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En el transcurso de la crisis de la conciencia europea la guerra de Siria no ha sido “la hora de Europa” según se había dicho, como también se dijo al desintegrarse Yugoslavia y tampoco lo fue. Desde la deshora del Brexit – en Santa Helena Napoleón decía que los ingleses bloqueaban muy bien- pasando por la elección de Donald Trump, el único indicio de una Europa con más voluntad de rehacerse acaba siendo el inesperado François Fillon, aunque el poder no es lo mismo que el discurso electoral, ni es fácil reformar una Francia aquejada del “mal francés” que hace ya años diagnosticó Alain Peyrefitte y que Baverez –más aroniano- formuló como “La Francia que cae”. Pero, ¿en qué país europeo no se diagnostican  resistencias e inercias que al final acaban asemejándose, desde Italia a Hungría? Si llega al palacio del Elíseo, Fillon pronto sabremos cuanto de lo que ha dicho se convierte en acción política dispuesta a poner fin a la psicosis del declive.

Seguramente es inevitable la equivalencia coloquial entre Europa y la Unión Europea pero la semántica histórica no es la misma. Europa representa siglos de disrupción y fugaces concordias, la Europa de los grandes monasterios y de la Ilustración, de la llegada de los turcos a las puertas de Viena, Auschwitz, el Muro de Berlin y el final de la guerra fría. La Unión Europea en cambio y con sucesivas denominaciones parece como la inspiración de un procedimiento para restañar las heridas de la vieja Europa. Un elemento central del europeísmo fue la alarma ante la presencia soviética en media Europa, al igual que la reconciliación franco-alemana, afrontada con pragmatismo al crearse la Comunidad del Carbón y del Acero. Sin atender a los precedentes de la Europa de siglos resulta difícil entender los acelerones y frenazos de la Unión Europea.

Por ejemplo: si se acostumbra a criticar las pulsiones populistas de Polonia, es como si únicamente quisiéramos ver el lado oscuro de la Historia. Extraño pueblo, curtido por la desmesura y el arrojo. Experiencia de exilio y destierro, obnubilación patriótica, particiones sin límite. Cargas de caballería contra carros blindados, vuelo temerario de los pilotos polacos en la Batalla de Inglaterra: luego tuvieron que quedarse en Londres tomando vodka en un recóndito bar de Kensington. Apabullante literatura polaca, desde “Pan Tadeusz” a Gombrowicz. Hoy es una sociedad pujante, que busca la prosperidad, arrolladoramente vitalista, por grande que sea el peso de la Historia. Pararon a los turcos a las puertas de Viena, vieron salir el ejército de Hitler y como entraban las tropas de Stalin. Creyeron incluso en Napoleón. Más tarde pensaron que los Estados Unidos, al menos, no les habían traicionado. El centro de Europa está en Varsovia.

Sin sentido histórico, las nuevas generaciones europeas caen el descontento de improvisación, al igual que nos sucede en España con la Constitución de 1978. Los observadores de las principales instituciones multilaterales sostienen que la elección de líderes se hace por eliminación, al contrario de lo que ocurre con las naciones, cuyos gobernantes son elegidos por elección de los ciudadanos, si aplicamos el método popperiano, para sustituir el que ha gobernado mal por otro que tal vez gobierne bien. En las organizaciones supranacionales, el elegido acostumbra a ser el que dice que sí a los Estados-miembro que han de proceder a su elección. Indirectamente, ese proceso tiene que ver con otro “mantra” europeo. Cuando las cosas van mal, siempre se dice que la solución es “Más Europa”. Sin embargo, ¿en qué secuencia empírica se basa esta conclusión? De hecho, no se trata de una secuencia empírica sino de una retórica de poderes consolidados por un conjunto –natural, si se quiere- de conveniencias e intereses. Uno puede pedir “Más Europa” siempre que se le antoje pero para eso se requiere un gran liderato político que las instituciones europeas, por su idiosincrasia híbrida, tardarán en tener. Es, ni más ni menos, un déficit de ética de la responsabilidad en una Unión Europea que quiera ser gran potencia mundial.