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En una carta del 11 de febrero de 1950, John Henry Newman, ya sacerdote oratoriano, se defendía del apelativo de santo con que una tal miss Moore se dirigía a él: «No hay nada de santo con respecto a mi persona como cualquiera sabe […] Los santos no son hombres dados a la literatura, no aman los clásicos, no escriben historias. […] Para mí es suficiente con darle betún a los zapatos de los santos, si es que san Felipe usa betún en el cielo». Es digno de reconocimiento y sonrisa que, por un natural sentido de la humildad y el pudor, el ahora declarado beato no se viera santo; pero por sus mismas palabras y obras (literarias) se merece análogo reconocimiento y sonrisa como hombre de la literatura, amante de los clásicos y escritor de historias.

Lo llamativo es que Newman mantuvo y ejerció sin sonrojo esa conciencia de escritor literario al entrar en el estado clerical. El 9 de octubre de 1845 consumó su paso a la Iglesia católica, el 30 de mayo de 1847 fue ordenado sacerdote y en el verano de aquel mismo año, hallándose en Roma, recibió un cuento publicado en Inglaterra en el que se atacaba a quienes en aquel ambiente oxoniense de alto voltaje intelectual y espiritual se habían convertido a la fe católica. Como cuenta en el prólogo de Perder y ganar: «La respuesta más adecuada consistía en publicar otro cuento, concebido con un respeto estricto a la verdad, o a lo probable, provisto al menos de cierto conocimiento personal de Oxford y de los distintos aspectos del fenómeno religioso; aspectos que, sin excepción, la citada obra manejaba desgraciada y torpemente».

A un escritor literario no solo se le reconoce por sus rasgos textuales y de género

(literario), también por sus impulsos y por sus convicciones, como estas tan de la Poética aristotélica: verosimilitud y pericia para integrar aspectos del mundo real en la trama ficticia. Y en Perder y ganar se trataba de integrar verosímilmente una serie de aspectos de su historia personal en una trama cuyo argumento se puede resumir así: el joven Charles Reding, hijo de un ministro anglicano, marcha a Oxford a estudiar la carrera clerical, y al hilo de sus estudios y conversaciones se va despertando y desarrollando en él un deseo de verdad amparado por una conciencia que quiere ser recta, que culminará en su conversión al catolicismo. Sin duda, un bildungsroman cuyo eje es un itinerario intelectual y espiritual. Intentio auctoris apologética pues, pero pecaríamos de cierta mirada rígida y muy moderna si por este hecho descartáramos esta obra del dominio literario. Bastaría recordar que en la casa de la literatura hay muchas moradas, y que en la escritura querer hacer algo no impide estar haciendo algo más, o algo complementario, o dos cosas (o tres, o n) a la vez, o algo rico, complejo y abierto. Miguel Ángel Garrido lo recordaba hace años en «San Juan de la Cruz: emisor poético», y el fenómeno se puede percibir en obras tan motivadas por intereses ajenos a la religión como Rebelión en la granja de George Orwell; por no hablar de la intentio lectoris, ingrediente que no deja de añadir aún más emoción a esto de pensar «lo literario».

Así las cosas, no vamos a decir entonces que en Newman, como en san Juan, se puede apreciar no ya su modernidad, sino su adelantada posmodernidad. Seguramente eso tan misterioso y valioso que llamamos literatura —y que por la mayor parte de los siglos no se atuvo a semejante nombre— tiene la virtud de escapar a las monomanías de la teoría mientras sigue hechizando a los lectores.

Encuentro, Madrid, 2017.

Alguna sensibilidad actual puede echar en falta en Perder y ganar un tratamiento moroso de lo psicológico, de los estados de conciencia de quien hace un itinerario como el representado, de una plasticidad interior que transfigure y emborrone el mundo exterior; pero Virginia Woolf todavía no había sido construida, y además el autor es consciente de su intención y de su poética, y no cede a la orientación del momento, a la novela realista exploradora de la vivencia interior. Bildungsroman, pero legítimamente estructurado por ese itinerario intelectual y espiritual, donde la narración camina al ritmo de las bien trabajadas escenas-capítulos (que en esa clara y medida relación recuerda al buen oficio de Henry James) y de los encuentros dialécticos. Relato en tantos momentos humorístico, en el que nada «hace sangre» con nadie, sino que una sabia benevolencia planea con amenidad.

Toda novela escrita con convicción, inteligencia y oficio narrativo es candidata a una buena experiencia de lectura,

que adviene si da con el lector adecuado. Pero más acá de sus virtudes literarias, el lector podrá conocer la tensión intelectual y espiritual que supuso el movimiento de Oxford, un verdadero acontecimiento en la historia de la Iglesia católica, además de disfrutar de un buen relato que sin tapujos aborda un problema de identidad. En estos momentos en que lo líquido desconfigura tantas identidades personales y colectivas, la novela de Newman aporta un relato sincero y valiente, vivido, de alguien que se aventura a transitar de un marco de referencia identitaria a otro. No es el paso de una moda intelectual a otra, un dejarse llevar por el esteticismo y el emotivismo a coste cero en lo personal, porque en el fondo daría igual una cosa que otra. No: la tensión humana de la novela (y yo no diría que esto sea ajeno a su valor literario) se asienta en la profunda conciencia de que es necesario perder, y perder mucho, cuando se trata de ganarlo todo. Una lectura suficientemente transgresora para nuestros tiempos.

Doctor en Filología Inglesa (Universitat de València) con una tesis sobre la obra poética y ensayística de T. S. Eliot. Ha sido profesor de español en la University of Wales, College of Cardiff, y profesor visitante en las universidades de Tampere (Finlandia), Florencia y Lund (Suecia). En la actualidad pertenece al Departamento de Literaturas Hispánicas de la Universidad Complutense de Madrid y da clases de escritura creativa en el Máster Universitario en Escritura Creativa de la UCM.