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Vivimos un tiempo en el que el teatro parece haber recuperado su gusto por la comunicación verbal. No es difícil leer en cualquier estudio crítico contemporáneo cómo, pasado un periodo en el que la imagen alcanzó gran protagonismo, la palabra ha vuelto a su tradicional papel comunicador en el drama. Y en este aspecto, es evidente que el teatro en español podría situarse en cabeza de los escenarios del mundo. Teóricamente al menos.

Aportemos algunos datos. Según un estudio de la SGAE, que resume las recaudaciones de los teatros españoles de 1999 de obras que hayan superado las 200.000 pesetas, el 37% de los ingresos procede de obras extranjeras, frente al 14% que lo hace de autores vivos españoles. Esta es una realidad que sitúa a nuestra escena como un naufrago en el océano de las artes teatrales varado entre la dramaturgia en español y la producción que nace en América. Pero ¿existe una relación permanente y fluida entre el teatro escrito y representado en España y el que se hace en Hispanoamérica?

Además, la industria de la escena todavía marca importantes diferencias entre la producción en inglés y la producción en español y, si me apuran, también entre la dramaturgia francesa o la alemana. El problema no es otro que el de su consideración social. Es ahora cuando el teatro en España empieza a ser estimado como bien público. Contamos con un potencial artístico de primer orden en términos de locales teatrales, actores, directores y escenógrafos. Sin embargo, la Compañía Nacional de Teatro Clásico cumple este año sus veinticinco años de existencia, mientras que la Comédie Française por ejemplo data nada menos que de 1680. Con mucho menor historial que la Comédie, ahí están los ejemplos de teatros públicos en Inglaterra, Alemania o Suecia. Son zanjas difíciles de solucionar en poco tiempo, pero que marcan las diferencias de tratamiento en culturas similares.

Aunque exista algún precedente en la legislación actual de ayudas a la producción teatral —con apoyo a la escritura española— todavía se llevan la palma los proyectos para representar a autores clásicos y, de ellos, Shakespeare, con diferencia, es el más solicitado. No sólo estamos ante un problema de la Administración, sino que las propias gentes de teatro creen que, de esa manera, aseguran el éxito de sus propuestas, más que si programaran a un desconocido autor español. Claro que, si seguimos la cadena, el productor teatral nos dirá que el poeta isabelino, Moliere, o incluso Plauto, atraerá más público que ese nuevo dramaturgo hispano. Y es aquí donde tendrían que intervenir las instituciones públicas: en la manera y medida con que se han de favorecer proyectos que traten de potenciar la creación propia.

En el sector de la dramaturgia latinoamericana el problema es diferente, pero no menor. En la actualidad apenas existe un programa que relacione ese teatro con el español. Sólo el Festival de Cádiz se ha constituido en bastión de intercambio entre ambas dramaturgias. Un intercambio, por otro lado, no muy abundante, pues fuera del marco de ese Festival apenas si trasciende a los teatros del Estado. Y esto es así no por la calidad de los espectáculos, sino porque los programadores suelen entender que teatro latinoamericano es equivalente a una producción falta de interés para el público español. Y quizás tengan razón. También la Casa de América, en Madrid, realiza una importante labor en la difícil tarea de acercar las dramaturgias actuales que se escriben en nuestro idioma. A un programa de seminarios, cursillos y reuniones entre creadores de ambos lados del Atlántico, se añade la edición de textos de autores latinoamericanos en una colección llamada Teatro americano actual.

Pero seguimos hablando de un intercambio incompleto, porque tampoco nuestra dramaturgia se expande con normalidad en América. En los países más desarrollados, registramos un efecto similar al que describía antes: apenas interesan. Sólo cautivan las grandes producciones, obras de gran aparato, normalmente vinculadas a compañías o grupos de prestigio, en las que la palabra no suele ser el elemento predominante, y sí la imagen, los efectos de sonido o una luminotecnia desbordante.

COMUNICAR ARTE

El español puede y debe ser un vehículo de comunicación artística porque, en primer lugar, la vinculación entre España e Hispanoamérica está por encima de políticas coyunturales, modas o relaciones sociales. La enorme diversidad cultural, más allá de lo puramente geográfico, entre aquellos países entre sí, y entre ellos con España, abre un abanico de posibilidades extraordinario. De hecho, en otros géneros se ha producido ya un evidente encuentro, quizás porque soportes como el libro son de más fácil manejo que la escena, en la que intervienen factores que sobrepasan la voluntad del creador único. El éxito de la novela hispanoamericana es un aval que podría garantizar su extensión a otros ámbitos, lo que, sin embargo, no ha ocurrido. Ello demuestra que no es problema de calidad, ni de rígidas fronteras, sino de dificultad en los procesos de creación. No hemos tenido un trasvase de experiencias escénicas más allá de las que surgen de la docencia española en América, ni de la realidad de una cartelera compartida. Hasta el momento, las preguntas han quedado sin respuesta, aunque éstas esperen impacientes un lugar en donde desarrollarse.

Y puede y debe ser vehículo de comunicación artística, sobre todo, porque no faltan autores, creadores, pensadores, ni artistas capaces de hacerlo realidad. En el mero terreno de la escritura dramática, España vive un momento de enorme desarrollo, aunque en la práctica no lo parezca. Quizá nunca como ahora se escriba tanto teatro, se publique e incluso se represente, aunque sea en limitados espacios y públicos. También de América nos llegan noticias de autores de proyección, que escriben y estrenan sus obras con cierta regularidad. De Chile, obras de Marco Antonio de la Parra, excelente teórico que con su presencia en España consigue mantener un contacto permanente, de Luis Alberto Heiremans, Isidora Aguirre o Juan Radrigan. Del argentino Eduardo Rovner acabo de ver en Galicia una excelente versión de su interesante obra Compañía; Mauricio Kartun, también argentino, ha publicado tres interesantes títulos en la citada colección de la Casa de América; el Galpón uruguayo ha dado muestras de una dramaturgia tan comprometida como avanzada; César de María aparece como un prometedor dramaturgo peruano; y qué decir de los ya clásicos venezolanos Román Chalbaud, José Ignacio Cabrujas e Isaac Chocrón, del último de los cuales se puede leer riguroso estudio de su obra a cargo de Carmen Márquez Montes; Puerto Rico no cesa de producir autores de talento, que continúan la línea iniciada por René Marqués, seguida por Luis Rafael Sánchez, y actualizada por José Luis Ramos Escobar; Méjico mantiene la más vieja y sólida tradición de un teatro autóctono, del que son herederos Carlos Fuentes, Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Guillermo Schmidhuber de la Mora, José Ruiz Mercado, Sylvia Mejía y un largo etcétera; Virgilio Piñera y Carlos Felipe son los dos pilares de un teatro cubano de grandes y notables creadores, como Antón Arrufat y Abelardo Estorino; Carlos José Reyes mantiene el magisterio de Enrique Buenaventura, en Colombia, donde no faltan jóvenes talentos, como Henry Díaz Vargas. En definitiva, que la relación sería tan larga como permitiera la extensión del artículo, y siempre se quedarían fuera autores de la importancia del venezolano Luis Britto García, el chileno Sergio Vodanovic, el uruguayo Antonio Larreta, el argentino Juan Carlos Gené…

La dramaturgia actual española no anda a la zaga en cuanto a número y, por qué no decirlo, calidad. Otro problema es su conocimiento y adecuación al medio escénico que predomina. Pero, aun aceptando que nuestro teatro no tiene, en la actualidad, ese guía-dramaturgo de la sociedad (Benavente en la primera mitad del siglo XX, Buero Vallejo en la segunda), sí tiene autores que ofrecen títulos de alto nivel, como Francisco Nieva, Fernando Arrabal, José Luis Alonso de Santos, Fermín Cabal, José Sanchis Sinisterra, Josep Maria Benet i Jornet, Alberto Miralles, Albert Boadella, Jesús Campos, Ignacio García Maix, Ignacio del Moral, Ernesto Caballero, Sergi Belbel, Yolanda Pallín, sólo por citar algunos de los que han estrenado durante los últimos meses, sin olvidar a premios nacionales recientes de literatura dramática, como Jerónimo López Mozo o Domingo Miras, de entre una amplia nómina que da pie para pensar que no es tan escasa ni pobre la escritura teatral española que amanece en el nuevo siglo.

Catedrático de Letras, Universidad de Murcia