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Hace apenas seis años presenciamos un espectáculo mediático tan rebuscado como perverso: la cobertura mediática del 11-M, enmarcada en un confortable diseño artístico y, especialmente, musical. En efecto, Mozart, Fauré y otros célebres autores sonaban hasta en los autobuses durante aquel día amenizando el habitual irrespirable ambiente. ¿Fue por compasión con familiares de las víctimas? Probablemente, su voz, que pedía a gritos que terminase la tortura mediática, fue la que menos importaba. Al fin y al cabo, los supervivientes éramos mayoría y valíamos más como espectadores de un auto de belleza apocalíptica, contemporáneos de un drama sublime… Supuestamente, los medios nos protegían contra una depresión colectiva y esto, inevitablemente, pasaba por aceptar los hechos; pero pusieron demasiado arte en juego, de tal manera que nos hicieron disfrutar con el mal. En definitiva, pretendieron secuestrar nuestra libertad y convertirnos en esclavos capaces de ser felices bajo la tortura. No han apagado nuestra razón, pero la han ensordecido, generando en nosotros una especie de síndrome de Estocolmo.

Quizá fuera lo correcto desde el punto de vista comercial y psicológico, pero a mí me parece que es un ejemplo de cómo el arte y, muy especialmente, la música se alían con las más crueles fuerzas que mueven el mundo. Generan sumisión ante el mal sin que sus golpes nos dejen de doler. La consciencia de tal perversión suele convertirse con el tiempo en una postura antimusical o antiartística. Los más llamativos son los testimonios de algunos supervivientes de los campos de concentración que, tras la liberación, evitaron la música clásica hasta el final de sus vidas… Algunos músicos también somos conscientes del aberrante uso que se da a nuestro arte pero —sometiéndonos a razones de peso— no solemos confesar este conocimiento públicamente. En este artículo, lejos de culpar a la música como tal, queremos poner de manifiesto que tal uso de ella está propiciado por la imperiosa necesidad del ser humano de creer en que actúa libremente y que conserva su dignidad, especialmente en los momentos cuando está sometido a una irremediable y cruel predestinación.

Aquí entra en juego lo artístico: la belleza nos entusiasma y nos hace conformistas. Si no, ¿por qué los medios de información reproducen hasta la saciedad las execrables «instalaciones» humanas en la cárcel de Abu Ghraib? Ciertamente, el hombre de la capucha negra nos recuerda los grabados de Goya; la figura con las manos en cruz no es menos expresiva que el Cristo de Dalí y las montañas de los cuerpos desnudos recuerdan algunos lienzos de Delacroix y Picasso. Tenemos ante nuestros ojos un arte tan convincente como lo son las pinturas de los cavernícolas que, según las investigaciones recientes, también practicaban la música… Algunos dirán que estas manifestaciones de la crueldad responden a la necesidad de comprender su propia naturaleza, de autojustificarse. Pero el arte no tiene esta intencionalidad ni medios para realizar tal tarea, de lo cual hablaremos más abajo. En esencia, el «arte» abughraibiano es tan puro e ideológicamente incoloro como cualquier otro arte y, como tal, no hace ni más ni menos que sincronizar nuestra mente con cualquier tarea que tenemos que realizar, sea noble o abominable. Consciente e inconscientemente, recurrimos al arte para apaciguar el conflicto interno en relación con nuestra función pública (sin dobles sentidos) y para mejorar nuestro autoestima. El hombre malo piensa que actúa bien, el hombre bueno se hace fuerte para soportar la injusticia y, juntos, constituyen la sociedad de los conformistas.

Existe la opinión de que la música y la arquitectura tienen mucho en común. Pero hay entre ellas una diferencia como la que separa la creación de la destrucción. El arquitecto lucha contra la gravedad, colabora con ella y, finalmente, erige un objeto cuyo destino es la permanencia. En ocasiones, hay que destruir un edificio o un puente. Las voladuras controladas también causan fascinación por la complejidad de los planteamientos técnicos y la maestría en su realización; incluso se filman para los noticiarios y documentales. Pero la voladura no tiene nada que ver con la arquitectura como arte. En cambio, la interpretación musical se erige y se autoconsume en el mismo instante, de tal manera que somos conscientes de cómo cada vez nos queda «menos» de una sinfonía o de una mazurka.

La contracción del proceso constructivo/destructivo y el especial peso de la destrucción en la música se vislumbran en la macabra alegoría de Karl Heinz Stockhausen cuando comparó la destrucción de las Torres Gemelas con una perfecta obra de arte [me imagino que pensaba en la música], cultivada durante años y cuya realización coincide con el momento culminante de la vida de sus intérpretes. La avanzada edad de Stockhausen —tenía entonces 73 años— no le sirvió para que sus palabras no fueran consideradas como apología del terrorismo por la jauría de los chihuahuas seudoprogresistas. Pero, practicando el pensamiento concreto en vez de la políticamente correcta abstracción, ¿no habrá expresado el compositor la misma idea que admiramos en el mito de Tristán e Isolda? Es un intento típicamente musical de andar por el filo de la navaja, de percibir el instante cuando la vida ya se ha escapado pero la muerte todavía no ha acaecido… ¿Acaso Ibsen no habló de lo mismo en su Constructor Solnes, haciendo caer a su personaje desde la cumbre del mejor edificio por él construido? ¿O deberíamos decir que Ibsen era un sádico con tendencias asesinas?

Es posible que a estas alturas ya haya conseguido indignar a algunas personas comprometidas con la defensa de los valores democráticos. Así que hago un alto en el camino para asegurar que condeno cualquier manifestación de violencia. Pero no digo que no me malinterpreten, sino ruego con fervor que no me interpreten. Las interpretaciones están en un terreno muy distinto al de la retórica artística y se explican gracias a las predisposiciones de los receptores del supuesto mensaje, que casi siempre intentan atribuir al artista la expresión de sus propias ideas. Esto lo han entendido muy bien los censores comunistas rusos de la década de los treinta, cuando dieron su visto bueno para que las melodías de una ranchera mexicana y la de un himno nazi —que suena hasta en el Triunfo de la Voluntad de Leni Riefenstahl— fueran aprovechadas (cambiando la letra) en las respectivas canciones comunistas. Tenían muy claro que la música no porta ningún mensaje. Si estuvieran menos condicionados, podían incluso haber dejado sin cambios la letra original, puesto que esta no «expresa» nada cuando forma parte de una obra de arte. Con ella o sin ella, las canciones entusiasmaban.

El arte, a estos efectos, es como un potrillo recién nacido. Ni siquiera sus padres, que ya conocen el destino que les reservamos los humanos, piensan, a la hora de procrear, que su hijo se destinará a los servicios de transporte. Mucho menos, el propio caballito tiene esta imaginación. Sin embargo, nosotros sí que le atribuimos este papel y hasta distinguimos entre los animales de carga y los de carreras. Y también podemos convertir al pobre caballo en un arma asesina. Sin embargo, no se puede decir que el perissodactyla es culpable por ser como es, al igual que no lo es una navaja por haber sido empleada para cometer un asesinato.

Si esto es así para el caballo, todavía es más cierto en el caso de la creación artística. Se le puede atribuir un determinado mensaje e incluso, como lo hacemos con los caballos, seleccionar las obras más adecuadas para portarlo. Si llegamos a decir que un determinado caballo es «una soberbia expresión de lo que debe ser un caballo de carreras», las Pasiones de Bach podrían ser una expresión ejemplar del pensamiento cristiano. Pero esta música también puede llenar de sentido un acto reprobable (adoctrinamiento de los asesinos militares) o facilitar la digestión (musicoterapia). ¿Cuál de estas atribuciones sería la correcta? Realmente ninguna. Lo más probable es que Bach no pensara en el contenido del texto sagrado a la hora de componer, de la misma manera que no se observa la impregnación comunista en las obras de Shostakovich.

La maldad que se atribuye al arte no está en él. Por ejemplo, ¿qué daño hacía la hermosa y adecuadamente colocada estatua ecuestre en la madrileña plaza de San Juan de la Cruz? El cubo agujereado, Homenaje a la Constitución, situado a pocos metros, sí que hace daño a la vista y, quizá por esto, es sometido a la acción de los grafiteros. O la actualmente desterrada genial estatua de Dzerzhinski de Moscú. Con lo fácil que sería poner al lado una tablilla explicando que el señor era muy malo… Dejarla en su sitio sería la peor ofensa para el personaje en cuestión porque su uso como objeto decorativo llevaría implícito el reconocimiento de su insignificancia histórica… Otra vez me sorprendo a mí mismo teniendo que elogiar a los comunistas que no han quitado ni al «sanguinario» Nicolás I («el ahorcador»), ni a Catalina la Grande… No hablaban bien de ellos pero siempre han tenido la sabiduría de separar lo artístico de sus ambiciones personales. Así saciaron la sed de cultura de sus súbditos y así, a pesar de la proverbial crueldad del régimen comunista ruso, este, con más de setenta años a sus espaldas, se convirtió en uno de los más longevos en la reciente historia política europea.

Sin embargo, el temor que experimentan los políticos actuales no les hace luchar única y exclusivamente contra los fantasmas del pasado. También practican la estrategia de tildar de enemigo a cualquiera que pueda parecer discordante. Así entendemos la reciente reacción a la «irreverente» instalación europeísta de David Cerny. Nadie se fijó en el juego de volúmenes, colores o en la composición general —propias del arte decorativo pero no por eso menos notables—. En cambio, las inocentes alegorías despertaron tanta ira que la UE parecía estar a punto de desintegrarse ante la insoportable ofensa. ¿Qué habrán visto en aquellos objetos salvo la plasmación de sus propios miedos latentes? Si tan grave es lo de Cerny, el monumento al Ángel Caído en el madrileño parque del Retiro debería ser considerado un acto de adoración al diablo. En tal caso, es mucho más urgente quitar y fundir tal encarnación del mal que esconder la inocente estatua que antaño embellecía el complejo de los Nuevos Ministerios —junto a la cual y por la misma razón también debería desaparecer la mitad de Madrid—.

Todo esto lo saben —o intuyen— no pocos políticos. Y cuando digo políticos, me refiero a toda clase de adalides que ejercen su profesión mediante la manipulación. La evolución de la Comunidad Europea desde la muy concreta y beneficiosa unión mercantil hasta la abstracción que pretende abarcar todas las esferas de actividad y pensamiento, ha propiciado la exponencial multiplicación de esta casta. Y, como suele ocurrir en cualquier Estado omnipresente, el simple acto de hablar se ha vuelto tan peligroso como lo fue en los tiempos de las dictaduras no tan lejanas. Las reprobables escuchas telefónicas [SITEL] y, sobre todo, la obsesiva costumbre de interpretarlas en busca de los pensamientos inadecuados están convirtiendo Europa en una tierra inhóspita para sus propios ciudadanos. Esto recuerda el clima psicológico propio de la URSS en los años inmediatamente anteriores a su ocaso: los habitantes de aquel vasto imperio tenían la sensación de que el Estado les odiaba y, lógicamente, en los momentos críticos no quisieron hacer el esfuerzo para evitar el colapso del sistema.

A diferencia del arte plástico, la música siempre ha gozado de la aceptación por parte de los políticos. El conde Tolstói, gran admirador de la música, lo explicaba diciendo que la música y la esclavitud van mano a mano. Exactamente, se trata del ya mencionado poder de transformar nuestra percepción del mal: de ennoblecer el sufrimiento, de encontrar en él un sublevado sentido y de convertir la contemplación del dolor —incluido el dolor propio— en un pasatiempo estéticamente atractivo. La música no anula la consciencia del mal pero, al ser una interpretación musical un acto de naturaleza principalmente destructiva, el hombre se ve abocado a aceptar las injusticias en contra de su voluntad.

Con esta finalidad la música clásica se utilizaba en los campos de concentración nazis, incluidos los momentos cuando las víctimas se encaminaban hacia el dispositivo destinado a interrumpir sus funciones vitales. Andaban sin resistir, como aquellas ratas del cuento infantil, hechizadas por el sonido de una flauta. Lo único que frustraba a sus verdugos fue que ni siquiera se preguntaban: ¿qué es lo que hemos hecho para que nos hagan esto? Así —creo recordar— confesaba en una entrevista el tristemente conocido David Irwing. Los prisioneros eran conscientes del efecto que producía la música y, cuando las circunstancias lo permitían, protestaban vivamente contra la presencia de sus intérpretes en los campos. Sabían que la música era tan necesaria para doblegarles como para sincronizar la consciencia de los alemanes con la cruel tarea en la que deseaban creer que creían. Una vez magnetizadas las dos partes del proceso —gracias a la música— el resultado era irremediable.

Al otro lado del frente, la música campaba igualmente a sus anchas con el beneplácito de los comisarios rojos. Incluso, algunos se sometían a esta droga por voluntad propia o por necesidad, como le pasó a un catedrático de piano del Conservatorio de San Petersburgo. A la edad de 18 años fue alistado y destinado a una unidad de retaguardia. Allí encontró a un violinista judío, igualmente joven. Me contaba el pianista que los dos se hallaban aniquilados psicológicamente ante la perspectiva de convertirse en carne de cañón, conscientes al mismo tiempo de que la deserción se castigaba con la muerte. Entonces, según el catedrático, se dieron cuenta de que estaban perdiendo la cordura y se les ocurrió pedir permiso para practicar la música durante una hora al día en un antiguo club de alterne, re-convertido a la sazón en una especie de centro cultural. Las sonatas para violín y piano les sumieron en un raro estado de la aceptación de TODO. No tenían fuerza para resistir, pero se sentían con fuerzas para soportar el mal omnipresente. Finalmente, el violinista fue enviado al frente y murió. El pianista conservó la vida y hasta su muerte recordaba aquellos ratos de música como algo irrepetible.

Aquí se vislumbra cómo la esclavitud es capaz de generar la música. Muchas veces he pensado en ello al verme sometido a las fuerzas dominantes de nuestra sociedad: fontaneros, enfermeros, albañiles, peluqueros y algunos más… Con independencia de si les pago mucho o poco, la mayoría de ellos trabajaban mal, muy mal, sin buscar soluciones creativas, sin amar lo que hacen. Saben que son los nuevos señores y nosotros estamos destinados a ser el objeto de sus abusos. Entonces, suelo recordar un poema de Nekrásov que me hacían recitar en el colegio, sobre una campesina latigada en medio de la Plaza de la Paja de San Petersburgo, y pasan por mi cabeza las imágenes de un largo y estrecho banco de madera sobre el cual está echado un hombre desnudo. Le golpean cruelmente con unas flexibles varas de sauce remojadas en vinagre. Sangra pero resiste, sus mandíbulas crujen… Me pregunto: ¿por qué admite el castigo? Entonces me doy cuenta de que suena una música bellísima, probablemente, Soave sia el vento de Così Fan Tutte, que le hace aceptar el dolor como una misión. Empieza a creer en que cree en el valor del trabajo bien hecho y, solo entonces, grita: «¡Piedad, señor! ¡Lo haré todo como se debe!». Se levanta, besa la mano que le había azotado, se limpia y tragando lágrimas, realiza una perfecta obra de alicatado o una hermosa tubería de cobre.

No me atribuyan mensajes: no se trata de la dignidad del trabajador sino de mi sorpresa ante la incapacidad de un artista, aunque fuera fontanero, de desarrollar su creatividad en condiciones de libertad. Vuelvo a decir que es una simple paráfrasis del bellísimo poema de Nekrásov que se estudiaba en las escuelas de la Rusia comunista, nada sospechosas de faltar al respeto al obrero. Aquel poeta, aun siendo poseedor de varios centenares de esclavos, fue abolicionista, pero conocía la naturaleza humana —la suya, sin ir más lejos—. Sabía cómo se construyeron los palacios más hermosos de la capital rusa. Por eso, al final de su poema, la campesina latigada es proclamada su musa. Así es la esclavitud de un artista. No se engañen al respecto: pese a las apariencias, el arte se basa en el sacrificio, la sangre y el trabajo. Es la esclavitud más cruel que existe pero es una droga que pocos son capaces de abandonar.

La expiación mediante la humillación recorre un amplio espectro de formas de abordar la existencia humana: desde la esclavitud hasta la tiranía, pasando por la obediencia. Se asemeja al mantra del OM que refleja todo el espectro de vibraciones del universo en un pequeño segmento de frecuencias reproducibles por nuestro aparato vocal. La música, con su característica contracción de la creación (bien) y la destrucción (mal), multiplica este efecto y nos hace oír el suspiro de la eternidad. Nos desvela una serie de conocimientos que no encajan en el mundo de la inocencia primaria. Y, dado que la pérdida de la inocencia no se asocia con los hechos sino con el conocimiento de estos, la música se manifiesta como un fenómeno extrahumano, semejante en su naturaleza al propio pecado original pero también diferente porque no sentimos la vergüenza sino el orgullo por habernos apropiado de ella. Nos hace reconocer nuestro destino, aceptarlo y someternos a él. Estamos necesitados de ella y cuando la consumimos —en cualquiera de sus formas más o menos armoniosas, más o menos complejas, más o menos parecidas a un simple ruido— creemos estar oyendo la justificación de lo que somos y de lo que hacemos. Pero, en realidad, no es ella la que nos justifica sino que nosotros la justificamos a ella, también cuando acompaña los hechos atroces y cuando nos anula como seres independientes, como se ha visto en los ejemplos precedentes. Tal vez hayan podido parecer crueles y ofensivos; pero ahora, tras disgregar el fenómeno musical y las propiedades que le atribuyen los temerosos, encajan dentro de la tendencia humana de aceptar la predestinación y buscar, mediante el arte, y muy especialmente la música, una huidiza sensación de coherencia. Esta clase de apoyo sirve para convertir nuestra consciencia desatada en una roca que soporta el viento huracanal; pero no en un águila que se lanza en contra del viento. Así vivió la población de los países del Este: espíritu elevado al servicio de los despiadados adalides. Por eso, aquellos regímenes pusieron todos los medios necesarios para promover un desarrollo cultural sin precedentes y, como reacción en cadena, provocaron millonarias inversiones culturales en los países «libres» que competían con las dictaduras. Tras la caída, más imaginaria que real, de los muros y telones ya no es apremiante sincronizar las consciencias de los esclavos sino la de los dentistas, que quieren creer que no engañan a sus clientes… Aquí también hay lugar para la música pero la tarea es menos honrosa: no se trata de dar fuerzas para soportar la desgracia sino de hacer que el hombre feliz se acepte como tal. Suena ridículo pero es la razón de éxito de tantos psicólogos.

Así pues, la música es realmente necesaria e inevitable cuando hay una verdadera desgracia. Por eso, como cualquier fenómeno que se defiende, la música necesita que haya catástrofes y, probablemente, colabore en el desencadenamiento de las mismas. Esta es la crueldad suprema de la música, la triste libertad que nos promete y este es su poder. Esto es lo que nos hace abominarla a veces.

Sin embargo, la música siempre estuvo aquí. Hay algo majestuoso en ella, en su incesante girar alrededor de sí misma, pues constituye su propio fin. Así pretende emular a la Divinidad y, aunque se quede en una pobre copia, nos revela algo sobre el Ser Supremo.

Director de orquesta. Doctor en música