Tiempo de lectura: 7 min.

La conclusión anticipada es que, tanto en la economía como en la política, México se ha quedado a mitad del camino. La metáfora de un país que, grandilocuentemente, intenta cruzar el Rubicón, para finalmente detenerse en medio del río con la confianza de que las corrientes le permitirían llegar a la otra orilla, es muy apropiada para el caso de México. Los procesos de reforma y cambio son complejos y conflictivos, toda vez que alteran formas tradicionales de hacer las cosas y afectan intereses creados y, al modificar así las relaciones de poder, producen nuevas realidades que no a todos satisfacen. En ausencia de una capacidad sistemática para encauzar y conducir los procesos de reforma, así como de un liderazgo competente y visionario, aquéllos corren el riesgo de estancarse a la mitad de camino y arrojar resultados parciales que dejan insatisfecha a toda la ciudadanía, a la vez que abren espacios para que todos aquellos grupos con un interés creado en mantener, recuperar o lograr privilegios hagan su agosto en el caos resultante.

La economía mexicana quedó asimismo varada a la mitad del camino. Luego de más de dos décadas de estabilidad y muy elevadas tasas de crecimiento económico en los años cincuenta y sesenta, en la década siguiente el país padeció elevadas tasas de inflación, desequilibrios fiscales y una fiebre de sobrerregulación que descarriló no sólo el proceso de desarrollo económico, sino la estabilidad política que había hecho tan efectivo al PRI, partido que gobernó en México durante más de setenta años. En la década de los ochenta el país vivió una era de hiperinflación y estancamiento económico, pero también de gradual transformación de la política económica. Hacia el final de esa década, el país ya contaba con una estrategia económica clara, que ofrecía la posibilidad de modernizar la economía y abrir oportunidades que hasta ese momento parecían meras ilusiones.

En aras de la creación de un entorno interno competitivo, a partir de ese momento se liberalizaron las importaciones, se eliminaron determinadas regulaciones excesivas u onerosas, se promovió la inversión extranjera, se negoció el acceso al GATT y se pactaronn tratados comerciales (el mayor de los cuales fue el Tratado de Libre Comercio de Norte América), se privatizaron muchas de las empresas hasta entonces en manos del Gobierno y se avanzó hacia un equilibrio en las cuentas fiscales. Como resultado de esos procesos, la economía comenzó paulatinamente a estabilizarse, la inversión aumentó y el crecimiento parecía estar a la vuelta de la esquina.

El cuento de hadas se deshizo con la crisis fiscal de finales de 1994, que se tradujo en la aguda recesión de 1995. Esa crisis cambió a México en más de un sentido. Por una parte, puso al descubierto deficiencias, corruptelas y errores asociados a los procesos de reforma y privatización de empresas; pero por otra, inauguró una era de crecimiento exportador sin precedentes en el México moderno.

Enfrentado con una situación política inestable, producto de la crisis misma, el Gobierno del momento se volcó contra su predecesor, sin distinguir los errores y corrupciones de aquél y el proyecto económico que ambas administraciones seguían. De esta manera, a pesar de que el Gobierno perseveró en la estrategia económica, la legitimidad de esta última desapareció, lo que hizo todavía mucho más difícil su consecución.

Al mismo tiempo, aunque sostuvo la misma línea de política económica, prácticamente no realizó reforma alguna que permitiera darle vitalidad y, sobre todo, permanencia a la incipiente recuperación. Hacia el final de los noventa, las reformas y la inversión que se habían consolidado diez años antes agotaron su eficacia. En ausencia de nuevas reformas, los indicadores de productividad económica comenzaron a arrojar cifras preocupantes, en tanto que la competitividad general de la economía declinaba. La percepción de estancamiento y parálisis tiene una explicación técnica obvia e ineludible.

La llegada al Gobierno del presidente Fox no cambió esa tendencia. Luego de décadas de inestabilidad monetaria y fiscal, la economía ha mantenido una situación de extraordinaria estabilidad, pero no ha logrado retornar a una avenida de crecimiento. Los planes para elevar la competitividad, transformar la educación, modernizar las estructuras laborales, en una palabra: para asentar las bases de una economía moderna, quedaron en pura retórica, al tiempo en que la espectacular transformación de la economía china y la recesión estadounidense han puesto al desnudo todas las deficiencias que padece la economía mexicana.

La situación política no es más alentadora, pero sí mucho más compleja. Con la elección del presidente Fox en el 2000, la política mexicana experimentó una verdadera revolución. Hasta ese momento, la institución presidencial que nació en 1929 con el PRI (entonces llamado Partido Nacional Revolucionario) había sido todopoderosa. La combinación de los instrumentos y atribuciones constitucionales de la presidencia misma con la capacidad de control, organización, manipulación y articulación de poblaciones y demandas que caracterizaban al PRI, crearon lo que se llamó el presidencialismo: una institución fuerte, capaz de imponer la voluntad presidencial o, en todo caso, de negociar desde una posición extraordinariamente ventajosa. En el sistema político mexicano todo había sido estructurado de tal forma que la presidencia fuera el eje articulador de las decisiones y acciones políticas. Las diversas instituciones (y principalmente el partido) servían para vincular a la presidencia con el resto de la sociedad. En el 2000, con la derrota del PRI a la presidencia, se divorciaron estas dos entidades-el partido y el Ejecutivo-, sin que cambiara la estructura institucional del país. O dicho en otros términos: cambió la realidad política pero no hubo un ajuste paralelo en la estructura institucional.

Con la inauguración de la Administración Fox, México entró en una nueva era política. El presidente resumió la nueva realidad en su discurso de toma de posesión al afirmar que el Ejecutivo propondría y el Legislativo dispondría. Lo que el presidente no anticipaba era que ni el poder legislativo ni el resto del país estaban preparados para el tipo de interacción política que este cambio, pequeño sólo en apariencia, representaba.

A diferencia de otras naciones que han experimentado una transición política de un sistema autoritario a otro democrático, en México hubo poca preparación para lo que este cambio entrañaba. En realidad, el grado de conflicto y desconfianza que existía entre los partidos y fuerzas políticas antes del 2000 era tan elevado, que nunca hubo disposición para crear un entorno institucional idóneo para una transición política ordenada.

Los políticos del PRI, el partido que entonces estaba en el poder, rehusaban incluso considerar la mera posibilidad de verse reemplazados como partido en el poder. Para ellos, un escenario en el que la oposición -cualquier oposición-; llegase al poder era poco menos que sacrilegio. Esta es la razón por la cual hicieron todo lo posible por impedir, postergar y obstaculizar cualquier cambio que pudiese ser interpretado como una disposición, así fuese remota, a perder una elección.

Por su parte, los partidos de oposición veían al PRI con un enorme recelo y se negaban a negociar más allá de lo elemental e inevitable. En lo único en que los partidos pudieron llegar a acuerdos fue sobre el régimen electoral (se creó un Instituto Federal Electoral y un Tribunal Electoral autónomos), así como acerca de una Suprema Corte de Justicia más fuerte y con poderes de revisión constitucional, de los que había carecido hasta el momento.

Todo lo anterior explica por qué el primer gobierno no priista que llegaba a la presidencia de la República lo hacía en condiciones tan precarias. La economía experimentaba una etapa de estabilidad inusitada desde los sesenta, pero afrontaba desafíos fundamentales que no habían (ni han) sido resueltos. El sistema político logró una transición pacífica (algo en todo caso nada desdeñable, dadas las circunstancias), pero adolecía de una estructura institucional compatible con la nueva correlación de fuerzas políticas. Por si lo anterior no fuera suficiente, el nuevo Gobierno carecía de una estrategia a la altura de las circunstancias y su capacidad de administración de los procesos políticos resultó ser patéticamente inadecuada.

Cada uno de estos factores es explicable por sí mismo, pero la combinación ha resultado fatal para la consolidación de un escenario de crecimiento económico elevado y de un sistema político efectivo, funcional y democrático.

Mirando hacia adelante, México se caracteriza en la actualidad por una lucha casi ciega por el poder. La combinación de una situación de estancamiento económico con falta de claridad de rumbo en lo político se ha traducido en una feroz competencia por las candidaturas presidenciales en el seno de cada partido político, así como en una enorme efervescencia política a casi tres años vista de la próxima elección presidencial. Los contendientes son muchos y de muy diversa procedencia y las listas incluyen gobernadores y legisladores, miembros del gabinete, políticos renombrados, intelectuales y hasta la primera dama. El juego político, que antes se restringía al grupo invitado por el presidente a colaborar con él dentro del gabinete, se ha extendido hasta incluir a todos los políticos con alguna aspiración. El chiste entre los políticos es que «quien respira, aspira».

Aunque la lista de candidatos potenciales es por demás amplia, algunos de aquellos que la integran son notables por su desempeño reciente. Roberto Madrazo, actual presidente del PR1 y antes gobernador de Tabasco, es un político experimentado que lleva años construyendo la escalera que ahora lo ha colocado en la cima del PRI. Dentro de las filas de este partido, se encuentran otros candidatos relevantes, entre ellos Enrique Jackson, actualmente presidente del Senado, Manuel Ángel Núñez, gobernador de Hidalgo, y Arturo Montiel, gobernador del Estado de México.

Andrés Manuel López Obrador, jefe del Distrito Federal, es un político efectivo que goza de gran popularidad, en parte por su enorme habilidad para identificar causas que la población aprecia y en parte por el hecho de que ha realizado obra pública de una manera que contrasta fuertemente con el relativamente pobre desempeño del Gobierno federal. Cuauhtémoc Cárdenas sigue considerando la posibilidad de competir por la candidatura de su partido (PRD), a pesar de que las encuestas muestran que el único aspirante de ese partido con posibilidades reales de ganar la elección es el propio López Obrador.

Dentro de las filas del PAN destacan Santiago Creel, actualmente secretario de Gobernación; Felipe Calderón, secretario de Energía, y Marta Sahagún, esposa del presidente Fox. Este listado, que no es exhaustivo, sugiere una dinámica compleja, conflictiva y ciertamente prolongada.

Más allá de los candidatos, la gran pregunta que hoy afronta México es cómo salir del atolladero en que se encuentra.

La respuesta técnica, por llamarle de alguna manera, consiste en llevar a cabo un conjunto de reformas institucionales (lo que implica cambios legales y constitucionales) que hagan posible la toma de decisiones, es decir, la combinación de representación efectiva de la población con incentivos que permitan la conformación de mayorías legislativas para decisiones específicas. Nada en el sistema político actual permite ni lo uno ni lo otro.

La respuesta política es que sólo cuando las fuerzas políticas lleguen a reconocer que nadie se beneficia por la parálisis, será posible avanzar la propuesta «técnica». Lo afortunado del momento actual es que el país no ha llegado a una situación de crisis que exija un cambio radical. Lo desafortunado es precisamente eso mismo.