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UNA IMAGEN PÚBLICA DETERIORADA

En los últimos años se ha deteriorado la imagen pública de las compañías farmacéuticas. Así lo demuestra, por ejemplo, la encuesta de Harris Interactive, sobre popularidad de las compañías farmacéuticas en EE. UU. El estudio indica que, en 1997, el 97% de la población norteamericana consideraba que estas empresas ofrecían un buen servicio. Sin embargo, en el año 2003, el porcentaje de personas que valoraban positivamente estas compañías descendía al 44%. Por ello se ha llegado a afirmar que, en el último cuarto del siglo XX, las compañías farmacéuticas se transformaron de héroes en villanas.

Entre los factores que han contribuido a esta situación podríamos destacar la publicación de libros que han destapado ciertos escándalos -algunos con títulos tan explícitos como Los inventores de enfermedades o El gran secreto de la industria farmacéutica-, o el éxito de películas de corte crítico como, por ejemplo, El jardinero fiel. En esta línea, resulta significativa la enorme expectación generada por el estreno, en el próximo mes de junio, del documental Sicko, dirigido por Michael Moore.

Detrás de estas aportaciones puede existir, ciertamente, una clara dosis de sensacionalismo. No obstante, también cabría preguntarse si tras el progresivo descenso de la popularidad de las compañías farmacéuticas subyacen razones objetivas que lo justifiquen: ¿pérdida de competitividad y liderazgo en el ámbito científico?, ¿predisposición social contra ellas, debido a su alta rentabilidad?, ¿deterioro ético de sus actuaciones?, ¿motivaciones excesivamente mercantilistas, con desprecio de las implicaciones sociales que conlleva la salud?, ¿combinación de todos estos factores?

No es sencillo responder a los anteriores interrogantes, ya que existen muy diversos factores a tener en cuenta. No obstante, sí que podemos hacer algunas alegaciones. En primer lugar, no es del todo correcto achacar el progresivo descrédito de estas compañías a la pérdida de innovación terapéutica. Ciertamente, los estudios realizados demuestran que, entre 1980 y 2004, de los 730 principios activos incorporados en España, más de la mitad no ofrecían ninguna innovación terapéutica. Sin embargo, las compañías farmacéuticas utilizan cada vez más recursos en investigación y desarrollo. Así, por ejemplo, en el año 2003, se consideraba que el gasto promedio en investigación y desarrollo, invertido para conseguir la introducción de un nuevo medicamento en el mercado, se aproximaba a los 600 millones de dólares. Además, el sueño de cualquier empresa farmacéutica es, precisamente, lograr desarrollar nuevos blockbusters que le aseguren unos ingresos y un claro protagonismo en el mercado.

Con respecto al segundo factor enunciado, se trata de una cuestión que no debe ser menospreciada. Es llamativo que siempre que surge, en cualquier debate o discusión, el tema de la industria farmacéutica, se alude, inmediatamente, al dinero que generan estas compañías. No obstante, cabría hacer algunas matizaciones. La primera, que no todas las empresas son igualmente poderosas. Además, e independientemente de ello, se puede señalar que es conveniente que las compañías farmacéuticas obtengan buenos dividendos: ello permite que los accionistas -que arriesgan su dinero- alcancen sus objetivos y, de esa forma, se pueda seguir disponiendo de fondos para la investigación y desarrollo de nuevos medicamentos. A este respecto, se puede recordar que cuando, recientemente, Pfizer suspendió los ensayos de un nuevo medicamento se produjo una caída en bolsa que llevó a la compañía a plantearse el cierre de plantas y un serio recorte de empleos. Por ello, desde algunos sectores se afirma que, precisamente, la principal responsabilidad de una empresa ante sus accionistas, y ante la sociedad, es el generar beneficios y, a través de éstos, riqueza y empleo, respetando la legislación vigente y los criterios éticos correpondientes.

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Me he referido al posible deterioro ético de las compañías farmacéuticas como causa de su creciente desprestigio. Es cierto que, periódicamente, surgen noticias sobre presuntos «escándalos» en los que se ven inmersas estas empresas. No obstante, habría que hacer una primera distinción entre fraudes reales y ficticios. De hecho, muchas de las descalificaciones que se imputan a las empresas farmacéuticas se apoyan en datos incorrectos. Por ejemplo, si un nuevo medicamento cumple con todos los requisitos previstos por la correspondiente Agencia del Medicamento y, posteriormente, es retirado del mercado por un problema surgido a largo plazo, no estamos ante un fraude, ya que, por un lado, se habían cumplido todos los trámites exigidos para la comercialización del producto y, por otro, el efecto indeseable era imprevisible. En este sentido, conviene recordar que todo medicamento autorizado para su comercialización es sometido, durante años, a un proceso de farmacovigilancia cuya finalidad es detectar problemas derivados de su utilización. La imagen de las compañías se deteriora considerablemente cuando, sin rigor, se mezclan noticias desfavorables que no conllevan actuaciones negativas, con otras que sí implican acciones indeseables. Ello puede generar la falsa impresión de que en la industria farmacéutica impera la corrupción.

Otro factor a considerar en esta reflexión es la crítica generalizada a las compañías farmacéuticas por su falta de apoyo a los sectores más desfavorecidos de la sociedad, en concreto al tercer mundo. Es lógico que desde diversas instancias se estimule la solidaridad personal y colectiva, pero no hay que confundir a las empresas farmacéuticas con ONG. Por ello se ha llegado a afirmar que si las compañías de agua potable y las empresas panificadoras facilitaran sus productos al tercer mundo se salvarían numerosas vidas (en la actualidad, 1.100 millones de personas carecen de acceso al agua potable). Incluso, el impacto sería, en un principio, mayor al que se obtendría con el mejor acceso a los medicamentos. Por lo tanto, habría que preguntarse por qué nadie responsabiliza a esas empresas del hambre y de las patologías derivadas de la falta de agua potable en el tercer mundo y, sin embargo, continuamente se achaca a las empresas farmacéuticas su falta de solidaridad.

LA APUESTA ÉTICA DE LAS COMPAÑÍAS FARMACÉUTICAS

Generalizando los hechos, se puede afirmar que, en los años cuarenta y cincuenta, gracias al descubrimiento y desarrollo de nuevos productos -como las sulfamidas, la penicilina y otros antibióticos, así como las nuevas hormonas- la industria farmacéutica recibió un gran reconocimiento social. Además, en esa época, se vivió un importante cambio en las estructuras internas en dicha industria: pasó de abastecer de materias primas a los farmacéuticos de boticas -de tal modo que ellos pudieran elaborar las formas extemporáneas- a facilitar los medicamentos envasados y dispuestos para su dispensación. Este es uno de los motivos por los que, a partir de esas décadas, la industria farmacéutica fue adquiriendo un mayor protagonismo en nuestra sociedad.

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No obstante, y aunque parezca paradójico, esa mayor presencia de la empresa farmacéutica fue generando una progresiva pérdida de crédito en la población. Ésta, aun reconociendo la importante labor de las compañías en la investigación y desarrollo de las especialidades farmacéuticas, comenzó a acusarles de contaminar el aire, suelo o agua, de haberse aprovechado de la confianza de la sociedad y haber exagerado los beneficios derivados de sus aportaciones. Así, se llegó a afirmar que las sorprendentes innovaciones tuvieron un impacto en la salud menor que el de otros «descubrimientos» que han pasado quizás más inadvertidos: la mejoría en la nutrición y la higiene, y la elevación del nivel de vida. También se ha acusado a las empresas farmacéuticas de excesiva connivencia con la organización médica y los investigadores, de influir en las revistas médicas (muchas de ellas financiadas por los propios laboratorios), de vender productos sin las suficientes garantías, de promocionar sus especialidades en el tercer mundo, exagerando beneficios y ocultando riesgos, de fomentar la proliferación de fármacos que no ofrecen ninguna nueva ventaja terapéutica, de utilizar sofisticadas técnicas de marketing para incrementar los beneficios, etc.

Todos los aspectos que se acaban de referir han sido, en ocasiones, sobredimensionados por los medios de comunicación. Éstos son capaces de divulgarlos de forma inmediata y generalizada, llegando a presentarlos como escándalos a escala internacional. Ya se ha indicado que gran parte de estas acusaciones no están fundadas. Además, aunque fueran críticas bien basadas, tampoco se pueden generalizar. En este sentido, por ejemplo, el hecho de que una determinada industria farmacéutica no facilite una información completa de un producto, o cometa un abuso en una experimentación, no significa que todas las restantes empresas actúen de esa forma. Sin embargo, es cierto que se han producido graves abusos por parte de ciertas compañías. Dado que estamos ante actuaciones que tienen una gran repercusión en la salud humana, no sólo hay que esclarecer los hechos, sino también prever los mecanismos necesarios para que no vuelvan a repetirse.

Ante los recelos sociales que suscitan estas situaciones, la reacción de las empresas farmacéuticas no se ha hecho esperar. Éstas se han comprometido profundamente en este tema, procurando ofrecer a la sociedad una imagen de solvencia, prestigio y utilidad; intentado minimizar los efectos indeseables provocados por su actividad, y pretendiendo paliar los posibles escándalos, fraudes, etc. Para conseguir estos objetivos, han encontrado en la ética un eficaz aliado.

Ciertamente, este compromiso ha sido tan real que, actualmente, las compañías farmacéuticas destacan del resto de las empresas por su apuesta decidida por la ética en sus organizaciones. Podemos mencionar tres datos que dan prueba de ello. El primero es la ejemplar aplicación de códigos internos de ética y deontología. Así, por ejemplo, el «Código de buenas practicas para la promoción», adoptado por Farmaindustria, se está convirtiendo en un referente internacional.

El segundo, sería la implantación de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) en sus organizaciones. La RSC es la integración voluntaria, por parte de las empresas, de las preocupaciones sociales y medioambientales en sus operaciones comerciales y en las relaciones con sus interlocutores. La RSC no sólo se contempla desde el prisma de las acciones que pueden tener una repercusión negativa o dañina, sino que también se orienta a potenciar aquellas intervenciones que puedan generar un beneficio para el entorno social y ambiental.

El espectro que abarca la RSC es amplio: acoge a los propios trabajadores de las compañías, que con su actividad procuran el desarrollo de la empresa y producen bienes de consumo (faceta laboral y económica); también atiende al resto de la población que se ve afectada por la actividad empresarial directa -consumidores- o indirecta -impacto ambiental- (aspectos sociales y ambientales). De esta forma, la Responsabilidad Social Corporativa se presenta como un elemento valioso que favorece el equilibrio entre intereses corporativos y bien común.

Recientemente, se han propuesto varios instrumentos para poder valorar, de manera global, la ética de la empresa entendida como organización. En España se aplica la norma SGE21, que forma parte del Sistema de Gestión Ética y de la Responsabilidad Social de Forética. Con ello se pretende demostrar, con datos fiables, si el compromiso de las organizaciones con los valores es una realidad. En el año 2002, Novartis fue la primera compañía multinacional de España que obtuvo una certificación según la norma de empresa SGE21. En septiembre de 2005 renovó la citada certificación. Actualmente, Novartis se encuentra entre los primeros cincuenta puestos del ranking general de MERCO 2006 de las cien empresas con mejor reputación en España (la única farmacéutica con una posición tan elevada); y, además, se ha situado entre las veinticinco mejores empresas para trabajar en España, según la encuesta anual de Great Place to Work Institute.

Otro dato que apoya el compromiso ético de las compañías farmacéuticas es la creación de fundaciones destinadas a la ayuda a colectivos o países desfavorecidos, y a la aportación de fondos para la investigación de enfermedades que afectan a sectores de dichas poblaciones. Por ejemplo, Pfizer desarrolla un programa de erradicación del tracoma; MSD lidera el programa Mectizan para erradicar la oncocercosis o ceguera de los ríos y la elefantiasis; en 2006, Novartis, destinó 755 millones de dólares a la financiación de programas dirigidos a brindar acceso directo a medicamentos a las personas más necesitadas del planeta; etc.

En conclusión, las compañías farmacéuticas no son las «villanas» de nuestra sociedad, como se intenta mostrar desde diversos sectores. Es cierto que son fuente de numerosos conflictos de intereses que, en ciertas ocasiones, llegan a comprometer la investigación o, incluso, otras áreas. No obstante, esos casos no pueden mostrarse como pautas generalizadas. Por último, hay que destacar el ímprobo esfuerzo que las compañías farmacéuticas están realizando para adoptar pautas y criterios éticos en el funcionamiento de sus organizaciones.

Profesor de Deontología farmacéutica, Universidad de Navarra