Tiempo de lectura: 12 min.

DOS FORMAS DE LAICIDAD: LA CONCEPCIÓN POLÍTICA Y LA CONCEPCIÓN INTEGRISTA

LIBERTAD RELIGIOSA Y LAICIDAD

La declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa disuelve el nexo entre derecho a la libertad religiosa -libertad de conciencia, libertad de culto- y verdad. Se trata de una separación a nivel jurídico y político que no implica la no existencia de ninguna verdad religiosa o que todas las religiones sean equivalentes. Se trata de una postura de indiferencia política -del Estado- y no de una indiferencia total, ni de un «indiferentismo» teológico. Con su doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa, la Iglesia reconoce, pues, la laicidad del Estado como separación institucional entre religión y política.

Ahora bien, en la visión de la Iglesia, la mencionada indiferencia política del Estado y de las personas públicas respecto a la verdad religiosa -no así necesariamente de los hombres de Estado, esto es, de los políticos en cuanto ciudadanos corresponsables del bien común- no significa que el Estado no pueda, más aún, no deba ayudar a las comunidades religiosas y a sus fieles -respetando cuidadosamente la cultura del país en cuestión- a crear la condiciones que les permitan vivir conforme a su creencia religiosa; sobre todo en materia de culto y de educación.

Libertad religiosa y correspondiente neutralidad del Estado no significan arreligiosidad o «ateísmo» público. Un ateísmo público no sería neutralidad religiosa, sino un credo -negativo, eso sí- de carácter antirreligioso. ¡La antinomia y la negación de algo -en este caso, de la religión y de toda creencia teísta- nunca son una actitud «neutral»! ¡El ateísmo o el agnosticismo no constituyen, respecto a la religión, posiciones neutrales! En esta materia, representan posturas extremas y sumamente parciales, porque entrañan, según los casos, la negación de la verdad, del valor y de la relevancia existencial de toda religión, y en ocasiones incluso la afirmación de su índole nociva.

La posición neutral, en cambio, es la que se abstiene de cualquier valoración veritativa de una u otra postura que se defienda. A qué tipo de comportamiento puede conducir de cuando en cuando la imparcialidad, sigue siendo una cuestión abierta, ya que depende de las concretas circunstancias culturales de cada país. En cualquier caso, cierto es que una actitud política neutral no puede cerrar los ojos ante una religión que se presenta como hecho cultural tradicional o mayoritario en una determinada nación.

Además, la libertad religiosa y la correspondiente neutralidad del Estado son compatibles con el reconocimiento público -aun cuando no confesional- de la existencia de una trascendencia divina; y son igualmente compatibles con la asunción de medidas para facilitar la práctica religiosa a los diversos creyentes, de acuerdo con su propia autocomprensión. Así lo muestra la práctica de tantísimas naciones, pero también el texto de muchísimas constituciones de países europeos, las cuales, respetando plenamente la laicidad del Estado y la libertad religiosa de sus ciudadanos, no rebajan la religión al nivel de un hecho meramente privado. Con todo, en la lógica de la laicidad del Estado y en el seno de una sociedad política constitucionalmente pluralista, cualquier reconocimiento de prácticas religiosas no se formula en virtud de un juicio sobre la verdad de una determinada religión, sino -como veremos- conforme a criterios de justicia política.

Existe, sin embargo, una comprensión de la laicidad que va más allá del requisito de neutralidad y autonomía del poder temporal respecto a reivindicaciones de verdad. Sostiene que la religión -toda religión- entraña un tipo de creencia y de práctica que ha de ser enteramente relegado al ámbito de la vida privada de los ciudadanos, porque en cuanto tal entraría en concurrencia e incluso en contradicción con una cultura política laica. En esta perspectiva, la libertad religiosa, más que significar el derecho del ciudadano a ejercitar su religión conforme a los dictados de su propia conciencia y con los únicos límites que marque el respeto del orden y de la moralidad pública, equivaldría a la libertad -o liberación-q ue el Estado y la esfera pública lograrían de la religión y de su influjo. A esta forma de laicidad la denominaré enseguida «concepción integrista de la laicidad» o «integrismo laico», y la diferenciaré de un modo de comprender la laicidad meramente «político» y, en cuanto tal, articulado y limitado.

lpli1.jpg

1. EL CONCEPTO POLÍTICO DE LAICIDAD

La esencia de lo que denomino «concepto político de laicidad»2 puede definirse como la exclusión de la esfera política y jurídica pública de toda normatividad que haga referencia a una verdad religiosa -justamente en cuanto verdad-; lo que trae consigo la neutralidad e indiferencia pública respecto a cualquier pretensión de verdad en materia religiosa. En materia de religión, un Estado laico no utiliza criterios de verdad, sino que trata a las religiones aplicando criterios de justicia política, que incluyen imparcialidad y neutralidad. Tal postura es compatible con el reconocimiento, incluso en los planes educativos, de la importancia de la dimensión religiosa como fuente de cultura y de orientación moral para los ciudadanos, y como acicate del compromiso social.

Este planteamiento no significa que el Estado sea «creyente», sino que la vida pública de un país no se cierra a priori a la presencia de la dimensión religiosa de la existencia humana. Esta dimensión religiosa nunca es un hecho abstracto y ahistórico, sino un hecho que siempre se configura conforme a la historia real de un pueblo, de una nación, de una entera civilización. En la vida de un país, pues, la dimensión religiosa de la existencia humana sólo puede estar presente en la forma de una religión concreta y en la forma institucional propia de esa religión. Y en el caso de una sociedad muy pluralista desde el punto de vista religioso, cuyo ejemplo típico lo constituye Estados Unidos, la presencia pública de la religión también reflejará necesariamente ese pluralismo.

Una laicidad que negase la relevancia pública de la religión o que, en el ámbito público, quisiera hacer abstracción de toda referencia religiosa, representaría una posición política ahistórica, rígidamente doctrinaria y abstracta. Tal concepto «integrista» de laicidad puede incluso adquirir la forma de una verdadera «revolución cultural», promovida por la clase dirigente de un país; así lo hizo, por ejemplo, el republicanismo francés de la Tercera República, en los últimos decenios del siglo XIX. En cualquier caso, se trata de una laicidad que de ninguna manera es un proyecto «neutral», en el sentido más propio de la palabra.

En el lugar que ocuparía una identidad religiosa o confesional de la vida cívica y política, el Estado «laico» -«laico» en un sentido meramente político, «no integrista»- sitúa una identidad laica, política, un ideal de ciudadanía y de bien común. Separa completamente los derechos del ciudadano y el ejercicio de su pertenencia o confesión religiosa. Entiende el ethos de la paz, de la libertad y de la igualdad, inherente a la idea del Estado constitucional democrático, como un valor auténticamente político, con su propia legitimidad intrínseca e independiente en sí mismo de cualquier credo religioso; un valor capaz de formar y de animar una sociedad política, así como de proporcionar una ética de la ciudadanía común para todos, sea cual sea su credo religioso.

El Estado laico, por tanto, no es un Estado multicultural, no al menos en sentido político y cívico: «laicidad del Estado» no puede significar multiculturalismo sistemático. «Multiculturalismo», en sentido estricto, entraña falta de unidad cultural; «multiculturalismo político» y sistemático implica, en cambio, falta de una cultura política unitaria y unificadora. El ethos laico del Estado constitucional democrático conforma una verdadera cultura política, con un ethos propio y una fuerza unificadora de la vida social y pública, que se define mediante un proyecto común y no en términos multiculturales o culturalmente pluralistas. En otras palabras, tal como ha escrito Gian Enrico Rusconi -con quien concuerdo en este punto-, «el principio laico […] no se limita a afirmar el principio de una benévola tolerancia, sino que exige positivamente un vínculo recíproco sobre el que construir una comunidad política, que es solidaria en cuanto se reconoce lealmente en principios, normas e instituciones que prescinden de raíces culturales particulares, raíces que no son generalizables».

lpli2.jpg

La concepción política de laicidad admite fundamentos de valor, más allá de las instituciones específicamente políticas, y prevé instancias que los promuevan, incluso de manera crítica frente al poder político. Admite igualmente la presencia en el discurso político de valores provenientes de creencias religiosas, con tal de que sean convenientemente adaptados al discurso político, de modo que puedan ser entendidos y aceptados por todos los ciudadanos y, por tanto, generalizados.

La laicidad del Estado -tal como es promovida por una concepción política de laicidad-, más que un «proyecto laico», entraña más bien una moral política de la convivencia pacífica, del respeto, de las garantías de libertad de los ciudadanos, eso sí, dejando libre a la sociedad para formular su propio proyecto de valor, es decir, sin imponer un programa de «laicización» de la sociedad mediante la fuerza coercitiva del poder público, aunque éste esté democráticamente legitimado, como hace el integrismo laicista. De ahí que la laicidad meramente política tenga necesidad de una moral política de la ciudadanía, de ese vínculo mutuo que define lo que el politólogo alemán Dolf Sternberger ha denominado Verfassungspatriotismus («patriotismo constitucional»): una actitud cívica de lealtad a las instituciones políticas del Estado constitucional democrático y a sus reglas de juego. Y ello a pesar de que tal actitud signifique muchas veces renunciar a ver hechos realidad ciertos valores que se consideran de mayor dignidad, o un proyecto integral concerniente a la propia concepción de la buena sociedad.

2. EL CONCEPTO INTEGRAL DE LAICIDAD (O «INTEGRISMO LAICISTA»)

La concepción «totalizadora», es decir, «comprensiva» -en el sentido de Rawls-, o bien integrista de la laicidad (o «integrismo laico»), va más allá del mencionado «vínculo recíproco», basado en elementos culturales generalizables.

La concepción «comprensiva» o «integrista» de la laicidad no es sólo una variante más radical -respecto a la meramente política- de separación entre Estado e Iglesia, entre política y religión, sino algo esencialmente diferente. Se trata de una forma de exclusión de la religión, así como de todo lo que, en materia ética, pueda derivar de una verdad y de una enseñanza enraizada en las verdades religiosas.

Si a tal concepción la denomino también «comprensiva», lo hago por emplear la terminología de John Rawls, que llama comprehensive doctrines a aquellas doctrinas políticas y religiosas que niegan una diferenciación entre esfera/razón política, por un lado, e interpretación integral del mundo, por otro. En este sentido, existe un laicismo que es «comprensivo», «integral» o totalizador -y no solamente político-, porque interpreta la lógica de la política precisamente a partir de una visión comprensiva del mundo. Al igual que una doctrina integrista de tipo religioso, tal concepción comprensiva y «laicista» de la laicidad constituye una forma -negativa, por decirlo así- de integrismo.

Por su propia naturaleza y a modo de principio, este tipo de laicidad tiende a anular la distinción entre poder y moralidad. Es decir, tiende a excluir, al menos implícitamente, el hecho de que existan criterios de valor objetivos, independientes del ejercicio práctico del poder político, según los cuales pueda enjuiciarse el ejercicio del poder. La laicidad de este segundo tipo, en efecto, no sólo combate a la religión, sino que se arroga una especie de «exclusivismo político», en el sentido de que, en el discurso político, sólo acepta como criterio de moral y de justicia a aquellas instancias laicas que se hallan sometidas al control del proceso político, y en la medida en que forman parte de él: un proceso que, como es obvio, será idealmente democrático y, por tanto, estará regulado por el principio de mayoría. Esta laicidad llega hasta el extremo de someter los criterios morales y de justicia -desafortunadamente cada vez más- a los resultados de los sondeos, que explicitan una presunta «opinión mayoritaria» y «democrática». Al actuar así olvida que, en una democracia parlamentaria y representativa, la opinión mayoritaria no debe expresarse plebiscitariamente, mediante sondeos o encuestas, sino a través de las elecciones a las instituciones representativas, tal como prevea la Constitución.3

lpli3.jpg

Tal «integrismo laicista» no sólo implica una soberanía de la política de tipo funcional, sino también en sentido moral, es decir, implica la soberanía moral de los hechos políticos: decisiones, leyes. Esta soberanía moral, aunque estuviese democráticamente legitimada, resultaría problemática, ya que haría valer únicamente «la fuerza normativa de lo que existe de hecho»: la normative Kraft des Faktischen, según la expresión del jurista alemán decimonónico Georg Jellinek. En la medida en que a esa normativa política se la reconoce también como normativa moral inapelable, se viene abajo la diferencia entre legalidad y legitimidad y se vuelve moralmente legítimo lo que está legal y procedimentalmente justificado.

Por eso, la concepción integrista de la laicidad constituye, del modo más puro, una especie de positivismo jurídico-político, que intenta fundar una especie de nuevo poder espiritual. Esta concepción de la laicidad coincide en parte con el viejo mito protototalitario de la volonté générale, creado por Rousseau, según el cual la mayoría siempre tiene la razón y la posición minoritaria es errónea y moralmente ilegítima.

Desde luego, nadie niega que el principio de legalidad y la corrección procedimental sean valores también morales, porque ciertamente lo son. La cuestión estriba exactamente en que a ese principio y a esa correcciónno se les debe otorgar la categoría de valores absolutos. Siempre pueden ser aventajados por consideraciones morales de orden superior: por ejemplo, de derecho natural (aunque con esto no queda resuelta la cuestión de cómo, en una democracia, estas consideraciones de orden superior logran hacerse política y jurídicamente relevantes; de momento, lo importante es afirmar que en un sistema político nototalitario o «abierto», tales consideraciones pueden existir y deben poder existir).

Por todas estas razones, la laicidad integrista ve en el fenómeno religioso un oponente, un enemigo del carácter laico del Estado. Y lo que es todavía más importante: ve en el fenómeno religioso un enemigo de la autonomía «laica» de la conciencia de los ciudadanos. La laicidad integrista viene a ser, pues, una especie de paternalismo, que intenta proteger al ciudadano de toda influencia religiosa -y de instituciones como la Iglesia católica-, porque estima que tal influjo es irracional y corrosivo de la libertad. Y esto justamente porque, según esa concepción de la laicidad, la religión no habla en nombre de una legitimidad procedimental democrática o de la mayoría, sino en nombre de una verdad que reclama validez sin ser fruto de una discurso democrático o de un consenso mayoritario.

El integrismo laico, como el del inicio de la Tercera República francesa, puede comportarse pacíficamente con la religión, porque está convencido de que la religión morirá automáticamente en el transcurso del progreso de la ciencia y de la sociedad moderna. Pero puede también volverse agresivamente antirreligioso y anticlerical, como en la misma Francia a partir del comienzo del siglo XX, o en el Piamonte liberal de Cavour (1852-1860) o, quizás mejor, de su coaligado político y poderoso ministroUrbano Rattazzi (1855-58).

En consecuencia, la hostilidad del integrismo laicista a la religión no parece que deba achacarse al carácter propiamente religioso de la religión, ya que, en cuanto conjunto de prácticas piadosas y culturales, también un Estado laicista a ultranza podría aceptarla, e incluso ayudarla a sobrevivir como hecho cultural y folclórico. Parece más bien que dicha hostilidad constituye la respuesta a una pretensión de la religión: la de ser representante de una verdad de orden superior, así como de un ramillete de valores objetivos, capaces de someter el ejercicio del poder político y de la libertad civil a una valoración moral conforme a criterios que reclaman ser verdaderos, y capaces también de ejercer realmente un influjo social a través de su presencia pública; por ejemplo, en el sistema educativo.

Una laicidad que intente comprender el proceso político mismo -siempre que sea democrático o procedimentalmente legítimo- como criterio exhaustivo de rectitud y justicia, en ningún caso está en condiciones de aceptar tal relativización axiológica, ni tampoco el influjo efectivo de una potencia espiritual como la Iglesia católica sobre la conciencia de los ciudadanos. De ahí que acabe declarando ilegítima y desacreditando toda voz que se oponga a sus pretensiones de constituir el único poder. Una cosa son la legalidad y la justicia procedimental -legitimidad política, democrática-, que ciertamente entrañan valores morales, si bien de una moralidad política -y, por tanto, parcial, limitada, sectorial y relativa-, y otra cosa distinta es la legitimidad moral en sentido exhaustivo, comprensivo o absoluto.

lpli4.jpg

Lo que la concepción integrista de la laicidad combate es, en realidad, cualquier injerencia en el proceso político de un criterio de valor -independiente desde el punto de vista «laico» – que se entienda como superior u objetivo. Los laicistas desacreditan tales criterios tildándolos de corrosivos de la libertad.

Los puntos de vista «laicos» asociados a este integrismo laicista no están necesariamente definidos por una racionalidad propia o específica. Por lo que se refiere a su contenido pueden incluso coincidir con puntos de vista «católicos»: por ejemplo, en pedir la abolición de la pena de muerte. El «punto de vista laico», en efecto, no es más que el de quienes, en un determinado momento, lo definen como «laico» por ser sostenido por «laicos» -no creyentes, no católicos, etcétera-, y de ahí que, siempre según ellos mismos, pueda ser impuesto lícitamente a toda la sociedad mediante el proceso democrático.

Democráticamente hablando, esta actitud resulta ciertamente lícita. Sin embargo, manifiesta que la defensa alarmista de tal «integrismo laicista» contra las presuntas intromisiones de la Iglesia -o de los católicos- no constituye en realidad más que un juego de propaganda y de poder político. ¿Por qué? El quid reside en el simple hecho de que, a pesar de que también los «católicos» -y la Iglesia misma- proponen políticas y legislaciones que resultan sustancialmente justificables conforme a una razón pública laica, los «laicos» se empeñan en considerarlas «no laicas», y, por tanto, tampoco generalizables, ni aptas para ser impuestas mediante el proceso democrático. ¿Y por qué dicho empeño? Pues únicamente porque son planteadas por «católicos» o, como a veces sucede, son defendidas oficialmente por la Iglesia, motivo inmediato para cargar pesadamente con el baldón de ser posturas de tipo «religioso».

Así las cosas, en diversas ocasiones, la defensa del carácter laico del Estado por parte del «integrismo laicista» se reduce a rechazar de entrada un verdadero debate público sobre los argumentos proferidos por ciudadanos «no laicos» o por la Iglesia. En estos casos nos tropezamos con un juego político: el de quien teme perder la mayoría. Un juego político quese salta una de las características normativas más típicas de la «sociedad abierta»: la aceptación de cualquier tipo de oposición, siempre que ésta respete las reglas de la democracia, formule argumentaciones generalmente comprensibles y avance propuestas que no sean constitucionalmente ilegítimas.

NOTAS

1 «Secularizad cristiana y cultura de los derechos humanos». Martin Rhonheimer. Nueva Revista 118, Jul-Sept 2008, páginas 49-66

2 Propongo este término conforme a una cierta analogía con el concepto de «liberalismo político», tal como lo ha elaborado John Rawls, si bien difiero de él en importantes aspectos. Cfr.el ensayo mío, citado más arriba, The Political Ethos of Constitutional Democracy and the Place of Natural Law in Public Reason: Rawls’ «Political Liberalism» Revisited.

3 La «democracia demoscópica», al menos a partir de cierto límite, constituye en verdad una grave violación del ethos de la democracia parlamentaria moderna, que se basa en el principio de representación. Representación significa competencia para el todo de algunos, convenientemente diputados para tal cometido, sin tener un «mandato político», esto es, sin que sean elegidos con otro mandato que el que propone la plataforma electoral de su partido. Como tales diputados, no representan simplemente a sus electores, y menos aún las preferencias concretas y actuales de estos últimos. Los diputados, en cuanto representantes, han de decidir según su conciencia y su propia responsabilidad -con la debida adhesión a la disciplina de su grupo parlamentario- lo que consideran favorable para el bien común. Una democracia basada en los sondeos destruye esta libertad y responsabilidad propias de los representantes, e introduce en el proceso democrático un elemento plebiscitario irracional y distorsionante.

Cofundador y presidente del «Austrian Institute of Economics and Social Philosophy», con sede en Viena. Desde 1990 hasta 2020 fue profesor de Ética y Filosofía Política en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma), a la que queda afiliado como profesor visitante.