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La reciente visita de Benedicto XVI a Francia ha servido para poner de relieve una vez más la diferencia que existe entre el concepto de «laicidad» y el de «laicismo». El primero hace referencia a la separación entre el Estado y las Iglesias, y el segundo se puede definir como la acción del estado en pos de la exclusión de todo lo religioso en el ámbito público.

En los últimos años, con intención de facilitar una mejor comprensión del significado de ambos términos, se ha acuñado uno nuevo, el de «laicidad positiva». Parece que se hace por la necesidad de mostrar a la sociedad que la separación entre el Estado y las Iglesias no tiene ninguna connotación negativa, más bien al contrario. Y que se equivocan aquellos políticos que esgrimen la laicidad para justificar decisiones que persiguen perjudicar a instituciones religiosas o a ciudadanos que no ocultan su condición de creyentes.

Nueva Revista ha venido profundizando en estas ideas desde hace algún tiempo gracias a la aportación de algunos de sus colaboradores, expertos en la materia. En el número 86 de la publicación, correspondiente a los meses de marzo y abril de 2003, Andrés Ollero, catedrático de Filosofía del Derecho y miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, comienza su artículo titulado «Laicidad y laicismo» parafraseando una denuncia que alguien hacía de la siguiente manera: «Se pide a una buena parte de los ciudadanos que renuncien a contribuir a la vida social y política de sus propios países, según la concepción de la persona y del bien común que consideran humanamente verdadera y justa, a través de los medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a disposición de todos los miembros de la comunidad política».

Ollero argumenta que estas palabras harían saltar las alarmas de todas las democracias pero que en este caso concreto no lo hacían —muy al contrario— porque el autor de aquel reproche era el por aquel entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI.

Años después, en el número 103 de Nueva Revista, Rafael NavarroValls vuelve a recurrir al título «Laicidad y laicismo» para dejar constancia de «un discreto renacer de la noción de laicidad como contrapuesta al laicismo» que hacía más comprensible que el Tribunal Constitucional de nuestro país hubiera puesto el acento en su vertiente más positiva, recalcando que la aconfesionalidad —laicidad— del Estado no implica que las creencias y sentimientos religiosos no puedan ser objeto de protección sino que, antes al contrario, el respeto de esas convicciones se encuentra en la base de la convivencia democrática.

Ambos autores hacen especial énfasis en distintos aspectos de esta cuestión. Andrés Ollero denuncia un «déficit de laicidad» por parte incluso de la Iglesia, no en cuanto a jerarquía, sino en sentido amplio, de aquellos ciudadanos que la forman —fieles— que no resultan serlo tanto en el ámbito público y que en muchos casos esgrimen como justificación de su comportamiento una falsa laicidad, mientras que Rafael Navarro-Valls, por el contrario, pone de relieve el peligro que existe en el extremo opuesto, cuando aquellos ciudadanos —que Ollero denomina «fieles» — no sólo muestran sin complejos sus convicciones en el ámbito público, sino que ante una «conciencia civil vacía de todo valor religioso» pueden llegar a caer en el fundamentalismo.

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A Ollero y Navarro-Valls se une recientemente para hablar de esta cuestión en el anterior número de Nueva Revista —118, julio-septiembre— el sacerdote y profesor de filosofía política Martín Rhonheimer, que ya hace unos años recordaba en su libro La transformación del mundo cómo la Iglesia, tras el Concilio Vaticano II, había abandonado su posición tradicional, según la cual «el error no tiene ningún derecho en la sociedad». La Iglesia tomaba por tanto nota del hecho de que, en términos políticos y jurídicos, ni la verdad ni el error pueden poseer derechos, porque sólo pueden poseerlos las personas; y de que la afirmación de un «derecho de la verdad» frente al error carente de derechos conduce políticamente a la desigualdad de las personas en derechos y libertades, o sea, al dominio de unos hombres sobre otros en nombre de la verdad. Una realidad esta que el papa Juan Pablo II sintetizó en una célebre frase en el transcurso de su último viaje a España celebrado en mayo de 2003: «Las ideas no se imponen, sino que se proponen».

Parece, por tanto, lógico, que en su artículo de Nueva Revista titulado «Secularidad cristiana y cultura de los derechos humanos», en el que se habla por tercera vez de laicidad y laicismo, Rhonheimer defina la verdadera secularidad cristiana como «la capacidad de vivir una identidad diferenciada o doble como cristiano y como ciudadano, que no significa partirse en dos realidades existenciales, ni vivir una doble vida»… «Doble identidad significa, más bien, la capacidad (exigida a todos los ciudadanos) de cooperar políticamente en condiciones de desacuerdo, incluso profundo, sobre valores morales esenciales y, con ello, de afrontar constructiva y pacientemente configuraciones concretas del pluralismo que el cristiano, en tanto que tal, podría considerar ajenas al verdadero bien común de la sociedad humana y necesitadas de cambio (por ejemplo, lo que Juan Pablo II denominó “cultura de la muerte”)».

Con esta serie de artículos, Nueva Revista ha querido resaltar la importancia de este debate para la mejora de la convivencia social y política. Una sociedad sin ideas y sin convicciones no tiene recorrido y cae irremisiblemente en el relativismo o en el fundamentalismo, los grandes peligros de nuestro tiempo. Por esta razón, es necesaria la presencia de modelos en la plaza pública que demuestren que es posible «dar al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios». No existe mejor manera de creer realmente en todo lo que representa la laicidad positiva. Y se necesitan personas que lo hagan desde posiciones diferentes: creyentes que sepan participar aportando sus puntos de vista respetando y utilizando todos los medios que pone a su disposición el sistema democrático, y aquellos que no siendo creyentes respetan e incluso aprovechan los beneficios del hecho religioso porque ven en él una manera de enriquecer la sociedad. Así sintetizaba el último ganador del Premio Calvo Serer, el empresario de la comunicación y político portugués Pinto Balsemao, la vida del propio Rafael Calvo Serer, «una persona que supo dar al césar lo que era del césar y a Dios lo que era de Dios».

De esto, ponemos otro ejemplo en este mismo número de la revista, el de Antonio Garrigues en su etapa como embajador de España ante la Santa Sede. Y a ellos podemos sumar el ejemplo de Antonio Fontán, recientemente nombrado Marqués de Guadalcanal por el Rey, título concedido por su aportación en ámbitos en los que pudo dar ejemplo de laicidad positiva: el periodismo, la universidad y la política. También destaca Marcello Pera, el ex presidente del Senado de la República italiana e impulsor del «Manifiesto por Occidente», que en más de una ocasión ha dejado clara su convicción de que «el verdadero Estado laico no excluye la religión».

Son los ejemplos personales los que deben ayudar, especialmente a los más jóvenes, a seguir creyendo que es posible encontrar —o al menos tender hacia él— ese punto de encuentro en el ámbito público en el que la convivencia democrática sea de verdad un hecho, por eso no hemos tenido complejos en titular este artículo «Laicidad y laicismo… por cuarta vez».

Periodista. Director de Nueva Revista entre 2006 y 2009