Tiempo de lectura: 21 min.

Es muy posible que la Iglesia católica no haya vivido nunca a lo largo de su historia en un mundo tan complicado como el actual. Pero sobre todo nunca habría establecido una relación tan diaria, intensa e inevitable con los elementos y aspectos políticos, culturales y económicos que componen ese mundo y lo mantienen en constante ebullición.

Por la misma naturaleza de las cosas -es decir, en este caso, por la importancia universal de la Iglesia, y por la presión amable o adversa que el mundo ambiente ejerce sobre ella-, la Iglesia católica se halla una vez más en el ojo del huracán, y en las alturas azotadas por vientos poderosos, capaces en su energía de destruir a cualquier institución humana.

Hace muy poco tiempo señalábamos el cambio de milenio, un tránsito inevitable del tiempo de la física, que encierra por sí mismo escasa trascendencia. Ese tránsito de edades puede contener desde luego sentidos simbólicos, atribuidos con mayor o menor razón. Puede tal vez invitar a un balance de alguna utilidad en la esfera de las ideas, los propósitos o las interpretaciones. Pero no guarda en sí mismo ninguna clave orientadora o iluminadora del futuro.

Podemos estar seguros de que, para la Iglesia y el cristianismo, el nuevo milenio será tan negativo y tan positivo como el anterior. Los milenios vienen a ser equivalentes, sin olvidar por ello que la historia se va cargando de sentido. Durante el milenio que ha terminado, la Iglesia y los cristianos han sido visitados por serias catástrofes, que marcan actualmente su ser y su acción históricos, así como desafíos y tareas cruciales del presente.

Piénsese en el cisma de Oriente, que ha privado a la cristiandad de uno de sus dos pulmones, como suele decirse, y ha empobrecido su percepción de importantes cuestiones teológicas, espirituales y pastorales.

Tan grave como esta escisión es la revolución religiosa del siglo XVI, que divide la Iglesia occidental de modo irreparable en dos mundos no sólo diferentes, sino religiosamente antagónicos. Protestantismo y catolicismo vienen a ser para muchos dos religiones distintas, y el ecumenismo aparece como una apuesta y un impulso del Espíritu de Dios que gusta sanar las almas y las cosas in extremis, y obliga a los hombres a esperar contra toda esperanza.

Análoga trascendencia histórica encierra la pérdida por la Iglesia de la vigencia cultural e intelectual que ha ejercido en épocas pasadas. El secularismo y la descristianización social han provocado un eclipse de su función orientadora en el campo de la verdad y de la moral, así como un cierto ensordinamiento de su voz en asuntos vitales para toda la humanidad.

La escena en su conjunto parecería el curso de un desmoronamiento gradual inexorable, y una especie de caída libre en la irrelevancia, si no fuera porque el desarrollo de la Iglesia obedece en sus avatares a una dinámica que escapa al análisis sociopolítico y que no responde a leyes ordinarias de acción en el tiempo de los hombres.

Junto a estos episodios lamentables ocurridos en el segundo milenio, no deben silenciarse ni pasarse por alto otros hechos y procesos magníficos, de los que la Iglesia y los cristianos han sido también sujeto principal a lo largo de siglos problemáticos.

Ahí está la expansión continua de la Iglesia. Es un desarrollo cuantitativo y cualitativo, que confirma su catolicidad y su capacidad de inserción en el tejido de las sociedades. Factor vital de este desarrollo planetario han sido las misiones. Consideradas ahora con la serenidad y el equilibrio que faltaban a muchos hace decenios, puede afirmarse en honor a la verdad histórica, que las misiones cristianas han sido la empresa más abnegada, desinteresada y eficaz, de las muchas que ha llevado a cabo la humanidad.

La profundización teológica en la idea de misión, que es un fruto directo de la eclesiología elaborada durante la segunda mitad del siglo XX, no priva de importancia ni de significado al esfuerzo misional clásico, gracias al cual se han podido establecer, en la teoría y en la práctica, nociones capitales para entender la tarea de la Iglesia en el mundo entero.

Ha de mencionarse asimismo la capacidad de reacción y de recuperación del cuerpo católico ante las hondas crisis provocadas en su seno por la revolución religiosa del siglo XVI, la crítica ilustrada y racionalista posterior, y el secularismo de los siglos XIX y XX. La situación no podía ser ya la misma que antes de las crisis, que dejaban en muchos casos heridas incurables. Todo lo que ocurre en la historia alcanza efectos irreversibles. Pero esas sacudidas dramáticas y esos procesos silenciosos han ayudado una vez más a que la Iglesia descubra y desarrolle las energías que viven en su seno, y se conozca mejor a sí misma.

Mención especial merecen los papas del siglo XX, especialmente Pablo VI (1963-1978) y Juan Pablo II, que llenan los últimos decenios del siglo, y cuyos pontificados han determinado con especial intensidad el curso histórico de la Iglesia.

Algunos han dicho con cierta frivolidad que Pablo VI ha sido el primer papa moderno. Lo cierto es que Juan Bautista Montini tenía una percepción muy clara acerca de la necesidad de un cambio en la Iglesia, a fin de que ésta, cuya vocación fundamental era la missio ad gentes, no se asemejase nunca a un mero reducto espiritual de almas buenas. Sabía bien que una Iglesia sin mundo producía necesariamente un mundo sin Iglesia, y por tanto sin Evangelio. Pablo VI era un hombre de cultura y, al mismo tiempo, de instintos tradicionales, muy consciente de lo que significaba el ministerio papal dentro y fuera de la Iglesia. Mantuvo abiertas las ventanas que abrió Juan XXIII, pero no dejaba de observar el termómetro, para evitar caídas de temperatura. Aceptó el papado con ilusión y con una elevada conciencia de su misión y de lo que debía hacerse. Pero intuía que su pontificado iba a ser borrascoso y difícil.

En un discurso de primera hora a los cardenales y obispos de Curia, Pablo VI recordó que el color rojo que muchos de ellos lucían en su vestimenta era una alusión a que los prelados de la Iglesia habían de estar dispuestos al martirio, si ése era el camino dispuesto por la providencia divina para que cumplieran su misión. Se ha hablado después, concluido ya el pontificado, del martirio de Pablo VI, porque él mismo tuvo que aceptar y vivir un suplicio incruento y silencioso, con el espíritu lacerado por males de la Iglesia, que difícilmente podía haber imaginado.

Juan Pablo II ha consumado el cambio iniciado por Pablo VI en el estilo papal de gobernar la Iglesia. El suyo ha sido ya un pontificado tan decisivo como turbulento. El tono populista de contacto directo con la realidad del mundo y de los cristianos, se simboliza y expresa en los cien viajes que le han puesto en comunicación con muchedumbres de todos los continentes. El atentado de mayo de 1981 hizo al papa especialmente solidario con todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que han sufrido y sufrirán el cruel e irracional zarpazo del terrorismo contemporáneo. Es evidente que el papa no habla acerca de las condiciones del mundo desde una torre de marfil.

Pocas veces en la historia se había visto empíricamente la función papal realizarse como un combate espiritual, y a brazo partido, por la unidad de la Iglesia, como ocurre en este pontificado crítico.

Parece como si el papa Juan Pablo II se hubiera señalado, como tarea urgente de su ministerio evitar la autodemolición de la Iglesia misma, presionada, desde dentro y desde fuera, por ideales, válidos pero a veces mal concebidos y peor realizados, de apertura, pluralismo y diversidad.

El ecumenismo y la búsqueda de la unión de los cristianos es posiblemente el gran proyecto eclesial forjado en el siglo XX. La lentitud relativa del diálogo ecuménico apenas podrá sorprender a quienes conocen bien y han reflexionado seriamente sobre las hondas diferencias de fondo entre las denominaciones cristianas. Lo que une es más de lo que divide. Pero las que parecen pequeñas diferencias adquieren a veces, correctamente examinadas, magnitudes colosales. ¿Se pueden unir realmente lo divino y lo humano? He aquí el núcleo de la cuestión ecuménica, muy por encima de las diferentes posturas sobre escritura y tradición, Cristo e Iglesia, fe y obras, ministerio y autoridad.

Hemos visto nacer el ecumenismo. Pero su curso histórico y sus desenlaces permanecen ocultos en Dios. Porque el ecumenismo no es una negociación doctrinal entre católicos y protestantes, sino un diálogo que busca la verdad.

El despertar de las religiones no cristianas en la conciencia católica es otro aspecto que cuenta en el haber de la Iglesia contemporánea, salida del Concilio Vaticano II (1962-1965). Superadas por el Evangelio y dejadas atrás, por así decirlo, en la historia de la salvación definitiva de la humanidad, las religiones del mundo cuentan, sin embargo, con el respeto de la Iglesia y de los cristianos. Entran sin duda en los planes de la Providencia, que busca de muchas maneras el bien de todos los hombres y mujeres del planeta. No son en modo alguno caminos hacia Dios paralelos, alternativos o equivalentes al trazado por la persona y la obra de Jesús de Nazaret. Pero desempeñan funciones educativas y preparatorias que la teología trata de investigar.

Los impulsos e iniciativas que hemos mencionado no son desde luego los únicos que podrían citarse. Responden en cualquier caso a un honda percepción del Evangelio y de la relación global de la Iglesia con el mundo, que se configura en los campos de la teología y de la pastoral durante los años anteriores al Concilio Vaticano II.

Aparece entonces una nueva visión católica de la realidad a la luz del Evangelio, que toma cuerpo en las iglesias europeas antes y después de la II Guerra Mundial (1939-1945), y que coincide algo paradójicamente con un declive de la influencia cristiana en muchas naciones y sociedades del viejo continente. Un robusto pensamiento cristiano laical convive junto con autores del ámbito eclesiástico. Estos hombres forman un colectivo renovador del pensar y sentir de la Iglesia, que se comprende a sí misma, con especial viveza, como núcleo espiritual de la humanidad. Puede decirse que desde la doctrina y la acción de los teólogos y pensadores cristianos del siglo IV, edad de oro de la Patrística, no había tenido lugar una situación semejante.

La celebración del Concilio Vaticano II ha manifestado de modo empírico, como era de esperar, el carácter universal de la Iglesia y la extensión realmente católica de su actividad en el mundo. La Iglesia romana es y se sabe católica no sólo en el sentido dogmático y teológico, con arreglo a los principios básicos de su ser espiritual. Ha podido también reconocerse a sí misma como católica en un sentido práctico y operativo. Le importa cualquier asunto que interese a los hombres y pida una orientación y un diagnóstico evangélicos.

EL ESCENARIO DEL MUNDO

Conviene ocuparnos ahora de la escena profana, que es el marco y el ambiente temporal de la vida de la Iglesia y de los cristianos en los comienzos del siglo XXI, como lo ha sido en todos los tiempos.

No hay en estos comienzos, como es lógico, solución de continuidad con lo ocurrido en los últimos decenios del siglo XX. Este siglo se ha caracterizado en lo técnico por las grandes revoluciones científicas: relatividad, teoría cuántica, energía nuclear, biología molecular, física del caos y de la complejidad, informática. El hombre ha experimentado con mayor hondura e intensidad el hecho de que mantiene ciertamente una relación con todo el universo. Lo que podría ser antes una mera percepción romántica expresada poéticamente, es ahora una experiencia real de cercanía con el resto de la humanidad y con todas las latitudes de la tierra.

Estas revoluciones son coetáneas de los llamados giros lingüístico (cultura), permisivo (sociedad), eclesial (Vaticano II), político (liquidación de la Unión Soviética, consolidación de la Unión europea, hegemonía de los Estados Unidos de América).

A pesar de los aspectos prometedores que contienen algunos de estos desarrollos, lo cierto es que el siglo XX ha hecho muchos pesimistas históricos, que ponen en tela de juicio el avance moral de la humanidad. Los fantásticos inventos técnicos han contribuido a extender y mejorar la calidad de vida, pero ninguno de esos inventos parece haber hecho realmente mejores a los hombres.

Vivimos en un mundo norteamericano, lleno de paradojas y contrastes. Una cierta fe en el futuro coexiste con un ambiente de incertidumbre, que se ha acentuado en los últimos años. Los países en vías de desarrollo apenas se desarrollan, o no lo hacen en absoluto. Asistimos a la desintegración política de los países subsaharianos, en los que una descolonización acelerada parece actuar hoy como una bomba de efectos retardados. El fenómeno del terrorismo omnipresente ha introducido incógnitas y factores de consecuencias imprevisibles.

El mundo parece crecientemente unificado por las fuerzas convergentes de la globalización, la tecnificación y lo que, con notable maquiavelismo e ironía, suele llamarse información. Por doquier imperan los sistemas que, para bien y para mal, implican eficazmente al ser humano y disminuyen de modo implacable el espacio de su libertad. La suma de todos estos fenómenos apunta inexorable y pragmáticamente hacia un único mercado libre planetario, al que deberán subordinarse las ideas y las iniciativas espirituales.

El ambiente general en el que se operan estas trasformaciones es de secularismo. El mundo occidental prescinde fácilmente de la dimensión trascendente del hombre y de la realidad. El sínodo de obispos celebrado en el año 2000 constataba la decadencia religiosa de Europa, que resultaba evidente desde mucho antes para cualquier observador.

Nuestro momento histórico asiste a la crisis irrecuperable del socialismo y de los partidos socialistas europeos. Producto de la era industrial, el socialismo ha perdido en la posindustrial tanto el programa como el rumbo. El desfondamiento ideológico y moral de los partidos socialistas en los países mediterráneos expresa la irrelevancia actual de un credo político anacrónico y sectario.

Se ha producido asimismo, al amparo de la libertad política, la presencia corrosiva de grupos comunistas en las democracias occidentales, con las que no son ni se sienten, ni quieren ser solidarios. Son como un resto del nihilismo sociopolítico, que vive amparado en el presente caos cultural, y en las aporias de un Occidente al que han buscado destruir. Los intelectuales y simpatizantes culturales y sociales de estos movimientos neocomunistas ven con irritación y rencor silenciosos que el odiado capitalismo, consolidado y motivado democrática y tecnológicamente, ha salido indemne en su lucha contra poderosos enemigos históricos, como han sido el fascismo, el nazismo, el comunismo leninista y los socialismos que anidan en las democracias occidentales.

La experiencia general comprueba hoy la superioridad del llamado primer mundo, que en un largo proceso histórico ha podido eliminar el despotismo, la barbarie y la arbitrariedad que dominan todavía en numerosos países y sociedades orientales. Las naciones de Occidente han conseguido crear paulatinamente condiciones de vida más humanas que las ofrecidas por otras civilizaciones. El cincuenta por ciento de los jóvenes árabes que critican a los Estados Unidos emigrarían a Norteamérica si pudieran, porque de otro modo ven malgastada y perdida su vida en las sociedades bloqueadas y estancadas en las que han nacido y vegetan.

La figura del papa forma parte también de la escena profana mundial. El papa es universalmente reconocido como la voz moral más autorizada de la humanidad. El Papado puede ser considerado como la institución más importante de la historia, y esta percepción general sigue operando hoy, aunque no lo haga como en otros períodos históricos. Millones de hombres y mujeres de todo el planeta saben e intuyen que la palabra papal es de las pocas que merece ser tenida en cuenta, en un mundo de oportunismos, medias verdades y ficciones. La misma decepción y resistencia que algunas declaraciones del papa provocan en personas y ambientes, son en realidad modos paradójicos de reconocer y aceptar su prestigio.

Es evidente, de otro lado, que aparte de lo que pueda pensarse acerca del papel de las religiones de la Tierra en otras civilizaciones y culturas, la religión cristiana nunca ha sido ni será un freno en el desarrollo económico, científico, y político de un país.

EL ESCENARIO CRISTIANO

El fin del siglo XX sorprende a la Iglesia católica en un punto de inflexión, marcado por situaciones que dan lugar a desafíos y cuestiones, cuyo análisis y diagnóstico resultan inevitables. Algunos asuntos exigirán serias discusiones en la cúspide. Otros deberán ser aún observados en su evolución y desarrollo, antes de que el gobierno pastoral de la Iglesia sé determine a actuar sobre ellas de modo concreto.

La Iglesia presenta, al menos en su superficie, una situación critica y nueva, que llama la atención tanto a observadores informados como a personas de escasos conocimientos.

Lo que realmente ocurre escapa en gran medida a nuestra comprensión, y a la validez de nuestros posibles juicios y valoraciones. No sólo por el carácter de misterio de fe, que la Iglesia encierra para un creyente; sino también por la misma complejidad de su ser histórico, que desborda las observaciones culturales e incluso a las religiosas. Porque la Iglesia no es la expresión de una religión más entre otras.

Hay hechos que hablan, sin embargo, a la experiencia ordinaria, y de ellos nos ocupamos ahora.

Lo más característico de la escena cristiana durante los últimos decenios es probablemente el deseo de apertura al mundo, expresado y realizado por la Iglesia en torno al Concilio Vaticano II, y a sus múltiples implicaciones. Este concilio representa un punto de llegada, porque supone la cristalización y formulación de ideas y percepciones que preexisten a su celebración, y explican también de algún modo su convocatoria por el papa Juan XXII, en octubre de 1959. El Concilio es también un punto de partida, porque ha significado, como era de esperar, una nueva situación para la Iglesia, cuyos rasgos precisos no estamos todavía en condiciones de definir.

Esta apertura católica al mundo no ha sido siempre respondida favorablemente por las fuerzas e instancias seculares que configuran la política, la sociedad y la cultura modernas. Parece incluso que esa sincera oferta de diálogo por parte de la Iglesia ha sido recibida, más bien, con recelo y muchas veces con hostilidad. Ha recrudecido en muchas ocasiones la vieja enemistad de algunas ideologías, que parecen aprovechar la apertura para atacarla con mayor comodidad y eficacia.

Pero esta débil, o incluso negativa, respuesta del mundo secularizado al tono comunicativo de la Iglesia, no es ni con mucho la cuestión más seria y urgente que ésta debe resolver en la hora actual. Importa mucho más la situación interior y los problemas planteados de puertas adentro, que cada vez se revelan más agudos y lacerantes.

Sobresale enere ellos la determinación y el ejercicio de la identidad cristiana entre los hombres y mujeres que se confiesan católicos. «Nadie puede negar -decía el cardenal Ratzinger en diciembre de 1993- que existe una profunda inseguridad en relación con la fe y la doctrina de la iglesia» (coloquio publicado en Time el 06.12.1993). Lo que era un hecho para el cardenal hace diez años reviste actualmente proporciones inusitadas. Una generación de «rebeldes religiosos» parece haberse dedicado con ahínco a poner en discusión durante el posconcilio el pasado y el presente de la fe y de la conducta cristianas, tal como los pastores de la Iglesia tratan de proponerlas a los católicos.

Esa réplica contestataria ha ayudado a introducir en el interior de la Iglesia, y en la conciencia creyente de los fieles cristianos, uno de los elementos más típicas de la sensibilidad moderna, que es la multiplicación, buena o perversa, de las opciones, tanto profanas como religiosas. La modernidad pluraliza, y esta modernidad entendida como condición cognoscitiva en todos los planos, tiene mucho que ver con hábitos anárquicos de juzgar y pensar, que se han trasladado a la Iglesia católica.

A este fenómeno de decadencia religiosa, que muchos celebran como un nuevo modo de ser católico, se suma un déficit de comunión entre los diferentes estamentos de la Iglesia, provocado en gran medida por las vacilaciones y desorientaciones de muchos teólogos.ledli1.jpgUna teología intelectualizada, ávida de influencia eclesial y social, se lia erigido en un nuevo magisterio. Éste considera frecuentemente las doctrinas cristianas como axiomas de contenido flexible, que pueden y deben ser matizados, interpretados y, en su caso, reformulados por un pensamiento libre de trabas tradicionales. Se asiste a una verdadera proliferación de librepensadores católicos, que confunden la creatividad con la infidelidad. Crece así la privatización de la existencia eclestal de los creyentes en un sentido negativo, que aleja del centro y de la comunión.

Los papas de los últimos decenios tienen ante sí a un pueblo cristiano, cuya fe presenta rasgos inciertos; y a un estamento teológico, cuyos miembros ven al magisterio, en muchas ocasiones, como un competidor dentro de la Iglesia. No es menos grave el apagamiento del carisma que en su día originó e hizo posible la vida y la eficacia católicas de muchas familias religiosas. Un epifenómeno significativo de esta crisis, que explica para muchos la crisis misma de la Iglesia, es la práctica desaparición del hábito en numerosas órdenes y congregaciones.

Porque el hábito religioso no es un simple vestido exterior. Ha expresado siempre desde su origen ideales, valores y convicciones profundas, que una historia especializada puede describir fácilmente. El hábito indica visiblemente la relación de quien lo lleva con la sociedad que le rodea, así como la posición espiritual de esa persona en el marco de la convivencia general. Indica sobre todo la relación de quien lo lleva consigo mismo, protegiendo su identidad y obstaculizando en buena hora su posible disolución en lo mundano. El hábito imponía al religioso una imagen a la que conformarse y le hacía consciente de la singularidad que él mismo había querido para sí, con el fin de servir a Dios y a los demás hombres.

Un factor de desarrollo abierto al futuro, y también de inquietud e incertidumbre, deriva del diálogo y de la relación intensificada con las religiones del mundo. En la Iglesia se ha pasado, sin solución de continuidad, de un olvido de las religiones en sí mismas a una valoración excesiva del universo religioso no cristiano. Por su condición misteriosa y su nacimiento histórico, el Cristianismo interpela o juzga esencialmente a las religiones, que son en definitiva manifestaciones de una religiosidad herida. El Evangelio no supone la crisis radical de la religión no revelada, pero es parte de su misión poner de manifiesto la ambigüedad e insuficiencia de ésta como camino hacia Dios. No hay que olvidar que, siguiendo al judaismo, la religión cristiana ha abandonado definitivamente el mundo de los dioses y ha dicho adiós a los ídolos.

Estas consideraciones, u otras semejantes, no impregnan hoy suficientemente el estilo y el talante católico en el diálogo interreligioso, que se caracteriza en numerosos ámbitos de la Iglesia por un cierto irenismo. Las iglesias protestantes más solventes han conservado, en ocasiones, mejor que sectores y teólogos católicos la conciencia de identidad cristiana, y la diferencia abrumadora entre el cristianismo y las demás religiones.

Se observa junto a estos hechos un empobrecimiento espiritual general, que obedece en gran medida a una trivialización de la grandeza y del poder transformante de los adorables misterios cristianos. Parece haber retrocedido en los fieles el sentido de lo sagrado, a la vez que la Iglesia rebosa de formulaciones culturales directamente relacionadas con metas y eslóganes temporales.

Bajo una unidad externa de organización, la Iglesia padece serios problemas de fragmentación, más o menos encubierta. Hay poderosas fuerzas centrífugas que actúan sobre lo católico como factores desintegradores. Predomina con frecuencia en numerosos ámbitos eclesiales un pluralismo atomizador, más que un fecundo pluralismo en la comunión. En estas delicadas circunstancias sobresale el Papado como un factor real de unidad, tanto a nivel empírico como teológico.

UNA LECTURA PRUDENTE DE LA REALIDAD

El espectador de la escena mundial, más o menos informado y con alguna capacidad de valorar hechos históricos y religioso-culturales, tiene fácilmente la impresión de que los juicios y percepciones corrientes sobre la Iglesia distan mucho de responder a la verdadera realidad de las cosas. Suelen ser valoraciones culturales, sociales, políticas, religiosas o estéticas, que recogen solamente aspectos muy parciales de una realidad que no se deja catalogar rii describir según las taxonomías de nuestro mundo. Lo saben los creyentes y lo sospechan los indiferentes y los incrédulos. La desconfianza moderna hacia los grandes discursos y sistemas explicativos de las cosas o de la historia puede extenderse con toda razón a las estimaciones sobre la Iglesia, como sociedad o comunidad que vive y actúa en el mundo.

En la Iglesia hay siempre más y hay siempre menos de lo que se ve exteriormente. La Iglesia que experimentamos es un ser proteico, cuya fenomenología escapa a leyes y criterios ordinarios de valoración temporal. Un declive histórico puede ser inicio de un período cargado de promesas, y una situación de bonanza puede encubrir la gestación de graves momentos críticos. Sencillamente porque las fuerzas renovadoras y capaces de reorientar una situación escapan por entero en su aparición a la previsión y al control humanos.

Pero también la experiencia tiene algo que enseñar. La Iglesia católica es la institución y el sistema religioso con mayor prestigio en la hora presente. Su condición paradójica en muchas dimensiones hace posible detectar en ella una crisis honda, a la vez que permite considerarla esperanza y luz de una humanidad espiritualmente agobiada y sin rumbo. El impacto secularizador y la crisis de la Iglesia ocurren a la vez que ésta toma conciencia cada vez más honda y viva de lo que es y significa el Evangelio.

La muerte del papa Pablo VI en agosto de 1978, y el fallecimiento, casi dos meses después, de su sucesor Juan Pablo I, habían creado lógicamente un alto grado de perplejidad y relativo desconcierto en la Iglesia. Pero esa situación excepcional, y esos sentimientos, daban paso enseguida a un nuevo periodo de normalidad y contenida expectación en torno al nuevo papa, que es latino con los orientales y oriental con los latinos. Una sacudida de gran envergadura se saldaba con una continuidad creativa, de modo que los hechos históricos venían como a enunciar silenciosamente una ley del acontecer cristiano: la vida cotidiana de la Iglesia, hecha de luces y sombras, coincide asombrosamente con su caminar majestuoso a lo largo de los siglos.

En ese caminar reconocía el converso inglés John H. Newman su condición trascendente y divina: Incessu patuit dea. Pero ese mismo estilo de recorrer la historia de los hombres y de las sociedades ha podido sembrar dudas y originar crisis de fe en otro tipo de mentes y corazones. Así le ocurrió al francés Alfred Loisy, que abandonó la Iglesia por motivos semejantes a los que provocaron la conversión de Newman. El escándalo y las ambigüedades de la historia, interpretadas o no según coordenadas y criterios convencionales, fue el marco de ambas aventuras espirituales de resolución tan diferente.

Las pautas habituales de interpretación no son suficientes para que la Iglesia se le revele al espectador o al analista como una realidad inteligible. Se dice que la antigua Roma imperial podía sufrir en algunos de sus muros y puertas el acoso de sus enemigos, mientras que a través de otras salidas de la urbe enviaba ejércitos a la conquista de nuevos territorios. Era una situación bélica paradójica, que se reproduce pacífica y espiritualmente en la nueva Roma. Aunque a veces pueda parecerlo, la Iglesia no marcha cojeando por la historia de la humanidad, y sus vaivenes reflejan en realidad lo accidental de las circunstancias humanas que comparte.

Todas las sombras que arroja la Iglesia sobre el propio terreno, y sobre la faz del mundo en el que vive, no manifiestan sino la luz que de ella procede, y que la envuelve por doquier. La Iglesia es un misterio que escapa a los hombres, incluidos los creyentes, y puede producir notables perplejidades. Algunos sufren hoy porque se habría adecuado excesivamente a los parámetros del mundo, mientras que otros no ocultan su malestar porque consideran que se mantiene extraña a la vida real de las gentes. La verdad es que se espera mucho más de la Iglesia que de todas las demás instituciones mundanas.

En muchos aspectos importantes de su papel en el mundo, la Iglesia, sin embargo, no defrauda, y su comportamiento en lo esencial podría calificarse de «incorregible». Lo que para una visión miope de la Iglesia parece un empecinamiento en criterios anticuados, es precisamente un rasgo fundamental de su condición, que la abren a todos los tiempos y lugares habitados por seres humanos. Se piensa a veces que el catolicismo no posee una funcionalidad directa y visible en las sociedades de nuestros días. Pero este es un juicio temerario, que resultaría imposible demostrar incluso a nivel empírico. Lo cierto es que la Iglesia revela lo real, y habla de ello al hombre y a la mujer en una medida mucho más amplia e intensa que cualquier otra instancia terrena.

Si algo caracteriza a la Iglesia es su negativa constante a ser una mera función de las ideas, sentimientos y proyectos vigentes dentro de la sociedad en un momento histórico. La Iglesia es parte de la comunidad de los hombres, y a la vez flota sobre ella. No va a remolque de la sociedad, ni obtiene sus inspiraciones y sus energías de los impulsos y principios que mueven a ésta, aunque en muchas ocasiones aprenda de ellos, los comparta y colabore en hacerlos realidad.

Algunas Iglesias y denominaciones cristianas aceptan con notable facilidad propuestas reformistas e innovadoras de colectivos sociales sobre asuntos que atañen a la visión evangélica del hombre. La sensibilidad y las convicciones del mundo aparecen entonces como criterios de acción y de reforma, adornados con un cierto halo de infalibilidad sociorreligiosa. Al aceptarlos indiscriminadamente y sin crítica verdadera, las denominaciones religiosas claudican ostensiblemente de su misión orientadora en el campo de la doctrina y de la moral. No han podido ni sabido resistir la presión secularista y han cedido a los eslóganes mundanos, que nada saben ni entienden de Evangelio.

Los medios de comunicación se hacen eco con frecuencia de este fenómeno, que pone de manifiesto con cierto dramatismo la crisis y el desmoronamiento doctrinal y espiritual de numerosas comunidades cristianas. La búsqueda de una sintonía absoluta con las ideas y planteamientos mundanos a cualquier precio ha hecho irreconocibles a denominaciones y grupos cristianos que históricamente han podido ser focos de espiritualidad evangélica. Muchas de estas comunidades tradicionales, asentadas incluso en diversos continentes, no perciben tal vez que las iglesias cristianas que se niegan a adaptarse al secularismo son las que mejor se mantienen y crecen más rápidamente, mientras que se agostan y se escinden las que tratan de ser «modernas y relevantes» para el momento actual. El secularismo no es el futuro, sino la falsa visión que ayer se tenía del futuro.

La Iglesia no puede ir, ni va de hecho, a remolque de la sociedad y de sus modas. Trata más bien de guiarla moralmente a la luz del Evangelio, a la vez que procura en su caso asimilar de ella estilos y sensibilidades, que la ayudan a estar en el mundo y a mejorar su comunicación con los hombres y las mujeres de cada época. El llamado «espíritu del tiempo» es necesariamente juzgado por la Iglesia, y sometido a una valoración evangélica.

Porque los signos de los tiempos resultan por lo menos ambiguos. Se mezclan en ellos la voz de Dios en la historia humana, y una deriva nihilista, o al menos ajena a los valores espirituales, que no construye sino que más bien destruye humanidad. Hay que separar con instinto creyente aspectos contradictorios de la realidad, que viven y se expresan a través de los mismos fenómenos y sucedidos históricos. Por eso la Iglesia no dice nunca a la sociedad simplemente lo que ésta quiere oír. La relativa impopularidad de numerosos papas recientes en diversos ambientes del mundo contemporáneo, obedece sin duda al hecho de haber proclamado la verdad moral y religiosa sin compromisos ni ambigüedades.

La Iglesia no obtiene su discurso y sus luces del mundo circundante, pero tiene muy en cuenta los valores de verdad y las muchas percepciones sabias y perennes que las sociedades humanas consiguen en el curso del tiempo. Porque el Reino de Dios no es un juicio absoluto del mundo, ni deriva por tanto su visión y sus valores de una confrontación con el mundo. La Iglesia juzga, valora y salva al mundo, y lo hace todo a la vez.

Nos hemos referido en estas páginas a la delicada situación que vive la Iglesia en las últimas décadas del siglo XX y comienzos del presente siglo. No es la primera vez que el cuerpo católico ha tenido y tiene que atravesar vados profundos, en los que cualquier otra comunidad tendría que haber perecido. Pero la Iglesia ha resurgido de momentos semejantes, e incluso más comprometidos, a lo largo de su agitada historia. No se pueden prever las primaveras del Espíritu, ni tampoco el cómo y el cuándo de su gestación y desarrollo. Podemos estar seguros, sin embargo, que todos los inicios y gérmenes de renovación de la Iglesia viven y actúan ya desde dentro en la Iglesia misma.

El pequeño templo en ruinas de San Damián se convirtió para Francisco de Asís en la imagen misma de la Iglesia de su difícil época. Fue precisamente el carisma de Francisco, reconocido y avalado por los pastores legítimos, el que salvó, en gran parte, aquella hora y aquella situación comprometidas. La Iglesia tenía que salir adelante, y su triunfo era, una vez más, inevitable, aunque hubiera que conseguirlo con mucho amor y con mucho dolor. Hoy podemos hablar también de sangre, sudor, y lágrimas.

Como las sociedades humanas, también la Iglesia consiste en largos procesos de desarrollo y cambio, que no modifican su esencia, pero que impiden entenderla como una realidad inmutable y atemporal.

La Iglesia católica está en el mundo como una doctrina, un culto o religiosidad y un gobierno pastoral. Son tres dimensiones o aspectos que se fundan armónica e indisolublemente en una única realidad sobrenatural y humana. La existencia y fusión de doctrina, oración y gobierno es parte esencial del misterio y de la singularidad de la Iglesia. Es un hecho religioso que la distingue de cualquier otra comunidad, cristiana o no cristiana. Las tres dimensiones conectan a la Iglesia con el misterio trinitario del que procede y del que vive; y a la vez la sitúan y enraizan en el mundo real de los hombres.

Doctrina, culto y gobierno no son, en la Iglesia, aspectos inteligibles ni operativos por separado. Los tres se implican, refuerzan y moderan o corrigen mutuamente, siempre que resulta necesario. Aseguran a la Iglesia el contacto permanente con sus raíces últimas y mantienen su perennidad y su equilibrio, en gran parte perceptibles empíricamente, a lo largo de los siglos. Una doctrina verdadera; un culto y un modo de oración derivados del Hijo único de Dios, que nos ha enseñado a orar; y un gobierno que cuida de la doctrina y vigila para que la religiosidad no degenere en superstición o fideísmo: he aquí el régimen de la Iglesia, cuya alma es el Amor.

Quienes gobiernan la Iglesia no sólo moderan la doctrina y el culto, sino que también se dejan moderar y corregir por una y otro. De otro modo, un gobierno sin principios de fe podría corromperse en maquiavelismo, tiranía o arbitrariedad. O bien, carente de oración, podría devenir una política y pragmatismo mundanos. Muchas crisis de las padecidas por la Iglesia obedecen en gran medida al cuarteamiento, empírico y temporal, de la unidad radical y operativa que debe hacer de las tres dimensiones citadas una realidad sin fisuras. Una doctrina equívoca, una religiosidad empobrecida y un gobierno pastoral a la deriva son factores y síntomas de declive eclesial.

Esta conjunción estrecha salva y garantiza la identidad y permanencia del cristianismo católico, sin sincretismos en el credo, sin perversiones en la religiosidad y sin desmanes o injusticias en el gobierno de la Iglesia.

Sólo el Espíritu de Dios puede contrarrestar de modo creativo el declive al que se ve sometida periódicamente la Iglesia, en todo lo que tiene de sociedad humana. Lo han causado los hombres, pero éstos no pueden remediarlo, si no intervienen nuevas energías. En muchas comunidades cristianas se acumulan los sucesivos declives y momentos de crisis, hasta que la situación deviene irreversible y la comunidad se hace irrecuperable e irrelevante desde el punto de vista religioso. A la Iglesia podría ocurrirle lo mismo, si no fuera porque su alma es el Espíritu de Dios, continua fuente de carismas y de semillas e impulsos de renovación.

Cuando amenaza el peligro, crecen también los factores de salvación. Esta ley parcial de la economía espiritual humana se cumple fielmente en su plenitud en el desarrollo de la Iglesia. Cuanto mayores son los peligros amenazantes y los riesgos, mayores son las energías que restauran y enderezan. Fallan entonces las pautas interpretativas de situaciones que podrían denominarse de decadencia y caída.