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A la memoria de Vicente Cacho-Viu, maestro locuaz y paciente

El «giro lingüístico» de la teoría posmodema no ha dejado de vocear en los últimos años el fin de la historia como ciencia. El acento en la mitohistoria y el retomo de la narrativa han subrayado el papel que las representaciones colectivas juegan en la dinámica histórica y en la configuración histórica del tiempo, aunque cubren de sombra la posibilidad de aprehender y de valorar de forma científica o rigurosa esos fenómenos. Son dos aspectos diferentes del problema, que conviene en lo posible distinguir. Ahí radica la suerte de una historia expectante.

Paul Valéry no dudó en afirmar que la historia era el producto más peligroso que la química del intelecto hubiese fabricado jamás. La historia no es la ciencia del pasado, empeñada en restituir sobre fuentes fidedignas los hechos relevantes de un horizonte sepultado. La curiosidad arqueológica no abarrota las vitrinas de la historia. La historia positivista tradicional, dominada por el fetichismo del documento, no agota las posibilidades y capacidades del conocimiento histórico. La historia, con mayor verdad, es la ciencia del presente: toda historia es historia contemporánea, formuló Croce, pues en el fondo de nuestra interrogación sobre el pasado siempre late una inquietud de presente y de futuro. Cada vez más de futuro, si es cierto que nuestra instalación en el presente se reduce sin cesar. El cambio parece ser el signo contemporáneo del presente, a diferencia de otras épocas que consagraban las permanencias. El presente se vuelve efímero, cada vez dura menos, y ello hace más acuciante y difícil la predicción del futuro, aspiración y hasta obsesión de la historia más anclada en los mares bravíos de la ciencia social. Por encima de las disputas epistemológicas o de la lucha histórica entre paradigmas, la historia, lejos de aquietarse en la mera búsqueda de hechos abandonados al olvido (como las flores del campo esperando a ser recogidas), se construye como ciencia sobre las preguntas o problemas que el presente plantea al pasado desde una preocupación de futuro. La historia es así la ciencia del tiempo, y hace posible la inteligencia del tiempo en toda su extensión. El concepto de «historia total» y los espacios del tiempo introducidos por Braudel, del tiempo corto al tiempo largo, mantienen su interés. La historia como la ciencia depositaria del tiempo es ciertamente peligrosa. Pero también la hace benéfica y necesaria. Obviando el utillaje mental propio del historiador, la perspectiva histórica, el enfoque histórico de los problemas, en la amplitud del tiempo, lleva a desdramatizar los conflictos colectivos, introduce un factor de alejamiento y serenidad en el espacio y diálogo públicos. La historia puede ser siempre magistra vitae.

Pero si la historia no es inocente es porque la historia es inseparable de la cuestión de la identidad. La historia alumbra la nación, alimenta la memoria colectiva, educa al ciudadano. Atendiendo a cómo se ha contado y se cuenta la historia a los niños a lo largo del mundo entero, un ejercicio practicado por Marc Ferro, se hace patente la función de la historia como forja de identidad. La enseñanza de la historia ha sido una herramienta imprescindible para la construcción del Estado-nación, y lo sigue siendo para la fundamentación y supervivencia de cualquier nacionalismo. La historiografía, la memoria de la historia, es siempre testimonio elocuente de la mirada que una comunidad dirige sobre sí misma, y es que la historia, al igual que la identidad, responde a la necesidad de legitimarse frente a los otros o al Otro. Se puede entender la historia de la historiografía como un círculo de historias oficiales que suscitan contrahistorias, y éstas, nuevas historias oficiales, desarrollando una multitud de redes, soportes y talleres de historia, verdadera industria pesada cuando la coyuntura lo requiere. Es la historia militante, cuyo poder de culturización y movilización se impone a la erudición y academicismo de los ámbitos profesionales. Es la historia propaganda, que cierra el camino a la verdad, deforma la conciencia histórica y malogra las culturas políticas, dirá la voz de la crítica. Pero ¿es posible alguna forma de historia al margen de la afirmación o conciencia identitaria?

La cuestión de la identidad no es un problema metafísico, sino fundamentalmente cultural y político, y por ello mismo cambiante. Es menos una realidad sustancial que una representación social. La historiografía es un arma peligrosa en la medida que, apoderándose de la memoria y del olvido, ha contribuido y contribuye al esencialismo nacionalista, fijando la imagen de una nación eterna, que ha existido siempre, y proyectando sobre ella, como valores nacionales, los mitos y contenidos ideológicos inmediatos del propio grupo organizado. La historia militante-oficial es teleológica. Pero son esas mismas armas, la cultura histórica y la política, las que se precisan para el enfoque abierto, sin pretensiones metafísicas, de las tres dimensiones principales del problema de la identidad: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo? y ¿a dónde vamos? La última pregunta, con implicaciones éticas y morales, se plantea siempre en plural, demanda un proyecto colectivo y es en sí misma una cuestión política y, como tal, abierta a la mudanza histórica.

La triple pregunta de la identidad contiene y apela a la inteligencia del tiempo histórico, pasado, presente y futuro. El maridaje peligroso de historia y política refuerza la dimensión prospectiva de la ciencia histórica, dejándola expuesta al juego de los mitos e imaginarios colectivos. ¿Hay que convenir con McNeill en que la ciencia histórica solo puede aspirar a producir mitohistoria, por más que quepa siempre establecer diferencias -valga el consuelo- entre unas mitohistorias y otras? El «giro lingüístico» de la teoría posmoderna no ha dejado de vocear en los últimos años el fin de la historia como ciencia. El acento en la mitohistoria y el retorno de la narrativa han subrayado el papel que las representaciones colectivas juegan en la dinámica histórica y en la configuración histórica del tiempo, aunque cubren de sombra la posibilidad de aprehender y de valorar de forma científica o rigurosa esos fenómenos. Son dos aspectos diferentes del problema, que conviene en lo posible distinguir. Ahí radica la suerte de una historia expectante.

 

LA INTELIGENCIA DEL TIEMPO PÚBLICO

La ciencia histórica ha acusado, como otras ciencias humanas y sociales, la crisis del modelo hipotético-deductivo. Ha dejado de mirarse en el espejo de las ciencias de la naturaleza, sumisas al imperio de la física como reina madre. No ha sido el simple cansancio y hasta hartazgo producido por el trabajo con modelos, o el empleo abusivo de métodos cuantitativos en la investigación, que restan poder a la palabra, lo que ha llevado a la rebelión contra las pretensiones de un racionalismo desmedido. Lo que se cuestiona de nuevo es el sueño de la razón erigida en guía única e infalible del progreso de la humanidad, la idea misma de progreso lineal, figura por excelencia del mito del progreso, el optimismo ingenuo que pone su fe en la apoteosis de lo efímero y en la vida sin dolor. La ciencia no puede desconocer sus límites, la razón no conduce a certezas definitivas, se muestra dubitativa e inexperta ante los problemas del mundo de la vida, y vivir -según la expresión de Popper- es solucionar problemas.

La crisis del modelo hipotético-deductivo y de los paradigmas hasta no hace mucho dominantes en el seno de las ciencias humanas y sociales -marxismo, estructuralismo, funcionalismo- responde ante todo a una cuestión de sensibilidad, la sensibilidad que reacciona contra la frialdad de la razón instrumental, como antaño lo hiciera el romanticismo contra la crudeza de la razón ilustrada, reclamando otras formas de conocimiento y otras fuentes de verdad: la intuición, la tradición, el mito, la fe. La llamada posmodernidad tiene mucho de neorromanticismo. La fractura producida en la ciencia hipotético-deductica ha sido aprovechada para su reconocimiento como una de las formas posibles de representación del mundo: la presunta evidencia de la ciencia no sería más que la ficcionalización de una metodología en el fondo superficial. Se ha aliviado así la tensión entre mito y ciencia, habitualmente concebida en términos peyorativos. El concepto de mitohistoria se redime en el propio concepto de «mitociencia».

La escapatoria al fin de la historia anunciado por Fukuyama, al amparo de la crisis racionalista y el resquebrajamiento del mito del progreso, demanda la superación de un esquema algo simplista, aquél según el cual la utopía es siempre «subversiva» y la memoria colectiva «conservadora». Es una contemplación alejada de la realidad: memoria y futuro, recuerdo del pasado y expectativas colectivas se miran y caminan unidos (y de su perversión histórica hablan los sistemas totalitarios). Hoy se es más consciente, no tanto de que el futuro se contenga casi entero en el pasado, como de la complejidad del tiempo social, concediéndose mucha mayor importancia al hecho de la superposición de múltiples temporalidades humanas en el ahora del calendario. La cuestión del tiempo se cruza con la cuestión del sentido, alentando una nueva atención teórica al sujeto y a la conciencia. El regreso anunciado del sujeto reintroduce la dimensión trascendente en la formulación del sentido de la vida y, tal como lo presenta Luc Ferry, revestido de hombre-Dios, conduce al advenimiento de un nuevo humanismo tan opuesto a las concepciones materialistas como a las tradicionalistas. Ni la sociedad ni las organizaciones ni el hombre son una cosa, la vida no es un juego mecánico de fuerzas; se resiente el reduccionismo progresista, adocenado en el cuadro actual de la tecnocracia consumista, en su intento de imponer una imagen del hombre o de la mujer como simple máquina de deseo y placer, de lucro o interés, de poder, en la fugacidad del tiempo, endeudando y empobreciendo el corazón humano. No menos estridente resulta cualquier mentalidad tradicionalista o «clasiquista» y su imagen del hombre rutinario, convencido de que todo ya está dicho y hecho, porque ni siquiera es capaz de concebir los adelantos de las artes o los progresos de la inteligencia; un hombre que acaba considerándose a sí mismo y a sus contemporáneos y predecesores, como una superfetación inútil sobre la tierra. Ambas concepciones han sido responsables de la anulación del sujeto.

Surge la necesidad de una nueva aproximación a la experiencia de lo vivido, que sepa conciliar la unidad y el adelanto del género humano con la variedad y multitud de culturas. La cuestión de la identidad acaba situándose en el centro neurálgico de un debate, de origen epistemológico, donde los parámetros cualitativos se sobreponen a los cuantitativos, obligados a batirse en retirada.

MITOS

El nuevo auge de los mitos no es la respuesta nostálgica a la ausencia de héroes en una sociedad tecnológica y masificada, ni simboliza la victoria de lo irracional frente al logos matemático. Revela más bien la porosidad del mito con otras formas de conocimiento y con la utopía, lo que ha contribuido a redefinir en buena manera el mundo del imaginario y el propio concepto de cultura política.

El mito (relato, representación o idea puesta en acción), elevándose sobre lo verdadero y lo falso, se presenta como la verdad inmortal de la certeza, la «total imposibilidad» de que algo no sea o sea de otro modo, a diferencia de la verdad científica, que acaso mañana podrá ser demostrada como falsa. Vulnerable a la crítica, el mito parece que muere y desaparece; pero vuelve, tiende siempre a volver, pues el mito, en definitiva, responde a una necesidad de creer, y asegura, protege; se ofrece a llenar el vacío y el vértigo, corrige y supera disparidades y contradicciones insalvables. Los mitos otorgan al grupo su cohesión cultural y su coherencia moral, componen el código de identidad de la comunidad o de la nación. El mito enseña a vivir en el tiempo. Ésa es su fortaleza: disipa el temor al futuro, la intranquilidad de la pregunta «¿hacia dónde vamos?». Los mitos agrupan, unifican y movilizan, se afanan en canalizar la historia y la libertad. Su papel en el relato histórico y en la enseñanza de la historia no es más que un elemento de esta realidad.

El mito es realmente peligroso cuando se articula como una mitología, esto es, como un sistema cerrado de mitos con pretensiones totalizantes y totalizadoras de explicación de la realidad; el mito, en este sentido, no se diferencia de la visión crítica actual acerca de las ideologías. El lenguaje político, la gramática del poder, hace borrosos los confines entre los conceptos y los mitos. El mito puede ser enunciado así con la ayuda de un concepto, aunque ese concepto no sea mito si no viene acompañado de una o varias imágenes simples y fuertes.

IMAGINARIOS

Mito y utopía conviven cómodamente en el mundo del imaginario colectivo y apelan a la conciencia del sujeto. El mito está en el «imaginario», pero no todo el imaginario es mito. La expresión vaporosa de imaginario apunta al juego desenvuelto de ideas, imágenes, valores, motivaciones y actitudes (las imágenes en las ideas, los valores en las imágenes, las actitudes en los valores y motivaciones), y a las prácticas sociales derivadas de esa realidad flotante y mezclada. El poder del imaginario como configurador de mundos -prodigiosa capacidad de anudar y desenvolver tiempos- se abre a la verdad del «triple presente», definido por san Agustín: el presente del pasado, que es la memoria; el presente del presente, que es la visión; el presente del futuro, que es la espera. Cuanto menos espacio invada la conciencia de lo contemporáneo como presente-presente, mayor capacidad de anticipación tiene la expectativa. La fortaleza de la espera hace madurar las actitudes, que alcanzan mayor significación como prefiguración de comportamientos. El pasado -Ortega lo expresó rebuscando en el espíritu de Goethe- solo importa desde el futuro y para el futuro: la memoria no es sino el culatazo que da la esperanza.

La articulación y tensión de mitos e imaginarios se puede pensar igualmente desde las categorías de «espacio de experiencia» y «horizonte de expectativa», formuladas por Koselleck. La experiencia, como pasado acumulado donde los acontecimientos no quedan aprisionados en los estratos de la cronología («pasado presente»). La espera, como despliegue de toda suerte de expectativas alimentadas desde la esperanza o el temor, el querer o la inquietud, el cálculo racional o la curiosidad, o desde cualquier otra preocupación individual o colectiva con relación al futuro («futuro hecho presente»). Son categorías con significaciones éticas y políticas permanentes, que dan razón de la posibilidad misma de la historia. Espacio de experiencia y horizonte de espera forman el eje de coordenadas de una historia expectante.

CULTURAS POLÍTICAS

Los imaginarios se encarnan en una cultura política. La cultura política aglutina un conjunto de elementos heterogéneos (principios teóricos e ideológicos, mitos, representaciones, momentos y lugares simbólicos, conmemoraciones, programas, estrategias, prácticas) alrededor de una representación dominante de la organización y devenir social o nacional. Como ha observado Rosanvallon, la cultura política saca su fuerza precisamente de la relativa heterogeneidad de los elementos que la componen, a diferencia de la ideología, que mira a la racionalización y a la homogeneidad, y resulta insuficiente para obrar el cambio político y social. La cultura política no responde a una construcción conscientemente elaborada, sino que es ante todo un «hecho social» que evoluciona con la sociedad y se transforma con ella, al contrario de la ideología, que se presenta como carente de historia. La socialización política, la influencia directa del medio en la formación de la identidad política, no niega la capacidad individual ni la libertad personal. El juego de interdependencias y relaciones entre individuo y sociedad, la presencia inquietante del poder u otros condicionamientos históricos, que pesan en la construcción de las representaciones colectivas y en la toma de conciencia política, encaminada a la definición y eficacia de la acción humana, esas mismas dependencias son las que permiten afirmar la libertad real, ejercida, del individuo frente a la presión u opresión de los mitos.

La cultura política se transmite en el espacio público. La política como conversación compromete a toda la sociedad, no se aquieta en los límites estrechos de las instituciones políticas y de los grupos de comunicación u opinión, como viene a sugerir Habermas, por importante que sea su función creadora y socializadora de discursos. Resulta ingenuo pensar que solo los grandes hombres tengan ideas y los demás sean poseídos por ellas. La individualidad, la fuerza y destello del genio no representan muchas veces sino la capacidad de orientarse en la atmósfera colectiva, en la nebulosa del siglo; la facultad de leer y escuchar en el estruendo del espacio público; el arte de traducir con perspicacia el espíritu, el tiempo generacional en que se viaja por la historia.

La inteligencia del tiempo público por parte de los intelectuales afecta a la formulación del proyecto. La idea de proyecto conserva la traza de la utopía: el futuro nunca es incierto, a no ser que falte un proyecto. Al intelectual, desposeído de la candidez idealista o narcisista, eterno sueño de transformación mágica de la realidad al solo soplo de su pensamiento crítico, le compete alentar un «afán de llegar» que anime la articulación de pensamiento y acción indispensable a todo reformismo social. El verdadero talante intelectual se opone al vacuo afán de novedades escondido a menudo en la actitud hipercrítica, presuntamente desmitificadora. La hipercrítica es siempre el crisol de los nuevos mitos, y algunas veces de la violencia: ese divorcio entre palabra y acción, según el sentir de Arendt, que vuelve las palabras vacías y los actos brutales, violando y destruyendo relaciones personales y cegando cualquier esperanza de realidades nuevas.

El afán de llegar, progreso reflexivo que no ignora la erosión de la historia, se distingue tanto del grácil optimismo ilustrado como del pesimismo asociado a cualquier tiempo de crisis. El tiempo de crisis invade y se apodera del imaginario colectivo y el espacio público, cuando se verifica una reducción del espacio de experiencia y un alejamiento del horizonte de expectativas, como ha hecho notar Ricoeur al volver sobre las categorías de Koselleck. El tiempo público se carga de preocupación y es tiempo de juicio y decisión, que no siempre halla el concurso de los intelectuales (el pesimismo y deserción de los intelectuales, la incapacidad declarada de articular pensamiento y acción, favoreciendo la conciencia de crisis, acaba descorriendo con indiferencia el pestillo de la violencia). Se presenta entonces un vacío doloroso que es preciso colmar y calmar, un estado de ansiedad colectiva, un vértigo que precipita al mito de la edad de oro, del pasado prestigioso, de la inocencia de otros tiempos, y se halla de igual forma una gran receptividad ante cualquier promesa de beatitud o advenimiento del paraíso en la tierra. La falsificación milenarista comparte con la tentación totalitaria el deseo decepcionado y la angustia. El presente se vive todo entero como crisis cuando la espera se refugia en la utopía, y la tradición se convierte en depósito muerto.

El tiempo no es en sí mismo público, pero ese rasgo tampoco queda limitado al tiempo de la preocupación, que sacudió a Heidegger; al contrario, define con mayor propiedad el tiempo de la ocupación, la hora del empeño cotidiano en el proyecto de vida en común, fragua de la identidad nacional, más allá de la interpretación hecha por Ortega.

EL RASTREO HISTÓRICO DE LA ESPERA

La historia es inseparable de la inteligencia del tiempo público, pero ¿es posible la explicación científica de la historia? La necesidad sentida de dar razón de la propia vida en una historia para poder vivirla, ¿no aboca acaso a la mitohistoria? Tras la crisis de la ciencia hipotético-deductiva, historia, filosofía y literatura entablan nuevas relaciones, como sugiere Hayden White, pero el énfasis posmodemo en la sola posibilidad de contar historias resulta una postura cómoda. Si no se acierta a fundamentar metodológicamente la explicación siquiera del pasado, con menor fortuna cabría plantear el rastreo histórico de la expectativa. Sin embargo, Le Goff ha valorado cómo la espera y su variedad religiosa, la esperanza, puede convertirse en uno de los temas más interesantes de investigación para la historiografía actual y futura. Asimismo, Gendzel advierte cómo en torno al concepto de cultura política se está redefiniendo la historia social. Tras el arrastre de la oleada posmoderna, que apenas ha conseguido transformar el paisaje de la práctica historiográfica, por más que haya introducido buenos elementos de crítica, comienzan a despuntar nuevas formas de «historia total».

No hay que absolutizar la cuestión del método histórico. La historia en el fondo no tiene un método propio, quizá nunca lo ha tenido. Marc Bloch llamó la atención sobre el afán de imitar a los hombres de laboratorio -referente de la «identidad científica» moderna-, que subyace en la cristalización metodológica de la historia o de la filología a fines del siglo XIX. El método histórico-filológico tradicional expresa el complejo de inferioridad del historiador en el imperio del positivismo y los propios condicionantes y limitaciones de las corrientes lógico-positivistas. No hay que hablar tanto de el método de la ciencia histórica, como de los métodos en la ciencia histórica. El pluralismo metodológico, el concurso de distintos métodos apuntando a una integración de los niveles «macro» y «micro» de la investigación en función de las necesidades concretas del objeto, constituye una pieza esencial del diálogo epistemológico que mantienen actualmente las ciencias humanas y sociales, un empeño apenas acometido dentro de la historia. En ese sentido, el estudio histórico de las representaciones colectivas supone un desafío metodológico de altura interdisciplinar, capaz de salvar las antinomias entre «investigación cuantitativa» e «investigación cualitativa».

CUESTIONES DE MÉTODO

El regreso del sujeto no implica el individualismo metodológico, sobre todo si se pretendiera con ello obviar el problema de la socialización de las ideas, al modo como suele hacerlo la historia de la filosofía. Ésta atiende únicamente a las «grandes individualidades», convencida de que las ideas mueven el mundo y dando por supuesto un marcado y esencial sentido descendente que hace irrelevante, incluso, la pregunta acerca de cómo las ideas personales se vuelven colectivas y se convierten luego en operativas. El estudio de los mitos y, por extensión, de las culturas políticas, obliga a salir de la esfera del individuo: como enseñara Lévi-Strauss, lo que permanece en el plano individual no pasa al estado de mito. La ocultación -hasta cierto punto disolución- del sujeto individual no es una cuestión de principio, sino un requerimiento metodológico. La vieja pugna entre la afirmación radical del individuo como realidad estelar y las teorías estructuro-funcionalistas de la acción se diluye en el marco metodológico de la prosopografía. La biografía colectiva lleva a la caracterización de grupos «reales» (no abstractos), donde sea posible reconocer vínculos objetivos de relación, fijando su papel en la formulación de expectativas y en la emergencia de nuevas formas sociales. El grupo acerca al individuo a las redes de sociabilidad, constituyendo una clara vía de aproximación a la central del sujeto. El estudio prosopográfico, sin dejarse arrastrar por el ímpetu de los grandes nombres, conduce a una mejor individuación, ayudando a situar y valorar en ámbitos y campos determinados la fuerza misma de la individualidad y de la libertad.

La diferenciación de grupos no supone una clasificación en compartimentos estancos, ni afecta únicamente a los espacios de experiencia (formación, estructuración socioprofesional, sociabilidades, lenguajes simbólicos, reglas, modos de vida y costumbres). Es posible viajar relacionalmente desde la pertenencia normal y simultánea a varios grupos, lo que permite el método comparativo. Esa capacidad relacional aumenta cuando se aplica a los horizontes de espera. El concepto de generación, y el problema de las generaciones, no condensa tanto la supuesta primacía de las élites y de las individualidades dentro de ellas en el tiempo de la historia, aunque pueda ser entendido así, como la realidad de un sujeto o actor colectivo portador de un tiempo humano y social propio, cargado de individualidades. Es un concepto que reviste sobre todo una significación metodológica. El análisis de la sucesión de generaciones, al ritmo de predecesores, contemporáneos y sucesores, superponiéndose en el presente, permite apreciar la presión histórica del tiempo público. La observación histórica desde las coordenadas de la prosopografía garantiza un enfoque menos arbitrario de los problemas (el enfoque correcto ya es principio de solución), y ofrece nuevas vías para la exploración del flujo de ideas e imaginarios.

La observación prosopográfica recompone asimismo la biografía del discurso, el gran contexto donde leer el texto cultural o político. Toda élite se autocomprende dotada de una especial capacidad de dar respuesta intelectual o política a las necesidades de su comunidad, pero sus deseos y expresiones no han de identificarse inmediatamente con los de la comunidad. El análisis del discurso (situándose a un nivel más profundo que la hermenéutica tradicional) no es sino el reconocimiento del diálogo que entablan predecesores, contemporáneos y sucesores en el espacio público, sin agotar sus fuentes en la producción intelectual o el debate publicístico. A través de un proceso comprensivo, que carga de realidad y perfecciona tipologías como las descritas por Girardet o Carbonell, alumbrando el campo de la mitografía política (mitos del progreso/decadencia, civilizado/buen salvaje, elegido/reprobado, etc.), y al trasluz del diálogo generacional, se filtran con mayor facilidad las pepitas doradas de la espera y las promesas. Es factible de ese modo desligar actitudes y establecer iniciativas y contrastes respecto a la dinámica sociopolítica. No se puede obviar que muchas veces el simple movimiento de los actores, su entrada en escena, las reacciones que provocan en otros actores o el público, es de suyo más elocuente -dicen mucho más del universo en que se desenvuelven- que el propio contenido de sus discursos.

El análisis del discurso se abre a las historias de vida. La acentuación última de la individuación del sujeto resalta la orientación de la acción hacia unos valores, al tiempo que permite valorar la comprensión del sujeto como distanciación de prácticas organizadas. La afirmación del «yo» es compatible con la del grupo, cuando la razón última de su vinculación con cualquier grupo no es otra que la ilusión por un proyecto, nunca la rutina de unas reglas o prácticas huecas, sin sentido. Las historias de vida sobrepasan las memorias, las autobiografías o los epistolarios como género. Asociadas a la historia oral y a las entrevistas abiertas en profundidad, en cuanto técnica de recogida de datos y de construcción de sentido, crean auténticos textos vivos que llenan de elocuencia la historia del tiempo presente. Las historias de vida componiendo y relatando el yo manifiestan, incluso en sus silencios, un inevitable aporte mitobiográfico; hacen aflorar el inconsciente al nivel cultural a través del discurso y de la propia conceptualización, libre de las imposiciones de un cuestionario cerrado, desarrollados por el entrevistado.

La cuantificación no es ajena al rastreo histórico de la espera. No es posible la reconstrucción y el examen de grupos numerosos en escenarios complejos sin acudir a ella. El ideal de la ciencia rigurosa, del rigor metodológico, no tiene por qué renunciar a la «matematización», por más que haya fracasado el paradigma estructuralista de un álgebra de la realidad humana. Existen distintos «estilos de cuantificación», y no faltan análisis formales totalmente ignorantes de lo numérico. Se trata de llegar a una «cuantificación de lo cualitativo», expresión que alcanza cada vez mayor sentido aplicada al estudio del comportamiento humano y de las actitudes, y que viene favorecida por la creciente orientación de la estadística hacia métodos no lineales de análisis de datos, que empujan a la superación de la causalidad como forma específica de explicación científica. La «lógica de los números» siempre ayuda a pensar. La cuantificación y el ordenador no son un simple medio de descripción, clasificación, comparación y archivo. La cuantificación es ante todo un instrumento de observación, que no rehúye el contacto con los hechos, pero que, elevándose sobre ellos, consigue divisar nuevos horizontes y realidades: es un medio de prospección y de penetrar en lo oculto. Permite «ver», y ver grande, con la fuerza de la percepción estética (la cuantificación reclama un impulso estético en el mismo diseño de las variables, auténtica descomposición de los conceptos en imágenes), y hace patente lo inexpresable. La cuantificación, además, puesta al servicio de la palabra restituida, no agota su papel en el análisis de contenidos, sino que reclama protagonismo en el establecimiento de la propia articulación de los discursos. Ayuda a desentrañar el «argumento» que vertebra el espacio público, el que tiñe de preocupación el tiempo público. La cuantificación (aunque nadie obligue a ella) no se opone a la historia como drama.

LA HISTORIA COMO DRAMA

A la historia no le compete tanto el relato como el argumento. Antes que la narración, el drama. «Los historiadores han contado siempre historias»: las palabras de Stone, en un lenguaje de alternativa brutal (del grupo al individuo, de lo analítico a lo descriptivo, de la cuantificación al ejemplo, de lo científico a lo literario), resonaron como un grito de guerra contra la «nueva historia» popularizada singularmente por la escuela francesa de Annales, y así la «vuelta a la narración» posmoderna pudo ser saludada por muchos historiadores como una vuelta a la «historia de siempre»: los teóricos posmodernos venían a ser los profetas de una «nueva vieja historia». Nueva o vieja, la «lógica del relato» no puede desprenderse de un pensamiento genealógico confortablemente instalado en «el antes explica el después», un juego -como hiciera notar Furet- donde el historiador gana siempre; la simple organización de los hechos históricos sobre la escala del tiempo basta para que éstos reciban de inmediato su significación en el seno de una evolución conocida de antemano: los acontecimientos se acaban eligiendo con relación a su lugar en una narración, que sustrae el drama de la experiencia del tiempo de los propios actores. Poco importa que los acontecimientos sean únicos, no comparables o poco homogéneos entre sí: reciben su sentido del exterior. Esa lógica temporal, y su ilusión de lo verdadero, tan cercana a la razón mecanicista de la causa y el efecto, es la que acaba forzando como reacción una microhistoria propiamente posrnoderna, mucho más pictórica y de gran poder desmenuzador (un verdadero peligro para la historia tradicional).

La defensa del carácter narrativo de la historia no debe consagrar un culto intransigente del relato. Annales, en un ejercicio de autocrítica, invitó a tomarse en serio las formas de escritura histórica, pero sin perder de vista las exigencias de verificación, pues la historia no es un ejercicio libre. El acento en la narración no exime de las obligaciones del método: la puerta de acceso al interior de las realidades históricas. El «ver» es previo al «mostrar», aunque en ambas fases del trabajo investigador razón e imaginación (racionalidad, impulso creativo y atracción estética) trabajen juntos.

La mirada del historiador atrae la historia al drama. El ojo del historiador no es el Ojo de Dios, observador absoluto, esa vana aspiración de la ciencia de la naturaleza. La pretensión de la ciencia histórica es algo más modesta. En la historia, como en el teatro, la articulación total de la pieza representada en el escenario (la lógica formal de las acciones) solo es percibida por el auditorio: es el espectador quien mejor la percibe y no los actores que están en escena. Como en la vida real, los actores del drama no saben siempre lo que hacen (determinados caracteres o actuaciones del individuo o miembro de un grupo o comunidad responden, antes que a una manifestación fundamental de su conciencia de identidad, a un papel que debe ser jugado ante su audiencia; es la «esclavitud del personaje»). En ocasiones, el interés de la escena queda centrado en las actitudes adoptadas por unos actores a raíz de la interpretación o composición de lugar que se hacen acerca de la actitud de otro u otros sujetos. Y es precisamente jugando con esa conciencia estructural, ausente o defectuosa en el actor, pero que se revela al espectador, como se monta y desarrolla a veces el drama. La metáfora puede aprovechar tanto al «ver» como al «mostrar» de la historia.

La historia como drama neutraliza la voz teleológica del narrador. La narración, corno explicación histórica, debe contener la comprensión histórica inherente a la historia como drama. La explicación crítica propia del ver desde fuera exige previamente el esfuerzo comprensivo del ver desde dentro. Comprensión y explicación no son polos contrapuestos, sino que se implican mutuamente (en la vieja pugna Durkheim contra Weber, ahora todos ganan). El historiador no es ajeno al público ubicado en el «presente interpretante» (toda historia es historia contemporánea), pero ofrece mayores garantías que otros (pluralismo y rigor metodológico), a la hora de mezclar y distribuir productos tan extremadamente peligrosos como «pasado interpretado» y «futuro esperado».

La historia como drama se orienta tanto a la mejora del conocimiento histórico como de la cultura política. Atiende a la constante representación del drama de la libertad en el teatro del mundo, en sus distintos escenarios, escuchando (mucho antes que contando) una multitud de historias. La historia como drama, sabedora de las relaciones que mantienen mito y utopía, haciendo del pasado la memoria de algo principalmente insatisfecho e insatisfactorio, vivifica en el presente la idea misma de proyecto. En términos de cultura política, es sensible frente al conformismo de lo políticamente correcto, un modo de control social que induce a una creciente absolutización y sacralización del poder, donde el disenso acaba entendiéndose como conspiración (la conspiración termina recibiendo la significación que alcanzaba el escándalo en el Antiguo Régimen), inquietante expresión no tanto de la negación como de la ficcionalización del espacio público. La historia como drama, animada de un afán de llegar, es una historia expectante.

Profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, Universidad Pública de Navarra