Tiempo de lectura: 9 min.

Uno de los equívocos más frecuentes en la vida humana es la promoción de buenas causas por malas razones. Creo que algo de eso pasa cuando se habla del papel de las nuevas tecnologías en la educación, de su función y su valor, del espacio que deben ocupar. Las raíces de este supuesto equívoco, que enseguida me apresuraré a hacer explícito, no se nutren sólo de errores pedagógicos muy frecuentes (si es que se puede hablar así y no hay que emplear una expresión más rotunda) sino que llegan a rincones escasamente frecuentados por el común.

Vivimos en una atmósfera intelectual escasamente sutil (un tipo como Chesterton podría haber hecho su agosto a nuestra costa) y hemos aprendido a convivir con las contradicciones a base de torpeza. Una de las necedades más habituales a este respecto consiste en recomendar el uso educativo de las tecnologías por su utilidad, por lo mucho que acercan el espacio escolar a la vida de la calle, que ya se sabe que es un referente sagrado de casi cualquier sandez. Pues bien, creo que esa es una de las malas razones para defender algo que es bueno, no sólo bueno sino excelente.

 

BUENAS Y MALAS RAZONES DE LA TECNOLOGÍA

La introducción de las tecnologías en el ámbito educativo puede justificarse con razones de mucho mayor fuste que las que se fundan en su supuesta utilidad. Para empezar a hablar de esas razones nada mejor que reparar en el hecho fundamental, en lo que se refiere a la tecnología, que no es otro que su capacidad para cambiar nuestro mundo, el dato indisputable de que lo ha cambiado y lo está cambiando cada día. Ahora bien, la educación existe precisamente porque se precisa hacer comprensible el mundo, porque la humanidad que conocemos no podría aguantar ni un solo día sin la presencia y el trabajo de muchísimas personas que comprenden una u otra parte de este mundo en que vivimos y lo pueden comprender porque han sido educados para ello. Comprender de alguna manera nuestro mundo, saber qué se puede hacer con él y cómo puede hacerse no es algo meramente útil, es una absoluta necesidad.

Pero además de que las tecnologías han cambiado físicamente, por así decir, nuestro mundo, resulta que también tienen mucho que ver con lo que habitualmente llamamos cambio cultural. Desde el nacimiento de la ciencia moderna no sólo ha cambiado de manera radical nuestro mundo sino también la manera en la que pensamos sobre él, nuestros hábitos y nuestras creencias. Es de sobra evidente que la tecnología no basta por sí sola para explicar todo eso, pero no es menos claro que nada habría sido lo mismo sin el concurso de la tecnología y de la ciencia que van de la mano desde hace ya trescientos años.

La ciencia y la tecnología han enriquecido de modo asombroso la complejidad del mundo en el que vivimos y al hacerlo nos han facilitado nuevos motivos y nuevas perspectivas para pensar en la realidad, en el sentido de nuestra existencia. Precisamente porque su influencia teórica ha sido decisiva también lo han sido sus efectos prácticos, y así como aquéllos son inequívocamente positivos, éstos son más discutibles. Los mismos factores que han permitido el crecimiento de las poblaciones, la salubridad pública, el aumento de la esperanza de vida o el bienestar económico están también en la base de otros fenómenos por los que no podemos sentir idéntico entusiasmo: la pérdida de tradiciones valiosas, la psicología caprichosa de los nuevos bárbaros desprovistos de raíces, la ruptura de cualquier equilibrio entre minorías y masas. Se trata de un conjunto de rasgos que han acabado por desbaratar definitivamente el sistema de valores y hábitos en los que se podía encontrar con facilidad un cierto sentido de la vida. El proceso de deterioro que sufren instituciones tan básicas como el matrimonio y la familia, por no hablar de la misma escuela, tiene mucho que ver con el radicalismo de la transformación del mundo que han hecho posibles la ciencia y la tecnología, aunque, repito, no sólo ellas.

¿Cómo podría entenderse cualquier clase de educación sin aludir a estos hechos básicos de nuestra vida, sin aprender a pensar (y lógicamente a usar) la tecnología misma? La paradoja de todo esto me parece realmente enorme y la meditación sobre esta clase de ambivalencias constituye, a mi modo de ver, una de las lecciones de mayor provecho para entender lo que supone la tecnología, para pensar en ella, sobre ella, con su ayuda.

Detengámonos por un momento en los términos que suscitan la paradoja. Por una parte tenemos que la tecnología es aquello que más nos inclina a reconocer la relevancia de la realidad porque cualquiera que piense dos minutos en lo que es la tecnología tendrá que reconocer que la tecnología es, en último término, una ampliación del horizonte de lo que es real, pero una ampliación que sólo puede hacerse a costa de reconocer que la realidad es lo que es y que es como es, lo que es condición absolutamente indispensable para abrir distintos caminos dentro de ella. La tecnología es una fortísima inyección de realismo en el sentido filosófico del término: no hay tecnología posible con la mera fantasía, cualquier tecnología necesita el concurso fiable de la pura y dura realidad. Pero, por otra parte, el uso de tecnologías de apariencia cada vez más fantástica y poderosa nos ha inducido a olvidar los límites de lo real, a refugiarnos en esa especie de mundo posible que coincide con el deseo de cada cual, de manera que nos hemos sentido tentados a creer que la realidad podría adaptarse de manera casi ilimitada a nuestros deseos. Es como si el esfuerzo de nuestros antepasados ascéticos y sacrificados que labraron una gran fortuna sólo hubiese servido para consentir la vida muelle de auténticos zánganos y para malbaratar, al paso, las enseñanzas más provechosas de sus vidas y virtudes.

 

LA PARADOJA DE LA TECNOLOGÍA

La tecnología que, en el plano de sus creadores, es hija del esfuerzo, de la ambición y de una cierta humildad frente a lo real, se ha convertido en el plano de sus usuarios en un catalizador del deseo, en un disolvente de esa idea tan venerable conforme a la cual las cosas son lo que son independientemente de lo que se piense de ellas. Pues bien, me parece que la meditación sobre esta paradoja constituye un ejemplo excelente de lo que la tecnología tiene que significar en la educación porque la reflexión sobre la tecnología y la propia formación tecnológica proporcionan un ingrediente de gran valor para afrontar el problema básico de cualquier educación, a saber, cómo articular una serie de ideas que se contraponen calcando la oposición básica entre verdad y falsedad pero sin que sea completamente evidente el valor de cada uno de los términos de esa contraposición. Así podemos aprender a conjugar pluralismo y verdad, objetividad y subjetividad, libertad y naturaleza, hechos e interpretaciones, toda esa serie de parejas inevitablemente contrapuestas en cuyo balance consiste propiamente la operación que llamamos pensar.

Aprender a modificar la realidad sólo es posible acertando primero a respetarla, de manera que una buena meditación sobre la humilde función a la que muchas veces reducimos el ser entero de la tecnología, el manejo de aparatos, puede servir para aprender a pensar y para enseñar a hacerlo. Reducir la tecnología a su uso, contraponer la utilidad con otra clase de valores supuestamente más excelsos es perpetrar un gigantesco escamoteo, es ocultar la verdad.

En las tareas educativas es tan importante fomentar la libertad de espíritu y la creatividad como someterse a la dura disciplina de los distintos saberes, a aceptar las constricciones que imponen las cosas. Cuando una de esas dos dimensiones se olvida, la educación se convierte en su caricatura. La tecnología es un excelente maestro capaz de darnos la lucidez necesaria para no perdernos en esa clase de tensiones, para evitar tanto la caída en la rutina de la repetición como el abandono a la fantasía sin fundamento ni futuro.

Ortega y Gasset recurrió a una bella metáfora para explicar la ascesis que se hace necesaria en la educación al contraponer la ligereza y libertad del espíritu con el peso del cuerpo: «El llamado espíritu es una potencia demasiado etérea que se pierde en el laberinto de sí misma, de sus propias infinitas posibilidades ¡Es demasiado fácil pensar! La mente en su vuelo apenas sí encuentra resistencia. Por eso es tan importante para el intelectual palpar los objetos materiales y aprender en su trato con ellos una disciplina de contención. Los cuerpos han sido los maestros del espíritu, como el centauro Quirón fue el maestro de los griegos. Sin las cosas que se ven y se tocan, el presuntuoso espíritu no sería más que demencia.

El cuerpo es el gendarme y el pedagogo del espíritu». La tecnología es el más brillante y efectivo de nuestros centauros, el camino más seguro para no confundir nuestros deseos con las posibilidades de la realidad. La tecnología ayuda a pensar, facilita el reconocimiento sin negar los justos derechos a imaginar que ostenta la inteligencia, pero aprendiendo a que lo que no sea tener los pies en la tierra no sirve para volar.

En cierto sentido, usar la tecnología es lo contrario de pensarla, porque pensarla no es otra cosa que reducirla a su realidad, entender sus fundamentos, conocer muy bien sus límites. La educación debe enseñarnos a pensar, y pensar la tecnología (conocer su historia, su lógica, sus fundamento, sus limitaciones) no es sólo un buen camino para conocer la realidad sino para conocernos a nosotros mismos. Lo contrario es un camino de segura perdición en el que la tecnología se acaba haciendo indiscernible de la magia. Si, por ejemplo, al escuchar cómo habla una máquina no tratamos de entender qué es lo que realmente hace no sólo perdemos una valiosa información sino que, como de propina, acabaremos desfigurando por completo nuestra condición de hablantes porque corremos el riesgo de creer que cuando nosotros hablamos hacemos algo así como lo que imaginamos que hace la máquina. De este modo no sólo defraudamos la curiosidad natural del espíritu en la que creía Aristóteles, sino que deformamos de modo grotesco la imagen que nos hacemos de nosotros mismos.

 

LA TECNOLOGÍA Y LA TRADICIÓN

La tecnología, además, es siempre heredera legítima de una tradición de invención, jamás nace de la nada, con lo que no sólo nos suministra una lección metafísica sino una parábola moral. La innovación tecnológica es un modelo de vida, un paradigma de colaboración capaz de fundar comunidades presididas por el afán de superación, por el empeño en hacer que retroceda hasta el infinito la línea de lo que nos parece imposible. Se trata de una empresa que sólo es concebible en un clima de generosa libertad intelectual.

Un par de consideraciones más a ras de tierra para defender el valor humanístico, si se me permite la expresión, de las tecnologías. Me referiré, en especial, a la honda repercusión que ya están teniendo y van a tener en todo lo relacionado con el saber y la cultura. Sus posibilidades sólo se ven truncadas por la inercia de ciertos hábitos que alguna gente, incluso bien intencionada, identifica alegremente con el oficio intelectual. Pues bien, hay que decir con absoluta claridad que, en este punto, apenas acertamos a imaginar lo que puede dar de sí el desarrollo de muy distintas aplicaciones. Se puede hablar ya de un nuevo espacio de comunicación para la creación científica, para la investigación histórica, para la creación cultural. Es algo que está sucediendo ante nuestros ojos cada día pero de lo que no nos hemos dado aún cuenta cabal.

 

LA SITUACIÓN ESPAÑOLA ES ALARMANTE

En España, en particular, deberíamos estar muy atentos al creciente retraso que estamos experimentando en este terreno. Todos los indicadores ponen de manifiesto que, como lectores, somos usuarios medianos de las posibilidades de Internet mientras que, como autores, estamos quedándonos muy atrás: consultamos cosas, pero apenas enriquecemos la red con aportaciones originales. Suelo poner el ejemplo de las páginas web de los profesores universitarios e investigadores españoles: apenas conozco alguna de calidad y son una abrumadora mayoría los que carecen de ellas e, incluso, los que no saben por qué habrían de tenerla. Creo que es un panorama desolador al que habría que tratar de buscar algún remedio rápido y efectivo, pero la verdad es que no estoy seguro de que exista el tal remedio.

En este punto es muy probable que nuestras minorías estén dando una nota de peor calidad que el público más vulgar; la comparación, en cualquier caso, de nuestro panorama con el que es común en Estados Unidos o Inglaterra y en otros países es sencillamente desoladora. Si me pongo a ser optimista creo que se puede esperar que las nuevas generaciones sepan corregir este desfase. Aquí es evidente el papel decisivo que están desempeñando y pueden desempeñar los profesores en las escuelas e institutos. Para favorecer esa dinámica estoy dispuesto incluso a renunciar a cuatro quintas partes de este texto y a reconocer que la utilidad de las tecnologías es una razón de enorme peso para usarlas tanto con motivo como sin él.

Son muchas las iniciativas empresariales y las innovaciones que surgen cuando la gente joven entra en contacto con las posibilidades creativas de la tecnología. El desarrollo de la industria del software está todavía en sus comienzos y hay una infinidad de mundos por descubrir y explotar en ese terreno. El continente del software específico está casi completamente inexplorado en la actualidad, lo que hace que estemos empleando sistemas ineficientes para resolver problemas y deseos que podrían ser perfectamente atendidos de forma más flexible y eficaz por una infinidad de programas que no necesitan tener millones de usuarios.

El campo en el que los progresos serán probablemente más espectaculares es el de los buscadores específicos, el de las aplicaciones científicas, eruditas y de biblioteca. Hay que reconocer que, en la actualidad y a primera vista, la red presenta, un aspecto inextricable y caótico. Tendrá que suceder que, al menos en una parte, en aquella que está destinada al conocimiento científico y a la investigación, la red se estructure con la misma racionalidad y rigor con que lo está hoy en día una buena biblioteca. Las diferencias serán enormes y todas para mejor: acceso inmediato, conexiones directas a comentarios de distintos orígenes y niveles, referencias cruzadas, interactividad, etc.

Es verdad que la educación no puede ir detrás de la última novedad, pero las que venimos llamando desde hace casi cuarenta años nuevas tecnologías forman parte ya de una herencia muy consolidada y abstenerse de sus ventajas es un error imperdonable. Nadie sabe cómo va a ser el futuro, pero sí sabemos que el pasado es una cosa que cambia, incluso sin que nos demos cuenta de cómo lo hace.

Profesor Univ. Rey Juan Carlos.