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Las novedades a las que me refiero son dos. Por un lado, los estudios de Eric Nelson han mostrado que la Utopía se encuadra en una polémica del humanismo europeo muy viva en el albor del siglo XVI, que enfrentaba grosso modo a partidarios de lo latino frente a lo griego. Esta polémica tenía múltiples dimensiones: acudir, con Erasmo, al texto griego de la Biblia frente a la Vulgata es la más conocida por sus implicaciones religiosas. Pero en el plano ético-político, se traza una bien definida oposición entre dos concepciones de la sociedad. Por un lado, los partidarios del romanismo que, basados en la tradición jurídica justinianea y las obras de Cicerón, Salustio, Livio y Tácito, defendían un gobierno republicano basado en la libertad, la propiedad, y una justicia del suum cuique, que otorgarían a la ciudad paz y a sus prohombres gloria. Por otro, la visión griega, tanto de Platón como de Aristóteles y las demás escuelas filosóficas, para la que el fin de la ciudad no es la gloria, ni siquiera la paz, sino la felicidad (eudaimonía) de todos sus habitantes, una felicidad cuyo culmen sería la contemplación: esta ciudad se basa en una idea de justicia que no surge del respeto de la propiedad individual, sino de un principio de acuerdo con el cual cada uno debe obtener lo que le corresponde acorde con su naturaleza. La sociedad descrita en la Utopía, como demuestra su recepción en Bodino y en los anticiceronianos italianos, es una decidida defensa del bando helenista.
Por otro lado, en el mismo número de 2012 de la revista Moreana dos investigadores, Giulia Sissa y Maarten Vermeir, han propuesto en sendos artículos, desde perspectivas y métodos totalmente diferentes, una conclusión que por lo sencilla, resulta sorprendente: el personaje ficticio que describe la fabulosa isla, el navegante Rafael Hitlodeo, no es otro que el propio Erasmo de Rotterdam, retratado con ironía amigable, lo cual permite conciliar la discordancia y a la vez admiración hacia el personaje que se percibe en toda la obra. La cercanía de Erasmo y Hitlodeo se ha planteado muchas veces, pero la identidad bajo figuración literaria no. Al contrario, se suele partir (como hace el propio Nelson) de considerar a Hitlodeo un alter ego de Moro que obliga a una confusa disociación entre el Moro autor, el Moro personaje y una especie de yo disociado de ambos en Hitlodeo. La nueva propuesta despeja esta confusión.
La tesis de Vermeir parte de la demostrada admiración de Erasmo por la constitución democrática del ducado de Brabante, que habría presentado como modelo político para Europa a sus amigos Peter Gilles y Tomás Moro, precisamente los interlocutores de Hitlodeo en Utopía, reflejo literario de estas conversaciones. La argumentación de Sissa, ya anticipada en un artículo en español en la Revista Internacional de Filosofía Política de 2007, es de otra índole: Erasmo encaja en el modelo de viajero independiente e incansable, que une formación platónica y ética epicúrea, ideología pacifista, que había dedicado a su amigo Moro, con juego de palabras, su Elogio de la locura (Moriae Encomium), y que recibe en respuesta, refinada y amical, su propia contrafigura en el Hitlodeo que narra las excelencias impracticables de Utopía. Esta es la opinión respetuosa y escéptica al tiempo de Moro sobre el navegante y sus ideas en la última frase de la obra: «Aunque (Hitlodeo) es un hombre de la más indudable cultura y del más amplio conocimiento de los asuntos humanos, no puedo concordar con todo lo que dijo. Pero de buena gana admito que hay muchos aspectos en la constitución de Utopía que me es más fácil desearlos para nuestros Estados que tener ninguna esperanza de verlos realizados».
La convergencia de las hipótesis, bien argumentadas y convincentes, de Nelson y de Sissa/Vermeir tiene un resultado claro. La obra se puede permitir, gracias a su tono de juego entre humanistas, una defensa acendrada del helenismo literario y cultural, sin que ello suponga que Moro debe compartir toda opinión de Hitlodeo. Si entendemos, pues, la descripción de la isla de Utopía como una amigable caricatura literaria de los principios del helenismo erasmista, es claro que el carácter de la obra, su sentido y sus efectos reciben de repente nueva y potente luz.
Por ejemplo, quizá haya que reconsiderar las líneas tradicionales de la recepción española de la Utopía: por un lado, parece evidente su diferencia con la mencionada recepción anticiceroniana en Italia; por otro, hay que pensar que la obra de Moro, con toda su ironía no siempre comprendida por sus entusiastas partidarios, se convertiría, máxime tras la ejemplar muerte de su autor, en un potente altavoz de ideas erasmistas: el remedo hitlodeano de Erasmo tenía más prestigio, a ojos por ejemplo de Quevedo, instigador de la primera traducción al español de la obra, que el original. Con razón García Pinilla habla recientemente de las utopías del erasmismo español como secuelas de Moro. En esa línea, quizá habría que prorrogar el apéndice que Bataillon dedicó en su Erasmo en España al influjo de las ideas erasmistas en la América española, puesto que es sabido que la Utopía fue una fuente de iluminación de no pocas fundaciones coloniales, especialmente en Nueva España.
Pero el campo que más luz recibe de estas nuevas líneas es el tradicional tema de los modelos griegos de la Utopía. No porque haya que volver a catalogar todas las posibles fuentes clásicas de las que directa o mediatamente bebe la obra de Moro, sino porque queda patente que la tarea de reintroducir en la Europa de 1516 los modos griegos de discurrir sobre la sociedad, suponía una renovación absoluta, incluso radical. Una renovación en los modos de pensar, más que en la adopción de tal o cual medida concreta o modelo literario. Es la admiración por la cultura griega el principio unificador de elementos tan discordes como un régimen de propiedad comunista y de libertad religiosa. Y a su vez, es la distancia amigable con Hitlodeo/Erasmo envuelta en el juego literario, el respeto intelectual que no conlleva necesaria coincidencia de pareceres, la que permite exponer estas ideas renovadoras sin las trabas de la aplicación concreta hic et nunc, como una fuente de inspiración para los lectores del presente y el futuro.
Distingamos tres vetas principales del helenismo de Moro: en el nivel literario, en el ético-político y en el religioso. Sin afán, sobra decirlo, de impermeabilidad entre ellos, ni de agotar el tema en tres planos. Esta tripartición se debe solo a la claridad necesaria para exponer algo complejo en pocas páginas.
HELENISMO LITERARIO
En el plano literario es donde más evidente se hace la raigambre griega de la obra, por expresa voluntad de un Moro que no esconde sus modelos: las referencias a Platón, el humor lucianesco, las raíces griegas de nombres de personas, instituciones y lugares, son juegos propios de un humanista que habla para los entendidos, y que aquí basta desbrozar brevemente.
El nivel más reconocible de llamadas a la Grecia clásica son las etimologías de los nombres propios, a propósito ambiguas y difíciles de interpretar. Es sabido que la propia isla de Utopía se refiere no-lugar, ou-topos, pero también al buen lugar, eu-topos, y el nombre de Hitlodeo, de fea transcripción española, se ha interpretado como un compuesto de hythlos y el verbo daíein, el «distribuidor de absurdos»: nombre que sería abiertamente despreciativo si no fuera porque Sócrates en la República (336d) es acusado por Trasímaco de sostener absurdos (hythlous), lo cual de nuevo nos reenvía al homenaje literario entre humanistas. Los demás nombres propios son con frecuencia irónicos para conocedores del griego, como el río sin agua (Anyder), el pueblo sin país (los acorios), la ciudad incierta (la capital Amaurot, del adjetivo amauros).
Juegos etimológicos aparte, los estudiosos han detectado diversos influjos literarios en la obra, pero los dos más importantes y claros son sin duda Platón y Luciano. Hay varias referencias a las obras de Platón, y la forma dialógica y la semejanza literaria con la descripción de la sociedad ideal de la República —y la Atlántida del Critias y en algunos aspectos la ciudad proyectada en las Leyes— es tan clara y ha sido tan estudiada que no merece casi más comentario. Sí cabe señalar que algunos elementos del relato de Hitlodeo recuerdan a la imaginería fundacional típica de la literatura política antigua: por ejemplo, la fundación por el rey Utopo trae irremediablemente a la mente a los fundado-res primigenios (como Solón o Licurgo) de las constituciones griegas en la Política aristotélica o las Vidas paralelas plutarqueas. Son semejanzas literarias y narrativas, sin entrar aún en el contenido ético-político que veremos después.
Pero, de hecho, poner el foco solo en Platón y otros teóricos políticos puede distorsionar el sentido de la Utopía moreana, pues porta a buscar en ella una sistematicidad organizativa que quizá no está en la mente de su autor. Y es que el otro gran pilar literario sobre el que se asienta la descripción de la isla es el de Luciano de Samosata, el «Voltaire de la Antigüedad», cuyas burlas sobre la sociedad y religión antiguas aún consiguen divertir —un mérito poco común en tan mal viajero entre culturas como es el humor—. Moro participa activamente, junto con Erasmo, en la primera oleada de recuperación de Luciano para la Europa moderna. Suyas son las primeras traducciones de algunos de sus Diálogos. De hecho, es sorprendente comprobar que estas traducciones son las obras de Moro que más reediciones, unidas a las traducciones de otros diálogos por su amigo Erasmo, alcanzan en vida del propio autor. Pues bien, la continuación literaria de estas traducciones es la Utopía, en la que no falta la sátira de los contemporáneos en la primera parte —la cena presidida por el cardenal Morton— ni las situaciones cómicas en la segunda que prueban lo relativo de las convenciones humanas que son inversas en la isla: por ejemplo, la famosa escena en que los utopienses toman por esclavos encadenados a los embajadores extranjeros que vienen cubiertos de collares de oro.
Hitlodeo cuenta que los autores griegos han tenido gran acogida en Utopía gracias a su viaje: Platón, Aristóteles, Teofrasto, Plutarco, Luciano; entre los poetas, Aristófanes, Homero, Eurípides y Sófocles (en la edición, especifica, de Aldo Manucio, de 1502); entre los historiadores, Heródoto, Tucídides y Herodiano; y algunos autores más, técnicos y científicos. Todo un programa de lecturas griegas para la Europa del primer XVI, y de pistas para el lector avezado sobre las raíces intelectuales de la obra que tiene entre sus manos. Los vínculos literarios en el estilo y el tono con la antigua Grecia, buscados y extendidos a lo largo de la obra, están lejos de ser una frivolidad ornamental o pura erudición pedantesca. Al contrario, supone un posicionamiento explícito en la polémica ideológica entre romanismo y helenismo que afectaba a múltiples ámbitos del pensamiento europeo de los siglos XV y XVI. Los estudios arriba aludidos de Nelson describen con viveza una oposición que tiene, claro es, muchos matices y tantas redefiniciones como humanistas se encuadran en ella. Y sin embargo, no solo sirve hoy como paradigma en que encuadrar a diversas figuras de la respublica litterarum de la época, sino que ellos mismos encontraban su identidad cultural en el acto de posicionarse, al modo de cada cual, en uno de ambos lados. La seriedad del empeño no es óbice para el humor y la ironía en su manifestación, antes al contrario: el helenismo ético-político y el religioso examinados a continuación son inseparables del marco literario que remite a los autores griegos.
HELENISMO ÉTICO-POLÍTICO
El contenido ético y político de la Utopía es de enorme densidad y la clave helenizante es solo una dimensión en-tre otras, pero cuya importancia no cabe soslayar. Sería ingenuo, por otra parte, hablar solo de un influjo directo e inmediato de los griegos. Es claro que la influencia enorme de Platón y, en menor medida, de Aristóteles no debe entenderse fuera de la transmisión y comprensión de ambos autores durante los siglos anteriores. Junto a la lectura directa de ambos, van a la par las recepciones previas de san Agustín y de los escolásticos, y derivados más o menos lejanos de ellas, como las reglas monásticas medievales, que sin duda están también reflejadas en el régimen colectivo de los utopienses. Sin embargo, los puntos de contacto más directos con los textos antiguos, nuestro interés aquí, son innegables.
Hemos visto ya que Platón es la referencia primaria y explícita de la Utopía moreana, aunque no, como se piensa a veces, la única raíz clásica. La República es el fundamento evidente del aspecto más polémico del régimen de la isla, la propiedad común de todas las cosas y la ausencia de dinero, que hace a todos los utopienses iguales en vestido, comportamiento y mentalidad, con los matices que veremos en el plano religioso. En el modelo general el paralelo es claro, si bien Moro —e igual que él los autores que seguirán las huellas de este nuevo sendero de imitación platónica, como Campanella o Bacon— no es servil a su modelo, sino que a partir de la base de propiedad comunal innova con originalidad. Así todo el régimen de Utopía se basa en la presencia de fuertes unidades familiares, aunque deban mantenerse en el número de miembros que requiere el estricto equilibrio poblacional, mientras que en la República platónica las familias se disolvían en el sistema tripartito estatal, porque Platón considera la familia germen del egoísmo individual que proscribe en su ciudad ideal. En Utopía no, pues el fundamento ético es otro.
Quizá este reconocimiento de la familia como unidad básica es de raíz aristotélica, pues el libro primero de la Política parte de la casa familiar como fundamento de la ciudad, antes de emprender, en el segundo, una crítica severa del régimen platónico precisamente por lo mismo por lo que Moro critica a Utopía en su balance final del relato hitlodeano: el régimen comunista de la propiedad. El influjo de Aristóteles, que cumple recordar que a Moro le llegaba, aparte del texto griego original, mediado por una doble vía, la escolástica tradicional que partía de la traducción latina de Moerbecke, y la humanística nueva que parte de la de Leonardo Bruni, con sus respectivos comentarios, no se limita a la crítica al comunismo de Platón y de los utopienses. Al contrario, también se deja sentir la impronta aristotélica en la descripción de la isla y su régimen. Un importante concepto de la política aristotélica esencial a la ciudad, la autosuficiencia (autarkeia), es también un fundamento básico del régimen de Utopía, en todos los aspectos: la voluntaria insularidad, conseguida por Utopo con enorme esfuerzo de ingeniería, es la expresión más clásica—y más británica—de la autarquía que no necesita de bienes ajenos. Además, medidas concretas que Aristóteles recomienda como convenientes para mantener esta autarquía con ejemplos de diversas ciudades son adoptadas con variantes por los utopienses: el control de la población de cada ciudad, el envío de colonias, el flujo de mercancías entre campo y ciudad, interior y exterior, etc.
Pero la autosuficiencia de la ciudad aristotélica, y también la de Utopía, no es solo material, sino también moral: la virtud que conduce a la verdadera felicidad, inculcada en los ciudadanos por una educación destinada específicamente a ello, es el principio básico que inspira la teoría del hombre como animal político, que se une en sociedad no solo para vivir, sino para vivir bien (eu zên), en el sentido más amplio y elevado del adverbio. Y este vivir bien es el eje de toda la vida utopiense, cuyo fin último es el placer (voluptas) entendido de la siguiente manera: «todo movimiento y estado del cuerpo o la mente en el que, bajo la guía de la naturaleza, cause deleite encontrarse» (omnem corporis animive motum statumque in quo versari natura duce delectet).
Sin embargo, el culto a la felicidad elevada regida por ley natural que conduce la vida de los utopienses, aunque presenta conexiones con la ética aristotélica, tiene una raíz mucho más directa: Epicuro. El filósofo griego, tan denostado desde la apologética bajoimperial como hedonista y ateo, había comenzado a ser reivindicado tras el redescubrimiento y traducción del texto griego de Diógenes Laercio (hacia 1430) por el humanista Lorenzo Valla, cuyos pasos siguió entusiasta también el propio Erasmo: en varias de sus obras la filosofía epicúrea y su reivindicación de los sentidos y el cultivo de los placeres nobles y la salud corporal como medios necesarios, que no impedimentos, para la virtud del alma, se cristianiza como anteriormente sucediera con Platón y Aristóteles, y se pone como ejemplo de la vida cristiana. Sin duda, como demostró Surtz, Moro compartía también una visión positiva del filósofo griego. Pero enfatizar hasta el extremo la fundamentación del régimen de Utopía en el placer tiene algo de provocación ante sus contemporáneos por parte del inglés. Desde el punto de vista literario es claro que, como se ha repetido muchas veces, influyó la célebre descripción de Vespucio en su Nuevo Mundo de la vida de los indios americanos: «Viven acorde con la naturaleza, y por tanto deben llamarse más epicúreos que estoicos». Pero la hipótesis de Sissa aludida al principio permite avanzar algo más, porque fundar el culto utopiense al placer en el puro exotismo sería trivial. En cambio, en labios del trasunto de Erasmo la reivindicación del epicureísmo adquiere todo su sentido de amistosa caricatura.
HELENISMO RELIGIOSO
Finalmente, hay un tercer nivel de helenismo en la obra, mucho menos explorado que los dos anteriores, pero que tiene al menos tanta importancia como ellos para comprender el talante y propósito de la Utopía. En el capítulo final se describe el régimen religioso de la isla, implantado desde la fundación por Utopo al darse cuenta de que las luchas religiosas desangraban al país: «Que nadie se vea perjudicado por su religión […] que cada uno era libre de practicar la religión que quisiera. No prohibió propagar la fe de modo razonable, suave y humilde, que no trata de destruir brutalmente a los demás si sus razones no convencen, y que, en fin, no emplea ni la violencia ni la injuria. Quien se sobrepasa en estos puntos es castigado con el destierro o con la esclavitud». Las razones no son solo de conveniencia social, sino que esa tolerancia «redunda-ba en beneficio de la misma religión, sobre la que no se atrevió a definir a la ligera. No estaba seguro de que Dios no quería un culto vario y múltiple al inspirar a unos uno y a otros otro» (an varium ac multiplicem expetens cultum Deus aliud inspiret alii).
En esta tolerancia de base la llegada del cristianismo encaja de un modo oblicuo pero sin problema, pues según cuenta Hitlodeo, tras la llegada de su grupo de navegantes, ya se extiende a una gran velocidad por la gran aceptación del Evangelio entre los utopienses. Una expansión que se realiza de un modo respetuoso y sereno, como una más de las religiones de Utopía, sin obligar a nadie a la conversión. Solo hubo un caso molesto, el de un converso al cristianismo que por su extremado celo condenaba los demás cultos y los tachaba de profanos. La incomodidad causada provocó su exilio de la isla «como reo no de desprecio a la religión, sino de proveer el tumulto en el pueblo».
El primer límite a la pluralidad es, pues, un proselitismo demasiado agresivo, que inaugura en lo religioso la paradoja formulada cuatro siglos más tarde por Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos (paradójicamente la crítica liberal clásica de las visiones utópicas): «Si permitimos una tolerancia ilimitada a los intolerantes, si no estuviésemos preparados para defender la sociedad contra la embestida de los intolerantes, el resultado sería la destrucción de los tolerantes y de la tolerancia». El segundo límite proviene de la identificación entre conciencia religiosa y conciencia ética: el ateísmo es perseguido también con penas de ostracismo y aislamiento para quien niegue la inmortalidad del alma y la existencia de Dios. Porque hay un denominador común a la diversidad de cultos, la existencia de una divinidad suprema: «La mayor parte de los utopienses creen en una especie de numen desconocido, eterno, inmenso e inexplicable, muy por encima de la comprensión humana y difuminado por todo lo creado, no como una masa sino más bien como una fuerza. Lo llaman padre, consideran que es el origen, fuerza, providencia y fin de todas las cosas, y solo a él tributan honores de Dios. El resto de los utopienses, aunque tengan creencias diferentes, conviene con estos en que piensan que entre todos los dioses hay uno que es como él, primero y supremo. Él es el creador del mundo y su providencia. En su lengua nativa todos le llaman Mitra».
Sobre esta creencia esencial compartida por todos los habitantes se basa la religión pública: «Los ritos comunes están ordenados de tal modo que nunca contradicen los cultos privados. No se ve en los templos ninguna representación de la divinidad. Cada uno se lo imagina como crea conveniente desde su credo. No tienen tampoco nombre alguno para invocar a dios. Usan el nombre de Mitra para nombrar de alguna forma el ser supremo, sea cual sea su naturaleza. Tienen unas oraciones que todos pueden rezar sin contradecir sus propias creencias».
Bajo este régimen de tolerancia en Utopía, proclamado mucho antes de Locke, se traslucen las formas de la religión antigua, en especial su teorización griega. El juicio de que a través de todas las religiones se podía honrar a la divinidad única, definida con los rasgos típicos de la teología platónica, habría sido suscrito por muchos filósofos desde Jenófanes y por la práctica totalidad de los pensadores y buena parte de las clases cultivadas de época imperial. Esa creencia general era posible en tanto que la práctica de la religión privada, asociativa o familiar, coexistía sin problemas con las demás bajo la égida de los cultos oficiales cívicos e imperiales. La condena del cristiano exaltado en Utopía es típica de la antigüedad: como a Sócrates, a los adeptos a las Bacchanalia de Roma, o en su momento judíos o cristianos, se les condena no por creer o no determinados dogmas, sino por perturbar la paz social.
Desde posiciones diversas, todos los autores griegos a los que hemos considerado en este breve repaso fuentes literarias y ético-políticas de la Utopía participan de una actitud deferente hacia una diversidad religiosa no incompatible con la unidad divina, pero que supone un importante factor de concordia social: ante todo, para Platón y para Aristóteles, el culto de los dioses supone formas muy convenientes de cohesión e identidad cívica que, si bien no representan adecuadamente a lo divino, uno e inaccesible por naturaleza, pueden acercarlo al hombre; incluso para un Epicuro, al que la existencia de los dioses es indiferente, el culto tradicional merece un respeto ético y estético que la apologética negó bajo el cargo de ateísmo; probablemente ningún crítico hay más feroz que Luciano de las religiones antiguas, tradicionales y nuevas; y sin embargo su perspectiva, como la de los filósofos, es de purificación mediante la parodia de los vicios y bajezas que degradan la verdadera religión. Por otro lado, no es necesario pensar que Moro conocía la religión antigua por un único autor, sino por una diversidad de fuentes directas e indirectas. Hay en la Utopía varios guiños a prácticas de la religión griega, como la existencia de sacerdotisas, o más específicamente, la mención a que una no desdeñable minoría cree en la reencarnación (a semejanza de los pitagóricos) que son notas de color erudito para los sabios que supieran reconocer sus modelos. No hay una fuente específica, pero es claro que el modelo de sistema religioso alternativo que Moro tiene en la cabeza es el que le han transmitido los autores antiguos, y a partir de este construye el de la isla de Utopía.
Ahora bien, es difícil calibrar si tras esta descripción de la tolerancia religiosa basada en un ecumenismo de mínimos, que parece tratar de prevenir los conflictos que se avecinaban en el horizonte inmediato, está la opinión del propio Moro, o si más bien, como en la constitución política de la isla, es una visión a propósito extrema de un erasmismo religioso, que quizás juzgaba bienintencionado y con principios deseables pero de difícil, o imposible, aplicación práctica. Las bien conocidas posiciones de Moro en la lucha religiosa que en los años posteriores le tocó vivir en primera persona son una posible clave para pensar que no comparte todas las loas de Hitlodeo al sistema religioso utopiense, pero tampoco cabe descartar cierta evolución en sus ideas, debida al tiempo o a la simple distancia entre la teoría o el juego literario y la práctica política. Por otra parte, también cabe recordar la reconocida admiración de Moro por el brillante platónico italiano Giovanni Pico della Mirandola, estudioso del griego y de las lenguas orientales, que abogaba por un deísmo universalista de base cristiana. Moro tradujo al inglés la Vida de Pico, muerto muy joven como un héroe épico, en una clara toma de posición a favor de un humanismo abierto a la diversidad cultural para ensanchar precisamente los puntos de unión en un mundo cada vez más amplio. También en este campo, los descubrimientos recientes del encuadramiento de la Utopía en un humanismo helenista innovador opuesto al romanismo tradicional, y de un trasunto amical de Erasmo bajo el personaje de Hitlodeo, ayudan a entender el mensaje de Moro al describir la tolerancia religiosa de Utopía.
Una observación final tras este recorrido. En nuestra época, resignada al anuncio de otra muerte más, de la utopía esta vez, se suele asociar por inercia el cultivo de este género literario-político con los enemigos popperianos de la sociedad abierta, y se presupone una idéntica cerrazón en todos los niveles de la sociedad utópica. Pero la isla de Utopía que describe Hitlodeo desmiente esta asociación mecánica, porque a la rigidez de su sistema político y social une una notable apertura religiosa. Por ello, no deja de ser una sorprendente paradoja, que sin duda hubiera regocijado a Tomás Moro y sus amigos helenistas, encontrar en el viajero admirador de Utopía a un amigo de la sociedad abierta. Con toda su cortés reserva ante las loas erasmistas de Hitlodeo a la isla, Moro también lo era. Muchos de sus admiradores e imitadores no han sabido apreciarlo así y han distorsionado el sentido original de una obra en la que el helenismo brilla como motor de ideas renovadoras, apreciadas si bien no todas necesariamente compartidas por un autor tolerante, amigo de la discusión, curioso ante las novedades, y al mismo tiempo aferrado al sentido práctico de la realidad. De este equilibrio tan ateniense del inglés, entre realismo y fantasía, entre interés respetuoso por lo ajeno y conciencia crítica de lo propio, nace la fuerza de la obra y su éxito en siglos posteriores. Y sin duda conviene a quien se acerca al género utópico, para estudiarlo e incluso para cultivarlo, el mismo espíritu bienhumorado y conversacional de aquel que le dio el nombre.
  REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
I. García Pinilla: «Elementos de utopía religiosa en los erasmistas y disidentes españoles del siglo XVI», I. Nakládalova (ed.): Religion in Utopia. From More to the Enlightenment, Sankt Augustin, 2013: 41-70.
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—«Geniales gérmenes de ideas. La búsqueda de la perfección política de Atenas a Utopía», Revista Internacional de Filosofía Política 29 (2007): 9-38.
E. Surtz, The Praise of Pleasure: Philosophy, Education and Communism in More’s Utopia. Cambridge Mass. 1967.
M.K. Vermeir, «Brabantia: Decoding the main characters of Utopia», Moreana 187/8 (2012):151-181.
Profesor de Filología Clásica. Universidad Complútense de Madrid