Tiempo de lectura: 9 min.

Multiculturalismo, integración, interculturalismo, laicidad… El debate está abierto en una Europa en expansión,  no solo por la incorporación de nuevos países, a los que no  cabe conceder como un honor lo que les corresponde por  naturaleza e historia, sino sobre todo por la llegada masiva  de inmigrantes portadores de una cultura bien diversa.

El problema parece consistir en el escaso entusiasmo de los visitantes por integrarse en nuestro sólido marco cultural. La verdad es que con frecuencia tal desapego resulta  notablemente explícito, aunque quizá no tanto como para preguntarse si no tendrán algún motivo. Sin necesidad de  salir de España, se da por hecho que nuestra cultura no  nos lleva a ser racistas ni xenófobos; sobre todo cuando no  se nos presentan circunstancias que lo pongan a prueba. No hay que descartar, sin embargo, que tan buena conciencia  se haya consolidado muy a pesar de que sí se dan.  Me explico. Es muy fácil no considerarse racista respecto a  personas con otros rasgos étnicos u otro color de piel cuando  no las hay en nuestro entorno real; pero pocas pruebas  más netas de racismo que no verlas cuando durante siglos  las hemos tenido bastante cerca, aunque quizá no lo suficiente  para que nos resultara imposible ignorarlas.

La actitud de los españoles ante sus conciudadanos de  etnia gitana, por ejemplo, podría servir de síntoma de la  capacidad europea para ignorar al diferente; con la estupenda  excusa (sobradamente confirmada en más de un  caso) de su nulo interés por integrarse. El problema solo ha surgido en el ámbito europeo cuando el número de los  interlocutores es ya tal que desborda la invisibilidad del  gueto para convertirse en inevitable parte del paisaje. Una  presencia que se hace cuantitativamente tan significativa  exige explicar por qué fracasan nuestros supuestos intentos  integradores; quizá no han ido mucho más allá de mirar  hacia otro lado.

El problema real, que por desgracia quizá no llegue  nunca a plantearse, surgiría si un número significativo de  los recién llegados manifestara un decidido propósito de integrarse.  Integrarse ¿en qué? En una Europa que al intentar  redactar una Constitución incurre en el espantoso ridículo  de mostrarse incapaz de asumir sus raíces históricas y  culturales… En una Europa aún decimonónica, que parece  considerar que para ser racionales hay que aparcar toda  presencia de lo religioso… En una Europa en cuya Carta  de Derechos Fundamentales, cuando llega el momento de  abordar instituciones sociales básicas para una convivencia  realmente humana, como la familia, remite a la legislación  de los Estados miembros; como si se tratara de abordar  peculiaridades folclóricas puramente accidentales…

Afortunadamente no se ha producido tan provocativa  demanda de integración capaz de dejarnos en evidencia.  Podemos, sin embargo, agradecer a una ciudadana de origen  finlandés, traumatizada sin duda por la presencia de  una cruz en la bandera de su país, que haya tirado de la  manta colocando en el escaparate nuestro pintoresco marco  de integración. Si no fuera tan grave lo que hay en juego,  la situación podría considerarse de sainete.

Como es bien sabido, una ilustre (ilustrada, según los  propios protagonistas) minoría europea no parece distinguir  demasiado entre marco y pozo. Proponen como marco  una inmersión en el vacío, como genial solución a las obvias discrepancias de contenido y colores que cualquier  posible pintor acabaría planteando. El futuro de la pintura  estaría en el desnudo lienzo; la imaginación al poder.  Luego, en su casa, cada cual podrá dar rienda suelta a sus antojos pictóricos, recuperando progresistamente las glorias  de la pintura rupestre.

A la señora Lautsi la presencia de crucifijos en las escuelas  italianas, incluida la frecuentada por su vástago, le  producía urticaria. El asunto no tiene por qué preocupar;  no viene mal que haya gente para todo. Lo preocupante es  que, al ocuparse de la cuestión el Tribunal Europeo de Derechos  Humanos, que vela en Estrasburgo por el respeto a  los derechos protegidos por el Convenio de Roma (¿les  suena la ciudad?), la sala de turno decidiera, nada menos  que por unanimidad, que en efecto la presencia de crucifijos  en centros escolares no deja de ser una monstruosidad.

Estuve en Roma hace poco, invitado a hablar de la convivencia  entre cristianos y musulmanes en España. Me  hospedaron junto a la Fontana de Trevi y logré encontrar  algunos minutos para dar un temprano paseo por el entorno. Imposible encontrar una esquina sin símbolo religioso  incorporado. Para la receta laicista esto es indiferente. Al  menos provisionalmente, habría que mostrarse tolerante  con el paisaje; al fin y al cabo ya nadie vive en los cascos  antiguos de nuestras viejas ciudades, y a los turistas, sin  afán alguno de integración, les tira lo exótico. La escuela  es, por el contrario, otra cosa. La escuela es la madre de  todas las integraciones y hay que ser cuidadoso. Las calles  podrán rebosar de símbolos y manifestaciones religiosas, pero la escuela ha de mostrarse aséptica. Por lo visto, tales  símbolos han de ser considerados deseducadores; solo  en la calle podrán verse tolerados, a la espera de que los  reeducados ciudadanos lleguen en un futuro a demostrar  su buen sentido eliminándolos. Misterios de la pedagogía  progresista: con los niños de la calle no se juega, porque  se acaban aprendiendo ordinarieces.

Variopintos jueces de Estrasburgo tuvieron a bien mostrarse  unánimes a la hora de considerar un depravado adoctrinamiento la presencia en el aula de esa misma cruz  que es imposible no divisar cada cien metros en un paseo  urbano. El monumento al vacío exige la pared lisa, u ocupada  por motivos suficientemente asépticos como para  que luego no haya modo de recordarlos. Se explica la convicción  laicista de que ello ofrece un pozo sin fondo de  posibilidades integradoras. Al fin y al cabo, también la  cultura islámica prohíbe la decoración figurativa para no  incurrir en idolatría. La única diferencia pues es que el  laicista se muestra más generoso a la hora de inventariar  ídolos; para él, la única imagen soportable por la diosa razón  es la que no existe ni siquiera en la mente.

Cuando por motivos académicos pasé unos días en  China no dejaron de invitarme a pasear un poco. Inventarié  varios budas, en formato poco propicio a la miniatura.  No solo no me produjo urticaria alguna, ni hizo tambalear  mis convicciones, sino que me resulta difícil imaginarme  integrado en un contexto cultural chino sin tomarle cariño  a tales iconos. Por lo que se ve, ahora es Europa la que  «is different».

Hay que reconocer, sin embargo, que los italianos nunca  defraudan. En vez de aceptar el nuevo evangelio, no  sólo decidieron recurrir a la Gran Sala plenaria de Estrasburgo,  por si tenía a bien poner en cuestión una resolución unánime salida de sus propias filas, sino que decidieron  hacerlo nutridamente acompañados. Los políticos italianos  de la oposición optaron por no tener demasiado que  objetar; suficientes problemas tienen como para participar  en el paradójico juego de montar guerras de religión  en nombre de la neutralidad. Dejaron a grupos marginales  el honor de ejercer de inmensa minoría en tan arriesgada  diversión. En el exterior hasta ocho países tuvieron a bien  respaldar al gobierno italiano. No fallaron ni siquiera los  rusos; no se sabe si para dejar en evidencia al gobierno  español o para transmitir la idea de que rezar por la conversión  de Rusia tendría ya mucho que ver con lo de la  paja en el ojo ajeno.

La Gran Sala, nada menos que por quince votos contra  dos, acabó desautorizando a los unánimes magistrados  autores de los lances iniciales. Su razonamiento no parece,  sin embargo, para lanzar cohetes. Se ha escudado en  el burladero del margen de apreciación que se reconoce a  los Estados miembros a la hora de interpretar los mandatos  del convenio, en aspectos colaterales sobre cuya interpretación  no se constata consenso generalizado. Todo un  síntoma, en este caso, de que el curioso método de integración  europea consiste en dar por bueno que, en todo  aquello que resulte suficientemente relevante como para  generar polémica, lo mejor es que salga el sol por Antequera.  Lo del crucifijo, por lo que se ve, es una simpática  peculiaridad italiana, debida quizá a su rendimiento turístico. La ristra de países adheridos parecen solo querer  apuntarse al negocio.

La realidad es bien distinta. Entre los países que han  respaldado la reacción italiana, ante lo que se consideraba  un atropello, los hay que durante decenios de opresión soviética  habían defendido a capa y espada, sin salir indemnes,  la laboriosa presencia de símbolos religiosos. Algo de  eso saben en Nowa Huta y en no pocos enclaves más. No  deja de resultar surrealista que cuando, por fin, se integran  en la ansiada Europa de las libertades hubieran de ceder a  Estrasburgo lo que no concedieron a Moscú. Se está creando  totalitariamente un inédito problema, que lejos de ayudar  a integrar a los recién llegados de otras culturas amenaza  con desintegrar la nuestra. No en vano fue un papa  polaco el que, bastante antes de caer el muro, dijo a Europa  en Santiago de Compostela: «Vuelve a encontrarte. Sé tú  misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive  aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia  y benéfica tu presencia en los demás continentes».

El voto concordante del juez Rozakis, al que se adhiere  la juez Vajic´, arranca precisamente de la constatación de  que vivimos hoy en «sociedades multiculturales y multiétnicas  », por lo cual «los niños que se desarrollan en este  entorno están cada día más en contacto con ideas y opiniones  que van más allá de las que proceden de la escuela  y de sus padres». Esto justificaría una «fundada preocupación  » por «ofrecer a los niños una educación que garantice  su entera y plena integración en el seno de la sociedad en  la que viven, y prepararles lo mejor posible para responder  de manera efectiva a las expectativas de esta sociedad  respecto de sus miembros». Les parece mucho más liberal  una escuela italiana donde el crucifijo puede convivir con  el velo islámico, porque refleja «el concepto mismo de  neutralidad» mejor que «una política que prohíbe la exposición  de todo símbolo religioso en un ámbito público».

A estas alturas es en efecto todo un misterio adivinar a  qué Europa pretende aconsejar la institución que ostenta  su nombre. El magistrado Bonello parece tenerlo claro, al  enjuiciar la resolución inicial sobre el caso. «Un Tribunal  de Derechos Humanos no debe dejarse se llevar por un  Alzheimer histórico». «Un Tribunal Europeo no debe verse  invitado a arruinar siglos de tradición europea». «Se invita  al Tribunal a hacerse cómplice de un acto notable de  vandalismo cultural». «La caza al crucifijo provocada por la señora Lautsi no puede en modo alguno constituir una  medida que permita asegurar la neutralidad».

Claro que para considerar mera cuestión colateral la  que los entusiastas magistrados iniciales consideraron nefanda  había que entrar al quite. El adicional argumento  aparejado ha sido considerar al crucifijo como símbolo pasivo,  incapaz de generar un efectivo adoctrinamiento equiparable al de una clase de religión de carácter obligatorio.  Lo curioso es que un icono tan pasivo genere urticaria,  incluso en no nacidos en lejanos países. El Tribunal recuerda  a la señora Lautsi que su mera «percepción subjetiva»  «no bastaría por sí sola para caracterizar una violación» del  convenio. Advertencia oportuna, porque la paradoja del laicismo  es que acaba inevitablemente convirtiéndose en  credo alternativo, confesional e incluso fundamentalista.  Primero se convierte el subjetivo sentido común en ética  pública y luego se confiere a esta una dimensión sagrada,  merecedora de apoyo catequético. La consecuencia será  entender el ámbito público profanado por la presencia de  cualquier símbolo subjetivamente rechazable; aunque,  eso sí, cargados de razón se permitirá tolerantemente discrepar  en casa. Si bien el caso pasará a la historia como  Lautsi contra Italia, en realidad ha sido Lautsi contra Europa; o sea, Lautsi contra Lautsi.

La situación no es nueva ni relativa solo a Italia. No  me refiero solo a los complicados escarceos constitucionales  generados por los crucifijos presentes en juzgados  de Baviera. En España llegó ya al Tribunal Constitucional  el problema de urticaria generado en la Universidad de  Valencia, a algunos de cuyos miembros les resultaba insoportable  la centenaria presencia de una imagen de la «Sedes  Sapientiae» en el escudo de la institución. Tampoco,  debe ser obsesión fallera, planteó menos graves problemas  la parada militar celebrada en Paterna con motivo del  centenario de la advocación de la Virgen de los Desamparados,  lesiva al parecer para algún valenciano dado a la  originalidad. No es extraño pues que la presencia del flamante presidente Cotino en las Corts, crucifijo en ristre,  se haya interpretado como una grandiosa provocación.

El Tribunal Constitucional se quitó de en medio el primer  asunto, imitando al prefecto romano aburrido por las  disquisiciones religiosas de la contienda entre los judíos  ortodoxos y el Pablo converso; aconsejó a los claustrales  valencianos que se arreglaran entre ellos en el ámbito de  su autonomía universitaria y no pretendieran convertir la  cuestión en asunto de Estado. En cuanto a lo segundo,  no dudó en dejar claro que, Constitución española en  mano, el ejército puede no solo participar sino también  organizar actos religiosos siempre que la asistencia sea voluntaria.  Universitarios hay a los que esa disciplina cuartelera  les parece demasiado permisiva y consideran profanado  su centro por la presencia de una capilla. Curiosa  democracia militante habría que considerarla, ajena por  cierto a nuestro Constitución, como es bien sabido.

Cualquiera de tantos numerosos recién llegados, si  fuera buen conocedor de nuestra reciente historia, podría  mostrarnos su ardiente deseo de integración y su notable  estupefacción sobre el más efectivo procedimiento para  lograrla. No sabría si integrarse en la Europa que tuvo  ocasión de leer en los libros, poseedora de la más rica herencia cultural de Occidente, o en la que ahora pretende  diseñar un lobby no necesariamente europeo. Durante  años, en partidos políticos españoles que apelaban como  signo de identidad al humanismo cristiano, si se preguntaba  en qué podría consistir eso, lo identificaban con algo  tan positivo como no ser marxistas. No es extraño que, caído  el muro, el humanismo que se nos pretende vender no sea sino un individualismo radical, fruto de un capitalismo  degenerado desconocedor de toda referencia social, que  tapa sus vergüenzas con apelaciones a la no discriminación.  Como resultado, la apoteosis de la libertad: si un  okupa acampa en la sala de estar habrá que convencer al  juez de que si se le desaloja no es por su orientación sexual.  No es extraño que el fervor por integrarse en esta supuesta  cultura europea sea perfectamente descriptible.

Por si no se hubiera explicado bien, el magistrado Bonello  regala una ilustrativa posdata: «Recientemente, se  recurrió al Tribunal para que determinara si la prohibición  por las autoridades turcas de la difusión de la novela Las once mil vírgenes, de Guillaume Apollinaire, podía justificarse  en una sociedad democrática. Para estimar que esa novela no constituye pornografía violenta, es preciso mostrar  un soberano desprecio por los principios morales contemporáneos». Anota cómo Wikipedia la califica de «novela  erótica en la que el autor explora todas las facetas de  la sexualidad: el sadismo alterna con el masoquismo, escatofilia con vampirismo, pedofilia con gerontofilia, onanismo  con sexualidad de grupo, safismo con pederastia, etc.». Sin embargo, el Tribunal, en el caso Akdas contra Turquía  de febrero de 2010, se ha precipitado a «amparar esta colección de obscenidades trascendentales, con el pretexto  de que forman parte del patrimonio cultural europeo».

Catedrático de Filosofía moral y política. Universidad Rey Juan Carlos