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UN  TRATADO  DEL  QUE  HAY  QUE  TENER  OPINIÓN

Hace dos veranos en un seminario que congregó a europeos y norteamericanos para debatir el proyecto de Constitución, un juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos comentó, al leer la primera parte del borrador europeo: «Parece una Constitución y se siente como tal…» («feels like it»).

Cualquiera que dedique algo de tiempo a los más de 400 artículos de la nueva Constitución europea comprobará esta paradoja. Por una parte, el lenguaje es expresamente constitucional, aproximándose mucho más al de una Norma Fundamental de un Estado nación que al de la Carta de una organización internacional muy evolucionada. Pero, por otro lado, el texto se sigue pareciendo mucho a los tratados actualmente aplicados, tanto como que más de dos tercios de sus preceptos están en vigor en igual forma o muy parecida. Y en efecto, el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa es un híbrido, su contenido material y terminología son en buena medida los de una Constitución, pero su forma, elaboración, ratificación y futura reforma de sus artículos básicos, además de importantes partes sustantivas, son las propias de un Tratado.

En el reforzamiento de su cara constitucional hay novedades positivas. El texto define una Unión de ciudadanos y Estados; otorga la personalidad jurídica a la Unión que antes reñía la Comunidad; contiene por primea vez el principio de primacía del derecho europeo; elimina la separación de políticas en «pilares»; clarifica el reparto de competencias Unión Europea-Estados, sin reducir los amplios poderes de la UE; y mejora la tipología y la jerarquía normativa comunitaria. La Constitución incorpora por primera vez, con carácter vinculante, una Carta de Derechos Fundamentales, aunque ha quedado algo devaluada en sus posibilidades de aplicación por exigencias británicas. A cambio, refuerza al Tribunal de Justicia, que tendrá jurisdicción sobre el espacio de libertad, seguridad y justicia. Esta será por fin una política común, que incluye el principio de reconocimiento mutuo de sentencias.

El texto constitucional duplica el poder de codecisión del Parlamento y amplía las áreas de toma de decisión por mayoría cualificada en el Consejo. Crea dos órganos novedosos, que pueden fortalecer la defensa del interés europeo, el presidente del Consejo Europeo y el ministro de Asuntos Exteriores.

Desde una perspectiva constitucional e idealista, el abogado general de la UE, Miguel Poiares Maduro, ha explicado que este texto constitucional puede suponer una transformación sustantiva de la Unión gracias a sus posibilidades interpretativas. Aunque las reglas básicas no cambien radicalmente, hemos cambiado de símbolos y de lenguaje y ya hablamos de «Constitución europea», un nombre que pone de relieve la existencia de una comunidad política europea que ha trascendido su origen de organización internacional y que demanda ser comprendida y criticada a través de un constitucionalismo propio y un debate público todavía ausente en muchos Estados miembros.

Sin embargo, debajo del magnífico ropaje constitucional permanecen los rasgos básicos de las instituciones y del derecho europeo y sigue vigente el método comunitario para desarrollar la Unión Europea. Es decir, esta nueva Constitución formal conserva la mayor parte de las normas de la constitución material que ha permitido el éxito de la integración a lo largo de cinco décadas. En especial, el texto también es una continuación de las reformas de los Tratados Ámsterdam (1997) y Niza (2000) en aspectos institucionales muy relevantes y en la formulación de las políticas económicas y sociales, cuyo impacto constitucional es enorme en la experiencia comunitaria.

El punto más polémico de la negociación en las Conferencias Intergubernamentales de 2003 y 2004 —el peso de los Estados en el Consejo—, se saldó con una fórmula mucho más complicada e injusta que la anterior. Esta solución, que algunos ya han calificado de «Niza II», se basa en el principio de población, como si tanto el Consejo como el Parlamento fueran Cámaras bajas. Consagra un mayor poder de decisión para Alemania y otorga claramente más voz a Francia, Reino Unido e Italia. Los Estados pequeños han recibido su compensación sobre todo en la Comisión. España y Polonia han aceptado pasar del actual Consejo, muy influido por los seis Estados más poblados, a uno dominado por los cuatro grandes.

En esta línea de continuidad con la lógica de los tratados europeos, la Unión de 25 Estados no es ni será una federación. En la Constitución no subyace la aspiración a evolucionar hacia la forma de Estado ni a crear un pueblo europeo. Al contrario, la nueva Constitución refuerza el respeto a las identidades nacionales y a los Estados miembros. Por ahora, la nueva Unión no dispondrá de instituciones centrales fuertes, con policía propia y fuerzas armadas, ni de presupuesto suficiente y capacidad impositiva y, sobre todo, tendrá dosis débiles de legitimidad social y lealtad de sus ciudadanos, agrupados de forma preferente en demoi nacionales.

La probabilidad de que la Constitución no entre en vigor en su forma actual es alta, porque las reglas de ratificación son muy exigentes: se necesita la aprobación de veinticinco parlamentos nacionales, de no pocos tribunales constitucionales y en al menos once países referendos de resultado afirmativo, en un clima de creciente escepticismo y a veces de crítica abierta hacia la política europea. En el caso de Francia, el referéndum constitucional será inevitablemente también sobre Turquía, a pesar de los intentos de separar ambos temas; y cada vez más analistas no descartan un posible resultado negativo, imitando el no francés de 1954 a la Comunidad Europea de Defensa.

La Carta Magna europea prevé que el Consejo Europeo decidirá qué hacer si al menos cuatro quintos de los Estados han ratificado y el resto no lo han hecho. El problema es que los países en los que se produzca el «no» tienen derecho a que siga vigente el Tratado de la Unión Europea, versión Niza. Nadie puede obligarles a salirse de este Tratado y los principios del derecho europeo impiden que los que han ratificado la Constitución puedan aplicarla sólo a ellos.

EL CASO EN ESPAÑA

En nuestro país, desde hace unos meses corremos el riesgo de devaluar tanto el debate europeo como de hacer disminuir el sentimiento europeísta de nuestros ciudadanos, por un exceso de propaganda oficial sin matices de este nuevo paso en la integración.

Para que salga bien el referéndum puede ser contraproducente no reconocer que en el nuevo texto, junto a las luces, también hay sombras: desde la pérdida de peso de nuestro país en el Consejo, pactada por el presidente Rodríguez Zapatero a cambio de nada, en contra del consejo de los negociadores expertos; hasta las mayores facilidades que se dan para desarrollar una Europa a varias velocidades, lo que producirá tensiones en el futuro muy difíciles de manejar entre países más y menos prósperos. Del mismo modo, es criticable la avalancha de declaraciones gubernamentales en España que, desde hace unos meses, identifican el europeísmo con las posiciones alemanas y francesas. Esta propaganda cierra los ojos a la lógica divergencia de intereses que en muchos temas puede tener España con sus socios comunitarios, desde la pesca y los fondos estructurales a los asuntos mediterráneos e iberoamericanos. Si esta es la tónica que se sigue en la campaña del referéndum español, la consulta puede cosechar una mayor abstención que en las elecciones europeas de junio pasado, puesto que lo normal es desconfiar de quien anuncia algo como maravilloso, imprescindible y gratis. El resto de los gobiernos europeos practican un sano realismo, preparan «planes B» y dan por descontado que es muy difícil que esta nueva Constitución entre en vigor tal cual, al ser casi imposible que se logre la ratificación de todos los Estados miembros.

Por eso convendría dejar de hablar de Europa como si no formáramos desde hace siglos parte consustancial de ella y como si la nueva Unión prevista en el texto constitucional fuera una panacea. Con sus interesantes añadidos constitucionales, en el fondo se parece mucho al actual sistema comunitario, basado en la defensa de intereses sin complejos en el ágora de Bruselas.

José M. de Areilza es Licenciado en Derecho con Premio Extraordinario de Licenciatura por la Universidad Complutense de Madrid, Doctor en Derecho y Master en Derecho por la Universidad de Harvard y Master en Relaciones Internacionales por The Fletcher School of Law and Diplomacy. Actualmente es profesor ordinario en el Departamento de Derecho y en el Departamento de Dirección General y Estrategia de ESADE. Asimismo, desde 2013 es titular de la Cátedra Jean Monnet en ESADE, otorgada por la Comisión Europea. Secretario General de Aspen Institute España.