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El «Raimundo de Miguel»: así han llamado habitualmente al Nuevo diccionario latino-español etimológico de 1867, o a los ejemplares de cualquiera de sus muchas ediciones posteriores, los incontables estudiantes de nuestro país que, en los últimos ciento treinta y cinco años, han manejado el «Raimundo de Miguel». Pero este diccionario, que constituye un hito en la historia de los estudios latinos del siglo XIX y aun del XX en España, tiene dos padres legítimos, cuyos nombres constan inequívocamente en portadilla del diccionario: uno, en efecto, fue Raimundo de Miguel, pero el otro era el marqués de Morante, de nombre Joaquín Gómez de la Cortina.

Juntos, Morante y De Miguel, presentaron al Real Consejo de Instrucción Pública su diccionario; juntos y en plural, redactaron el prólogo, en que explicaban y justifican lo que quería ser esa obra y la necesidad de su publicación; juntos, dedicaron muchas horas a elaborar las fichas para los 70.212 artículos que comprende este monumento lexicográfico que es su diccionario. Con mal disimulado orgullo observaban los autores que en él se contenían 9.241 voces más que en el Valbuena reformado de Martínez López —el diccionario de latín de mayor circulación en España cuando De Miguel y Morante emprendieron su tarea—. El Nuevo diccionario de Raimundo de Miguel y del marqués de Morante fue calificado por Menéndez Pelayo de «excelente», en una ocasión; y en otra, saludado como «el mejor en lengua española».

Del primero de los autores, don Raimundo de Miguel y Navas (Belorado, 1816-Madrid, 1878), sabemos que era catedrático del Real Instituto de San Isidro de Madrid desde 1861, y que antes lo había sido en Burgos, cuando fueron creados los institutos de segunda enseñanza. Sus gramáticas latina y castellana; la comparada de las dos lenguas (yo conservo el ejemplar de ella, en que estudiaba uno de mis abuelos, allá por 1881); sus cursos de Retórica y Poética y algunas otras obras de divulgación de historia y cultura romana estuvieron en manos de los escolares españoles de bachillerato durante medio siglo. En Madrid, los derechos de distribución de estos libros, como también el del Nuevo diccionario, pertenecían al señor Jubera, librero de la calle de la Bola, número 3, y los ejercía en exclusiva.

De Miguel era amigo de Morante desde antes de la incorporación de aquél a la cátedra de Madrid. En el volumen tercero del Catalogus de la biblioteca del marqués, impreso en 1857 y del que pronto hablaremos, figuran tres libros gramaticales de don Raimundo de Miguel, registrados con el número 5074 (bis , ter y quater), de uno de los cuales (nútri. 1854) escribe Morante: «Exemplar regalado por el autor D. Raimundo Miguel, catedrático de Humanidades en el Instituto provincial de Burgos, y uno de los más eruditos profesores de latinidad que han alcanzado nuestros días». Por otra parte, en el «Fondo Morante» de la Escuela Normal Superior de París, procedente de la biblioteca del marqués y del que también habremos pronto de ocuparnos, hallamos una exposición gramatical y un comentario de don Raimundo a la Epístola de Horacio a los Pisones o Arte Poética, que comprende ciento treinta páginas y fue editado en Burgos; con fecha de 1855.

Tanto De Miguel como nuestro Morante eran estimados como buenos latinos («filólogos», diríamos hoy), tiempo antes de que apareciera su diccionario. Ya en 1856 habían elaborado juntos una inscripción latina —tres dísticos elegiacos— para un retrato de la reina Isabel que se colocaría en la Universidad de Salamanca, y que hubieron de defender por escrito frente a las pedantescas críticas procedentes de la Facultad de Filosofía de la alma mater salmantina. En dos sucesivas ediciones, para los cursos 1861-62 y 1863-64, habían publicado además una colección de piezas latinas y castellanas para los alumnos del recién implantado bachillerato. También habían colaborado en algún estudio erudito sobre fragmentos de cómicos romanos (del poeta Afranio, concretamente), y participado en una polémica internacional en la que intervinieron, entre otros latinistas franceses, italianos y alemanes, el conocidísimo Quicherat y el también lexicógrafo Theil. Esta polémica ocurría en 1864- Y como tuviera resonancia en revistas extranjeras y en folletos españoles, llegó a intervenir en ella, accediendo a los ruegos de sus colegas hispanos, el catedrático de Literatura latina y de Retórica de la Universidad de Madrid, don Alfredo Adolfo Camus, hombre de celebrado ingenio, notable erudición y dilatada longevidad (1797-1889).

Había, pues, buenos «latinos» en España a mediados del XIX, profesores habituados a viajar y a seguir de cerca los estudios e investigaciones llevados a cabo en otros países europeos. Existía además en Madrid una «Academia Nacional Greco-Latina», que si no se caracterizaba ciertamente por su actividad frenética, acogía a profesores como el catedrático Luis de Mata y Araujo, director de la misma, que era autor de una Nueva gramática latina, escrita con sencillez filosófica, bastante elemental pero que conoció por lo menos ocho ediciones, y capaz él mismo, además, de escribir discursos académicos en un latín bastante correcto. Así, pues, si los latinistas de aquí tenían carencias eran más bien de infraestructura y de «contexto».

Este es el marco amplio, cultural, de los años anteriores a la primera edición del diccionario que aquí nos ocupa, mientras De Miguel y Morante se hallarían preparando su obra. El contexto más estrecho, el ambiente doméstico y de gabinete de estudio nos conducen directamente a la casa y a los libros del marqués.

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La casa — o mejor, palacio— en Madrid de don Joaquín estaba sita en la calle de Fuencarral, números 80 y 82 (modernos, de entonces), correspondientes a dos inmuebles que el marqués había adquirido en 1845 y 1849, respectivamente, y unido luego para obtener 27.510 pies —unos tres mil doscientos metros cuadrados— de espacio habitable en total y sendas fachadas, una a la calle San Mateo y la otra a la de Beneficiencia. Allí vivía el marqués con enorme sencillez, todo sea dicho de paso, salvo en aquello que concernía a su biblioteca, de la que no se puede decir sino que era verdaderamente extraordinaria.

Tomada la decisión de elaborar el Nuevo diccionario, es seguro que los dos estudiosos, don Joaquín y don Raimundo de Miguel, empezaron a trabajar en la biblioteca de aquél, que ocupaba tres grandes y altos salones del inmueble ya descrito. A la muerte de don Joaquín (el 19 de junio de 1868), aquella biblioteca comprendía entre 120 y 125. 000 volúmenes, según la estimación hecha por dos amigos del marqués, don Román Goicoerrotea y don Francisco Asenjo Barbieri, periodista y experto bibliófilo uno, y músico y académico de la Española, el otro. El primero, don Román, había además intervenido pocos años antes en la conclusión de un catálogo que el acumulador de aquel tesoro había redactado personalmente.

Porque el marqués de Morante había elaborado, en efecto, y editado por su cuenta, en quinientos ejemplares, un Catalogus librorum qui in aedibus suis exstant, en ocho tomos, de los cuales el primero fue impreso en 1855 y el octavo en 1862. Como Morante viviera seis años más, según se ha dicho, su catálogo quedó incompleto, si bien un noveno y último tomo complementario de los anteriores fue compuesto y publicado por los testamentarios del marqués un año después de la muerte de éste, en 1980, con el título: Additio ad catalogum.

Pues bien, el amigo de Morante, don Román Goicoerrotea, escribió en forma de carta dirigida a don Pedro de Egaña —también periodista e importante personaje de la vida política y social, de la época, ministro con Narváez y con Lersundi, y amigo asimismo de Morante—, un prefacio al tomo octavo del mencionado Catálogo, en el que asegura que los libros registrados por Morante en los tomos anteriores de esa obra le habían costado 1.126.262 reales de vellón (un poco más, pues, que los edificios y los tres mil metros cuadrados de su vivienda de la calle Fuencarral1)

16.448 son las entradas bibliográficas de las obras reseñadas en los ocho tomos del Catalogus, al que aquí nos vamos refiriendo. No obstante, no pocas de esas entradas comprenden varios volúmenes —y en algunos casos son muchos— que quedan registrados bajo un solo epígrafe. Encontramos, por ejemplo, grandes colecciones de clásicos clasificadas con un solo número: la estereotípica de griegos y latinos de Tauchnitz (Leipzig, 1829-1843) comprende 205 volúmenes; la de latinos de Lemaire (París, 1819-1838) 152; la londinense de Scriptores Latini de Valpy, 185, y la latino-francesa de Panckoucke (París, 1825-1848), 212; de Didot, eran 27 los volúmenes publicados por entonces. Hay, además, varios cicerones que, con entrada única, constan no obstante de doce, trece, catorce o más volúmenes. Bajo el número 1.470, por ejemplo, se reseñan unas opera omnia Ciceronis, recopilada por el propio Morante mediante adición de ediciones de obras singulares, publicadas entre 1684 y 1806, y muy apreciadas por Morante, que abarca un total de cuarenta volúmenes. (Como treinta y nueve de ellos estaban encuadernados con las armas del marqués, es probable que, al dispersarse la biblioteca a la muerte de Morante, fueran vendidos en un mismo lote y que puedan encontrarse juntos todavía en alguna biblioteca).

Algo similar ocurre en la biblioteca del marqués con los escritores no latinos. En ella se habían reunido por ejemplo tres colecciones de obras completas —u obras varias— de Voltaire, que tan sólo bajo tres rúbricas comprenden un total de 196 tomos. Los Anales dé la Corona de Aragón de Zurita ocupan dieciocho volúmenes, y lo mismo sucede en otros casos.

Cabe, pues, aceptar la afirmación de don Román Goicoerrotea de que la biblioteca de su amigo Morante superaba la cifra ya mencionada de 120.000 volúmenes, a los que probablemente habría que añadir una parte al menos del gran número de separatas y folletos, sueltos o encuadernados con otros, de los que no había quedado constancia individual en el Catalogus.

Después de editar este tomo octavo, que Morante firmó el 31 de enero de 1862, la librería siguió creciendo. La prueba definitiva nos la proporciona un reciente estudio sobre el Fondo Morante de la Escuela Normal Superior de París —un rico y variado conjunto de más de 1.800 libritos o folletos que entraron antes de 1881 en esa biblioteca de París y que fueron registrados con el nombre Fonds Morante—según el cual, de los libros o folletos incluidos en ese fondo, son 180 los publicados entre los años 1862 y 1868 (es decir, después de haber concluido el marqués el octavo volumen de su Catalogus).

Hasta la fecha, no se conocen cuáles fueron las circunstancias ni las vías que condujeron a la entrada en L’Ecole Nórmale de esas obras de la biblioteca de Morante. Todo el Fondo ha sido cuidadosamente catalogado por la filóloga y bibliógrafa francesa (assistante normalienne doctorante) Pascale Hummel (París, 1990), que anunciaba un artículo sobre la biblioteca del marqués español por aparecer en el Bulletin du bibliophile del próximo año.

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Aparte del formidable catálogo de su biblioteca, no. parece que fueran muchas otras las publicaciones de Morante. Se conocen algunos trabajos en colaboración con De Miguel sobre los fragmentos del cómico Afranio, ya mencionados, y unos informes sobre la reforma de la enseñanza que se acometía en el decenio de 1850 y que fueron escritos durante el segundo rectorado madrileño de Morante (1850-1853).

Entre los escritos sueltos de Morante llama la atención la réplica a un profesor burgalés de Humanidades, que había atacado los trabajos de Raimundo de Miguel, en la que Morante denuncia ante el Consejo de Instrucción Publica los fallos elementales de que está plagada la gramática latina de este enemigo de su amigo, llamado Pascual Polo, quien llegaba a sostener, por ejemplo, que el genitivo de nullus, -a,-um era riulli.

Morante tradujo también al castellano algunas biografías de Poliziano, Lipsio, del deán Martí, Scalígero, Casaubon y de otros eruditos humanistas. Esas versiones a partir de originales franceses o latinos, al igual que un estudio original de cierta extensión sobre el Brócense y otro acerca del poeta alcañizanó Juan Sobrarías, están publicados como apéndices a diversos tomos del Catalogus.

Estas pocas pinceladas bastan para comprender que el marqués era un personaje singular. No me refiero a que en él se combinasen la condición de acaudalado aristócrata con la de humanista y erudito —su siglo ños ofrece varios casos más, como el de duque de Villahermosa, que tradujo las Geórgicas de Virgilio y varios poemas horacianos—, sino su singular pasión de bibliófilo y su también singular información acerca de las investigaciones y publicaciones de estudios clásicos en toda Europa. Es verdad, de nuevo, que en el XIX español hubo coleccionistas de libros de humanidades, tal como el marqués de Jerez de los Caballeros, Vicente Salvá, o el duque de T. Serclaes, e incluso el propio Menéndez Pelayo, sin ir más lejos; pero ninguno que poseyera tantos libros de clásicos ni tantos folletos de filología latina como Morante.

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El único esbozo biográfico de Morante que conozco fue publicado en 1872 como prólogo o introducción al Catálogo de su biblioteca, y apareció en París, editado por el librero Bachelin-Deflorenne como preparación a las subastas que, en aquella ciudad, tratarían (luego se vio que con poca fortuna) de liquidar una parte capital del tesoro de Morante.

Autor de esa noticia biográfica fue el célebre músico, bibliófilo y académico de la Española Francisco Asenjo Barbieri, al que ya nos hemos referido. Además de amigo suyo, el maestro Barbieri había sido compañero del marqués en sus ratos de tertulia y ocio, los pocos en que Morante recibía a sus más íntimas relaciones, habitualmente a última hora de la tarde en su casa de la calle Fuencarral. Los contertulios de Morante hablaban en latín sobre asuntos literarios y filológicos aunque en ocasiones, «para pasar el tiempo», podían también jugar a las cartas, especialmente al «tresillo» y al «revesino», modalidades en las que el marqués era tan hábil como, según Barbieri, mal perdedor.

En sus apuntes biográficos para el librero parisino, Barbieri observa que el marqués tenía un carácter retraído y de trato no siempre fácil. Era cortés en sus maneras, generoso y caritativo, tenaz en sus opiniones y juicios hasta resultar terco, pero sin abandonar nunca la corrección. Su variable temperamento se fue agriando con una sordera progresiva y con sus otros problemas de salud, pero en la intimidad resultaba habitualmente expansivo y jovial, y disfrutaba contando historias y anécdotas. Se oponía no obstante a biografías y retratos y, según Barbieri, se había salido con la suya.

Pero no es cierto que don Joaquín se saliera con la suya. Existe un cuadro que Barbieri, sin duda, no conoció, en el que vemos representado al marqués. Se trata de un retrato de la familia Cortina, pintado en México en 1814 por encargo de un hermano de don Vicente, de nombre don Pedro, canónigo de la catedral de México, que había de ser enviado a María Antonia Gómez de la Cortina, hermana del clérigo y del conde, y residente en España. Llegada a este país, la pintura fue retocada en Madrid y en la actualidad se conserva en la casa de la familia en Salarzón (Santander). En ella aparece el pequeño Joaquín (el futuro Morante) a los seis años de edad, elegantemente vestido y medio abrazado por su padre, en el que probablemente es su único retrato. Al hermano mayor, el que sería tercer conde de Cortina, le reconocemos sentado tras una mesa sobre la que están desplegados un texto que contiene una explicación de la pintura y un plano de la. iglesia de Salarzón que, costeada por la familia, se empezaría a construir en 1816.

Este retrato nos pone en la pista de la conexión mexicana de esta familia de estirpe montañesa.

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Don Joaquín Gómez de la Cortina, Salceda y Morante, Gómez de la Bárcena, Rodríguez de Pedroso y Soria, García de la Lama —así reza el Real Decreto de Isabel II de 18 de noviembre de 1848 (Real Despacho de 19 de enero.del 49), por el que se le otorgaba el título de marqués de Morante—, había nacido en la ciudad de México el 6 de septiembre de 1808. Sus padres eran los condes de la Cortina, originarios de la Montaña de Cantabria y residentes en México.

Los Cortina eran una gente lebaniega que había hecho una muy estimable fortuna en México en el siglo X V I I I . El primero de esa familia que se estableció allí, en 1739, se llamaba don José. Más tarde, en 1783, se trasladó a la entonces todavía Nueva España, su sobrino, don Servando Gómez de la Cortina, un hidalgo de Cosgaya (Liébana), que en México heredó y acrecentó las riquezas de su tío. Este don Servando fue agraciado por el rey Carlos III con la merced del condado de la Cortina, en reconocimiento de los servicios militares y económicos prestados a la corona en aquellas tierras.

La única hija y heredera de este primer conde, de nombre María Ana, había nacido en México y casó allí con un primo suyo, Vicente Gómez de la Cortina, natural de Salarzón (concejo de Bedoya, municipio de Cillorigo, en la comarca de Liébana), que también había emigrado a la Nueva España, al lado de su tío Servando.

Don Vicente y doña María Ana fueron los segundos condes de la Cortina, padres de cinco hijos, el cuarto de los cuales y tercero de los varones sería el humanista y bibliófilo don Joaquín, a quien Isabel II concedería en 1848 los títulos de marqués de Morante y vizconde de la Salceda.

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Niño todavía, Joaquín se trasladó a España en torno al año 1820, como habían hecho antes sus dos hermanos varones, con objeto de completar su educación en la Península. Sus padres querían que fuera alumno de las Escuelas Pías de San Antonio Abad, en Madrid, pues los religiosos escolapios eran por entonces la orden religiosa más valorada en la enseñanza, una vez los jesuítas habían sido expulsados de España y luego disueltos.

En los colegios calasancios se prestaba especial atención a la enseñanza y al cultivo del latín y del griego. Fruto de esa dedicación de los padres escolapios a las humanidades fue la aparición, a mediados del siglo XIX, de unas antologías de prosistas y poetas latinos que tuvieron notable difusión en España, como en tiempos anteriores había ocurrido con las de los jesuítas. Ellos fueron también los autores del Diccionario griego-latino-español, sin nombre de autor pero que algunos estudiosos atribuyen al religioso escolapio padre Ramón Valle. Este diccionario fue impreso en 1859 en los talleres tipográficos de la orden (Morante poseía dos ejemplares de él; yo, sólo uno).

Los latines que trajera el joven Joaquín de México se vieron sin duda enriquecidos en las Escuelas de San Antonio. A esos estudios secundarios cursados con los escolapios siguieron los años en la Universidad de Alcalá, donde alcanzó el doctorado en cánones (1829) y el de derecho civil al año siguiente.

Entretanto, su padre, el conde don Vicente, había regresado a la Península cuando México se declaró independiente, en 1821 (parece que la madre siguió no obstante viviendo en México). Don Vicente, que probablemente volvería todavía algunas veces a México, residía en sus años de la Península en una finca llamada «La Esgarabita», en las proximidades de Alcalá. Al fallecimiento de don Vicente, acaecido en Fuentes de Duero (actual provincia de Valladolid) el 3 de abril de 1842, esa hacienda de «La Esgarabita» fue adjudicada a don Joaquín (nuestro Morante) como parte de la hijuela que le correspondía en la distribución de la herencia.

Antes de que esto ocurriera, cuando tenía sólo veintidós años y con sus dos doctorados debajo del brazo, más la fortuna familiar y su formación humanística, Joaquín Gómez de la Cortina inició una carrera profesional, que para aquellos tiempos resultó brillante. Según refiere de nuevo Barbieri, Morante fue profesor de Derecho canónico en la Universidad de Alcalá durante tres años (1829-1832), cediendo después la cátedra a un jurisconsulto célebre, amigo y condiscípulo suyo, llamado Joaquín Aguirre. (En su biblioteca tuvo Morante varias obras de este Aguirre. Una de ellas, el Curso de disciplina eclesiástica general y particular de España, en dos tomos (Madrid, 1848-1849), del que se dice en el Catalogus que fuera «regalado por el autor, con dedicatoria autógrafa», llegó a alcanzar notable difusión y más de una edición).

Trasladado a Madrid en 1836, con objeto de ejercer la docencia en la Universidad Complutense, Gómez de la Cortina fue otra vez catedrático de Derecho o, como se decía entonces, de Jurisprudencia. En el año 1840 fue nombrado rector, sucediendo en ese cargo a don Pedro Gómez de la Serna, también autor de diversos manuales de Derecho y otros libros de los que el marqués en su Catálogo reseña cinco (dos de ellos en varios tomos), escritos en colaboración con don Juan Manuel Montalbán. (De ambos juristas dice Morante que eran sus «apreciables amigos» y que le habían hecho llegar sus obras con dedicatoria autógrafa).

El primer rectorado de Gómez de la Cortina duró hasta el 42. En ese año, tras fallecer su padre, hubo de viajar a México para resolver asuntos familiares relacionados con la herencia. Estaba de vuelta en la Península al año siguiente.

En 1844 fue nombrado magistrado supernumerario de la Audiencia de Madrid, y pronto, el 5 de febrero del siguiente año, adquirió la casa de Fuencarral, 80, en la que se instalaría él con sus criados y sus ya crecida biblioteca. En 1847 falleció su madre, por la que siempre había tenido especial afecto, y le correspondió la herencia de otros bienes, aunque esta vez parece que no tuvo que ir a México para entrar en posesión de ellos.

Cuatro años después de la adquisición de la casa de Fuencarral, 80, siendo ya marqués de Morante, compró la casa del número 82 y unió ambas fincas, como ya hemos dicho. En el renovado inmueble hizo abrir las tres salas de elevados techos y suelos de mármol en que se instalaría la biblioteca: El maestro Barbieri dice que uno de esos magníficos salones estaba rodeado de una galería circular y que no era extraño que los amigos encontraran allí a Morante, en zapatillas y con un traje de andar por casa, inclinado sobre algún libro u hojeándolo desde lo alto de una mala escalera, ofreciendo un cuadro que contrastaba con la esplendidez del recinto.

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El 17 de noviembre de 1848 la reina Isabel II le había concedido el título de marqués de Morante en reconocimiento de sus probados méritos y de los de su padre, el segundo conde de la Cortina. Con la misma fecha, pero inmediatamente antes de ese documento, se extendió otro real despacho otorgándole la merced de vizconde de la Salceda que, tras ser firmado y registrado el del marquesado, quedaba «roto y cancelado en el Ministerio de Gracia y Justicia» (se observaba rigurosamente entonces una disposición del rey Felipe IV, según la cual las personas que fueran a recibir la «regia merced» de conde o de marqués debían primero ser vizcondes).

Se puede asegurar que don Joaquín había mostrado ante sus amigos políticos y en la corte gran interés por ingresar en el gremio de la nobleza titulada, tras su brillante carrera académica y judicial. En sus gestiones para obtener la merced real habría aducido «los méritos y circunstancias» personales suyos, que entre otros serían sus doctorados y su profesorado en Alcalá, sus dos rectorados ya en Madrid, su carrera de magistrado y la infrecuente circunstancia de que, en sus diversos cargos públicos, no había querido percibir honorarios o sueldo alguno, sino que había reintegrado su importe a la Hacienda real o hécholo distribuir entre gentes necesitadas, como observa Barbieri en la referida Noticia biográfica. En el real despacho de la concesión se lee que también se tuvieron «presentes los servicios prestados por vuestro difunto padre, don Vicente Gómez de la Cortina, Conde de la Cortina».

La madre, que era la verdadera condesa, había fallecido en 1847; el hermano mayor era el nuevo conde, pero vivía en México, con una especie de doble nacionalidad que se había agenciado. El otro varón, Mariano, había fallecido años antes, y Joaquín, con todo su historial jurídico y académico y sus buenas relaciones con políticos y gobernantes, quedaba en la Península sirviendo a la corona y sin título nobiliario.

Hay que notar que Barbieri, en su Noticia, se siñtió obligado a decir algo del marqués y la política, y lo hizo en estos términos: «En la España contemporánea, no hay nadie […] que se haya hecho notar en cualquiera de las ramas del saber humano, que no tenga que afiliarse a uno de los partidos presentes en la escena política». Y a continuación, añadía que Morante, no obstante haber sido su participación en la vida política «más pasiva que activa» porque «no le gustaba el ruido de la vida pública y prefería ocupaciones más tranquilas que han redundado en más gloria para el recuerdo de su persona», se colocó en última instancia del lado de «los progresistas».

Lo que sabemos de la relación de Morante con los gobiernos de su época y de las distinciones de que fue objeto nos fuerza, sin embargo, a situarle no del lado de «los progresistas» sino más bien de la parte de «los moderados» y, más concretamente, en el posterior entorno de la Unión Liberal de O’Donnell. El título de marqués, de hecho, le fue concedido bajo un gobierno moderado y el Real Despacho está refrendado por el ministro de Gracia y Justicia, don Lorenzo Arrazola (1797-1873).

En los primeros años cincuenta (1851-1853), Morante volvió a ser rector de la Universidad de Madrid y redactó el informe sobre la reforma de la enseñanza, varias veces citado. También en el 51 fue promovido a magistrado del Supremo y en ese mismo año y en el siguiente presidió la Academia de Jurisprudencia y Legislación.

Una docena de años después de su marquesado, en 1861, otro Real Decreto de Isabel II nombró a Morante senador. El gobierno era de la Unión Liberal y el ministro de Gobernación, que refrendaba el despacho, el famoso e inquieto personaje al que llamaban «el gran electorero», don José Posada y Herrera (1805-189). Subsecretario del departamento, y probablemente encargado de tramitar el expediente en aquel «ministerio O’Donnell», fue don Antonio Cánovas del Castillo, que entonces tenía treinta y tres años de edad.

El preámbulo del Real Despacho de 19 de octubre de 1861, refrendado por Posada Herrera, en que se nombra a Morante senador del reino, deja constancia de que éste reúne «las circunstancias contenidas en el párrafo décimo del artículo quince de la Constitución», que consistían en ser título de Castilla y disfrutar de sesenta mil reales de renta. En el expediente de «toma de asiento» en la Cámara hay documentos notariales que prueban en efecto que don Joaquín satisfacía ambas condiciones, con gran exceso en cuanto a la segunda de ellas. (Sólo con una parte de sus bienes radicados en la corte, el administrador de Morante acreditó una renta de 196.599 reales. Para apreciar lo que significaba esta suma, basta recordar que el propio Morante recomendaba al gobierno que los catedráticos de universidad cobrasen 12.000 reales al año, los de instituto superior 9.000 y 6.000 los maestros).

En las siete legislaturas parlamentarias de 1861 a 1868 el Senador Morante fue miembro y en algún caso presidente de varias comisiones encargadas del estudio y dictamen de asuntos jurídicos y económicos y otros más estrictamente políticos, como la libertad de imprenta (1862), el tratado de paz con el rey de Annam (1863) y de obras públicas (ferrocarriles, riegos, etc.). En repetidas ocasiones (1864 y 1865) se vio obligado a excusar su asistencia a la Cámara por razones de enfermedad, lo cual confirma lo que de su mala salud en esos años refiere Barbieri en su Noticia biográfica.

Pero el último tramo de la vida de Morante es también el de su trabajo con De Miguel en el diccionario, el de la polémica con Quicherat y los otros latinistas europeos y el de los dos últimos volúmenes del Catalogus (1860 y 1862), en los que ahora nos vamos a centrar.

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El primer tomo del Catalogus librorum… de Morante se publicó, como se ha dicho, en 1854. Cuando a principios del verano el autor empezó a darlo a conocer a amigos y corresponsales, la biblioteca era ya lo que su dueño había querido que fuese: la de un experto bibliófilo y erudito humanista, como lo hubiera podido ser en los siglos X V I y X V I I pero sin renunciar, en este caso, a ser un hombre de su tiempo.

En los años siguientes, hasta el último de su vida, aumentó Morante grandemente el número de las obras de su biblioteca, pero no hasta el punto de alterar la sustancia de la colección, que en cierto modo era un reflejo de la personalidad de su dueño. Era la realización de un proyecto y de un sueño que le acompañaban desde aquel 1834 en que, según Francisco Cutanda, había emprendido decididamente la tarea de formarla. (El joven Gómez de la Cortina había dedicado tiempo’y dinero a reunir libros ya en 1826, pero fue a partir de 1834 cuando la biblioteca experimentó un significativo incremento).

Morante, sin duda, había referido a amigos y colegas suyos el proyecto de elaborar y hacer imprimir un catálogo a la manera de las grandes bibliotecas y «gabinetes» de humanistas, bibliófilos y otras personalidades públicas, que desde siglo y medio antes se editaban en diversos países europeos —aunque apenas en España—. Se trataría de un índice del contenido de la librería, y de él se imprimiría una docena de ejemplares para ser ofrecidos a un escogido círculo de bibliógrafos y estudiosos. (Compromisos sociales y consideraciones de erudito hicieron que acabaran siendo quinientos los ejemplares editados desde el primero de los volúmenes).

Una de las personas con quienes Morante había comentado sus planes era su amigo y compañero desde los tiempos escolares de Alcalá, don Francisco Cutanda (1807-1874), autor de novelas, bibliófilo y académico de la Española. Cutanda era un escritor apreciado en aquella generación y buen conocedor de don Joaquín, de su biblioteca y de su historia.

A principios del verano del 54, impreso ya el tomo primero y a falta sólo de encuadernarlo, Morante hizo llegar a su amigo un ejemplar. Don Francisco se tomó muy en serio la tarea de estudiarlo, dedicándole muchas horas de su veraneo en La Granja de San Ildefonso. Allí redactó la extensa carta que serviría de prólogo o explicación de la biblioteca y de justificación de la publicación del Catalogus.

En esa carta, fechada en La Granja el 7 de setiembre (sic) de 1854, ese buen conocedor de la biblioteca y de la bibliofilia o «bibliomanía» de don Joaquín que era Cutanda, dice que hacía ya veintiocho años —es decir, en 1826— que «poco satisfecho con los [libros] que nos señalaban en la Universidad, pensó Vd. […] en adquirir el primer libro de su gusto y elección». Testigo de aquella anécdota y constante en la estimación por don Joaquín y en su trato con él, Cutanda se proclama «una historia viva de la Biblioteca» del marqués. (De esa familiaridad con los libros de Morante y de su amistad dejaría cumplido testimonio en esa carta y en los otros dos escritos, publicados como prólogos a los tomos dos (1857) y cinco (1859) del Catalogus, bajo los seudónimos de «Alejandro Mendiburu» y «Agustín Echevarría», respectivamente).

Cutanda, como se ha dicho, era testigo de las primeras adquisiciones de libros de aquel joven de dieciocho años que estudiaba en Alcalá. Pero lo que sería la biblioteca de Morante fue algo que empezaría ocho años después. «Hay en España —escribe Cutanda en su carta-prólogo— quien desde el año 34 al 54 ha estado trabajando sin descanso, sin perdonar sacrificio ni molestia ni gasto en formar una colección de libros, notable por más de un concepto, y muy particularmente por los ramos que abraza, tan pacíficos, tan inocentes, tan poco lucrativos, tan poco frecuentados entre nosotros».

Además de la historia de la biblioteca, Cutanda conocía cabalmente su contenido. Era él mismo amigo de libros y dueño de una aceptable colección de ellos. Su amistad acompañó a Morante a lo largo de toda la vida, como acreditan varios lugares del Catalogus. En los tomos sexto (año 1859) y octavo (1862), se registran algunos libros de Cutanda: las «Sátiras» tituladas La navaja (1856) y La lisonja (1858), en el primero de los mencionados; y en el segundo, el discurso de ingreso de Cutanda en la Academia Española, acompañado por la contestación de Hartzensbuch (17 de marzo de 1861). Eran todos ellos ejemplares dedicados por el autor, y que Morante hizo encuadernar con filo dorado y sus «armas». Especialmente apreciado por el bibliófilo Morante era el último de los mencionados, pues tenía agregado «el original» -—es de suponer que manuscrito— del discurso de su fraternal.amigo1. (Morante asegura que su ejemplar era precioso y único, añadiendo que fue «regalo de mi queridísimo amigo y compañero, el autor»).

Los tres escritos de Francisco Cutanda —el firmado con su nombre y los dos de los seudónimos— son una exposición de los propósitos y los logros del marqués en su Catalogus y una explicación general de lo que era y quería ser la biblioteca.

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La carta-prólogo al tomo I (1854) contiene las líneas generales de una distribución por materias de la biblioteca morantina en su estado de aquel año. Los diez grandes apartados que diseña Cutanda para clasificar los 2.418 registros enumerados en ese primer volumen, por orden alfabético (desde la A de Abelardo hasta la E de Eyring), pueden servirnos a nosotros como índice general de asuntos o materias del conjunto de la librería, pues al fin y al cabo el humanista que era su dueño se mantuvo fiel a sus devociones literarias, y no literarias, hasta el final de sus días.

La primera de las secciones sería la de los catálogos. Ya en ese tomo inicial Morante reseña más de doscientas obras de ese género que él tenía en su casa, no pocas de ellas en más de un volumen. Años después, en el tomo séptimo (1860), se añaden unos cien catálogos y «boletines bibliográficos» más, entre los que también hay algunos en varios volúmenes. Eso quiere decir que, en 1860, la biblioteca morantina comprendía más de seiscientas piezas de bibliografía y bibliofilia.

El segundo conjunto de materias es el que forman las gramáticas, diccionarios, «minervas», disertaciones lingüísticas y antologías, principalmente de la lengua latina, pero también —en número mucho más reducido— de la griega y de algunas modernas, sobre todo castellano y francés, junto a unas pocas obras análogas de catalán, italiano y portugués. Pero con un abrumador predominio de los libros que tratan de la lengua y las letras latinas, con particular atención a la época del humanismo. De Nebrija se registran en el Catalogus dieciocho volúmenes, del Brócense más de treinta en ediciones diversas y de Lorenzo Valla unos cincuenta, contándose entre ellos la preciosa edición de 1471. De los Scaligeros o relacionados con ellos hay en el Catalogus cincuenta y dos obras registradas. Muy numerosos también los Gronovios, los Gaiteros, los Lipsios y, completos, los 84 tomos del Thesaurus de «realia» (Thesaurus Antiquitatum Graecarum et Romanarum) de Grevio, Gronovio y otros, impresos en Leiden y otros lugares entre 1697 y 1737.

Entre estos libros gramaticales y de «realia» había unos cuantos incunables: cuatro (entre un total de treinta y dos) de las Elegancias de Valla; tres de Nebrija, etc.

Los clásicos latinos constituyen, según Cutanda, «la parte más mimada y favorecida de la colección». Los manuscritos de estos autores son pocos (entre ellos, un Horacio del siglo XV que había sido copiado para Aretino), pero las ediciones, muchas. En algunos casos, como los de Cicerón y Horacio, o Séneca, tuvo Morante la mayor parte de las que se habían publicado hasta la fecha.

Los tomos de Horacio reunidos y catalogados por Morante eran 475, y los de Cicerón, 476 (además de los que forman parte de las grandes colecciones —Tauchnitz, Lemaire, Panckoucke, Didot, etc.—, que estaban completas en la biblioteca). Los Juvenales, unos con Persio y otros sin él, pasaban de cuarenta; y los Apuleyos, de treinta. Los Sénecas (con tres incunables) eran setenta y cuatro, llegando hasta las entonces recientes ediciones de Fickert (1842-1843) y Haase (1852-1853), que el marqués tenía en su casa ya en 1859. Los Terencios (con tres incunables) y estudios terencianos eran 97 libros.

Llama poderosamente la atención «el ejército de los poetas latinos y no clásicos» —así llama Cutanda a los numerosísimos libros de autores de los siglos XVI y XVII—. A muchos de ellos, igual que a otros humanistas eruditos (más de un centenar), dedicó Morante estudios biobibliográficos, hasta llenar varios cientos de páginas de letra menuda (cuerpo 6), que intercala.entre los registros de sus obras. En no pocas ocasiones, sobre todo cuando se trata de poetas, se reproducen algunas tiradas de versos y, en otras, se relaciona al autor con otros humanistas o se aduce lo que de él se dijo en su tiempo (en ambos casos, queda patente la magnífica erudición del marqués). La selección de los escritores comentados es manifiestamente personal y, para no pocos estudiosos de la literatura neolatina del humanismo, resultaría hasta arbitraria; pero refleja la mentalidad del erudito Morante y los juicios literarios, culturales o ideológicos que esos autores le suscitaban.

No podían faltar aquí los capítulos dedicados a grandes itálicos, como Valla, Poggio, Policiano o Sannazaro. Pero es interesante al mismo tiempo ver cómo valoraba Morante a humanistas del norte, así Juan Segundo (treinta páginas con poemas incluidos y traducciones de Juan Gualberto González, cuyos tres tomos, de 1844, de obras en prosa y verso, formaban parte también de la biblioteca morantina); o los Heinsios, los Vosios, los Scalígeros (parece como si tuviera cierta predilección por las «dinastías» de eruditos), o los de Helio Eobano.

Es frecuente que disertaciones, programas, discursos y estudios filológicos y lingüísticos latinos fueran encuadernados por Morante en tomos. Bajo el nombre de Dissertationes latinae, el Catalogus enumera sesenta y siete volúmenes, con enunciado del contenido de cada uno de ellos, que casi siempre es misceláneo. Algunas de esas monografías fueron encuadernadas juntas en razón de su tamaño; entre estos volúmenes, se anota cuáles son en «cuarto» y cuáles en «octavo». Todas estas «disertaciones» están escritas en latín. En su mayor parte proceden de Alemania y son de la primera mitad del XIX , aunque hay algunas del XVII y, en mayor número, del XVIII.

He efectuado unas cuantas catas al azar, confrontando trabajos contenidos en estas Dissertationes del Catalogas con los índices del Fondo Morante de la Escuela Normal de París. A reserva de una comparación más detallada entre ambas relaciones, me inclino a pensar que buena parte de los volúmenes registrados en el Catalogus madrileño en ese apartado —si no todos ellos—, encuadernados juntos o no, se encuentran actualmente en la biblioteca parisina.

Morante tuvo un especial gusto —así lo afirma Cutanda— por «la emblemática», género literario y casi filosófico de gran auge desde su creación por el jurista italiano Andrés Alciato (1492-1550). Esa asociación de cultura literaria y simbolismo atrajo sin duda el gusto de Morante; Cutanda dice que fue su «capricho», si bien diecinueve o veinte ediciones de los Emblemas de Alciato, propiedad del marqués, no son muchas confrontadas con el centenar y medio de ellas que mencionan las enciclopedias.

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Aunque se puede asegurar, sin haber hecho una cuenta exhaustiva, que la mitad — o más— de las obras registradas en el Catalogus están en latín, no todos los libros de la biblioteca son de autores clásicos o estudios relacionados con ellos, ni tampoco de literatos neolatinos (poetas, prosistas, eruditos o filósofos).

En la biblioteca de Morante había muchos libros jurídicos —de ambos Derechos y de su historia—; de Historia de la Iglesia y del cristianismo; de Historia general o de diferentes naciones y también, en menor proporción, de Filosofía (salvo los grandes medievales, en latín). De los filósofos de la Edad Moderna hay algún libro de Locke, alguno de Hegel, alguno de Fichte, varios de Hume —uno de ellos en inglés—, seis tomos de Adam Smith, pero casi todos estos autores en traducción francesa, igual que Guillermo de Humboldt. El estudioso del Catalogus tiene la impresión de que Morante se manejaba mal en alemán y no muy bien en inglés, por el escaso número de obras en esas lenguas que hay entre las miles de entradas del Catalogus (hay también un Julio César de Shakespeare, pero en traducción francesa). Los filósofos modernos con más libros reseñados son Descartes y Spinoza.

Entre las obras de pensamiento y de historia de la Edad Moderna, destaca el elevado número de escritos de los reformadores del siglo XVI, especialmente de Calvino, Lutero y de Mélanchton, por quien Morante sentía debilidad, a cuenta de su latín tanto como por su estilo intelectual. En algún lugar anunció que publicaría una extensa semblanza del humanista protestante, del que se registran dieciséis volúmenes. Pero o no la escribió ni tradujo o no la incluyó en los apéndices dedicados a figuras humanísticas. También hay autores cristianos del siglo XV disidentes, como Wicleff o Hus.

De otros «herejes» o «heresiarcas», como se decía entonces, había varios libros: Bayle, D: Holbach y algunos más de pareja significación. Uno de los autores más presentes en la biblioteca era Voltaire, con más de doscientos volúmenes, entre los que se hallaban dos colecciones de obras completas de setenta y de cincuenta y cuatro tomos, respectivamente. Rousseau estaba presente con más de cuarenta volúmenes.

La Revolución francesa era un episodio histórico todavía de reciente memoria para la generación de Morante; pero de las Asambleas y los debates en ellas, no he encontrado en el Catalogus más que las obras de Mirabeau.

Había en la biblioteca de Morante una buena cantidad de obras de historia de España en lengua castellana: desde crónicas de la Edad Media hasta historias de los siglos XVIII y XIX , así como apuntes, memorias, etc., de políticos y militares de esta última centuria. Había también libros de escritores castellanos clásicos (Cervantes, Quevedo, Gracián, Lope, Luis de León, Mariana, Garcilaso, etc.). Pero no se trataba de una sección nutrida, ni siquiera proporcionada con el conjunto de la biblioteca.

Más de dos centenares de los libros del Catálogo son ajenos a estas pretendidas diez secciones que señalaba Cutanda: obras de contemporáneos de Morante, amigos suyos —académicos, políticos, literatos, juristas, científicos—, a casi todos los cuales llamaba «apreciable amigo» y hacía constar si el ejemplar reseñado tenía «dedicatoria autógrafa».

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A partir del tomo dos del Catalogus, Morante cierra sus volúmenes con unas biografías de humanistas —diez en total—, por los que sentía particular aprecio o a quienes, por las razones que fueran, consideraba más próximos a sus interés.

En la «Advertencia» que precede al apéndice del tomo seis (1859), afirmaba Morante que, con estos suplementos, aspiraba a que se añadiera «nuevo brillo a este desaliñado Catálogo, cuya monotonía hemos procuradoamenizar con varias notas bibliográficas y muy particularmente con las Biografías de los sabios más ilustres de los siglos XVI y XVII».

Los biografiados son Justo Lipsio (tomo 2), Manuel Martí (t. 3), José Justo Scaligero y Juan Passerat (t. 4), El Brócense y Policiano (t. 5), Marco Jerónimo Vida (t. 6), León de Castro (t. 7), Juan Sobrarías e Isaac Casaubon (t. 8). La horquilla cronológica de los biografiados abarca desde Angelo Policiano (1454-1494) al deán de Alicante, Manuel Martí (1663-173 7). Sólo dos de estos escritos son obra de Morante: los correspondientes al Brócense (1523-1601) del tomo siete y a Juan Sobrarías (c. 1460-1528), correspondiente al tomo ocho.

La biografía del peleón teólogo y biblista de Salamanca, enemigo de fray Luis de León que fue León de Castro (c. 1505 – c. 1585), corrió a cargo del catedrático de Derecho de la Central don Vicente de la Fuente, «nuestro antiguo amigo», dice Morante, que «nos da noticias tan curiosas como interesantes y completamente ignoradas acerca de León de Castro», de su época y «del estado entonces de las universidades». (No explica, sin embargo, el marqués, por qué incluyó entre sus biografiados a Castro, que no era muy «latino» y que, para componer unos versos en esa lengua tuvo que acudir al la ayuda del Brócense, según se cuenta en otro lugar del propio Catálogo. Quizá sólo lo hiciera como muestra de su amistad con don Vicente).

La biografía de Policiano, del tomo cinco, había sido publicada en latín el año 1845, en París, por el francés Norberto Alejandro Bonafous. El marqués tenía ya el libro en su biblioteca cuando editó el tomo cuarto del catálogo (1857). Morante discrepa de Bonafous en el juicio global sobre el humanista italiano. Reconocía que era «una de las eminencias del siglo XV», pero no «el más eminente» escritor de su época. A la versión española de la biografía de Bonafous agregó el marqués, con traducción española suya, textos latinos significativos de la personalidad y estilo literario de Policiano, tales como el Comentario a la conjuración de los Pazzi contra los Médicis, acompañado de interesantes observaciones sobre su estilo y sobre la imitación o influencia de Salustio en la lengua y en la composición de ese breve relato.

El escrito sobre el deán de Alicante, Manuel Martí (1665-1737), es la traducción del opúsculo publicado en latín —y en tercera persona— por Gregorio Mayáns (Amsterdam, 1738), al que Morante no añade más que la noticia del fallecimiento del sabio clérigo, ocurrida el 21 de abril de 1737.

La biografía del itálico Marco Jerónimo Vida (1480-1566), del volumen sexto, es obra de don Gaspar Bono Serrano. Este «apreciable amigo» de Morante era autor de unas Poesías (Madrid, 1850) bien conocidas del público y que indudablemente le han habían valido «la justa fama de ser uno de los poetas contemporáneos que honran al Parnaso español». Bono, de quien en otro lugar aseguraba Morante ser «natural de Alcañiz y poeta ilustre de los Arcades de Roma con el nombre de Argiro Latmio», había publicado en la Revista Sevillana de Ciencias, Literatura y Artes una biografía de Vida que, «corregida y considerablemente aumentada con los materiales» que Morante había facilitado a su autor, aparecería en el Catalogus en una versión mucho más amplia y elaborada.

A esta vita de Vida se añadían el texto latino y la traducción debida al propio Bono, en endecasílabos asonantados, de los tres libros de la Poética del itálico. Apoyándose en la autoridad de Julio César Scalígero (1484-1558), Bono Serrano llegaba a admitir que era comparable al Ars poética de Horacio o incluso superior a ella (si bien, afirmaba enérgicamente Morante, eso es algo que él ya había refutado en las notas sobre Scalígero —el padre— al reseñar libros suyos en un tomo anterior del Catálogo).

El texto de Bono Serrano es ampuloso en sus expresiones y de tediosa lectura a causa de la sucesión, un tanto confusa, de noticias biográficas de su héroe (históricamente, una figura menor), acontecimientos de la época y poesías latinas —con versión castellana y, las más de las veces, un alarde de erudición del traductor—.

Acerca de Sobrarías (c. 1460-1528), lo que escribe Morante y los libros que cita (que seguramente no formaban parte de su biblioteca, porque no están reseñados en el Catalogus) eran casi todos asuntos y títulos conocidos. Pero añade un poema hasta entonces inédito, del que le había facilitado una copia fidedigna el laborioso erudito local Nicolás Sancho, cuyo libro sobre Alcañiz, publicado en 1860 (que según el marqués, había sido el primer libro impreso en esa ciudad) le había sido enviado a Morante a su aparición, con dedicatoria autógrafa del autor.

El Carmen de Sobrarías estaba dedicado al arzobispo de Toledo y primado de España, Alfonso de Fonseca, y fue escrito con ocasión del nacimiento de Felipe, «Príncipe Católico de las Españas», es decir: en 1527, un año antes del fallecimiento del poeta. También añade —y también sin traducción— otro Carmen, ofrecido al canciller Gattinara, en el que se describe la victoria de los soldados del emperador y la prisión de Francisco I el año 1525, en Pavía. Pero no consta en el Catálogo si ese poema era también inédito. (El poeta, como otros historiadores de la época, daba al triunfo imperial el nombre de victoria Ticinensis, quizá en recuerdo del primer éxito militar de Aníbal en suelo itálico durante la segunda guerra púnica).

La biografía del Brócense, del tomo quinto, con las cinco notas y la antología de textos que la acompañan, es la más extensa de las piezas del Catalogus. El maestro Francisco Sánchez de las Brozas era también uno de los humanistas más estimados por Morante y, de los nacidos en España, el más apreciado sin duda por él. Todo el estudio empieza con las siguientes frases: «Entre los insignes escritores y doctos humanistas que tanto esplendor dieron a España en el siglo XVI, difícilmente puede señalarse uno, no ya que aventaje, pero que ni aun llegue a igualar al esclarecido Francisco Sánchez de las Brozas, conocido en todo el orbe literario con el sencillo cuanto glorioso título de «el Brócense». Este sobrenombre antonomástico del antes oscuro pueblo en que se meció su cuna, se pronuncia hoy con una especie de religioso respeto en todos los países de la culta Europa, y ha logrado inmortalizar a la humilde villa de Las Brozas en Estremadura».

La biografía (112 páginas) cuenta la historia personal del Brócense, no exenta de peripecias familiares, inquisitoriales y académicas; sus investigaciones gramaticales —la gramática filosófica— y el gran éxito que alcanzó su Minerva, principalmente después de la muerte del autor y de los primeros y sorprendentes elogios que le tributara en su De Studiorum ratione, de 1636, el germano Gaspar Schoppe (1576-1649) —el llamado canis grammaticorum, porque no solía dejar títere con cabeza cuando se ponía a criticar a gramáticos y latinistas—-.

Morante señala que Sánchez también compuso poemas en castellano y en latín, y ofrece varias ingeniosas traducciones de las piezas latinas que reproduce. También da noticia de otras publicaciones de Sánchez, filosóficas y científicas, y de los comentarios o anotaciones a los poemas de Juan de Mena y Garcilaso, que tanto agradaron a Lope de Vega.

Morante se extiende informando ampliamente de los problemas que el Brócense tuvo con la Inquisición y termina recordando los elogios que fueron tributados a su héroe por Cervantes, en el libro sexto de la Galatea, y por Lope de Vega en el Laurel de Apolo.

Aunque el ingenio y la elocuencia vuestra,
«Francisco Sánchez», se me concediera,
Por torpe me juzgara y poco diestro,
Si a querer alabaros me pusiera.
Lengua del cielo única y maestra
Tiene que ser la que por la carrera
De vuestras alabanzas se dilate,
Que hacerlo lengua humana es disparate.

Así escribió Cervantes. Y en su Laurel (Silva 3), referiéndose a algunas críticas vertidas tanto en prosa como verso a las Anotaciones que el Brócense hizo a los poemas de Garcilaso, en las que se señalaban las fuentes o inspiración clásicas de asuntos y expresiones de éste, Lope dejó escrito:

Y a Sánchez, el Rhetorico eminente,
Mercurio de las ciencias,
Syntaxis de sus muchas diferencias,
A quien debe el poeta Juan de Mena
Esposición de varias letras llena,
Y Garcilaso el tiento
Que a su docto comento
Intentaron rhetoricos malsines
en tiendas de poetas Florentines,
Poniéndolo sin causa en mala fama
El prendedero de oro de su dama2.

Entre las Notas a esta biografía, además de algunos documentos de Sánchez, se incluye una «Égloga» de imitación virgiliana, que fue presentada en su honor en 1642 en la Universidad de Salamanca (medio siglo antes, allí se le había tratado bastante mal).

En la «Antología poética» con que se cierra la Vida del «maestro», se reúnen veinticuatro piezas latinas, traducidas en verso castellano por Morante, más unas cartas, también latinas, que se cruzó con Guevara y un juguete cómico entre la Paciencia y la Arrogancia, que es un diálogo bilingüe compuesto en un idioma facticio, que tiene tanto de castellano como de latín, cuyo texto, hasta entonces inédito, le había sido facilitado al marqués por su «apreciable amigo» y compañero don Vicente de la Fuente.

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Entre los humanistas del XIX francés, los hermanos Nisard (sobre todo Desiré) representan, según Sandys, el lado popular de la literatura clásica y de los estudios y publicaciones sobre ella. El mayor, el citado Desiré (1806-1888), fue profesor en el Colegio de Francia y editor de la colección de clásicos latinos con traducción francesa, que es conocida con su nombre. Morante tenía en su biblioteca los veintisiete volúmenes editados entre 1837 y 1849.

El hermano más joven, llamado Charles (1808-1889), había traducido a Ovidio, Valerio Flaco y a otros poetas, pero además dedicó varios trabajos a la historia de las humanidades. Un libro de Charles Nisard, que en su momento tuvo bastante resonancia, se titulaba El triunvirato literario del siglo XVI: Justo Lipsio, José Scalígero e Isaac Casaubon (París, 1852). Morante poseía dos ejemplares, cuidadosamente encuadernados con su escudo nobiliario y filo dorado.

Esos tres ensayos biográficos de Charles Nisard fueron traducidos y estractados por Morante, que los incluyó en los tomos dos (Lipsio), cuatro (Scalígero) y ocho (Casaubon), editados en 1855, 1857 y 1862, respectivamente, de su Catalogus.

Yo creo que el marqués no sólo tomó de Nisard esos textos, sino la idea de publicar biografías de humanistas como apéndices o complementos del Catálogo. Cuando en 1854 dio principio a la edición de éste, aún no había pensado en ello. Pero al año siguiente, en el tomo dos, escribió Morante una «Advertencia» que precede a la biografía de Lipsio, en la que dice que «la celebridad de que gozaron en el siglo XVI Justo Lipsio, José Scalígero, Isaac Casaubon» —a ellos, agrega patrióticamente el nombre del maestro Francisco Sánchez de las Brozas, y continúa:— «llegó a constituir un verdadero Principado entre los Sabios» —y en vez de «triunvirato», al añadir una figura más, puso «Principado», que es palabra que evoca también la historia y el mundo de Roma—.

Las vidas de los triunviros, en la versión de Morante, están escritas con soltura y cierto desorden, pues no siguen con rigor el orden cronológico ni organizan con suficiente sistematicidad, ni por géneros ni por asuntos, las obras de los biografiados. No he tenido oportunidad de leer los originales de Charles Nisard y no sé si de ellos cabría decir lo mismo.

Justo Lipsio (1547-1606) y José Justo Scalígero (1540-1609), nacidos en los Países Bajos y en Francia, respectivamente, fueron viajeros de la geografía y del espíritu. Conocieron Italia y Alemania, centraron su vida durante algunos años y en periodos distintos en torno a Leyden. Cambiaron de confesión cristiana—de católicos a protestantes ambos—, con un retorno a la iglesia de su juventud por parte de Lipsio. Estuvieron en relación asidua con los jesuitas: Scalígero como enemigo que se consideraba perseguido por toda la Compañía, y Lipsio durante años como amigo, hasta el punto de que algunos de sus adversarios le acusaban de estar entregado a ella. Diferían en carácter; Scalígero era orgulloso hasta el extremo; Lipsio, modesto, aunque en ocasiones hacía proclamaciones tan excesivas de esta virtud que daba lugar a que se pudiera pensar de él lo contrario.

Scalígero dedicó especiales esfuerzos a la cronología y sus obras llegaron a marcar una época en el estudio de los tiempos y periodos históricos. A Lipsio se le puede considerar un filósofo muy influido por los estoicos antiguos, especialmente por Séneca y Tácito (sus dos grandes devociones romanas), a los que editó y glosó y a cuyas obras realizó aportaciones de crítica textual que, en no pocos casos, están vigentes hasta nuestros días.

Isaac Casaubon (1559-1614) es menos famoso que sus colegas de triunvirato. Según la vida nisardiana que traduce o extracta Morante, habría sido hombre de buen carácter, fiel a la confesión hugonote de sus padres y de su familia política —los famosos Etienne, impresores de Ginebra—. Trabajó sobre autores griegos —Estrabón, Diógenes Laercio, Teócrito— y latinos —la Historia Augusta—. Residió cierto tiempo en Inglaterra, donde gozó de la estima y el apoyo de Jacobo I y donde preparó una revisión crítica de las historias de los santos de Baronio. La biografía de Casaubon, al final del tomo octavo del Catalogus, concluye con una lamentación de los tiempos presentes, extensa poco más de una página, que parece original de Morante, puesto que hace referencia a las tres biografías de los triunviros y a los tomos del catálogo en que se publicaron.

Finalmente, de Jean Passerat (1534-1602), más conocido como poeta francés que como filólogo latino, se sabe que editó y comentó a Catulo, Tibulo y Propercio, pero sobre todo que escribió poemas y cuentecillos en su lengua materna. Hay un trabajo filológico suyo, Sobre el parentesco de las letras y sus cambios, que se publicó postumo y que no deja de tener interés como testimonio de los esfuerzos de un latinista del siglo XVI por establecer familias de palabras y estudiar las derivaciones por la doble vía de la semántica y de la similitud fonológica.

Un lector del Catalogus no dejará de preguntarse por qué incluyó Morante a Passerat en la decena de los seleccionados de su obra. Yo pienso que fue por haberle impresionado dos lecturas que seguramente hizo mientras preparaba el tomo cuarto (impreso en 1858). En ese mismo volumen, el de la biografía de Passerat, se registran dos libros de París del año 1856 (números 6162 y 6163), en los que se contaba la vida y obra del humanista francés, sus opiniones religiosas y las relaciones de sus trabajos con la naturaleza y ediciones de la Sátira Menipea, título con que se conocía cierta epigramática social y política favorable a Enrique IV con la que tuvo algo que ver Passerat.

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Finalmente, corresponde decir algo de las Notas del Catalogus. En la «Advertencia» del tomo seis, antes citada, decía Morante que había querido amenizar «la monotonía» de un desaliñado catálogo de libros, intercalando en medio de su texto unas «notas» bibliográficas, además de las «vidas» de los «sabios» que había empezado a publicar como «Apéndices» a partir del segundo volumen. Las más extensas y enjundiosas de esas «Notas» son casi más biográficas que estrictamente bibliográficas3. Y lo son, puesto que se ocupan con cierta amplitud de la vida toda de los autores, de su obra literaria y de su significación histórica y cultural.

Esas ciento diez Notas llenan setecientas cuarenta y ocho páginas impresas, en cuerpo seis. Casi la mitad de ellas (cuarenta y seis) llevan la firma del propio Morante y, en la mayor parte de las otras, se advierte que han sido escritas o reelaboradas por él, cualquiera que fuera su fuente de información.

Salvo el caso excepcional de Juan de Salisbury —clérigo, filósofo y escritor político (c.1110-1180), colaborador de Tomás Becket, testigo de su muerte y luego obispo de Chartres—, los personajes de las Notas pertenecen todos a los siglos XV al XVII, siendo el más antiguo Poggio Bracciolini (1380-1459).

Los escritos de Salisbury, antiguo discípulo de la llamada Escuela de Chartres, fueron mirados con desdén por algunos altivos críticos del Renacimiento, pero recibieron el reconocimiento de otros ilustres humanistas posteriores. Lipsio escribió —y lo repite Morante— que sus versos, en efecto, son «un centón», que contienen no obstante «retazos de púrpura y fragmentos de un siglo más ilustrado».

Con los medievales, Morante no está evidentemente en su terreno y por eso recoge de fuentes legendarias que Salisbury sabía griego y que había estudiado hebreo, cosas impensables en la Europa latina del siglo XII. Pero el marqués estaba enamorado del Policraticus y reprodujo, en las últimas páginas de su Nota, más de un centenar de los dísticos latinos de la primera parte de ese poema (a partir de la edición plantiniana de 1595). De los tres Policraticus que poseía Morante, pienso que era éste el que más apreciaba y el que había hecho encuadernar con sus armas y filo dorado.

La selección de los personajes estudiados en las Notas es muy personal, por no decir arbitraria. Casi todos los que elige Morante son humanistas latinos y algunos también helenistas. Entre ellos no faltan muchos de los más importantes o famosos, o de mayor proyección histórica o literaria. Hay por ejemplo Notas de interés sobre itálicos, tales como Poggio, Valla, Pontano, Sadoleto, Sannazaro, Sabélico, Jovio o Navagero; de franceses, como Longolio, Scalígero (Julio César, pues su hijo José tiene el honor de una extensa biografía en los Apéndices), Dolet, Turnebo; de germanos o de los Países Bajos, como Helio Eobano, Juan Segundo, Gruter, Schoppe, los dos Vossios y los dos Heinsios. De los españoles sólo he encontrado al jesuíta Perpiñá.

Un atento estudioso del Catalogus puede advertir que las biobibliografías de Morante se apoyan de ordinario en libros y autores que estaban en su biblioteca. Por ejemplo, en el largo artículo sobre Valla (más de treinta páginas), aun sin apurar detalladamente todas las referencias, se pueden comprobar más de una docena de citas tomadas de libros de la biblioteca morantina. Algo parecido ocurre en los escritos sobre Poggio, Scalígero, Eobano, Vossio, Mureto, etc. Esto quiere decir que Morante no sólo compraba y catalogaba libros, sino que los leía, los estudiaba y los utilizaba como fuente de información.

14

Para no extenderme más en minucias eruditas, dedicaré estas últimas páginas a mis conclusiones de atento lector y estudioso de Morante sobre sus intereses culturales, su estilo y sus maneras profesionales de humanista, que no son los de un filólogo actual pero que, en muchas ocasiones, resultan más atractivas porque están llenas de vida. Su erudición, ciertamente copiosa, se revela frecuentemente como un saber con alma.

Casi todas las Notas más extensas procuran una lectura extraordinariamente amena. El personaje y sus amores y odios, sus noblezas y debilidades, e incluso sus bajezas, quedan habitualmente engarzados en un relato que, sin perder el hilo de la cronología, ofrece digresiones —en general breves— de notable viveza y colorido sobre personas, situaciones o cuestiones políticas y religiosas del momento. Un lector no familiarizado con el latín tropezará con la reproducción en su lengua original, a veces por extenso, de fragmentos de poemas, numerosos párrafos de libros o trozos de cartas sin traducir, y se verá obligado a saltarse páginas enteras. Pero alguien un poco más latinizado puede leer todas esas Notas íntegramente, y hacerlo con el mismo interés que si de una novela se tratase, y de una no pocas veces apasionante. Las intrigas cortesanas en palacios y obispados o en la propia sede apostólica; la energía con que se mantienen en sus convicciones políticas o religiosas personajes a quienes esa fidelidad u obstinación les cuesta la vida o la desgracia; los juicios —y las condenas— de la Inquisición romana, las guerras civiles y religiosas francesas, la rigidez penal y cultural del más severo calvinismo de Ginebra, están escritas todas ellas como historias esmaltadas de sucesos que abarcan desde las rupturas familiares hasta los suplicios en la hoguera. Como el marqués escribe con gran soltura, sin excesivas galas y sin ampulosidades, hay docenas de páginas de una prosa lineal y limpia, atractivas por las curiosidades y sorpresas que las llenan.

En materia de estilo, el autor del Catalogus es ecléctico. Venerá a Cicerón y acepta las objeciones al latín de Poggio Bracciolini, pero sin fanatismos. También sabe criticar a Longolio con palabras de Erasmo, pero no se ceba con él.

Los libros que poseía y que leyó o estudió Morante le llevaron a prestar especial atención a las cuestiones y problemas del cristianismo de los humanistas de los siglos XVI y XVII . En las Notas observamos un gran interés por los problemas de las confesiones cristianas, tan vivos en la época humanística. El marqués se inclina por una tolerancia más moderna que la de los ortodoxos católicos que estudia en sus libros. Su actitud es crítica respecto de las guerras de religión y un tanto hostil a aquellos jesuítas que querían desquitarse de las herejías de hugonotes y luteranos. Diríamos que Morante, que nunca declaraba sus personales posiciones religiosas al comentar autores o libros de otras épocas, se muestra como un espíritu cristiano ecuménico o ecumenista, como un liberal moderado de su tiempo.

Pero él no era teólogo ni, aunque fuera doctor y profesor de cánones, se dedicaba a examinar y juzgar aspectos estructurales u organizativos de las iglesias cristianas: sus intereses eran principalmente literarios y culturales.

Desde esta perspectiva, la Reforma era vista como un movimiento en que quedaban asociadas ciencia y piedad. Morante entendía que había ejercido una influencia atemperadora del movimiento cultural que arrastraba a los humanistas a una pura imitación de la Antigüedad profana. Ya Erasmo, observaba Morante, había advertido contra la idolatría paganizante de las palabras, a cuenta de que con el paganismo del lenguaje nacía conjuntamente el paganismo de las ideas. Morante prestó especial atención a Calvino, quizá por el alcance de su variedad reformista en la cultura francesa y en la de los Países Bajos, con las que él estaba muy familiarizado.

En este contexto y al comentar libros o autores calvinistas, Morante gustaba de destacar que Calvino, habiendo defendido primero en latín a sus correligionarios perseguidos, pasó pronto a hacerlo en francés con objeto de que le entendiera todo el mundo. Los reformadores querían hablar para el pueblo. El latinista Morante aplaude la revolución que significaba una preferente atención a la lengua común en asuntos de interés tan general como los religiosos.

Dueño y lector de tantos libros y juez no condicionado por nada ni por nadie a la hora de opinar sobre ellos y de valorarlos, el marqués, al firi y al cabo humano, no podía dejar de tener ciertos caprichos o predilecciones que, en medio de los centenares de autores que se recogen en el Catalogus, resultan difícilmente justificables o manifiestamente arbitrarios.

El caso más notable, sin duda, fue el de Olimpia Fulvia Morata, la prometedora latinista itálica que murió a los veintinueve años de edad, no sin haber dejado escritos, y casi sin publicar una buena colección de versos y varios discursos. Mujer conocida y estimada en los círculos literarios — o más bien humanistas— de Italia, donde había nacido, y de Alemania, donde fue a morir, esta especie de adelantada de la dama de las Camelias despertó un desmedido interés en el marqués de Morante, que dedicó cincuenta páginas, de letra chica, a narrar su vida y sus relaciones familiares y sociales en un relato de novela rosa con final romántico, a la vez triste y feliz, bellamente coronado con una muerte que admiró a los contemporáneos que la conocían. Morante, además, fue bastante más feminista de lo que era habitual en su época. Echaba en falta una revolución social —la de la mujer— que todavía en sus tiempos no se había producido, y que sólo se lograría asegurando la instrucción cultural que era preciso generalizar entre ellas. (Quizá este feminismo precoz de Morante tiene que ver con su predilección por la joven Olimpia Fulvia Morata).

En fin, con la edición del tomo octavo del Catálogo, en 1862, el marqués decidió que su obra estaba terminada. En las tres últimas páginas de ese volumen, bajo el título de una «Advertencia final» fechada el 31 de enero de ese año, Morante hace algo muy poco habitual en él, que es hablar de sí mismo y explicar e l trabajo a que daba fin con esas mismas palabras. Las ocupaciones «de diversa índole» que había tenido que atender desde sus primeros años, y lo delicado de su salud durante los últimos, le habrían impedido consagrarse «a este trabajó con toda la intensidad y fervor que su especial carácter reclamaba»-. Se excusaba en esa Advertencia de los fallos de su obra y agradecía la buena acogida de «los más eminentes Humanistas de París, de Berlín, de San Petersburgo y de otras capitales del extranjero».

No se conocen documentos de esa relación de Morante con «los Humanistas» a que alude. Debió ser constante durante años y explicaría la gran cantidad de folletos, separatas, programas de temas clásicos y en particular latinos, que atesoró en su biblioteca, muchos de los cuales hizo encuadernar en las colecciones de Dissertationes o Miscellanea, a las que nos hemos referido y que en buena parte se hallan, como sabemos, en París. Es verdad que el grueso de las obras registradas en el catálogo procedían de librerías especializadas en libros antiguos de diversos lugares de Europa, principalmente de París, que era en ese siglo el centro del mercado de los anticuarios del libro; pero hay que suponer que muchos de los folletos filológicos y humanísticos de origen universitario de varios países europeos llegaron a poder del marqués por su relación directa con los autores o con los centros que los publicaban.

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Un día a finales de la primavera de 1868, hallándose el marqués sentado en una escalera frente a los estantes más altos de su biblioteca, concentrado como estaba en la lectura de alguno de sus libros, quiso la mala fortuna que perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Las consecuencias de ese accidente agravaron muy posiblemente las varias enfermedades que le aquejaban, a las que alude el maestro Barbieri y de las que hay indicios en los Diarios de Sesiones del Senado, donde se recoge en más de una ocasión que ciertos ahogos y quiebros de voz obligaban al marqués a interrumpir sus intervenciones. A consecuencia de todos estos males, el marqués de Morante falleció en.su casa de la calle Fuencarral el 19 de junio de 1868.

En su Noticia biográfica, Barbieri dice que, en vida del marqués, no faltaron personas timoratas que habían hecho comentarios desfavorables sobre la religiosidad de un bibliófilo cómo él, que guardaba en sus anaqueles tantas obras de autores heterodoxos. Pero añade Barbieri que Morante se mantuvo fiel a sus convicciones cristianas y recibió con lucidez los últimos sacramentos de la Iglesia, lo mismo que, hasta el fin de sus días, conservara su amor por la lengua latina. Cuando el cura de la parroquia que vino a atenderle en su lecho de muerte le preguntó, en voz alta a causa de su sordera, en qué lengua quería confesar Morante, el marqués se apresuró a responder que en latín, y comenzó:

—Confíteor Deo Omnipotenti….

Morante fue sepultado siete días después en la capilla dedicada a San Vicente en la iglesia de Salarzón, donde él mismo y sus hermanos —José, conde de la Cortina, María Jesús y Loreto— habían hecho depositar el año 1855, en un vistoso monumento funerario, los restos de su padre, don Vicente, fundador de la parroquia de la localidad.

En el túmulo de don Joaquín se lee una elegante inscripción latina redactada por el secretario de la Universidad de Madrid,- don Vicente Mariño, que había sido uno de los mejores amigos suyos y fue uno de sus legatarios.

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A los tres meses del fallecimiento del marqués, sobrevino la revolución de septiembre y se inició en España un periodo de turbulencias políticas y sociales. Indudablemente, no era aquel el ambiente más apropiado para que los testamentarios y legatarios organizaran la disposición de una herencia tan cuantiosa. Especialmente difícil hubo de resultar la decisión sobre el destino de la biblioteca, difícilmente liquidable por entonces en España. París era, sin duda, la capital del mercado de la bibliofilia, pero tampoco las condiciones públicas de aquellos años de la guerra franco-prusiana, la Comuna, etc., eran las más propicias para resolver allí una cuestión de tamaña envergadura.

Por fin, trás las que verosímilmente fueran unas largas, variadas y prolijas negociaciones, los testamentarios de Morante —el nuevo marqués, Carlos García Abaurrea, que firmaba como marqués de Morante y Arenales—, el universitario Mariño y tres personas más — los señores Chabat, Díaz y Díaz y Lascoiti—, testamentarios todos de don Joaquín, suscribieron el 3 de julio de 1871 un contrato de venta con el librero de París Bachelin-De Florenne, que hacía a éste propietario de los libros de la biblioteca que él eligiera, al precio fijado en el Catálogo del marqués menos un treinta por ciento de descuento, siempre que la operación alcanzara un mínimo de quinientos mil reales, a la vez que se comprometía a depositar en el Banco de España esos quinientos mil reales para que, cuando se hiciera entrega de los libros seleccionados por ese procedimiento, fuesen endosados a favor de la testamentaría. Establecía asimismo el contrato que las obras que el señor Bachelin quisiera adquirir por encima de esa suma, se le harían llegar en las mismas condiciones de precio y descuento, con pago al contado.

El librero de París ofreció al público una parte seleccionada de los libros de Morante en varias subastas, iniciadas en febrero de 1872 y que, al parecer, no tuvieron mucho éxito. Para anunciar esas subastas se imprimió un Catálogo, al que sirve de pórtico la aquí muchas veces referida Noticia biográfica de Barbieri. Este Catálogo, impreso en Francia, aparece editado simultáneamente en París, Londres y Madrid (aquí, por un librero del pasaje de Matheu, llamado Scott de Martinville que debía ser, igual que su colega londinense, socio de Bachelin).

De la suerte posterior de los libros del marqués no se tienen muchas noticias. En algún lugar he leído que podría haber cierto número de ellos en la British Library, y se conocen los de la Escuela Normal de París. No sería imposible localizar más piezas en las grandes bibliotecas europeas o americanas, donde serían fácilmente identificables, por lo menos los que conserven las encuademaciones con las armas del marqués (tengan o no el filo dorado, del que se habla en el Catalogus).

Morante rodeó su escudo nobiliario de dos frases latinas: «J. Gómez de la Cortina et amicorum»; y «Fallitur hora legendo». La segunda sí parece que responda a una profunda convicción suya, fiel a la cual se le pasaba inadvertidamente el tiempo que dedicaba a la lectura. Respecto de la primera, Barbieri, que le conocía bien y le tenía en gran estima, confesaba por amor a la verdad que ese «et amicorum» no se cumplió nunca, porque Morante no prestaba sus libros a nadie. Sus amigos podían leerlos y disfrutar de ellos, desde luego, siempre que permanecieran en los tres grandes salones que, en la cómoda y amplia casa del marqués, ocupaba su biblioteca.

 

NOTAS

1· Según los datos del Archivo del Senado, que constan en el expediente de nombramiento y toma de posesión por Morante del asiento de senador en los meses de octubre y noviembre de 1861, los dos pisos adquiridos por don Joaquín habían costado 1.110.000 reales.
2· La expresión de Lope: «Rhetoricos malsines», alude a los que habían escrito contra Sánchez. Este contestó a esos censores con un soneto en que decía que ladraban «a bulto como los mastines» y eran un «mal ganado / de largos dientes, corto entendimiento, / más falsos que corcovos de rocines». La polémica está resumida en la biografía del Brócense, en el tomo siete del Catálogo
3· Además de las ciento diez Notas biobibliográficas, a las que aquí nos referimos, hay en el Catálogo varios miles de explicaciones estrictamente bibliográficas, ordinariamente de pocas líneas, sobre detalles o señas particulares de los ejemplares morantinos de los libros reseñados.

Nota del editor sobre el origen del texto:

La versión original de este texto, del que hemos obtenido para Nueva Revista una adaptación más adecuada para esta sección, fue leída por su autor el 21 de noviembre de 2002, en el curso de la edición de las «Lecciones Magistrales» convocadas para ese año por la Sociedad Española de Estudios Clásicos en el salón de actos del Centro Cultural de la Villa, en Madrid; y que será publicada en las correspondientes Actas que edita anualmente dicha Sociedad.

 

Fundador de Nueva Revista