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Parsifal, de Richard Wagner · Evgueni Nikitin, Alexander Tsymbalyuk, Stephen Milling, Christopher Ventris, Serguei Leiferkus, Violeta Urmana · Nueva producción del Palau de les Arts Reina Sofía, Werner Herzog (dir. escena) · Coro de la Generalitat Valenciana, Escolanía de la Mare de Déu dels Desamparats, Orquestra de la Comunitat Valenciana, Lorin Maazel (dir.) · Palau de les Arts Reina Sofía, Valencia, 7.11.08

Escúchame con atención. Liturgia del relato en Wagner, de Enrique Gavilán Universitat de València, 2007, 280 pp.

Música y religión. Mozart, Wagner, Bruckner, de Hans Küng Traducción de Jorge Deike · Trotta, 2008, 174 pp.

Richard Wagner nunca pensó que esta ópera se pudiera representar fuera de Bayreuth. Fue su última criatura. Al igual que ocurrió con el Anillo, volvió a concebir una obra de atrás a delante. Si la tetralogía comenzó por la muerte de Sigfried, Wagner concibe Parsifal a partir de una extraña sensación. Una suerte de encantamiento, de hechizo, le invadió cuando se sentó en aquella terraza de Marienbad (Bohemia) y contempló la irrupción de la primavera. Era la mañana de Viernes Santo de 1857. Aquella experiencia le hizo recordar el poema medieval de Wolfram von Eschenbach sobre la figura del caballero Perceval, heredero del clásico de Chétrien de Troyes. La inspirada música que ideó en aquel momento, y que se conoce como Karfreitagszauber (Encantamiento del Viernes Santo), se puede escuchar en el acto III de Parsifal. Wagner llegó a decirle a su mujer, Cósima, que era lo más bonito que había escrito nunca.

Aquella idea, junto con un esbozo general de la obra, madurarán en un cajón del escritorio del compositor hasta 1877, año en que decide componer la obra de forma definitiva. Habían pasado veinte años, durante los cuales había alumbrado gran parte de su obra. El año anterior culminó su proyecto más ambicioso: concluir la tetralogía de El Anillo del Nibelungo, con el estreno de sus dos últimas jornadas en el recién construido teatro de Bayreuth, un recinto hecho con el mecenazgo de Luis II de Baviera que reuniera las características ideales para la puesta en escena de sus dramas musicales.

Parsifal fue compuesto con el mimo de un orfebre. No más de cuatro compases diarios. Los revisaba y probaba hasta que quedaran perfectos. Fue la ópera de su despedida. Quién sabe si aquella lentitud no era un deseo de alargar lo máximo posible su propia vida. El año 1880 lo pasaría en Italia dedicado por completo a la obra, que terminaría el 13 de enero de 1882. Ahora ya sólo quedaba estrenarla.

I

El mejor Wagner, dicen, se hace en un teatro que está en lo alto de una colina muy cerca de Bayreuth, en Baviera. Allí, todos los veranos desde 1876, se representan varias óperas del compositor: el ciclo del Anillo completo y otros títulos que varían cada año. El edificio se conserva con muy pocos cambios, mínimos, desde su apertura. El interior está construido de manera que se puedan aprovechar todas las posibilidades acústicas que el compositor necesitaba para sus obras. Casi como las iglesias antiguas. Para Wagner, no era menos sagrado lo que iba a ocurrir allí dentro. Las butacas siguen siendo de madera y no hay salones, así que si alguien quiere salir fuera del auditorio en los largos entreactos, debe optar por la cafetería, el restaurante, que se encuentran fuera del recinto, o esperar a la intemperie. Sin más testigos que el cielo estrellado de Bayreuth, uno puede pasear sus pensamientos entre la agradable temperatura y el aroma de los abetos cercanos.

Sin embargo, gracias a que nadie siguió las recomendaciones del compositor, hoy podemos ver un Parsifal fuera de Bayreuth, en ocasiones, con el mismo grado de acierto. Esto confirma el alcance universal de la obra de Wagner. No deja indiferente a nadie y sus seguidores pueden contarse por legiones en países con todo tipo de tradiciones culturales. Uno de esos lugares es el Palau de les Arts de Valencia. A punto de terminar un soberbio Anillo con la Fura dels Baus (ver n.º 112 de Nueva Revista), la presente temporada ha decidido abrirla con una nueva producción de Parsifal, aunque con resultados desiguales.

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«Desde su estreno, Parsifal se ha ido transformando a medida que el paso del tiempo y los diferentes usos a que ha sido sometido lo han ido arruinando», dice contundente Enrique Gavilán en su libro Escúchame con atención. Liturgia del relato en Wagner (Universitat de València, 2007). Para él, esta obra no es algo estático. Ninguna ópera lo es, ni siquiera ninguna obra musical. Sobre ella gravita todo el peso del proceso histórico, como diría Adorno. «En cualquier composición, cada intervalo, cada acorde, cada color está saturado por todos los usos que antes se han hecho de esos elementos». Como consecuencia, ha llegado a nuestros días con una cierta perversión de la finalidad y la naturaleza de la obra. Así, no es de extrañar encontrarse con ciertas concepciones que resaltan el carácter anacrónico de la obra, «su precariedad, su agotamiento, su sordidez, su inverosimilitud, precisamente lo que Parsifal tiene de ruina». Diríamos, más bien, de pieza de anticuario.

Werner Herzog, autor de la propuesta escénica que hemos podido contemplar en el Palau de les Arts, peca precisamente de una excesiva descontextualización. La acción transcurre en algo parecido a la superficie de un planeta que no es el nuestro. Los caballeros del Grial visten ropajes demasiado inspirados en películas de ciencia ficción como 2001: Una odisea del espacio o la serie de La guerra de las galaxias. Esta alusión visual, omnipresente en una platea que cada vez tiene más referencias audiovisuales, tiene que ser tenida en cuenta por los directores de escena. Así, mientras una gigantesca antena parabólica preside las reuniones, la escena del descubrimiento del Grial tiene que ver con las que se pudieron ver en el Bayreuth de los años sesenta, ideadas por Wieland y Wolfgang Wagner. Un recipiente de enormes dimensiones, réplica del Santo Cáliz de Valencia, aparece ante nosotros, iluminado desde abajo y proyectando un haz de luz hacia su cenit.

«Abordar Parsifal como ruina significa renunciar a contextualizarlo, es decir, a convertirlo en documento, a darle sentido a través de su inserción en el discurso histórico», dice el profesor de Teoría de la Historia de la Universidad de Valladolid, Enrique Gavilán. En su libro compendia nueve trabajos en torno a Wagner y su concepto del relato mítico como obra de arte. Estudia los recursos dramáticos que utiliza el compositor en esta ópera, como por ejemplo, el Grial y el lado ceremonial, que ocupa una cuarta parte de la obra, y que emparenta con la misa del ritual católico.

El acontecimiento del sacrificio no es un recuerdo, sino que ocurre nuevamente cada vez que se realiza. «El pasado no es simplemente lo que ya no está y no puede ser recuperado, tan sólo evocado o representado; el pasado retorna perpetuamente porque no ha pasado sino que se convierte en presente eterno». El relato litúrgico es parte esencial de la ceremonia. La importancia de conocer el pasado, de meditar sobre él, está presente en el arte teatral desde el Prometeo Desmotes del dramaturgo ateniense Esquilo, que influyó tanto a Wagner. Gurnemanz, en un largo parlamento que tiene lugar en el acto I de Parsifal, pone en antecedentes al espectador de todo lo que ha ocurrido en Monsalvat. Lo más curioso para Gavilán es que, aunque los personajes ya deben conocer toda esta historia, no se la cuentan a Parsifal, que la desconoce por completo, cuando aparece. Gurnemanz le espeta una frase enigmática: «Zum Raum Word hier die Zeit (Aquí el tiempo se convierte en espacio)».

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En el acto II, Herzog vuelve a combinar elementos teatrales antiguos con algunos contemporáneos. Es antiguo el truco de la lanza, que no puede evitar una sonrisa indulgente entre el público. Nos encontramos a un Klingsor encaramado a un andamio, desde el que juega con un potente cañón de luz. El jardín no es tal, sino que asemejan unas zarzas rojas quemándose. Las muchachas flor se han tornado en llamaradas antropomórficas que crepitan de pasión. Aun con todos estos contrastes, nos encontramos ante el mejor momento de la producción, en gran parte levantado por los cantantes. Christopher Ventris y Violeta Urmana articulan un dúo de ensueño, con la soprano en particular estado de gracia. Sin temor a equivocarnos, podemos asegurar que es la mejor Kundry del momento.

Evgeni Nikitin encarna a un Amfortas que se arrastra desamparado por el escenario con su herida sangrante. Acentúa su patetismo la forma en que lo transportan: impedido de las piernas, se cuelga de un palo transversal que sostienen dos escuderos, como si fuera un crucificado camino del patibulum. Dice Enrique Gavilán en Escúchame con atención que «el Amfortas sufriente es un trasunto de Prometeo encadenado». Más bien creo que Amfortas somos todos nosotros, ese «mundo de la seguridad» del que hablaba Zweig que no es capaz de ser feliz del todo a pesar de su nivel de bienestar. Es la herida que no se cierra nunca.

II

«Ese mundo que revaloriza el arte elevándolo a la categoría de religión se ha desmoronado; no nos hagamos ilusiones al respecto», dice el teólogo Hans Küng en Música y religión. Mozart, Wagner, Bruckner (Trotta, 2008). Profesor emérito de la Universidad de Tubinga, decidió publicar este volumen cuando un buen puñado de amigos suyos habían decidido invitarle a escribir sobre las relaciones entre música y religión en la obra de compositores como Mozart, Wagner y Bruckner. Entre ellos se encontraba Wieland Wagner, que le invitó a escribir en el programa de una de las ediciones del Festivalde Bayreuth sobre Parsifal y Gotterdammerung, la última ópera del Anillo.

Tras dos guerras mundiales y el colapso de la cultura burguesa, el desencanto inundó todas las esferas de la humanidad. «Ciencia y técnica no supieron -ni saben- redimir al hombre, y tampoco la música y el teatro», dice Küng. Esta desacralización del arte también llegó a la colina de Bayreuth, sobre todo en la reanudación de los festivales tras la guerra. Se produjo durante aquellos años un cierto movimiento liberador de cualquier seña de identidad clerical o sacra en las representaciones, que llegó a su máxima expresión con Pierre Boulez y Patrice Chéreau.

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Cuando Wagner compuso Parsifal, aspiraba a dar forma definitiva a la obra de arte como algo sublime de lo que no es posible prescindir. «Wagner trataba de crear un rito que integrara a intérpretes y espectadores en una comunidad», dice Enrique Gavilán. «Quien asiste al rito de Bayreuth experimenta la sensación de encontrarse en una dimensión diferente, que le hace consciente del carácter ilusorio del tiempo profano. La música constituye aquí la principal instancia creadora de esa percepción del tiempo». La creación de una comunidad que, como la orquesta, «se concierta para crear belleza», que diría el maestro Abreu, fundador del Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela. Esa experiencia conjunta de lo bello es lo que Wagner desea sacralizar, proteger, conferir un significado trascendente que supere nuestra dimensión humana, cotidiana y profana.

El papel mediador decisivo de esa tarea «lo desempeña el abismo místico, el foso del Festspielhaus donde se encuentra la orquesta», dice Gavilán. La música es la guía, la fuerza transformadora que recorre todo el patio de butacas. La orquesta de la Comunitat Valenciana, que toca en el foso del Palau de les Arts, es un excelente intérprete de ese papel que le confiere Wagner. En Parsifal pudimos escuchar un sonido denso y carnoso, dócil en las manos de Lorin Maazel desde el preludio. Sin embargo, la dirección discurre abrupta, como si le faltara descubrir la línea, el ritmo interno de la obra.

III

Aunque los inicios de Wagner estuvieron en la esfera de influencia del filósofo ateo Feuerbach, su idea de la religión sufrió diversas modificaciones a lo largo de su carrera artística. Podemos constatar que entre El arte y la revolución (1849) y Religión y arte (1880) hay un abismo en la concepción wagneriana de la religión. Tristán, Tannhäuser, el Anillo del Nibelungo, se suceden una tras otra hasta la composición de su última ópera, Parsifal, que se estrenará el 26 de julio de 1882, en el Festspielhaus de Bayreuth.

Wagner constata en esos años la necesidad de una trascendencia que ayude al ser humano a salir del agujero moral y espiritual. Eso es precisamente Gotterdammerung, la constatación de que el hombre necesita ser redimido, en ese caso por el amor frente a las ansias de poder. Poco tiempo después de hacer cabalgar a Brünnhilde hacia el fuego, escribe en Religión y arte que el arte lleva «por representación ideal de la imagen alegórica, a la aprehensión del núcleo íntimo de la misma, de la inefable verdad divina». La preocupación de sus últimos años estará en torno a la renovación del hombre, «que en cuanto alimaña -por brutalidad, delirio de poder, afán de poseer y belicosidad- se amenaza a sí mismo». Será la religión la que pueda ayudarle. La «verdadera» en contraposición con la «artificial», constitutiva de la sociedad burguesa, que ya venía criticando desde sus años revolucionarios.

En su libro, Küng contradice a quienes creen que Wagner aspiraba a redimir a los espectadores que viesen el Parsifal. «Confiaba en que los espectadores llegasen, por obra de la música, la palabra y la imagen a percibir parte de la importancia y el vigor de aquella redención». En definitiva, un mensaje al mundo. «Arte, teatro y música no son sucedáneos de la trascendencia, sino parábola de la misma. No es la apoteosis del arte el asunto de Parsifal sino hacer relumbrar lo inefablemente divino en la obra de arte».

Una tarea que parece estar indisolublemente unida a lo esencial en la música. Lo ha recordado el propio Benedicto XVI: «Estoy convencido de que la música es realmente el lenguaje universal de la belleza, capaz de unir entre sí a los hombres de buena voluntad en toda la tierra y de hacer que eleven su mirada hacia las alturas y se abran al Bien y a la Belleza absolutos, que tienen su manantial último en Dios mismo».

Cuando terminó el estreno de su última ópera, Wagner tuvo la sensación de que todo lo que tenía que hacer ya lo había hecho. «De mí no puede esperarse nada más», le escribe a Luis II de Baviera. La representación resultó un gran éxito. Aún presenciaría quince funciones más antes de retirarse a Venecia, donde moriría el 13 de febrero de 1883. En el patio de butacas, músicos como Bruckner, Liszt, Saint-Saëns o Léo Delibes presenciaron un espectáculo sin igual, que parecía agotar la forma musical. El director de orquesta Félix Weingartner se sorprendió a sí mismo bajando con paso incierto la cuesta que lleva del teatro a la ciudad, y recordando aquellas palabras de Goethe: «Y podrás decir que estuviste presente».

Periodista y crítico musical