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El filósofo austríaco Karl Popper comienza su autobiografía evocanEdo la relación que tuvo con una persona que lo sabía todo, esto es, con un sabio:

«Cuando tenía veinte años entré como aprendiz de un viejo maestro ebanista en Viena, llamado Adalbert Pösch, y trabajé con él desde 1922 basta 1924, no mucha después de la Primera Guerra Mundial… Una vez que hube ganada su confianza me concedía a menudo, cuando nos hallábamos solos en su taller, el beneficio de su inagotable caudal de conocimientos. En cierra ocasión me contó que había trabajado durante muchos años «n varios modelos de máquina de movimiento perpetuo, añadiendo pensativamente: «¡Dicen que no puede hacerse; pero una vez que haya sido hecha no dirán lo mismo!». Una de sus prácticas favoritas era hacerme una pregunta de historia y responderla por sí mismo cuando resultaba que yo no sabía la respuesta (pese a que yo, su aprendiz, era un estudiante universitario-cosa que le enorgullecía sumamente-). «¿Y sabes -me preguntaba- quién inventó las botas de campaña? ¿No? Fue Wallestein, ef duque de Friedland durante la Guerra de los Treinta Años». Y después de una o dos cuestiones aún más difíciles, propuestas por él y triunfalmente respondidas por él, mi maestro decía con modesta arrogancia: Bueno, puedes preguntarme lo que quieras: lo sé todo».

La cariñosa sorna con que Popper recuerda al simpático anciano revela una vez más que las relaciones entre filósofos y sabios siempre han sido ambiguas, cuando no conflictivas. El sabio (si de verdad los hay) tiene algo que el filósofo ambiciona, así que entre ambos media la distancia que hay entre el profesional y el amateur: se supone que uno lleva a cabo con éxito lo que el otro contempla como simple aspiración. Ya lo dijo Sócrates con toda claridad: él no era sabio, tan sólo amaba la sabiduría. Así pues, entre el saber y el filósofo hay una filia de por medio, lo cual no deja de implicar una distancia, un hiato que, por contradictorio que resulte, se quiere y no se quiere al mismo tiempo. El filojudío no es judío, el anglofilo no es inglés, y el filósofo tampoco llega a sabio. Se supone que le gustaría serlo; pero si lo consiguiera perdería la condición de filósofo, a la que entre tanto ha cobrado apego. En otras palabras: se ha instalado en la provisionalidad y le pasa un poco lo de aquél que, después de hacer una larga espera y entablar amistad con los compañeros de cola, perdió todo interés en que le llegara el turno. Por otro lado, querer ser lo que todavía -o quizá definitivamente- no se es, implica un problema de identidad, una incertidumbre respecto al propio destino que arrastra consigo cierto riesgo. ¿Qué pasa si nunca se acaba de encontrar eso que se busca, si uno empeña la existencia en un amor imposible? Tendrá que elegir entre alternativas poco gratas: resignación, desencanto, frustración, amargura… En resumidas cuentas, el filósofo está condenado a dejar de serlo -si tiene éxito-, o a convertirse en un fracasado -en caso contrario-. La fórmula «filósofo afortunado» sería contradictoria, algo así como un «hierro de madera».

Podrá quizás objetarse que estoy buscando la paradoja por la paradoja, y que las cosas no son tan complicadas. Tal vez, en efecto, no lo fueron en un principio, pero el tiempo las ha ido retorciendo. La filosofía no ha tenido una trayectoria regular y su historia es una crónica de rupturas y refundaciones. El punto de partida de su evolución presupone la pérdida de una ingenuidad. El joven Popper era a su modo más viejo que su entrado en años maestro porque, de buenas a primeras, ser sabio no parece tan arduo. En la Grecia antigua todos reconocían la existencia de nada menos que siete sabios, y un poco más tarde los sabios ya eran legión: la sabiduría se había convertido en una profesión corriente (y bastante lucrativa, por cierto). Sabios eran los sofistas, que enseñaban al mejor postor todo lo que quisiera. Fue entonces cuando surgió la desconfianza que dio origen a la «filosofía». La gente cabal empezó a pensar que no podía ser tan fácil convertirse en sabio; resultaba inaceptable que fuera objeto de compraventa; por fuerza tenía que esconder un fraude esa sedicente «sabiduría».

A partir de ese momento se empieza a creer que el verdadero saber tiene que ser algo más recóndito e inusual. Premiará -con suerte- el trabajo de toda una vida, de forma que llega a concebirse como una especie de extrema unción biográfica y la filosofía, a decir de muchos de sus representantes, desde Platón hasta Heidegger, se presenta como una escuela del bien morir, un saber para la muerte. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, sirve para convencerse de la imposibilidad de la empresa, para descubrir que es insensata la pretensión de averiguar nada importante. Entonces la alternativa es el escepticismo, y quien la elige asume una posición beligerante contra la sabiduría. El «sólo sé que nada sé» socrático ya no es punto de partida, sino destino y residencia.

Entre el desengaño escéptico y el gnosticismo escatológico, la filosofía ha buscado habitualmente no tanto la sabiduría como una actitud juiciosa ante ella. Por eso se ha presentado tantas veces como reflexión: saber que vuelve sobre sí mismo en la duda de no poder cubrir los objetivos propuestos. Y en este juego de salidas en falso, trayectorias que se quiebran y retuercen, los filósofos han encontrado muchas cosas.

En primer lugar, saberes con minúscula, que son la cantera de las ciencias, ramas que paulatinamente se han ido desgajando del antiguo tronco. Pero también descubrieron que es posible institucionalizar productos derivados e intermedios del proceso de búsqueda y transformar así lo provisional en definitivo. Desde fechas muy tempranas los filósofos abrieron escuelas, academias, liceos, estoas y jardines, donde profesaron sus enseñanzas, desinteresadamente al principio y, luego, a cambio del consabido estipendio. Ahora bien, sí no eran sabios ¿qué enseñaban? A buscar la sabiduría, a resignarse en caso de no alcanzarla, a encontrar sucedáneos del saber si la resignación tampoco era del gusto del cliente. Al fin y al cabo, el que paga manda.

Con el tiempo las escuelas se convirtieron es escolásticas y las escolásticas en superestructuras vacías que debían ser demolidas por críticos acervos. Estos eliminaban las mediaciones que se habían ido interponiendo en el curso de los siglos entre quien se interroga y la respuesta que busca. Y es que, si me siento filósofo, lo que quiero que me enseñen es la verdad. Caso de que eso sea demasiado pedir, aceptaré gustoso que me enseñen a buscarla, pero no me sentará tan bien que me digan que tengo que aprender a buscar la búsqueda, o la búsqueda de la búsqueda, etc. Por eso la filosofía ha soportado mal su profesionalización. Lo que un profesional desea ante todo es estabilidad en el empleo, salario alto, derechos sindicales y todo lo demás. También, por supuesto, hacer un buen trabajo. Pero, ¿qué pasa si el trabajo es tan bueno que elimina la necesidad de seguir haciéndolo? A los médicos no les haría mucha gracia el descubrimiento de un remedio definitivo para todas las enfermedades, ni a los policías la redención universal de los delincuentes. El interés del que se dedica a satisfacer una necesidad es satisfacerla de un modo precario. El cocinero se alegra de que sus clientes salgan saciados del restaurante, pero espera que a las pocas horas vuelvan a ser aguijoneados por el hambre.

En este sentido, lo malo de la filosofía es que lo que se sabe una vez, se sabe para siempre, olvidos y degeneraciones cerebrales aparte. Por lo tanto, la satisfacción provisional es en este caso imposible. La única forma de que los clientes vuelvan es no saciarlos, hay que despacharlos después de haberles servido simples aperitivos: «Vuelve otro día: entonces te enseñaré lo que deseas». Giordano Bruno, por ejemplo, se pasó media vida prometiendo saberes prodigiosos, y otra media huyendo de discípulos defraudados. La cosa acabó en tragedia, porque el último de ellos lo entregó a la Inquisición.

Quizá haya una salida a la aporía: la filosofía no puede proporcionar la sabiduría definitiva ni tampoco una sabiduría pasajera, pero quizá esté en su mano ofertar una sabiduría gradual, ya sea en extensión o en profundidad. La Verdad es algo tan grande que quizá sea divisible en infinitas porciones, aptas para ser comunicadas como los fascículos de una inacabable enciclopedia por entregas. Es una fórmula que se ha ensayado con bastante éxito, pero también presenta un inconveniente, porque una cosa es ser sabio y otra saber muchas cosas.

Aquí es insoslayable la distinción entre cantidad y calidad. No se trata de adquirir los conocimientos que una curiosidad indiscriminada pueda ambicionar, sino aquellos que una persona precisa para alcanzar la plenitud y excelencia como ser humano. Tanto el sabio como el erudito son cazadores de verdades, pero mientras éste va armado con una red de malla estrecha, aquél prefiere tomar el arpón. El filósofo quiere ser sabio, pero ¿a dónde ha de apuntar? La mera erudición está fuera de sus prioridades, pero no deja de ser resultado indirecto de la búsqueda de un saber problemático. Siempre existe la tentación de contentarse con ella. Los alquimistas buscaban la piedra filosofal; los filósofos, la sabiduría. Aquéllos acabaron por descubrir las mil y una reacciones de la química; éstos, todas las verdades que llenan las bibliotecas de una cultura que no acaba de averiguar cuál es el sentido de la vida.

Una vez más llegamos a la conclusión de que la filosofía sólo puede conservar su identidad original de un modo provisional e incompleto. ¿Qué justificación tiene entonces la idea de una filosofía perenne, el escándalo de más de dos mil años de tradición filosófica? Paradójicamente, la pretensión de autenticidad de los filósofos sólo cabe ampararla en sus sempiternos desacuerdos, en el periódico anhelo de hacer borrón y cuenta nueva. Por eso, los únicos escolásticos que merece la pena recordar son los que en el fondo eran profundamente revolucionarios, como Tomás de Aquino. Y con mucha frecuencia los mejores filósofos no han sido los que han vivido de ella: Descartes y Schopenhauer eran rentistas, Spinoza pulía vidrios, Leibniz trabajó como diplomático, Nietzsche detentó una cátedra de griego… Hasta Kant, que fue profesor toda su vida, obtuvo más reconocimiento por sus clases de Geografía Física que por las de Metafísica.

Problema aparte es el de los canales de expresión que escoge el filósofo para darse a conocer y transmitir su mensaje. Aquí estriba otro de los obstáculos que le impiden culminar sus aspiraciones. Porque, aunque por definición fundacional aspire a la sabiduría, hay que matizar que se interesa por un tipo bien definido de ella. No le gustan las sabidurías ensimismadas. Tiene vocación de publicidad, traiciona cualquier compromiso esotérico, aspira a democratizar el saber y se diría que, más que ser sabio él mismo, lo que pretende es que todos los hombres lo sean. Es algo que le honra, pero que también le acarrea dificultades.

Aun concediendo que su impulso es generoso y no le mueve el afán de notoriedad ni la ambición de hacerse famoso, está claro que su amor a la sabiduría no es tan puro. En lugar de buscarla sin ningún tipo de restricción, busca una sabiduría que se pueda enseñar, y en esto se distingue de otros amantes de la sabiduría, como lo es, por ejemplo, el místico. Sabido es que, cuando Tomás de Aquino tuvo una experiencia de comunicación directa con Dios, al punto dejó de escribir y renunció a terminar su Suma Teológica. Cabría decir que ya no se veía como filósofo; ahora era sabio, pero -¡ay!- tampoco sentía la urgencia de comunicar su sabiduría, o acaso estaba convencido de la imposibilidad de hacerlo. Por eso hemos de agradecer a Dios que demorara su gracia y le diera tiempo para elaborar la mayor parte de su opus rationis. Pascal también tuvo una revelación extática, y a resultas de ella fulminó su desprecio contra el Dios de los filósofos. Todo ello sugiere que un filósofo deja de serlo, en efecto, en cuanto consigue su afán. Lo cual constituye una nueva paradoja: los que tienen la sabiduría callan, y los que sólo aspiran a ella no paran de escribir libros. Por eso que quienes gustan de ellos desearán que permanezcan ayunos de revelaciones inefables.

La sabiduría oriental abunda en ejemplos de maestros que nada enseñan, o que se entretienen desconcertando a sus atribulados discípulos. Aplican el criterio de que no son ideas lo que hay que aprender, ni tampoco hábitos o reglas de ninguna clase, sino enigmáticos cambios de actitud, miradas que para el no iniciado se pierden en el vacío. El filósofo no es así. Tal vez no posea nada valioso que comunicar, pero se preocupa mucho de hacerlo. Por eso estudia las técnicas pedagógicas y sobre todo el uso del raciocinio que, aunque aburrido, es el medio de óptima transparencia para preservar la fuerza de convicción de una evidencia. «Como queríamos demostrar»: ésa es la fórmula triunfal con la que el filósofo pone cima a sus vigilias. El hecho de haber sido probada dignifica la conclusión. Tal vez no sea más que una insulsa trivialidad, pero al menos podemos estar seguros de ella. Por eso el more geométrico ha sido el género que por excelencia han cultivado los filósofos persuadidos de la importancia de formular y transmitir un mensaje. Encadenar silogismos, proponer definiciones y postulados, extraer teoremas y corolarios: estas son las actividades donde se refugian y consuelan de incomprensiones y ataques.

Es cierto que la eficacia retórica de los métodos deductivos es escasa, pero la mayor parte de los filósofos de antaño no pretendían hacerse populares o escribir best-sellers. Les importaba más convencerse a sí mismos y a un hipotético interlocutor que fuera un dechado de objetividad y paciencia. La comunicación que buscaban era ideal, estaba pensada para ser comprendida y aceptada por cualquier hombre de cualquier época, de no estar mediatizado por los prejuicios, intereses y taras que nos convierten en mediocres amantes del saber. Otra ventaja de convertir los recursos de la lógica en pautas de estilo literario es que ayuda a dar unidad a la búsqueda y a dejar siempre abierta la posibilidad de prolongarla. No hay mejor modo de sistematizar una doctrina que axiomatizarla. Además, siempre quedan tesis por demostrar, conceptos por analizar, postulados por reducir y simplificar… Tanto una cosa como otra cuadran con la figura del filósofo: no es éste un buscador de verdades, sino de la Verdad, y en calidad de tal no está nunca autorizado a dar por concluida una encuesta. El sabio es diferente: él posee la Verdad y no tiene que seguir buscándola; ya está instalado en ella. Además, como es modesto, nunca hará ostentación de sus argumentos, nunca agobiará con evidencias; se limitará a anunciar su revelación para que escuche quien tenga oídos. Por eso, el estilo sentencioso cuadra mucho mejor con él. Ya lo dijo Borges: «Mientras un autor se limita a referir sucesos o a trazar los tenues desvíos de una conciencia, podemos suponerlo omnisciente, podemos confundirlo con el universo o con Dios; en cuanto se rebaja a razonar, lo sabemos falible». El filósofo razona porque es consciente de lo frágil de su posición, porque necesita urgentemente apuntalamientos externos. El sabio sabe bien que dice la verdad y no se apura si los demás no quieren reconocerlo.

Sin embargo, es obvio que no todos los filósofos han escogido la pesadez de un estilo monocorde y argumentativo para expresarse. Hay piezas deliciosas en la literatura filosófica, y muy particularmente cuando sus autores emplean la primera persona y convierten la exposición doctrinal en relato de una peripecia biográfica. Es comprensible: si la filosofía es búsqueda, también es aventura y como tal pide que el protagonista nos la cuente. Cuando alguien se ha entregado a ella en cuerpo y alma, nada puede hacer mejor que escribir la novela de su vida. La mejor obra de Descartes es el Discurso del método precisamente porque, siendo un hombre que pecaba de soberbio, a la hora de hablar de sí recupera la modestia a que le obliga su compromiso con la verdad: «Por mi parte nunca he creído que mi ingenio fuese más perfecto que los ingenios comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento tan rápido o la imaginación tan nítida y distinta, o la memoria tan amplia y presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades sino ésas, que contribuyen a la perfección del ingenio; pues en lo que toca a la razón o al sentido, siendo, como es, la única cosa que nos hace hombres y nos distingue de los animales, quiero creer que está entera en cada uno de nosotros». A diferencia de lo que ocurre cuando el artista o el hombre de acción rememora su vida, al hacerlo un filósofo podemos identificarnos con él sin dificultad, no importa lo grande que haya sido: su hazaña no es otra que la de haber pensado por primera vez lo que cualquiera podría haber pensado desde siempre. El relato de cómo lo consiguió es el relato de cómo podríamos haberlo conseguido nosotros.

Otra forma de hacerlo ver es el diálogo: pocos géneros tienen tan rancia y gloriosa tradición dentro de la filosofía. Leyendo a Platón, todos nos hemos sentido uno más de los amigos de Sócrates, hemos sentido que inventábamos la filosofía con él, descubriendo de su mano las aporias de tal planteamiento o la insólita luminosidad de cual solución. Parménides parlamenta con la verdad, Boecio con la filosofía, Bruno y Galileo ponen a conversar los últimos representantes de una época con los adelantados de la que está por llegar.

Así vemos cómo hablando la gente no sólo se entiende, sino que recupera la capacidad de aprender, sobre todo cuando se olvida de sí y se deja absorber por la fascinación del tema tratado. Y es que más que un solo hallazgo, la búsqueda de la verdad proporciona toda una constelación de descubrimientos, pequeñas luces al borde de un camino que sólo en compañía es posible recorrer con probabilidades de éxito. Incluso cuando en el texto no aparecen voces explícitamente diversas, cualquier obra filosófica que merezca la pena suele contener un diálogo escondido, un tú a tú del filósofo con el asunto que interroga, un volver a atacar la dificultad desde este y desde aquel punto de vista, para ver si por fin consigue dominarla.

Y no es insólito que al autor se vuelva hacia el lector, así en singular, como si fuera único (lo cual ocurre con más frecuencia de lo que se cree), para hacerle partícipe de ilusiones y desengaños. Kepler, entre oíros muchos -permítaseme aludir a un tiempo en que ciencia y filosofía no eran aún extrañas-, acostumbra a interpelar así a quien se asoma a sus textos: «Si te disgusta este método laborioso, tendrías que apiadarte de mí que por lo menos lo he aplicado setenta y dos veces, con mucha pérdida de tiempo, y dejarás de extrañarte que hayan pasado ya cinco años desde que lo he abordado […]». Al leer esta advertencia, ¿cabe dudar de que estamos frente a alguien que, más que poseer la verdad, se siente poseído por ella? La relación de dominio se invierte y tal vez ésa sea la definición más halagüeña que cabe dar del filósofo.

Diálogos, autobiografías, raciocinios: esos son mis géneros filosóficos favoritos. Hay otros que me gustan menos y algunos que francamente detesto. Entre los últimos mencionaré dos para poner punto final a estas elucubraciones. Me disgusta, en primer lugar, el estilo oracular, el que se formula en sentencias inapelables, adagios que evocan un empinado dedo índice y proverbios que pretender decir mucho más de lo que dicen. Mi hostilidad procede en parte de que siento la fascinación que ejerce y no soy ciego a sus reverberaciones. Pero creo que cuando el filósofo lo adopta se está adornando con plumas ajenas. El vive más la ascética que la mística de la verdad, y por tanto su deber es acompasar el lenguaje al pensamiento, sin cerrar con los recursos expresivos lo que necesita permanente renovación, puesto que sus pesquisas nunca acaban de sacarlo de la indigencia cognoscitiva.

Por eso los libros que han sido compuestos en esa clave, por muy impresionantes que sean, presentan tintes crepusculares, preludian el próximo fin de la filosofía. ¿Quién no se ha sentido impresionado por las máximas del Zaratustra o del Tractatus? Sin embargo, después de escribir aquellos textos memorables, Nietzsche se volvió loco y Wittgenstein se convirtió en jardinero de un convento. ¿Qué otras cosas podían hacer, una vez que habían pronunciado las últimas palabras con sentido? «Wovon man nicht sprechen kann, darüber muss man schweigen»: «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Yo simpatizo más con la incontinencia parlanchína de los filósofos de a pie, que charlotean tranquilos en la confianza, no de que no haya verdades definitivas, sino de que no les corresponde a ellos promulgarlas: lo que les cabe es cortejarlas como el amante que no se desanima a pesar de saberse deudor de un amor imposible.

Pero lo peor de todo, lo digo con temor, es la literatura de los que se sienten con vocación de reescribir los diccionarios. También puede que aquí respire por la herida, a la vista de mis infructuosos esfuerzos por convertirme en políglota. Pero se me atraviesan sin remisión los que se empeñan en añadir dos o tres mil nuevas definiciones al vocabulario del gremio, o retuercen la semántica de los términos más acrisolados, de manera que convierten su discurso en sumas de jeroglíficos y acrósticos, para regocijo de intérpretes autorizados. Por culpa de esta manía la filosofía contemporánea ha dejado pequeña a la Torre de Babel, y las facultades que la enseñan son versiones hiperinfladas de la Escuela de traductores de Toledo. Un congreso de filosofía es hoy más que nada un conglomerado de discusiones terminológicas, de descalificaciones hermenéuticas, de intentos de terminar la proliferación de escuelas de pensamiento creando otra escuela más. El coste obvio de esta epidemia bizantinista es la pérdida de interés y confianza en la filosofía por parte de la sociedad.

Es un tema que daría mucho que hablar, así que mejor dejarlo. Quisiera matizar, no obstante, que estoy lejos de proponer un respecto servil a los usos lingüísticos heredados. Recuerdo sin amargura a un antiguo profesor mío que tenía la obsesión de introducir en la jerga el uso del vocablo ontodicea. Modestia aparte, de vez en cuando también hago mis pinitos neologísticos. Pero pienso que en esto la filosofía es como la literatura, que a decir del poeta vive de la sutil y tenue ruptura de las reglas establecidas. Los mayores renovadores de la historia fueron aquellos cuya originalidad pasó desapercibida para sí mismos y para los que les rodeaban. Del mismo modo, los que se enfrascan en operaciones terminológicas, acaban desentendidos de la tarea de llenar de sentido las vacías estructuras que manipulan. Son fontaneros del lenguaje y olvidan que la tarea del filósofo es construir con palabras -que es materia deleznable- un edificio de ideas que escape al tiempo e idiosincrasia de sus constructores.

Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla. Real Academia de las Ciencias Morales y Políticas