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El período entre 1996 y 2004 es ya un período extraordinariamente singular en nuestra historia reciente. Sólo aquellos que se dedican con entusiasmo y mala intención a distorsionar los hechos pueden negar las enormes mejoras que experimentó España durante esa época. Sin embargo, como la historia siempre depende de algún modo de lo que la sigue, ha calado en algunos ambientes una cierta versión de esos años en la que predomina la música de oposición que alcanzó la victoria en marzo de 2004, aunque todos sabemos que lo hizo con la inestimable ayuda de unos efectos escénicos extraordinarios.

Los gobiernos de Aznar
no hicieron prácticamente
nada por modificar lo que
podríamos llamar el
componente ideológico
en la situación de la cultura
española, un legado
que aceptaron como un bien
más que había que gestionar
con eficacia, sin reparar
suficientemente en el valor
político que comporta
cualquiera de las mínimas
cosas que se mueven
en tan variopinto mundo.

Una de las ideas centrales que han construido esa imagen, machaconamente repetida por el hoy presidente Rodríguez cuando era ZP, es que Aznar había crispado la vida política española gobernando al margen de la opinión pública, silenciando al Parlamento, tratando de destruir la pluralidad de España y traicionando a nuestros aliados tradicionales (¡!) en la Unión Europea para arrojarse en brazos de la extrema derecha norteamericana. Esta imagen tan interesada y demagógica no llegará a consolidarse, entre otras cosas, porque la historia real nunca se detiene y, a poco más de un año del cambio político, se dispone ya de suficientes elementos de contraste como para que sea realmente improbable una decantación de ese tipo. Fue una imagen que sirvió, con ayuda de inestimables errores propios, para movilizar a un electorado radical en el momento de las urnas y no debería servir para mucho más.

En relación con ella hay, sin embargo, una pregunta realmente importante: ¿cómo es posible que llegase a ser una imagen eficaz, pese a ser tan extraordinariamente contraria a hechos bien constatables? La respuesta a esta pregunta tiene que ver, a mi entender, con uno de los fallos políticos de mayor calado en los ocho años de gobierno del Partido Popular. No me refiero ahora a la política de comunicación, que casi siempre suele emplearse como pagana gustosa de esta clase de descalabros. Creo que hay un escalón un poco más hondo y que tiene que ver con el tema de este artículo, con la política cultural.

Hay que empezar por afirmar que los errores que se han cometido en este terreno, si es que, como yo creo, de errores se trata, no eran nada fáciles de evitar. No se trata, por tanto, de poner en cuestión la gestión personal de quienes se han encargado de protagonizar esa política en las dos anteriores legislaturas. Estoy convencido de que hicieron lo que pudieron y de que, con criterios de gestión ordinaria, su trabajo no ha desmerecido en nada respecto del resto de los equipos de los gobiernos de Aznar.

Convencidos como estaban de la superioridad intelectual y moral de las doctrinas liberales sobre sus alternativas de izquierda (una posición muy cómoda y razonable para vivir en Cambridge o en Chicago, pero arriesgada hasta el suicidio en Madrid y no digamos en Barcelona) no hicieron gran cosa por explicarse.

Sería absolutamente injusto pensar que lo que se ha hecho no ha servido de nada, entre otras cosas porque el hacer bien lo que hay que hacer tiene siempre influencias más profundas de lo que parece; y porque, además, el empeño del Gobierno en algunos proyectos de gran calado, como han sido los desarrollados en el Museo del Prado o en la Biblioteca Nacional, ha sido acompañado por el éxito. El Partido Popular ejerció muy bien una política cultural de Estado aunque se haya olvidado en buena medida de sus propios intereses, que en alto grado coincidían con profundos y muy reales intereses de la sociedad española. Los gobiernos de Aznar se preocuparon también de aumentar significativamente nuestra proyección cultural en el exterior potenciando extraodinariamente las exposiciones y giras internacionales de nuestros artistas y el visionado de películas españolas en el extranjero. El Instituto Cervantes, que fue otra de sus grandes preocupaciones, pasó de tener treinta sedes en 1995 a contar con más de cincuenta al acabar la legislatura y multiplicó muy significativamente el número de alumnos. En suma, en el terreno de las cifras el balance cultural de los gobiernos de Aznar ha sido tan favorable como en cualquiera de los demás aspectos de su gestión.

La expresión «política cultural» es singularmente ambigua puesto que con esa expresión se puede querer decir varias cosas bastante distintas, lógica consecuencia de la polisemia irrefrenable que arrastra la palabra «cultura». De lo que aquí nos interesa dejar constancia es que los gobiernos de Aznar no hicieron prácticamente nada por modificar lo que podríamos llamar el componente ideológico en la situación de la cultura española, un legado que aceptaron como un bien más que había que gestionar con eficacia, sin reparar suficientemente en el valor político que comporta cualquiera de las mínimas cosas que se mueven en tan variopinto mundo.

El Partido Popular ha tardado en comprender que no basta ganar, sino que es necesario convencer y eso es imposible sin una intensa política cultural.

La política general de los gobiernos de Aznar ha estado presidida por la convicción de que gestionando bien los problemas económicos, sometiendo al terrorismo y trabajando por el prestigio y el bien de España en el ámbito europeo e internacional, el resto de las cosas se encauzarían solas, sin necesidad de enfrentarse directamente con sus adversarios en un terreno como el cultural en el que una buena parte de sus actores, aunque ni tantos ni tan eximios como se suele presumir, lo eran de oficio.

El error político estuvo, probablemente, en que los gobiernos de Aznar no valoraron adecuadamente la importancia de los aparatos ideológicos, ni siquiera de los que controlaba el propio Gobierno. Es verdad que los informativos de TVE no les eran siempre desfavorables, pero el resto de la programación estaba en manos de gente convencida de esa cosmovisión (tan contraria al buen sentido) según la cual, si se daba el caso de que tuviera que aparecer en una serie de TVE un personaje, por ejemplo un concejal maligno y corrupto, cualquier espectador tendría que entender sin muchas dificultades que el malvado era de derechas, como siempre.

Convencidos como estaban de la superioridad intelectual y moral de las doctrinas liberales sobre sus alternativas de izquierda (una posición muy cómoda y razonable para vivir en Cambridge o en Chicago, pero arriesgada hasta el suicidio en Madrid y no digamos en Barcelona, salvo que uno sea millonario y no se dedique a la política) no hicieron gran cosa por explicarse. En consecuencia, los valores políticos de los españoles no se encontraban, a marzo de 2004, un poco más a la derecha de lo que estaban en 1996.

Cuando la segunda legislatura se sometió a las urnas ya eran muchas las voces en el gobierno y en el PP que advertían el riesgo que iban a correr porque no se había hecho pensar a los españoles en las razones del éxito evidente de ciertas políticas, porque no se había gastado ni tiempo ni energía en haber explicado a fondo las razones culturales de esos éxitos, y esa labor no se había hecho con la previsible disculpa de estar ocupados en cosas más importantes.

Los gobiernos de Aznar partían de un buen diagnóstico de la situación cultural de España; pero tardaron en entrar a fondo en el asunto y cuando se lanzaron las reformas pecaron de ingenuidad, confiaron en que sus adversarios iban a practicar el mismo juego limpio que ellos propugnaban.

El Partido Popular ha tardado en comprender que no basta ganar, sino que es necesario convencer y que eso es imposible sin una intensa política cultural, algo muy distinto del buen llevar con los demandantes de subsidios públicos que, travestidos de creadores con mejor o peor fortuna, se dedican a enunciar las grandes verdades/bobadas del estilo de Paz infinita y Alianza de civilizaciones, que ahora han encontrado una solemne investidura presidencial.

Los gobiernos de Aznar partían de un buen diagnóstico de la situación cultural de España. Sabían que una de las raíces de los males estaba en la deficiente educación, en la escasa capacidad de una buena parte de españoles para afrontar el análisis de cuestiones un poco complejas. Tardaron en entrar a fondo en el asunto y cuando se lanzaron a reformar estas cosas pecaron de ingenuidad, confiaron en que sus adversarios iban a practicar el mismo juego limpio que ellos propugnaban. Como es evidente, no ha sido así y los mismos que dialogaban amablemente con el Gobierno a la espera de lo que la ley de presupuestos les pudiera reservar, se lanzaron inmisericordes a su cuello en cuanto vieron que los ocho años insoportables se podían convertir en doce, y que hasta ahí podíamos llegar.

 

Desde un cierto punto de vista, el comportamiento del electorado español, negando la mayoría al Partido Popular, puede entenderse como un rechazo al protagonismo económico e internacional que Aznar estaba empezando a procurar para España, un protagonismo que chocaba de frente con algunos de los dogmas del pensamiento de izquierda siempre bien dispuesto a identificarse, sin mayores precauciones, con la democracia y con la misma decencia. Una parte del electorado no estaba dispuesto a endosar las empresas en que Aznar nos estaba metiendo y no estaba dispuesto no porque se lo pensase bien y no le pareciese oportuno, sino porque eso contradecía la autoimagen de un progresismo paleto y maniqueo con que siempre está dispuesta a identificarse la izquierda, sobre todo si ese es el precio que hay que pagar para conquistar el poder. Aznar se metió valientemente en aventuras que un país cobarde no estaba dispuesto a secundar. Aquí, lo estamos viendo ahora, la culpa es siempre de los americanos y los radicales islámicos no hacen otra cosa que defenderse de las gratuitas agresiones (bueno, gratuitas no, que es por el petróleo) de unos vaqueros egoístas, ignorantes y sin cultura.

Desde un cierto punto de
vista, el comportamiento del
electorado español, negando
la mayoría al Partido Popular,
puede entenderse como un
rechazo al protagonismo
económico e internacional
que Aznar estaba empezando
a procurar para España,
un protagonismo que chocaba
de frente con algunos de los
dogmas del pensamiento
de izquierda siempre bien
dispuesto a identificarse,
sin mayores precauciones,
con la democracia y con
la misma decencia.

Ese macizo de la raza no podía entender las políticas de Aznar y las confundió con un afán de protagonismo, no se conmovió con ellas, sino que las vio solamente como un riesgo innecesario. Como para buena parte de la izquierda española la derecha no puede tener ningún acierto; y como la derecha tampoco se tomó muy a pecho la obligación de explicar la razón de ser de sus éxitos, el electorado de izquierda vio la posibilidad de administrar bien ellos mismos, pero sin dejar de ser de izquierdas, signifique eso lo que signifique, que ya se está viendo cómo depende del caso. A la ausencia de nervio ideológico en las propuestas del Gobierno, cierto electorado no respondió desideologizándose sino, muy al contrario, radicalizando su actitud hasta convencerse de que había que combatir lo que, con su clarividencia crítica, empezaban a identificar como el fascismo.

La izquierda estaba en una verdadera bancarrota intelectual, ha sabido redefinirse y se las ha arreglado para pactar con dos de sus enemigos históricos: el mundo del dinero y el nacionalismo de raíz burguesa.

El fair-play de los gobiernos de Aznar en los asuntos culturales, su liberalismo práctico dando juego a todos sin favorecer de ninguna manera a los amigos (si acaso, a los más atravesados) no sirvió de nada. No ha cundido el ejemplo y el nuevo gobierno ha convertido a Felipe González en un estadista liberal al superarle en todos los terrenos en cuanto a prácticas sectarias que ahora nadie denuncia porque hay miedo a la represalia.

Durante los ocho años de gobiernos de Aznar la izquierda, que estaba en una verdadera bancarrota intelectual, ha sabido redefinirse y se las ha arreglado para pactar con dos de sus enemigos históricos: el mundo del dinero y el nacionalismo de raíz burguesa. Son pactos que dan muy bien la medida de su desinhibición, de lo que están dispuestos a hacer por seguir en la Moncloa, como ya estamos viendo. El Gobierno de Rodríguez no va a subir, de momento al menos, los impuestos ni va a amenazar a los más afortunados ya que puede vivir bien de las rentas de ocho años económicos extraordinarios. Pero sí va a hacer, y muy intensamente, una política cultural bien definida y sin ninguna clase de complejos porque se toman muy en serio la idea de que la cultura es cosa suya. Los intelectuales que han colaborado de una u otra manera en actividades e iniciativas de los gobiernos anteriores ya están empezando a sentir lo que pesa la mano del castigo de muy distintas formas y sin excepciones. Un entendimiento excesivamente institucional de la política cultural está siendo substituido a toda prisa por una política de partido y de camarilla que no le hace ascos a nada que pueda parecer liberador o moderno: que semejantes monsergas cursen sin que pase nada da una idea muy precisa de lo que realmente valemos, de cómo un paletismo neo-casticista se enseñorea de todo y provoca exclamaciones y arrobos a los del talante de tanto verse en el espejo. Como la Biblioteca Nacional ya ha organizado, por ejemplo, una versión hiphop de la obra cervantina, la presumible disculpa será que hay que acabar con las viejas erudiciones y dejar el paso a la cultura viva. Para este plan no se puede negar al presidente Rodríguez haber escogido a las personas adecuadas.

Profesor Univ. Rey Juan Carlos.