fragmentos. El resultado fue The commonplace book of Monsignor Gilbey, libro que resume una filosofía ajena al mundo de hoy, pero de la que él derivaba su felicidad. El lema del libro, y para muchos el título que debiera haber portado, es el de «keeping the jungle at bay», esto es, «mantengamos la barbarie a raya», y la antología comprende cinco secciones: pensamiento político, Cambridge, la mesa y la bodega, caza y jerarquía social.

El libro comienza con el célebre discurso de Ulises en el primer acto
de Troilo y Crésida: «When degree is shaked, which is the ladder to all
designs, then enterprise is sick» («Cuando se quebranta la jerarquía,
escala de todos los grandes designios, toda empresa padece»). Siguen fragmentos entresacados de obras de Chesterton, Dickens, Hilaire Belloc, George Santayana —favorecido con dos citas—, y de otros autores hoy ignorados; se trata de una selección aparentemente heterogénea, pero que en su conjunto constituye un homenaje a una sociedad cuyo valor básico era el mérito, y no la igualdad.

En esta época que Evelyn Waugh llamó the age of the common man, Alfred Gilbey, a resguardo en el Traveller’s Club, tuvo el arte y la satisfacción de cultivar, hasta el último de sus días, un estilo de vida que se extingue con su muerte. Pero como ha dicho David Watkin, el poder y la poesía de la palabra pueden liberarnos de la camisa de fuerza del igualitarismo moderno, y traernos al recuerdo el encanto y la nostalgia de un mundo asentado en otros valores, un mundo que creía, como gustaba de repetir Gilbey en su chapurreado español, que «es la persona que cuenta».

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