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La crisis que asoló Europa entre 1919 y 1945 afectó también a la posición de los católicos en la esfera pública. En las sociedades sacudidas por la I Guerra Mundial los cambios que trajo el fin de la contienda permitieron dar paso a una nueva etapa. En el período inmediatamente posterior, en Alemania, la República de Weimar se asentó sobre la cooperación entre los socialdemócratas y el partido católico Zentrum, Francia recuperó sus relaciones bilaterales con la Santa Sede, Gran Bretaña las estableció, por vez primera un Presidente de Estados Unidos visitó a un Papa e incluso con la Unión Soviética se mantuvieron contactos diplomáticos. En Italia, los católicos participaron abiertamente en la esfera pública a través del Partido Popular, una fórmula apoyada por el Papa Benedicto XV. Este pontífice involucró abiertamente a la Iglesia en las cuestiones de su tiempo, llevó a cabo una iniciativa de paz durante la I Guerra Mundial, que fue rechazada por los contendientes, y, a su fallecimiento, los católicos se encontraban en una mejor situación en el seno de sus sociedades.

Su muerte coincidió con la eclosión de lo que se ha dado a conocer como el tiempo de las religiones políticas. Las democracias parlamentarias tuvieron que hacer frente a nuevas ideologías que polarizaron las sociedades en un momento de crisis económica con el objetivo de llevar a cabo una ocupación total del Estado para construir una nueva sociedad. Si en un primer momento el comunismo soviético pudo ser contenido militarmente por Polonia y por la guerra civil que sufrió Rusia y también fueron controlados los brotes revolucionarios que se dieron en Europa inmediatamente después de finalizada la Guerra Mundial, el fascismo italiano fue el primer movimiento que desbarató a una democracia parlamentaria. Poco después, en Alemania, el nazismo a imitación del fascismo trató de acabar con la república de Weimar. A partir de entonces la tensión interna se extendió por el conjunto de las sociedades europeas.

El nuevo Papa, Pío XI, tuvo que navegar entre estas aguas turbulentas. Para la actuación de los católicos en la esfera pública prefería la Acción Católica, mucho más dependiente de la jerarquía y con un proyecto claro de restauración de la unidad social y no la división aparejada a la participación a través de los partidos políticos. Además, desvincular a la Iglesia del Partido Popular en Italia podía eliminar interferencias y abrir la posibilidad de resolver cuestiones pendientes en las relaciones entre la Iglesia y el Gobierno de Italia, especialmente la situación jurídica de la santa sede, todavía en precario desde 1870. Resolver esta cuestión tan significativa era para Mussolini una oportunidad para garantizarse el apoyo de una mayoría de los católicos italianos. Los acuerdos de Letrán de 1929, entre otras cosas, crearon el Estado de la ciudad del Vaticano con lo que la Iglesia podía contar con un nuevo instrumento de acción pública. El profundo simbolismo del acuerdo no impidió que surgiesen conflictos cuando, en su afán por monopolizar y reordenar la vida social, el Estado fascista ocupó ámbitos que la Iglesia considerada propios para su función. En primer lugar, fue la actividad de la Acción Católica –lo que el Papa denunció a través de una encíclica- y ,al final del pontificado, por las leyes racistas aprobadas por Mussolini, a imitación de Alemania, y que el Pontífice condenó públicamente.

En su ascenso al poder en Alemania, los nazis contaron con la oposición de la jerarquía católica pero, el apoyo de un católico significativo como era el antiguo dirigente del Zentrum, Franz von Papen, hizo que esta cuestión fuera relevante en los inicios de su régimen. A imitación de lo ocurrido en Italia, y buscando asentar el gobierno de Hitler desactivando al influyente Zentrum, von Papen impulsó la firma de un concordato con la Santa Sede. En pocos meses, mientras los partidos de Weimar o se disolvían o eran proscritos, Papen consiguió el acuerdo. No fue el primer acuerdo internacional al que llegó el gobierno de Hitler, pero sin duda tuvo una enorme relevancia, causó no poca perplejidad y acabó con las resistencias que hasta entonces habían mostrado los obispos y los católicos alemanes ante el nazismo. El concordato se entendió por parte del Vaticano como oferta irrechazable que además daba una base jurídica a la acción de la Iglesia. Al igual que en el caso italiano, el hecho de que el nazismo tratase de anular la influencia de la Iglesia en la sociedad dio origen a no pocas fricciones siendo la encíclica de 1937 el aldabonazo público que confirmó el difícil entendimiento con un Estado que pretendía conformar desde una ideología pagana al conjunto del pueblo alemán.

Una ideología basada en el racismo y que excluía a los judíos como miembros de la comunidad. Unos judíos entendidos como tales no por su confesión religiosa, sino de su ascendencia. Por esta razón, aquellos que se habían convertido al catolicismo también resultaron afectados. Era una situación compleja, el antisemitismo estaba extendido entre no pocos católicos que, además, veían al judío como símbolo o bien del liberalismo más secularizado o bien del comunismo soviético. La Santa Sede se pronunció de un modo rotundo contra la ideología racista. Pío XI, sin desembarazarse del todo de algunos prejuicios, se mostró claramente contrario al antisemitismo, aunque en su acción diplomática amparase exclusivamente a aquellos convertidos al catolicismo, que, por otra parte, eran a los que cobijaban los concordatos.  Esa fue la política que mantuvo su sucesor Pío XII a lo largo de la Guerra Mundial. Cuando los acontecimientos alcanzaron un nivel de brutalidad ensordecedor se refirió a ellos, aunque tratando de evitar que esta cuestión pudiera ser un motivo que fuera entendido como una falta de imparcialidad por parte del Papa. No hubo indiferencia, inacción o silencio, aunque las cuidadas referencias públicas no estuvieron al nivel del dramatismo de los acontecimientos ni a la responsabilidad que algunos católicos –incluso un sacerdote- tuvieron en el holocausto. Su papel como obispo de Roma en los sucesos de octubre de 1943 es hoy controvertido –no hubo protesta pública por las detenciones de un millar de judíos en la Roma ocupada por los nazis, pero hubo una clara política de protegerles de un modo privado-. Es también indudable que los hombres de su tiempo, empezando por el Presidente Roosevelt, enjuiciaron de un modo positivo la labor que desarrolló en esa cuestión durante esta dura etapa. En 1945 se entendió que había hecho lo humanamente posible. Roma era una ciudad ocupada, amenazada por los bombardeos aliados, las autoridades civiles habían huido y existía el riesgo de que se convirtiera en un campo de batalla. Pío XII no abandonó la ciudad y no volvió a producirse una acción de las características de la del 16 de octubre de 1943.

Uno de los cambios más importantes que se dio por parte de la Santa Sede en esta época fue el acercamiento a Gran Bretaña y Francia. En este último caso, incluso en un tiempo en el que el Frente Popular contaba con mayoría parlamentaria. Aunque la fórmula óptima para la Santa Sede era el concordato, no dudaron en buscar Arreglos con México cuando no era otra la fórmula posible y negociar con todas las autoridades reconocidas internacionalmente, incluso la Unión Soviética.

El hecho de que algunos católicos comenzasen a asumir que de la fe religiosa no se extraía una única política, que aceptar la convivencia plural en la sociedad no es indiferentismo y que es la persona la titular de los derechos y no el error o el acierto, hizo inevitable la colisión con aquellos católicos que defendían que si la fe es una sólo hay una única verdad política, que el error no tiene derechos y que la unidad de la sociedad a través de la acción del Estado es el objetivo irrenunciable de toda actuación pública.

Al mismo tiempo que esto sucedía, en España a partir de abril de 1931 la cuestión del catolicismo fue uno de los elementos de mayor división de la naciente II República. Aunque la clara instrucción que dio Roma fue de acatamiento al orden establecido y trató de llegar a acuerdos con las autoridades republicanas –algo que muchos católicos no aceptaron- la tensión en torno a la cuestión religiosa fue uno de los símbolos de esta época. La guerra civil que desencadenó el fracasado golpe del 18 de julio no tuvo en su origen una motivación religiosa aunque los hechos posteriores pronto le dieron este significado y el bando rebelde no dudó en buscar el reconocimiento y respaldo del Vaticano. Este conflicto tuvo una enorme repercusión internacional, dividió a los católicos y acentuó la aproximación de la Santa Sede a Francia y Gran Bretaña. La cuestión vasca hizo también que fuera una guerra entre católicos y el apoyo de Hitler y Mussolini al bando rebelde provocó no pocas desconfianzas y reticencias en la Santa Sede, aunque la jerarquía española no dudó en apoyar la contienda como una “cruzada” y garantizar la fiabilidad católica del bando nacional. Una vez finalizada la guerra, la cercanía del régimen de Franco a Alemania, la eliminación de algunas instituciones católicas y las diferencias en torno al nombramiento de los obispos fueron elementos que dificultaron la relación. Al mismo tiempo, la Iglesia entendía que sólo desde la cercanía podía mitigar la influencia de las tendencias más totalitarias que el curso de la II Guerra Mundial contribuyó en diluir en favor de aquellos elementos más vinculados al catolicismo en un claro afán de Franco por sobrevivir políticamente ante las nuevas circunstancias.

Al mismo tiempo que era tan compleja la relación con un régimen como el franquista, uno de los elementos que más acentuó Pío XII, ya incluso como secretario de Estado, fue lo relativo al diálogo con Estados Unidos. Un país donde los católicos se habían fortalecido como minoría política y a los que Roosevelt cultivaba con deferencia. Pacelli visitó a Roosevelt en 1936 y en la correspondencia que mantuvieron el trato que se dispensaron era de “amigo”. En 1939, una vez desencadenada la guerra, Roosevelt envió a Roma un representante personal ante el Papa que fue una particular manera de establecer unas relaciones diplomáticas que los equilibrios políticos internos de Estados Unidos y las connotaciones culturales que ello tenía hacían entonces imposible. El estrecho canal de comunicación que se estableció a través de Myron Taylor no impidió la extensión del conflicto bélico a todo el continente y singularmente la entrada de Italia en la contienda. La confianza bilateral permitió que la santa sede aceptase apoyar al Presidente cuando el respaldo que dio a la Unión Soviética a partir de junio de 1941 fue cuestionado por algunos católicos.

Pío XII interpretó como un error que no deseaba repetir el hecho de que Benedicto XV hubiera lanzado una iniciativa de paz sin el visto bueno previo de los contendientes. Él no renunció a poder ser facilitador de algún tipo de acuerdo que evitase no sólo la prolongación de la barbarie sino también que una derrota de Alemania dejase el continente sin ninguna resistencia frente a la amenaza que suponía la Unión Soviética. Para Roosevelt no había más salida que la rendición incondicional y la Unión Soviética no iba a suponer una amenaza. La Unión Soviética debía ser uno de los protagonistas del nuevo orden internacional y estaba dispuesto a hacer las cesiones necesarias –incluso posponer compromisos suyos como había sido en el discurso de las cuatro libertades lo referente a la libertad religiosa- que eliminaran cualquier susceptibilidad por parte de Stalin. Una de las tareas en las que se empeñó fue en tratar de limar las diferencias entre el Vaticano y Moscú, algo a lo que ambos se mostraron reacios y escépticos. Las cuestiones que surgieron conforme se acercaba el fin de la guerra, como el futuro de Polonia o el de Italia, no contribuyeron a facilitar algún tipo de conciliación. Tampoco la forma en la que la Unión Soviética liberó los territorios del este de Europa. La muerte de Roosevelt acabó con un mediador insistente.

La relación de Roosevelt con Pío XII se había enfriado como consecuencia de la falta de voluntad de los aliados por evitar los bombardeos sobre Roma. Era una decisión difícil ya que la efectividad de los mismos se había comprobado con la caída de Mussolini. Aun así Roosevelt no dejaba de tener en cuenta la influencia moral del Vaticano en su diseño de postguerra aunque en ningún caso como un miembro de la organización de naciones que impulsaba para evitar nuevas guerras.

En un tiempo en el que todo tipo de instituciones habían quedado arrasadas contar con la legitimidad de la Santa Sede podía ser conveniente, incluso para los nazis, de ahí que trataran de que el Vaticano reconociera el nuevo orden europeo que habían creado, algo a lo que se negó Pío XII aunque fuera a costa de limitar la interlocución con la entonces potencia hegemónica.

Los Pactos de Letrán permitieron que la Santa Sede mantuviera la relación directa con todos los beligerantes y poder atender sus intereses. Aunque Pío XII no pudo llevar a cabo una mediación que acabase con la guerra, sí que facilitó los contactos entre el gobierno de Badoglio que sucedió a Mussolini y los aliados para permitir desvincular a Italia de la alianza con Alemania. Aunque, en un principio, el resultado no pudo ser más adverso ya que desencadenó la ocupación alemana de Roma, con lo que ello supuso durante esos nueve meses, permitió, una vez más, constatar dónde estaban sus preferencias. También, durante la guerra civil española, había tratado de llevar a cabo una mediación, al menos que evitase la guerra entre católicos, algo que al final fue imposible.

En el fragor de la batalla, qué hacía o decía el Papa fue seguido con atención tanto por parte de los dirigentes políticos como los eclesiásticos. La repercusión de sus palabras fue limitada en el desarrollo de los acontecimientos pero permitió que al final de la contienda la Iglesia Católica saliese del conflicto con una posición mucho más reforzada que la que tenía en 1939. El pueblo de Roma que unas décadas antes había intentado lanzar al río el cadáver de Pío IX ahora aclamaba a Pío XII como su protector. El nuevo Presidente de Estado Unidos, Truman, poco a poco vio en los católicos –que se articularon en torno a la democracia cristiana- una de las fuerzas en las que apoyarse en su conflicto con la URSS y en las democracias liberales se pasó página a las relaciones de confrontación con el hecho católico. La conocida pregunta de Stalin sobre las divisiones del Papa fue una prueba más de que no era prescindible. Los católicos tenían todavía pendientes de abordar cuestiones culturales muy complejas que siguieron provocando tensiones internas, pero ya no lo harían desde una posición de marginalidad en la esfera pública.

Pablo Hispán Iglesias de Ussel es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Navarra. Universidad en la que se doctoró en Historia Contemporánea. Ha desempeñado distintos cargos en la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Es autor de varias publicaciones sobre diversos temas como la Economía sumergida, Política monetaria, Política regional, Globalización y temas de la Unión Europea.