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Churchill también fue el primero en percatarse de la amenaza que representaba Hitler para Europa y para Gran Bretaña y advirtió severamente de ello en el Parlamento, un mes tras  otro. El clima político de la época era semipacifista y antibélico y el mensaje que daba Churchill de que Inglaterra necesitaba rearmarse era impopular, lo que le aislaba aún más dentro del Partido Conservador. Algunos años después, Churchill con mirada retrospectiva, situó lo que él llamó el “Descensus Averno” en el periodo 1931-1932. En 1928, el gobierno Baldwin había tomado la iniciativa de reafirmar la duración del Plan de Defensa durante 10 años, a lo largo de los cuales el esfuerzo inversor debía continuar, aunque en ese periodo no existiese la amenaza de una guerra inminente. El gobierno de McDonald en (1932–1933) consideró que los riesgos económicos y financieros a los que el país se tenía que enfrentar eran, en cambio, más prioritarios y urgentes, por lo que no se ejecutó el compromiso adquirido de mantener la inversión en Defensa.

En esos años Churchill, otro error, tomó partido por Eduardo VIII, el Duque de Windsor, estando tentado en desempeñar el  papel de potencial líder de “un partido del rey”, lo que hubiera tenido consecuencias constitucionales devastadoras. Por fortuna, no encontró apoyos.

Sin embargo, fue muy beneficiosa para él la creación del grupo de reflexión y de relaciones políticas transversales denominado “Focus“, compuesto por personalidades políticas y sociales de diversos ámbitos que celebraba habituales almuerzos en el Hotel Victoria. La pertenencia a este grupo le ayudo a centrar su posición política, que anteriormente había adquirido un cierto tono rancio y derechista en relación a la Política Imperial de Gran Bretaña, con una clara posición inmovilista respecto a la debatida autonomía de la India.

La absorción de Checoslovaquia por el régimen nazi, sin respetar el Pacto de Múnich, el 15 de Mayo de 1939 y la  invasión de Polonia por Hitler, el 1 de septiembre de 1939,no solo iban a dar  la razón a las reiteradas advertencias de Churchill, sino que además iban a precipitar su entrada en el Gabinete de Guerra como Lord del Almirantazgo lo que le otorgaba un poder real.

Concluida pues su travesía del desierto y ya argumentadas, al comienzo del artículo, las circunstancias que motivaron su designación como Primer Ministro, fijemos el foco de atención en ese mes de mayo de 1940, donde un hombre solo, Churchill, se tuvo que enfrentar al desafío de una tiranía, a una dictadura moderna respaldada por las masas , y que pretendía implantar un nuevo y diabólico totalitarismo, seccionando la democracia y sustituyendo  al  régimen liberal y parlamentario vigente. Se trataba de poner punto y final a una Civilización que había comenzado 500 años antes. Churchill no concebía una Inglaterra aislada y debilitada, con un estatus especial concedido por el nazismo , ajeno a una Europa “dominada por una potencia brutal”; más bien pensaba que el futuro de la Europa occidental y el de Inglaterra estaban indisolublemente unidos. Churchill tenía una comprensión excepcional de la historia y la personalidad de Europa; por sus venas fluía el espíritu europeo.

Cuando Churchill llegó al poder, por fin, un lunes de Mayo, se encontró de bruces con problemas que harían retroceder  o inmovilizarse a cualquiera. Francia se había rendido, en el Partido Conservador consideraban, infectado de políticas temerosas y claudicantes, que su mandato sería efímero: el mandatario, por así decir, tenía el cáncer en casa. El pueblo británico había recibido, hasta esa fecha, una información parcial y edulcorada, un tanto lejana, del peligro nazi. Por eso reaccionó sorprendido y conmovido cuando tuvo noticias de la capitulación del gobierno francés. La opinión pública en Francia, entre las clases medias  ilustradas, parecía mediatizada por una percepción de que los términos del Tratado de Versalles habían sido muy injustos con Alemania; además, era mayoritaria la idea de que Gran Bretaña y el Imperio debían evitar involucrarse en un conflicto armado (consolidación de una mentalidad pacifista y aislacionista); por último, existía un miedo arraigado a la colaboración con el comunismo (Alianza con Rusia). Churchill, al mismo tiempo, sabía que el poder militar de Alemania  y el espíritu que imbuía a sus soldados era grandioso, y que solo  una alianza de Estados Unidos, Rusia y la propia Inglaterra podría tener una oportunidad de derrotar a Alemania. No existían combinaciones menores: se requería el concurso conjunto de las tres grandes naciones.

Churchill estaba solo, sin más compañía que el abismo al que le llevaba la situación. Años después, cuando le preguntaron a su entonces lugarteniente y líder del Partido laborista, Clement Atlee,  qué hizo Churchill para ganar la guerra, respondió de forma sencilla. “Hablar de ello“.

Utilizó el lenguaje de su pueblo, consiguió convencer a sus compatriotas de que estaba en juego no solo la democracia liberal y parlamentaria, sino la supervivencia nacional, y que el desafío totalitario  era de tal naturaleza que la civilización occidental, sus usos y costumbres, el Derecho y las libertades personales y políticas estaban en letal peligro. Solo tenía su palabra, la ética de sus convicciones más profundas, el sentido de la responsabilidad y de la Historia.

El 13 de Mayo de 1940 se dirigió a la Cámara de los Comunes para presentar a su  gobierno  al que definió como “un gobierno representativo de la unidad y de la inflexible voluntad de la nación de proseguir la guerra contra Alemania hasta la obtención de la victoria final“. No hay ejemplos de políticos que, en circunstancias transcendentales, se hayan dirigido, o se dirijan a su país diciendo “No tengo nada que ofrecer“. Esa era la prueba de su veracidad, del reconocimiento más limpio de la gravedad de una situación que requería la unidad inexcusable del pueblo británico, la plena concertación de voluntades, la sincronía del latido del corazón de Churchill y su pueblo en su hora más difícil. Ahí Churchill fue capaz de articular “la voluntad colectiva” de Inglaterra. Y ese fue el momento en que con toda su fuerza resonó  la invitación ejemplarizante a la abnegación y al sacrificio: “Solo sangre, sudor, esfuerzo y lágrimas”. Existía una necesidad de compartir los ideales, de reforzar la unidad de propósitos, de encontrar las palabras necesarias, aquellas que solo tienen un significado. Por ello, levantando la voz dijo “Si preguntan cuál es nuestro programa político, mi respuesta es luchar, luchar por tierra, mar y aire, con toda la resolución y toda la fuerza que Dios sea capaz de darnos; proseguir la guerra contra una tiranía monstruosa, nunca superada en el oscuro y lamentable catálogo de la maldad humana. Esa es nuestra política”. Pero quedaba un último asunto, que consistía en crear en el ánimo y la mentalidad colectiva una dinámica de Victoria (palabra que repite cinco veces en el párrafo concernido) “porque sin Victoria no sobreviviremos”. Como dice Schama en su epílogo, la adulación funcionó y el pueblo británico tomo conciencia de su responsabilidad, de la encrucijada histórica que les legaba el destino y de la necesidad de que todos estuvieran  a la altura de sus mejores cualidades.

En el interior del gabinete, Churchill iba venciendo con energía las andanadas pactictas de Halifax, que pretendía explorar la vía de intermediación de Mussolini ante Hitler. Churchill  tenía la intuición moral de que los nazis cortejarían a Inglaterra hasta conseguir su neutralización y desarme con la artimaña de asegurarles el mantenimiento del Imperio  Británico por “cortesía” personal de Adolf Hitler. Había que evitar el caer “en la pendiente resbaladiza” a la que llevaría el conato de negociación que resquebrajaría la confianza y la moral de los británicos. Churchill impuso su punto de vista: para él no había alternativas, había que luchar hasta el final, asumiendo el riesgo de perderlo todo.

Churchill lo explicó muy bien en algunos de sus discursos de aquellos días. “Si Hitler vence, todo el planeta, incluido EEUU, y todo cuando hemos querido y amado se hundirá en el abismo de una nueva edad oscura, más siniestra y quizás más enquistada aún, porque en ella solo alumbrará la luz de una Ciencia perversa. Si Alemania vence no tendrá compasión, quedaremos reducidos al status de vasallos para siempre; sería preferible que la civilización de Europa Occidental se hundiera con todos sus logros, en un final trágico pero espléndido, que presenciar la agonía de nuestras democracias, carentes ya de todo lo que hace que la vida merezca vivirse”. Aunque continuaba  buscando, con extrema insistencia, la implicación del Presidente Roosevelt en la Guerra, en sus misivas siempre le dejó claro que “si fuera necesario continuaremos la guerra solos, no tenemos miedo a hacerlo“.

En medio de una clamorosa soledad internacional, Churchill iba ganando algunas de las muchas batallas abiertas. La exitosa evacuación de Dunkerque, donde las vidas humanas salvadas superaron todas las previsiones (340.000 soldados evacuados, entre ellos 120. 000 franceses) representó una sustancial elevación del ánimo público de la Nación. Ahora se trataba de volver  a preparar a su país para la Batalla de Inglaterra, compareciendo el día 18 de junio en el parlamento para pronunciar un discurso histórico. Alguno de sus pasajes más relevantes fueron: “Preveo que la Batalla de Inglaterra está a punto de empezar. De esta batalla depende la supervivencia de la civilización cristiana. De ella depende nuestra existencia nacional y la prolongada continuidad de nuestras instituciones y nuestro Imperio… asumamos, pues, nuestro deber y tengamos presente que si el Imperio Británico y su Commonwealth durasen otros mil años, todos dirán: “Aquella fue su hora más gloriosa“.

Como dice John Lukacs sobre la expresión “su hora más gloriosa“, estas palabras se harían un hueco que aún perdura, en la prosa y la oratoria de todas las naciones de habla inglesa. Benditas palabras de Churchill, la fuerza irremplazable de las palabras verdaderas, alimento imprescindible para mantener la unidad de la nación y fortalecer su espíritu porque Inglaterra tenía que resistir, ese era el camino y no había otro. El mañana no estaba escrito. Vinieron años duros, inequívocamente malos, pero no afectaron a la visión de Churchill, ni a la fuerza de sus convicciones.

Así, cómo olvidar los incesantes bombardeos de la Alemania nazi contra Inglaterra (el terrible Blitz), que la figura desafiante de Churchill contemplaba desde los tejados de los edificios, o el riesgo de que, en 1941, Rusia fuera vencida por Alemania. También resulta inolvidable el 7 de diciembre de 1941, el día que los japoneses atacaron Pearl Harbor y que también refleja Lukacs en el conmovedor retrato que hace de Churchill en Chequers: “permanecía taciturno con la cabeza entre las manos, durante largos minutos. Hasta que llegaron las noticias”.

Inglaterra resistió, en la más difícil encrucijada de su larga historia, porque tuvo al frente a un hombre excepcional como Winston Churchill, cuyas cualidades sobresalen en este texto. Si Inglaterra no hubiera resistido, Hitler se hubiera adueñado de toda Europa (incluida Gran Bretaña) y los apoyos de Rusia (también ocupada); el papel de los Estados Unidos hubiera sido tardío y ya innecesario. Pero Churchill sabía que esos decisivos apoyos internacionales sin los que la resistencia de Inglaterra hubiera sido baldía, iban a tener un precio. Intuía que el precio iba a ser el reparto del mundo entre Rusia y Estados Unidos y que esto significaría el fin del Imperio Británico, por un lado, y la extensión del Imperio Soviético en Europa, con la consiguiente división de la misma.

Pero como bien dice Schama, la disyuntiva a la que se enfrentó Churchill en 1940 era una cuestión de principios: debió optar entre “un fin de la gloria imperial” o el “el fin de la libertad” y no tuvo ninguna duda.

Presintió también el peligro que iba a acechar al mundo de la postguerra (el “Telón de Acero”, en expresión churchilliana, la división de Europa, la Guerra Fría, etc.).

Solo una persona de su talla e importancia podía calificar el final de la guerra (sus consecuencias) como una tragedia. Pero eso y otras muchas más cosas de la azarosa (como siempre) posterior carrera de Churchill, es otra historia.

Ahora debamos quedarnos con su gigantesca figura histórica, emergiendo entre los escombros humeantes provocados por un bombardeo nazi especialmente cruel en la ciudad de Bristol, encontrándose con una mujer que lo había perdido todo y que con su rostro bañado en lágrimas, al ver la presencia de Churchill dejo de llorar y gritó “¡Hurra, Hurra. Es uno de los nuestros!”. Ese era Churchill, uno de los nuestros, el mejor de todos.

Presidente del Consejo de Administración de Telemadrid. Del Consejo Editorial de Nueva Revista