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Han transcurrido ya más de cuarenta años desde que las Naciones Unidas consideraran la década de 1960 como el comienzo de un gran salto adelante que permitiera la superación del subdesarrollo. Eran años en los que muchos países acababan de conseguir su independencia y nacía un nuevo orden internacional que se pensaba que llevaría a la prosperidad a los nuevos Estados.

Las cosas, sin embargo, se hicieron mal desde el principio. En unos años en los que se hablaba seriamente de que el mundo occidental se encaminaba hacia una convergencia de sistemas económicos, en el que el viejo capitalismo sería sustituido por un sistema mixto de mercado y planificación con fuerte intervención estatal, se orientó a los nuevos países hacia modelos de economía socializada que pronto mostrarían sus perniciosos efectos. Hubo escasas voces, en el contexto internacional, que se opusieran a esta forma de entender el desarrollo. Pero hay que recordar algunas, como la de Peter Bauer, seguramente el economista más destacado en la defensa de un modelo de desarrollo liberal, cuyas predicciones sobre lo que supondría olvidarse de los principios de la economía de mercado se han cumplido, por desgracia.

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Cuando se analiza la situación actual, no pueden echarse, por tanto, las culpas a la casualidad o a la mala suerte. Los errores en economía suelen tener unos costes enormes sobre la gran mayoría de la población. Y de este enfoque equivocado del desarrollo no sólo son responsables los gobiernos del tercer mundo. No se debe olvidar que, a lo largo de muchos años, la educación que las élites de las nuevas naciones recibieron en sus antiguas potencias coloniales se basaba precisamente en esta desconfianza del modelo de mercado y en la creencia en que el sector público debería ser el protagonista de la actividad económica.

Uno de los grandes errores de muchos estudios teóricos y de programas dirigidos a la erradicación del subdesarrollo consiste en centrarse en el análisis de las causas de la pobreza. Y es una equivocación, porque a diferencia de lo que se dice a menudo, la pobreza no es un fenómeno nuevo cuya aparición tengamos que explicar. Es hoy ciertamente más llamativa que en el pasado porque disponemos de una información muy superior a la de otros tiempos y porque una buena parte del mundo ha alcanzado niveles de prosperidad inimaginables hace sólo algunas décadas. Pero lo que ha dominado la vida de la gran mayoría de la humanidad a lo largo de su historia ha sido precisamente la pobreza.

Lo que hay que explicar no es, por tanto, la existencia de países pobres,sino las razones por las que algunas naciones dejaron de serlo. En otras palabras, encontrar las razones por las que, en un momento histórico concreto, un número limitado de países fueron capaces de crear unas determinadas formas de organización social, basadas en la propiedad privada y en la supremacía del derecho sobre la fuerza, que les permitieron romper el círculo vicioso de la pobreza. Esta forma de organización social constituye la esenciade lo que denominamos el capitalismo, y fue el tema principal de la grano bra de Adam Smith, cuyo objetivo no podía ser más simple y, a la vez, más difícil: determinar por qué algunas naciones se enriquecen y otras no. Lo que produce la prosperidad no son los recursos naturales, sino la sociedad misma que los utiliza.

Un país con un elevado nivel de capital humano y unas instituciones que garanticen la primacía del derecho y el cumplimiento de los contratos libremente pactados entre las partes será próspera, al margen de cuáles sean sus recursos físicos; y, por el contrario, muchas naciones con grandes riquezas naturales se muestran, una y otra vez, incapaces de salir de la pobreza.

Pocas cosas han hecho tanto para perpetuar la miseria de millones de personas que la idea de que la principal causa de la pobreza del tercer mundo es la prosperidad de los países ricos. El problema de esta visión maniquea de la economía mundial de nuestros días, según la cual hay naciones ricas porque hay explotadores y hay países pobres porque hay explotados, no es sólo su falsedad, sino que además cierra la puerta a cualquier programa coherente de desarrollo económico. Mientras las causas de la pobrezase busquen en el exterior y no en los propios países que la sufren no habrá solución. Se podrán diseñar sistemas de ayudas generosas, como condonaciones de deuda o transferencias que alcancen el famoso 0,7% del PIB, o el 1,7, o el 2,7%. Los efectos serán similares: de nada servirá todo esto mientras no se cambie la gestión interna de las economías, siguiendo, por otra parte, el camino ya marcado por todos aquellos países que han sido capaces de salir de la pobreza en las últimas décadas.

Un mundo global
ledd2.jpgUno de los elementos fundamentales de la economía de nuestros días es su carácter internacional. Vivimos en una economía global, ciertamente. Y lo que sucede en un determinado país rara vez deja de tener alguna influencia en el resto del mundo. El capital se mueve con bastante libertad a través de las fronteras y con un volumen tal que puede causar graves problemas a los países —-avanzados o en vías de desarrollo-— que son castigados por el mercado. Pero ¿supone esto realmente un cambio sustancial en relación con el pasado? Lo cierto es que a cualquiera que esté familiarizado con la historia económica de los dos últimos siglos, el carácter internacional de la economía y la relevancia de los movimientos internacionales de capital en ellas, difícilmente le sonará a nuevo. Lo quela actual globalización significa no es la quiebra de una tendencia, sino la aceleración de un proceso que se inició hace ya mucho tiempo, debida a una reducción muy significativa de los costes de transacción en el comercio y las finanzas internacionales.

Tras un largo periodo de fuerte crecimiento del comercio internacional— -que ayudó de forma importante a muchos países a salir del subdesarrollo-— la actual ronda Doha de la Organización Mundial de Comercio fue recibida en el momento de su lanzamiento con franco optimismo por la mayor parte de los países del mundo como un paso que podría ser decisivo para la liberalización multilateral del comercio mundial. En Doha se acordó, en efecto, un amplio plan de negociaciones que iba más allá de las meras reducciones arancelarias tradicionales para entrar en cuestiones como la competencia, las prácticas antidumping o diversas formas mediante las que las regulaciones nacionales han venido poniendo obstáculos al libre comercio. Pero la satisfacción inicial se tornó pronto en preocupación al comprobarse que no se conseguían avances significativos; finalmente se ha llegado a un pesimismo generalizado al observarse que la actual crisis económica ha frenado la marcha hacia la liberalización en un ambiente de crecientes presiones proteccionistas.

Cuestión fundamental en estos debates es, sin duda, el comercio de productos agrarios, que tanto representa para muchos países en vías desarrollo, no sólo porque una parte relativamente grande de su PIB tenga su origen en la agricultura, sino también por el hecho de que es un sector en el que estas naciones tienen ventaja comparativa y podrían abastecer buena parte de los mercados de los países avanzados. La situación de éstos es, sin embargo, muy diferente. Con una mano de obra dedicada a la agricultura inferior al 5% del total de su población activa y una participación de este sector en la generación de PIB que pocas veces supera el 2%, la agricultura significa muy poco en términos macroeconómicos en el mundo desarrollado. Pero la capacidad de actuación de los grupos de interés es muy grande en este sector. Y, como es bien sabido, tanto la Unión Europea como EE.UU. mantienen complejos -—y muy costosos—- sistemas de protección a la agricultura que se resisten a desmantelar, a pesar de que, al menos en el caso de Europa, los cambios debidos a la reciente ampliación de la Unión hacen que el actual modelo sea prácticamente inviable a medio plazo.

Siempre resulta difícil determinar quién es el culpable del fracaso de una negociación multilateral. Pero, en este caso, son los países más ricos del mundo los que han creado mayores trabas a una liberalización real del comercio de productos agrarios. Si esta actitud no puede defenderse desde el punto de vista económico, es inaceptable también desde el punto de vista político, ya que pone de manifiesto la incoherencia de unos Estados que recomiendan —-con toda la razón-— la apertura de fronteras como una estrategia necesaria para el desarrollo, mientras ponen todo tipo de dificultades cuando se trata de recibir importaciones de productos que afectan a un sector de sus economías que consideran especialmente sensible, aunque reamente sea muy poco importante en términos de su aportación al lPIB. Y algo similar podría decirse de ciertos bienes industriales intensivos en mano de obra, cuya producción se concentra en los nuevos países industriales, desde los que se exporta al resto del mundo.

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Aunque muchas de estas políticas sigan siendo muy perjudiciales para los países en vías de desarrollo, hay que señalar que empiezan a surgir algunos indicios que podrían dar pie a un cierto optimismo, al menos en el mundo de las ideas. El más importante es la visión de que lo que los países pobres necesitan no son economías cerradas, sino un mayor volumen de comercio exterior. Esto significa que se va abandonando la idea que considera el comercio internacional como un instrumento más de explotación del tercer mundo y se empieza a entender que lo que hace daño realmente son las restricciones al comercio. Es tal vez sólo una gota de agua en una mar de ideas erróneas. Pero podría ser el comienzo de una estrategia más sensata en nuestra larga lucha contra la pobreza, que no debería frenar la crisis y la recensión que sufren hoy los países avanzados.

La curiosa historia del desarrollo sostenible 
La expresión «desarrollo sostenible» ha cobrado una gran relevancia en la literatura económica en los últimos años. Y, como tantas veces sucede con términos que en algún momento se ponen de moda, no resulta fácil saber cuál es su sentido preciso, si es que lo tiene. La idea de que el desarrollo de una cierta actividad debe ser «sostenible» si queremos que se mantenga a largo plazo es bastante clara. No se puede, por ejemplo, pensar que se podrá seguir explotando un determinado banco de pesca si no se sigue una estrategia racional, consistente en adaptar el volumen de capturas a su capacidad de reproducción y evitar que se capturen ejemplares muy jóvenes. Pero cosa muy diferente es tratar de aplicar estas ideas al conjunto de la actividad económica.

Lo que los teóricos del desarrollo sostenible afirman no es, en efecto, que el crecimiento de un sector se verá afectado en el futuro por su sobreexplotación, sino que el conjunto del desarrollo de la economía en el mundo llegará en un plazo no muy largo al estancamiento por una utilización inadecuada de los recursos naturales.

Siempre he pensado que tal proposición tiene, sin embargo, poco de científica y bastante de metafísica. No hay datos, en efecto, que permitan llegar a tal conclusión con un mínimo de seguridad, y lo mismo que se afirma que el actual desarrollo no es «sostenible», puede decirse lo contrario. Y, al final, en este debate, lo importante no son tanto los argumentos como las creencias. Quienes están en contra del capitalismo, de la globalización y, en resumen, de la nueva economía que se va abriendo camino en la mayor parte del mundo, piensan que el modelo de desarrollo actual no es sostenible y que nos encaminamos a un desastre a escala mundial. Pero quienesven en el progreso técnico y en la internacionalización de la economía un futuro lleno de esperanza en el que la pobreza en el mundo se seguirá reduciendo de forma espectacular no comparten, desde luego, tan lúgubres predicciones.

Se equivocaría quien pensara que nos encontramos ante un fenómeno nuevo. Visiones catastrofistas relacionadas con el agotamiento de los recursos naturales han existido casi desde el momento en el que, en algunos países, se empezó a elevar de forma sostenida el nivel de bienestar de la mayoría de sus habitantes. Así, a mediados del siglo XIX mucha gente pensaba que se estaba en un proceso acelerado de agotamiento del carbón, lo que habría frenado el desarrollo del mundo occidental, que tenía en este mineral su principal fuente de energía. Y muchas veces se ha dicho lo mismo en nuestros días sobre el petróleo. ¿Qué haremos si el petróleo se acaba, dado el mal uso que de sus reservas estamos haciendo? La respuesta a esta pregunta es, sin embargo, bastante simple. Por mucho que utilicemos el petróleo, nunca se agotarán sus reservas, como nunca se agotaron las de carbón.

La economía no funciona así. Lo importante no es la escasez absoluta de un bien, sino la relativa, que medimos por su precio. Así, a medida que el petróleo se encarezca, aumentarán los incentivos para diseñar y utilizar fuentes de energía alternativas. Por ejemplo, el escaso uso que se hace en la actualidad del coche eléctrico no se debe a que éste sea técnicamente inviable, sino a que, con los precios actuales, resulta más eficiente utilizar el de gasolina. Si cambian los precios, la extracción de petróleo se reducirá de forma sustancial y se pasará a usar otras fuentes de energía.

No conviene, por tanto, hacer demasiado caso a los profetas del desastre. Todavía están muy recientes las predicciones del Club de Roma, que hoy nadie con sentido común puede tomar en serio. La humanidad ha mostrado, a lo largo de su historia, una extraordinaria capacidad de adaptación a los nuevos problemas que han ido surgiendo, y hemos conseguido, en gran parte del mundo, una mejora del nivel de vida que hace sólo algunas décadas nadie habría imaginado.

El desafío actual consiste en extender el progreso a aquellos países y a aquellas personas que todavía hoy viven en condiciones lamentables. Y esto no se logra con programas dirigidos a frenar el crecimiento. Lo que para un europeo o un norteamericano con mala conciencia es un programa que pretende salvar al mundo de su destrucción, puede significar la miseria para cientos de millones de personas en otros continentes. Lo que los indios, los chinos o los africanos quieren no es precisamente que el desarrollo se detenga, sino que se acelere. Y esto, como muestra la experiencia de las últimas décadas, sólo se consigue con más globalización y más economía de mercado.

Catedrático emérito de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y profesor Eminent Senior en UNIR. Fue director del Instituto de Economía de Mercado, Senior Associated Member del St. Antony’s College de la University of Oxford y presidente del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid.