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El blanco, reclinado con ambos brazos sobre el techo de la caseta a la popa del bote, dijo al timonel:

—Pasaremos la noche en el claro de Arsat. Ya es tarde.

El malayo se limitó a gruñir y siguió mirando con fijeza río adelante. El blanco, apoyando el mentón sobre los brazos cruzados, lanzó una mirada a la quilla de la embarcación.

Al extremo de la recta avenida de bosques que el destello intenso del río cortaba en dos, surgía el sol, cegador y sin nubes, posado sobre las aguas, que brillaban bruñidas como una banda de metal. A ambos lados de la corriente, los bosques, sombríos y solemnes, se erguían silenciosos e inmóviles. Al pie de árboles altos como torres, crecían, en el barro de la ribera, palmas de ñipa destroncadas, en grupos de hojas pesadas y enormes que pendían tranquilas sobre el broncíneo remolino de los reflujos. En la paz del ambiente, todo árbol, toda hoja, todo helecho, toda rama de enredadera y todo pétalo de los minúsculos botones aparecía sumido en una perfecta y definitiva inmovilidad, por la virtud de algún encantamiento. Nada se agitaba sobre el río, sino los ocho remos que, levantándose regularmente en un relámpago, caían al unísono en un solo chapoteo, mientras el timonel se mecía a izquierda y derecha, con un brillante y repentino trazo de su cimitarra que describía un semicírculo resplandeciente sobre la cabeza. Las aguas, al golpe de los remos, espumaban a lo largo del bote en un murmullo confuso. Y la canoa del blanco, avanzando río arriba en el breve disturbio por ella misma provocado, parecía atravesar los umbrales de una tierra en la que hasta la memoria misma del movimiento había desaparecido para siempre.

El blanco, volviendo la espalda al sol poniente, echó una mirada a lo largo de la amplia y vacía extensión de aquel brazo de mar. En las tres últimas millas de su curso, el río, errabundo e indeciso, como hechizado irresistiblemente por la libertad de un horizonte abierto, corre directamente hacia el mar, hacia el Oriente: hacia el Oriente, albergue de luz como de oscuridad. A la popa del bote, el insistente grito de algún ave, un grito discordante y débil, se arrastraba sobre el agua bruñida y se perdía, antes de alcanzar la ribera opuesta, en el ahogado silencio del universo.

El timonel hundió su remo en la corriente, apretándolo con fuerza, los brazos muy tiesos, el cuerpo inclinado hacia adelante. El agua gorgoteaba rumorosa; y, repentinamente, el largo, recto brazo de mar pareció girar sobre su centro, las selvas trazaron un semicírculo y los rayos oblicuos del crepúsculo tocaron los costados de la embarcación con un fiero destello, arrojando las finas sombras torcidas de sus tripulantes al resplandor rayado del río. El blanco se volvió, lanzando una mirada hacia adelante. El curso del bote se había cambiado en ángulo recto con la corriente, y la labrada cabeza del dragón de la proa apuntaba ahora hacia un claro en el encaje de las malezas de la ribera. El bote se deslizó por él, rozando las colgantes ramas, y desapareció del río semejante a una delgada criatura anfibia que abandonara el agua en busca de su guarida en los bosques.

El estrecho arroyuelo semejaba una zanja: tortuoso, fabulosamente hondo, henchido de melancolía; bajo la fina faja de azul puro y brillante del cielo árboles inmensos se levantaban, invisibles, tras las ornamentadas colgaduras de los matorrales. Aquí y allá, cerca de la resplandeciente negrura de las aguas, la raíz torcida de algún árbol altísimo asomaba por entre el gótico encaje de los helechos, oscura y solemne, contorsionada e inmóvil, como una serpiente suspensa. Las palabras breves de los remeros reverberaban ruidosamente entre los sombríos y espesos muros de aquella vegetación. La oscuridad surgía de entre los árboles, abriéndose paso por la intrincada masa de enredaderas, tras las enormes hojas fantásticas e inmóviles; la oscuridad, misteriosa e invencible; la oscuridad, perfumada y venenosa, de las selvas impenetrables.

Los hombres adelantaban por las aguas, poco profundas. El arroyo se ampliaba, abriéndose en la ancha extensión de una laguna inerte. Los bosques se apartaban de la pantanosa ribera, dejando una cinta de césped duro, de un verde brillante, enmarcando el azul reflejado del cielo. Una nube algodonosa y púrpura flotaba en lo alto, arrastrando el delicado colorido de su imagen bajo las hojas flotantes y los plateados botones de los lotos. Una casucha, prendida en lo alto de unas varas, surgía negra en la distancia. Cerca de ella, dos altas palmas, que parecían haberse adelantado a la selva del fondo, se inclinaban ligeramente sobre la derruida techumbre, con una sugerencia de melancólicas ternura y solicitud en el desfallecimiento de sus copas, frondosas y altivas.

Señalando con el remo, el timonel anunció:

—Allí está Arsat. Veo su canoa entre las estacas.

Los hombres corrían a lo largo de los costados de la embarcación, arrojando una mirada sobre el hombro hacia el final de la jornada. Hubieran preferido pasar la noche en cualquiera otra parte y no en esta laguna, de fatídico aspecto y espectral reputación. Además, profesaban a Arsat una gran antipatía; en primer lugar, porque le consideraban extraño a ellos y también porque aquel que reconstruye una casa en ruinas y la habita, proclama no abrigar temor alguno de vivir entre los espíritus que asuelan los sitios abandonados por los hombres. Un ser semejante es capaz de interrumpir el curso del destino con una mirada o una palabra; tampoco es fácil a los casuales viajeros ganarse la voluntad de los fantasmas familiares de aquél, espíritus que suspiran por saciar sobre ellos los rencores de su humano señor. Los blancos no paran mientes en cosas semejantes, descreídos como son y en liga con el Padre del Mal, que les conduce incólumes por entre los invisibles terrores de este mundo. A las advertencias de los justos oponen una ofensiva pretensión de incredulidad. ¿Qué queda, entonces, por hacer?

Así pensaban, apoyándose con todo su peso al extremo de sus largas pértigas. La canoa resbalaba silenciosa, ligera, mansamente, dirigiéndose hacia el claro de Arsat, hasta que, después de un gran rumor de pértigas arrojadas al suelo y altos murmullos de «¡Alá es grande!», atracó, con un suave golpe, contra las torcidas estacas de bajo la casa.

Los remeros, las caras en alto, gritaban discordantes:

—¡Arsat! ¡Oh, Arsat!

Nadie asomó. El blanco principió a trepar la tosca escala que conducía a la plataforma de bambú que se encontraba ante la habitación.

El «jugarán» refunfuñó:

—Prepararemos la cena en el «sampán» y dormiremos sobre el agua.

—Pásame mis mantas y la cesta —ordenó el blanco, con voz breve.

Se arrodilló a la orilla de la plataforma para recibir el paquete. El botese alejó inmediatamente y el blanco, incorporándose, se halló ante Arsat que había surgido por la baja y estrecha puerta de su cabaña. Era un hombre joven, muy fuerte, de pecho amplio y brazos musculosos. No llevaba sobre más que su «sarong». Tenía la cabeza descubierta. Sus ojos grandes y suaves miraban al blanco ávidamente, pero su voz y sus maneras fueron tranquilas y mesuradas al preguntar, sin decir antes palabra alguna de bienvenida:

—¿Traes medicina, Tuan?

— N o —respondió el visitante, en tono inquieto—. No. ¿Por qué? ¿Hay enfermo en casa?

—Entra. Entra y verás —replicó Arsat, con el mismo aire tranquilo; y volviéndose bruscamente, cruzó el bajo umbral. El blanco, dejando caer su carga, le siguió.

En la vaga luz de la habitación se distinguía, sobre una litera de bambú, a una mujer tendida de espaldas bajo una amplia sábana de lana roja. Estaba inmóvil, como muerta; pero sus grandes ojos, muy abiertos, quietos y ciegos, relampagueaban en la semioscuridad mirando fijamente los troncos del techo. Tenía una fiebre altísima y se hallaba, evidentemente, sin conocimiento. Mostraba las mejillas ligeramente hundidas, los labios entreabiertos, y sobre su joven rostro una expresión fija y fatídica: la expresión contemplativa y absorta de los que están próximos a morir. Los dos hombres la contemplaron en silencio.

—¿Hace mucho tiempo que está enferma? —inquirió el viajero.

—No ha dormido en cinco noches —respondió el malayo, en tono deliberado—. En un principio, le parecía escuchar voces que la llamaban desde el río y quiso desprenderse de mis brazos que la contenían. Pero desde que se levantó el sol de este día, no oye ya más; ni siquiera me oye á mí. No ve nada. No me ve, ¡a mí!

Permaneció silencioso durante un minuto e interrogó luego, suavemente:

—¿Morir, Tuan?

—Así lo temo —dijo el blanco, tristemente.

Había conocido a Arsat varios años antes, en un país lejano, en tiempos de peligro y de horror, en los que no hay amistad que pueda despreciarse. Y desde que su amigo malayo había llegado inesperadamente a habitar la cabaña de la laguna con una mujer desconocida, no pocas veces había dormido allí en sus viajes por el curso del río. Quería a este hombre, que sabía guardar fidelidad a la confianza a él otorgada y combatir sin miedo al lado de su amigo el blanco. Le quería, no tanto, quizá, como un hombre quiere a su perro favorito, pero sí lo bastante para ayudarle sin hacer preguntas a nuestro corazón. Un país intranquilo y misterioso de deseos y temores inextinguibles.

Un melancólico murmullo se levantó en la noche; un murmullo entristecedor y sobresaltante, como si la vasta soledad de los bosques circundantes tratase de susurrar a su oído la sabiduría de su inmensa y alta indiferencia. Flotaban en el aire, a su alrededor, rumores imprecisos y vagos, que adquirían lentamente la forma de palabras; y, por último, corrieron mansamente en un riachuelo rumoroso de suaves y monótonas frases. El blanco estremecióse como quien despierta, y alteró un poco su posición. Arsat, inmóvil y sombrío, sentado con la cabeza inclinada bajo las estrellas, hablaba en un tono bajo y ensoñador.

—Porque, ¿en dónde, si no en el corazón de un amigo, podemos desahogar el peso de nuestro dolor? Un hombre no debe hablar sino del amor o de la guerra. Tú, Tuan, sabes lo que es la guerra y en la hora del peligro me has visto lanzarme en busca de la muerte como tantos otros en busca de la vida. La palabra escrita puede desaparecer; puede ser escrita una mentira, ¡pero lo que han visto los ojos es verdad y la mente lo conserva!

—Recuerdo —dijo el blanco, suavemente

Con amarga compostura, Arsat prosiguió:

—Prefiero, pues, hablarte del amor. Hablarte de él en la noche. Antes de que, así la noche como el amor hayan desaparecido… y el ojo del día haya de asomarse sobre mi dolor y mi vergüenza; sobre mi rostro ennegrecido, sobre mi consumido corazón.

Un suspiro, apagado y breve, señaló una pausa casi imperceptible, y sus palabras continuaron corriendo, sin un estremecimiento, sin un gesto:

—Luego que terminó la guerra y que abandonaste mi país en persecución de tus deseos, que nosotros, isleños, no podemos comprender, mi hermano y yo fuimos nombrados nuevamente, como siempre, escuderos de nuestro Señor. Bien sabes que éramos miembros de una gran familia, perteneciente a una raza de jefes y más indicados que nadie para llevar al hombro derecho el emblema del poder. Y en la hora próspera Sir Dendring nos otorgó su favor, como nosotros, en la hora de prueba, le mostramos la lealtad de nuestro valor. La época era de paz, época dedicada a la caza del venado y a las peleas de gallos; a la charla indolente y a las tontas disputas entre hombres cuyo caudal desborda y cuyas armas se enmohecen. Pero el sembrador veía desarrollarse sin temor sus arrozales y los comerciantes llegaban y partían; partían flacos y volvían gordos por el río de paz. Traían también nuevas. Traían, confundidas, verdades y mentiras, de modo que nadie sabía cuándo era llegada la hora de alegrarse y cuándo la de lamentarse. Por ellos supimos también de ti. Te habían visto aquí, te habían visto allá. Y me alegraba recibir noticias tuyas, pues recordaba los días de acción, y a ti, Tuan, te recordaba siempre, hasta que llegó la hora en que mis ojos no acertaban a ver nada en lo pasado porque se habían fijado en aquella que muere ahora allí… en la choza.

Se detuvo, para exclamar, en un murmullo intenso: «¡Oh, Mara bahía! ¡Oh Calamidad!» y prosiguió, un poco más alto:

— No hay peor enemigo ni mejor amigo que un hermano, Tuan, porque un hermano conoce a otro y, en su sabiduría, es fuerte para bien o para mal. Yo amaba a mi hermano. Le busqué para decirle que no podía ver nada sino un rostro, nada podía oír sino una voz. Él me aconsejó: «Ábrele tu corazón de manera que pueda ver lo que hay en él… y espera. La paciencia es sabiduría. ¡Inchi Midah puede morir o nuestro Señor vencer su terror a una muj er!…». ¡Esperé!… Recuerdas, Tuan, la dama de la faz velada y el temor que su astucia y su cólera inspiraban a nuestro Señor. Y si ella deseaba a su esclavo, ¿qué me era dable hacer? Pero calmaba yo el hambre de mi corazón con breves miradas y palabras furtivas. Durante el día, transcurría el tiempo en el sendero que llevaba a las casas de baños, y cuando el sol había caído atrás del bosque, me deslizaba a lo largo de los jazmines que crecían en el patio de la mujer. Ocultos, nos hablábamos a través del perfume de las flores, a través del velo de las hojas, por entre las largas hojas de césped que se levantaban inmóviles ante nuestros labios; muy grande era nuestra prudencia, muy suave el murmullo de nuestro enorme anhelo. Pasaba el tiempo rápidamente… y entre las mujeres suscitábanse rumores… y nuestros enemigos vigilaban… Mi hermano estaba sombrío y yo pensé en matar y en buscar una muerte cruel… Pertenecemos a una raza que toma siempre lo que desea… como vosotros, blancos. Llega una hora en que el hombre debe olvidar la lealtad y el respeto. El poder y la autoridad se otorgan a los jefes, pero a todos los hombres son concedidos el amor, la fuerza y el valor. Mi hermano dijo: «Arrebátala de entre ellos. Somos dos que somos como uno». Y yo respondí: «Que sea pronto, pues no encuentro calor en el sol que nos alumbra para ella». Nuestra oportunidad se presentó cuando nuestro Señor y todos los grandes señores de su corte bajaron a la boca del río con objeto de pescar a la luz de las antorchas. Se reunieron cientos de botes, y sobre las arenas blancas, entre el agua y las selvas, se levantaron cobertizos de hojas para habitación de los Rajaes. El humo de los fuegos semejaba un azul niebla vespertina, y en ella resonaban, alegres, multitud de voces. Mientras disponían los botes para lanzarse a la pesca, mi hermano vino a decirme: «¡Será esta noche!». Examiné mis armas, y cuando llegó la hora, nuestra canoa ocupó su sitio en el círculo de botes que llevaban las antorchas. Las luces destellaban sobre el agua, pero a espaldas de los botes todo era oscuridad. Cuando principió la gritería y la agitación les convertía en locos, nosotros escapamos. El agua se tragó nuestra luz y volvimos a la ribera, que estaba oscura y en la que brillaban apenas, aquí y allá, brasas encendidas. Percibíamos la charla de las esclavas entre las chozas. Descubrimos un sitio silencioso y desierto. Allí aguardamos. Ella llegó. Llegó corriendo a lo largo de la ribera, rápida y sin dejar tras si traza ninguna, como una hoja que el viento arrastrara mar adentro. Sombrío, mi hermano me dijo: «Anda, llévala contigo; condúcela a nuestro bote». La levanté en mis brazos. Ella jadeaba. Su corazón palpitaba contra mi pecho. «Te arrebato a estos hombres —dije—. Viniste al grito de mi corazón, pero mis brazos te llevan a mi bote contra la voluntad de los poderosos». «Es justo —dijo mi hermano—. Somos hombres que tomamos lo que desea nuestro corazón y sabemos guardarlo contra una multitud. Debíamos haberla tomado a la luz del día». Urgí yo: «Partamos», pues luego que la tuve en mi canoa, pensé en los muchos hombres de nuestro Señor. «Sí. Partamos —respondió mi hermano—. Somos desterrados y este bote es ahora nuestra patria… y el mar nuestro refugio». Tardaba en desprender el pie de la ribera y le conminé a apresurarse, recordando el latido del corazón de aquella mujer junto a mi pecho y pensando que dos hombres no pueden luchar victoriosamente contra cien. ¡Partimos!, remando río abajo, próximos a la ribera; y al bajar por el brazo del río en que pescaban, había cesado la enorme gritería, pero el rumor de sus voces era alto como el zumbido de los insectos en la mitad del día, Flotaban los botes, agrupándose a la luz roja de las antorchas, bajo un negro techo de humo; y los hombres hablaban de su pesca. Hombres que se envanecían, elogiaban, clamaban…; hombres que quizás eran amigos nuestros aquella mañana y ya en aquella noche se habían convertido en nuestros enemigos. Remando ligeros, les dejamos atrás. Perdíamos todos nuestros amigos en el país natal. Ella se encontraba en el centro de la canoa, el rostro velado; tan silenciosa como ahora…, tan invisible como ahora…, y no lamentaba yo nada de lo que abandonaba porque la oía respirar cerca de mí… como ahora la escucho.

Hizo una pausa, apercibió el oído, vuelto hacia el umbral, sacudió la cabeza y prosiguió:

—Mi hermano quería lanzar el grito de desafío, un grito solo, que hiciera saber a las gentes que éramos rebeldes de nacimiento, confiados en nuestros brazos y en el vasto mar. Y le rogué nuevamente, en nombre de nuestro amor, que acallase su grito. ¿No oía yo acaso respirar a mi amada, cerca de mí? No ignoraba que la persecución se iniciaría pronto. Mi hermano me amaba. Hundió el remo sin chapoteo alguno. Se limitó a decir: «En ti no hay ahora sino la mitad de un hombre…; la otra mitad está en esa mujer. Puedo esperar. Luego que vuelvas a ser un hombre entero regresarás conmigo a gritar nuestro desafío. Somos hijos de una misma madre». No respondí. Toda mi fuerza y todo mi espíritu los reconcentraba en las manos que sostenían el remo… porque suspiraba por encontrarme con ella en un sitio seguro, lejos del alcance de la cólera de los hombres y el despecho de las mujeres. Mi amor era tan grande que le suponía capaz de guiarme hacia un país donde la muerte no existiera, con sólo que pudiese escapar el enojo de Inchi Midah y al alfanje de nuestro Señor. Remamos apresuradamente, respirando entre dientes. Las hojas de los remos penetraron profundamente en las aguas tranquilas. Salimos del río; volamos por canales abiertos entre los bajos fondos. Bordeamos la negra costa; bordeamos las playas arenosas en donde el mar habla a la tierra en blandos murmullos; y el destello de arena blanca respondía al paso de nuestro bote, tan ligero corría éste sobre el río. No hablábamos. Sólo una vez susurré yo: «Duerme, Diamelen, porque pronto necesitarás todas tus fuerzas». Llegó a mis oídos la dulzura de su voz, pero me abstuve de volver la cabeza. Se levantó el sol y aún proseguíamos adelante. Corría el agua de mi rostro como la lluvia de una nube. Volábamos en la luz y en el calor. No volví la vista para nada, pero sabía que los ojos de mi hermano, a mi espalda, miraban con firmeza hacia adelante, pues el bote corría tan recto como la flecha de un guerrero al abandonar el arco. No había remero mejor ni mejor timonel que mi hermano. Muchas veces, en aquella canoa, habíamos vencido en las regatas. Pero jamás habíamos agotado nuestras fuerzas como entonces…, ¡entonces, cuando por última vez remamos juntos! No había en mi patria un hombre más fuerte ni más bravo que mi hermano. No podía yo perder el tiempo en volverme a mirarle, pero no cesaba de escuchar a mi espalda el siseo de su aliento creciendo por momentos en intensidad. No pronunciaba una palabra. El sol estaba ya muy alto. El calor se ensañaba en mi espalda como una llama de fuego. Sentía las costillas próximas a romperse, pero ya me era imposible respirar. Y sentí que era necesario gritar con mi último aliento: «¡Descansemos…». «Bueno», respondió él; y su voz era firme. Era fuerte. Era bravo. No conocía la fatiga ni el miedo… ¡Mi hermano!

Un murmullo suave y poderoso, un murmullo vasto y blando; el murmullo de las hojas temblorosas y las malezas estremecidas, atravesaba las enmarañadas profundidades de las selvas, corría sobre la mansedumbre estrellada de la laguna; el agua, entre las estacas, lamió una vez los flacos maderos con un chapoteo repentino. Una bocanada de aire tibio tocó en el rostro a los dos hombres y siguió adelante con un melancólico rumor: un aliento breve y rumoroso como algún inquieto suspiro de la tierra ensoñante.

Arsat prosiguió, en voz baja y tranquila:

—Echamos la canoa sobre la playa blanca de una pequeña bahía, cercana a una larga lengua de tierra que parecía interponerse en nuestro camino; un cabo largo y frondoso que iba a perderse mar adentro. Mi hermano conocía el lugar. Más allá de aquel cabo está la embocadura de un río y atravesando la selva de aquella tierra corre un angosto sendero. Encendimos una hoguera y preparamos un poco de arroz. Nos tendimos luego a descansar en la blanda arena, a la sombra de nuestra canoa, mientras Diamelen vigilaba. No acababa yo de cerrar los ojos cuando la escuché lanzar un grito de alarma. Mi hermano y yo nos pusimos en pie de un salto. El sol caía ya, y, asomando por la entrada de la bahía, vimos un prao, conducido por una multitud de remeros. Lo reconocimos enseguida; era uno de los praos de nuestro Rajá. Escudriñaban la costa y no tardaron en descubrirnos. Sonó el «gongo» y volvieron la proa de su embarcación hacia la bahía. Sentí que el corazón se me encogía en el pecho. Diamelen, sentada sobre la arena, se cubría el rostro con las manos. Por el mar no había escape alguno. Mi hermano se rió. Traía consigo el rifle que le diste, Tuan, antes de que partieras, pero la pólvora con que contábamos era muy poca. Rápidamente me ordenó: «Corre con Diamelen por el camino, yo me encargo de mantenerles a raya, pues no traen armas de fuego y desembarcar ante un hombre que carga un rifle significa la muerte para algunos. Huirás con ella. Al otro lado, del bosque hallarás la cabaña de un pescador y una canoa. Cuando haya disparado todos mis cartuchos, os seguiré. Soy un gran corredor, y antes que nos den alcance, habremos desaparecido. Resistiré aquí todo lo que pueda; Diamelen no es más que una mujer, incapaz de combatir o de correr, pero en sus manos débiles guarda tu corazón». Se tendió tras la canoa. El prao se aproximaba. Diamelen y yo corrimos, y mientras nos apresurábamos por el sendero, oí varios disparos. Mi hermano disparó: una…, dos veces; y cesó el batir del «gongo». Un silencio se hizo a nuestra espalda. Aquella faja de tierra es muy angosta. Antes de que llegara a mis oídos el tercer disparo de mi hermano distinguí la costa y vi el agua nuevamente: nos encontrábamos en la boca de un gran río. Atravesamos un verde claro. Bajamos a la orilla del agua. Vi una choza que se levantaba sobre el lodo y una canoa balanceándose en lo alto. Escuché tras de mí un nuevo disparo. Pensé: «Esa fue su última descarga». Alcanzamos rápidamente la canoa; un hombre salió corriendo de la cabaña, pero le salté encima y rodamos juntos por el fango. Luego me incorporé y él quedó inmóvil a mis pies. Ignoro si le maté o no. Entre Diamelen y yo empujamos la canoa hasta llevarla al río. Me alcanzaron unos gritos, y vi a mi hermano que corría. Numerosos hombres le seguían. Tomé en brazos a Diamelen, la arrojé al bote y en seguida salté yo. Al volver la mirada, vi a mi hermano rodar por el suelo. Cayó, y se levantó inmediatamente, pero los hombres le rodeaban ya. Me gritó: «¡Ya llego!». Sus perseguidores le alcanzaban. Miré. Eran muchos. La miré luego a ella. ¡Empujé la canoa, Tuan! La empujé a la corriente. Diamelen se hallaba de rodillas, mirándome, y le dije: «Toma el remo», mientras yo golpeaba el agua con el mío. Oí a mi hermano gritar, Tuan. Le oí gritar dos veces mi nombre, y oí también voces que clamaban: «¡Matad! ¡Matad!». No volví siquiera la mirada. Le oí gritar mi nombre una vez más, con un gran chillido, como cuando la vida se pierde con la voz… y no volví la cabeza. ¡Mi nombre…! ¡Mi hermano! Tres veces me llamó…, pero no temía yo a la vida. ¿No estaba conmigo Diamelen? Y, ¿no encontraría con ella algún país donde se olvida la muerte?…, ¡donde se desconoce la muerte!

El blanco se incorporó. Arsat se puso en pie, irguiendo su vaga figura silenciosa sobre las brasas agonizantes de la hoguera. Una neblina había caído, arrastrándose, sobre la laguna, borrando lentamente la brillante imagen de las estrellas. Y ahora una enorme masa de vapor blanco cubría la tierra: extendíase frío y gris en la oscuridad, arremolinándose en nudos torbellinos alrededor de los troncos de los árboles y por la plataforma de la casa, que parecía flotar sobre la inquieta e impalpable ilusión de un mar. Apenas si, muy lejos, las copas de los árboles se recortaban sobre el destello del firmamento, como alguna costa sombría y prohibida: una costa engañosa, implacable y negra.

La voz de Arsat vibró con fuerza en la profunda paz:

—¡Tenía conmigo a Diamelen! ¡La tenía conmigo! Por ganarla me hubiera enfrentado a toda la humanidad. Pero la tenía conmigo… y…

Sus palabras se perdieron resonantes en las huecas distancias. Hizo una pausa y pareció que a lo lejos las escuchara morir: más allá de todo auxilio y toda revocación. Y, suavemente, dijo:

—Tuan, yo amaba a mi hermano.

Una racha de viento le hizo estremecer. Por sobre su cabeza, sobre el silencioso mar de la neblina, las hojas mustias de las palmeras resonaban en un rumor melancólico y expirante. El blanco estiró las piernas. Apoyó el mentón sobre el pecho y, sin levantar la cabeza, murmuró tristemente:

—Todos amamos a nuestros hermanos.

Arsat estalló, con una intensa y susurrante violencia:

—¿Qué me importaba quién muriese? No buscaba yo otra cosa que paz para mi corazón.

Parecióle escuchar un movimiento en la cabaña; aguzó el oído…, entrando luego con pasos silenciosos. El blanco se levantó. Llegaba una brisa en bocanadas caprichosas. Las estrellas palidecían como si hubieran retrocedido en las heladas profundidades del espacio infinito. A una glacial racha de viento siguieron unos segundos de calma perfecta y absoluto silencio. Luego, tras la negra línea sinuosa de los bosques, una columna de luz de oro se levantó hacia el cielo y se extendió sobre el semicírculo del horizonte oriental.

Nacía el sol. Retiróse la niebla, se deshizo en nubes fugaces, desvaneciéndose en ligeras trenzas flotantes; y la laguna, descubierta, se revelaba, negra y bruñida, en las sombras espesas al pie del muro de árboles. Una águila blanca se levantó sobre ella en un vuelo oblicuo y portentoso, llegó al claro rayo del sol y, por un momento, surgió deslumbradoramente brillante; luego, elevándose más, se hizo un punto oscuro e inmóvil antes de desvanecerse en el azul tal si hubiera abandonado la tierra para siempre. El blanco, de pie ante el umbral de la puerta, la mirada en lo alto, escuchó en la cabaña un confuso y roto rumor de palabras sin sentido que fue concluyendo en un gemido. Repentinamente Arsat salió, tropezando, las manos alargadas; se estremeció, permaneciendo inmóvil por un rato, la mirada fija. Luego dijo:

—No arde más.

Ante sus ojos el sol asomaba el filo sobre las copas de los árboles, levantándose lentamente. Refrescó la brisa; una gran brillantez irrumpía sobre la laguna, destellando en el agua hirviente. Eñ las sombras claras de la mañana se irguieron las selvas, haciéndose distintas, como si se hubieran aproximado precipitadamente… para detenerse en seco en un gran estremecimiento de hojas, de helechos declinantes, de ramas conmovidas. En el sol despiadado se intensificaba el murmullo de vida inconsciente, hablando en voz incomprensible alrededor de la sorda oscuridad de aquel dolor humano. Los ojos de Arsat vagaron lentamente y se fijaron luego en el sol que nacía.

—No veo nada —se dijo, casi en voz alta.

—Nada hay —replicó el blanco, aproximándose a la orilla de la plataforma y haciendo señas a su bote. U n grito llegó mansamente sobre la laguna y el «sampán» principió a deslizarse hacia la morada del amigo de los espíritus.

—Si quieres venir conmigo, te esperaré toda la mañana —dijo el blanco, dirigiendo la vista a la laguna.

—¡No, Tuan! —respondió Arsat con suavidad—. No comeré ni dormiré más en esta casa, pero antes quiero encontrar mi camino. Ahora no veo nada… ¡nada!. No hay en el mundo luz ni paz, pero existe la muerte…, reservo a muchos la muerte. Fuimos los dos hijos de la misma madre… y le abandoné a merced de los enemigos; pero ahora regreso a mi país.

—Dentro de poco podré ver con la necesaria claridad para asestar el golpe… para asestar el golpe. Diamelen ha muerto y… ahora… todo es oscuridad.

Respiró hondamente y continuó, en tono soñador:

Abrió ampliamente los brazos, dejándolos caer a lo largo de su cuerpo, y permaneció luego inmóvil, el rostro impasible, los ojos muertos vueltos hacia el sol. El blanco bajó a la canoa. Sus hombres corrían ágilmente a los lados del bote, echando por encima del hombro la mirada hacia el principio de una fatigosa jornada. Sentado en la proa, la cabeza envuelta en trapos blancos, aparecía melancólico el «juragán», dejando que su remo se arrastrara sobre las aguas. El blanco, apoyado con ambos brazos sobre el techo de la caseta de popa, volvió la vista al brillante escarceo del agua ante la quilla del «sampán». Antes de que el bote saliera de la laguna para internarse por el arroyo, el blanco levantó los ojos. Arsat no se había movido. Permanecía solitario y escrutante en el sol, asomándose, más allá de la vasta luz de un día sin nubes, a la oscuridad de un mundo de ilusiones.