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No recuerdo con precisión si fue en cuarto o en quinto curso de carrera, pero sí creo estar seguro de la materia, «Paleografía y crítica textual latinas», que me dio a conocer personalmente, allá por los primeros años setenta del siglo pasado, a don Antonio Fontán. Yo ya sabía perfectamente quién era mi nuevo profesor, entre otras cosas porque era una persona muy conocida en los ambientes universitarios del momento, pero también por su vinculación a don Juan de Borbón y, sobre todo, por haber dirigido hasta su extinción el diario Madrid, donde quien firma estas líneas veló sus primeras armas periodísticas poco antes de su cierre definitivo. Fue Alberto Míguez quien, hacia 1970 y en la redacción de nuestro llorado periódico vespertino, me habló de su director como colega mío —estudiaba yo entonces tercer curso de Filología clásica— en el divertidísimo cultivo de las humanidades grecolatinas. Pues hete aquí que quien me abrió las puertas de Madrid se convertía ahora en mi profesor, y nada menos que de «Paleografía y crítica textual latinas», una apasionante asignatura que hacía pendant con otra no menos sugestiva de casi idéntico rótulo, «Paleografía y crítica textual griegas», impartida por Manuel Fernández-Galiano.

En aquella época, la Filología clásica brillaba con luz propia en la recién creada Universidad Autónoma de Madrid merced a los buenos oficios de una auténtica tríada capitolina de maestros del griego y del latín: Manuel Fernández-Galiano, Miguel Dolç y Antonio Fontán. Don Manuel se nos fue en 1988, cuando aún no había cumplido sus primeros setenta años. Don Miguel, unos años después. Felizmente nos queda don Antonio, el más joven de los tres, que acaba de alcanzar un guarismo importante en su trayectoria vital, pues ha cumplido ochenta años. Y está mejor que nunca.

Yo lo conocí cuando todavía no había llegado a la cincuentena. Recuerdo sus clases con enorme nostalgia. No nos transmitía a los clásicos como si fuesen unos abueletes que peroraban sin cesar sobre temas arcaicos y obsoletos; nos los entregaba en su más deslumbrante juventud, con las alforjas repletas de futuro y los ojos resplandecientes de curiosidad, tal y como fueron en realidad, porque no hay nada más moderno que un autor clásico, ni valores estéticos y morales más á la page que los que postulaban los antiguos griegos y romanos. Todo eso quedaba claro para siempre en las clases de don Antonio, clases luminosas, intensas, sobrias, pedagógicas (en el más elevado y etimológico sentido del término); clases en las que nuestro profesor aportaba su humanitas indeclinable en todos y cada uno de sus movimientos didácticos; clases en los que uno creía haberse trasladado a la mismísima Roma imperial, pues la labor de don Antonio y su íntima identificación con los ideales clásicos hacían que desapareciesen las barreras del tiempo y del espacio y creyésemos encontrarnos en una escuela de Retórica de tiempos —por ejemplo— del emperador Marco Aurelio, disfrutando de las excelencias de un rétor que en nada desmerecía de los grandes maestros de la Segunda Sofística, hegemónica por aquel entonces en el mundo romano.

Pasó el tiempo, que es lo único que en realidad pasa. Y me licencié (1973) y doctoré (1976) en Filología clásica, con Antonio Fontán como testigo principalísimo, pues formó parte de los tribunales que juzgaron, de forma harto benévola, mis trabajos ad hoc. Recuerdo haber perpetrado un estudio sobre un manuscrito horaciano de la Biblioteca Nacional, el 10036 (en mi devastada memoria), que constituyó la materia de uno de mis cursos de doctorado y que fue sabiamente dirigido por un Fontán instalado ya en la cátedra de Filología latina de la Universidad Complutense, tras la temporada en la Autónoma que tuve la fortuna de compartir con él.

Además de en su despacho de la Ciudad Universitaria, don Antonio recibía a discípulos y amigos en su despacho de Publicidad Cid, sito en la calle Miguel Ángel, muy cerca de su casa de Marqués de Riscal, donde tuve el privilegio de ser recibido también algunas veces. Las charlas con él eran siempre en extremo enriquecedoras, pues cabalgaban entre la política, la erudición y la bibliofilia. Este último tema menudeaba en nuestras conversaciones. Fontán me comentaba sus últimas adquisiciones de libros raros y curiosos, y yo abría los ojos insaciables ante una preciosa edición dieciochesca del tratado Sobre lo sublime de Pseudo Longino, o pasaba lentamente las páginas de unas Historias de Polibio de 1554 o un De situ orbis de Pomponio Mela de 1539, libros todos ellos presentes todavía hoy en la nutrida biblioteca fontaniana. Muchos afios después, don Antonio me regalaría, en el curso de una visita a mi casa de Don Ramón de la Cruz y recordando quizá mi trabajo de doctorado, un Horacio ad usum Delphini que honrará para siempre mi librería particular. Pero hay Un autor moderno (o, por mejor decir, no antiguo) que nos unió entonces y nos sigue uniendo ahora de una forma muy especial: me estoy refiriendo a François-René de Chateaubriand, el dueño de la prosa francesa más sugestiva y rítmica que conozco, el autor favorito de ese gran antropólogo y excelente prosista contemporáneo que se llama Claude Lévi-Strauss. Y, dentro de la obra de Chateaubriand, el prodigio de le génie du Christianisme, una obra apologética que pierde su apellido para convertirse en la obra capital para entender el universo estético del primer romanticismo europeo.

Siguió pasando el tiempo. Recuerdo haber coincidido con don Antonio, después de algunos años sin vernos, en la iglesia de la Concepción, con motivo de un funeral. A la salida, me comentó que andaba barruntando la creación de una revista de política, cultura y arte, y que si la llevaba a término contaba conmigo para colaborar en ella. Se acababan los alegres años ochenta del siglo XX, y una nutrida parroquia de amigos y discípulos de don Antonio, incluido José María Aznar, nos dimos cita en el hotel Villa Real, frente a las Cortes de la nación, para presentar Nueva Revista, una publicación que, con el paso de los años, cambiaría los derroteros de muchas vidas, entre ellas de la mía.

Y ese cambio no lo motivaría mi asiduidad a la hora de crear secciones, algunas de ellas bastante duraderas, en Nueva Revista, ni la creciente familiaridad con que se vio enriquecido a partir de entonces mi trato con don Antonio (en las reuniones periódicas que manteníamos en las sucesivas sedes de la revista, desempeñándome como secretario casi perpetuo de los cursos de Filología clásica que él dirigía anualmente en El Escorial, cenando juntos con frecuencia, participando en los distintos homenajes que se le han ido tributando…)- Fontán reunió en torno a su Nueva Revista a una pléyade de personas que, al producirse la llegada del Partido Popular al poder, iban a asumir importantes responsabilidades en el gobierno de España. No creo equivocarme al afirmar que esas personas, y permítaseme la metáfora enológica, eran vinos que procedían de las admirables cepas del maestro, y no dudo de que aspiraban en todo momento a estar a la altura que exigía su procedencia. A partir de la primavera de 1996, numerosos miembros del consejo editorial de Nueva Revista irían ocupando cargos públicos de relieve, lo cual adelgazaba peligrosamente la nómina originaria de colaboradores; pero, a cambio, los amigos y discípulos de Fontán difundieron de forma unánime en sus nuevos destinos el mensaje de liberalismo democrático y de humanismo cristiano que siempre ha abanderado don Antonio.

A principios de junio de 1996, fui nombrado director de la Biblioteca Nacional, nombramiento al que no fue ajeno en modo alguno Fontán. Pocos meses después, la ministra Esperanza Aguirre nombraba presidente del Real Patronato de la Biblioteca Nacional a don Antonio, lo que me produjo una enorme satisfacción personal, pues tuve ocasión de compartir cuatro años de gestión con él. A partir del 2000, otros dos directores de la Biblioteca, Jon Juaristi y Luis Racionero, han compartido responsabilidades y representación de la Casa con Antonio Fontán, que continúa presidiendo el Real Patronato con el acierto en él acostumbrado. En esta segunda legislatura del Partido Popular, y con Pilar del Castillo, antigua directora de Nueva Revista, al frente del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, Fontán ha seguido honrándonos a todos con su amistad y con sus valiosos consejos. Quedan tan sólo unos meses para las nuevas elecciones. Mientras encaramos el futuro, teniendo siempre en cuenta la opinión sabia y autorizada de don Antonio, he tenido el honor y el placer de poner en orden estos breves recuerdos con el solo propósito de felicitar al maestro, de todo corazón, por su octogésimo cumpleaños.

Filólogo. Profesor de investigación del ILC/CCHS/CSIC. Poeta. De la Real Academia de la Historia.