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Ni qué decir tiene que escribir hoy en día sobre literatura y cultura canadienses en nuestro país ha dejado de ser la labor exótica que era antaño. Figuras como Marshall McLuhan, Northrop Frye, Michael Ondaatje o Margaret Atwood forman parte ya, de pleno derecho, de la nómina de autores extranjeros que críticos, editores y profesores españoles manejan en su labor cotidiana. Irving Layton no ha entrado en este selecto grupo. Con el tiempo lo hará. No en vano es uno de los mejores poetas canadienses —si no el mejor—, con un reconocido prestigio en la escena internacional, tal y como prueba el hecho de que haya sido nominado en dos ocasiones al Nobel de literatura. La universidad italiana se ha prodigado en alabanzas hacia su persona y obra, que ha traducido profusamente. También se han vertido al español algunos de sus poemas en la edición que Salustiano Masó preparó para Hiperión. No obstante, Layton sigue siendo un poeta poco apreciado entre nosotros. Ignoro las razones de ello. Quizá su poesía, áspera y comprometida, sea un plato demasiado fuerte para los tiempos pusilánimes que corren. O quizá sea necesario traducir un mayor número de sus poemas al español. En cualquier caso, su obra, por extensa, buena e interesante, merece otras oportunidades con las que ganarse la admiración de los amantes de la buena poesía en estas tierras.

Irving Layton (Israel Lazarovitch) nació en Rumania en 1912 en el seno de una familia judía. La situación de los judíos en aquel país era realmente delicada por aquella época. La propaganda antisemita, que se remontaba al siglo XVII, empezaba a dar sus frutos más amargos: se obligaba a los judíos a trasladarse del campo a las ciudades, se les excluía de diversos puestos en la administración del Estado, y se les restringía el acceso a institutos y universidades públicas. Tal panorama explica, en gran parte, la oleada de emigración de judíos rumanos hacia destinos como Londres, Argentina, Estados Unidos y Canadá, en busca de mejor fortuna. Canciones como la que sigue reflejan la desolación y tristeza de esas gentes:

Qué dolor sentimos
al dejar nuestro hogar,
forzados a abandonar
nuestra hermosa tierra.

Regresarán nuestros
pensamientos a lo eterno.
Recordándote toda la vida,
Rumania querida.

La familia Lazarovitch hizo también las maletas y puso rumbo a Montreal. Irving —Israel por aquel entonces— tenía tan sólo un año.

Layton ha hecho de este exilio inicial una metáfora que realza un ostracismo voluntario y un desarraigo enquistado de la sociedad canadiense. Una metáfora creada en última instancia para dar cuenta de su papel de vate rebelde y moderno. En este sentido, el caso de Layton ilustra la complejidad y el amplio espectro de significados que el concepto exilio ha adquirido hoy en día. Lo ha dicho Claudio Guillén: «Lo propio de nuestro tiempo es la variedad referencial de la palabra exilio, quiero decir, la diversidad de realidades que denota, y aun más, los grados diferentes de realidad que lleva implícitos, entre la metáfora pura y la experiencia directa» (el sol de los desterrados: literatura y exilio). Layton ha explotado hasta la saciedad la imagen de judío odiado, rechazado y expatriado en Canadá. Una condición que, no obstante, celebra, pues le permite observar a la sociedad canadiense desde una singular atalaya: «Para el escritor judío-canadiense —escribe— Canadá no es ni un crisol, ni un mosaico de diferentes culturas. Puesto que es un canadiense de cinco mil años, cuyo pasado empieza con la única rebelión de esclavos exitosa que se conozca en la historia, posee una personalidad singular y una amplitud de miras que lo mantiene a distancia de la cultura que encuentra». Dicha personalidad, según Layton, lo salva del provincianismo estéril y endémico de las letras canadienses.

Realmente la poesía de Layton no se entiende sin ese nivel superior desde el que critica y ataca a su época. El conformismo, la mediocridad, la estupidez y crueldad humanas son los auténticos demonios personales del poeta a los que no declara tregua. Ningún otro escritor canadiense ha sido tan despiadado y cruel con las comunidades académica y literaria, que tanta fama le han proporcionado. Tampoco se han librado de su guillotina abogados, burgueses, moralistas y pedantes. Pero Layton no es tan sólo un escritor inconformista y satírico: su pluma pasa fácilmente de la denuncia a la celebración extática de la vida y la belleza. El poeta deifica especialmente al individuo en libertad y fustiga a todo aquello que merma su especificidad: «Muy pronto en la vida», escribe en sus memorias (Esperando al Mesías), «aprendí de manera inconsciente que tanto la escuela como la casa eran enemigos implacables de todo lo bello y único que hay en mí; que su principal objetivo era el de destruir la individualidad».

La voz de Layton es esencialmente hiperbólica, una voz agresiva y pasional que penetra en nuestros oídos con una fuerza inusitada y que nos invita a compartir incondicionalmente o rechazar de lleno su visión. Esta contundencia retórica no es incompatible con un estilo cuidado. Comparecen en él imágenes enérgicas de una plasticidad casi pictórica, ironías calculadas, alusiones ingeniosas y comparaciones sorprendentes en el marco de una descripción realista —cruel a veces en su detalle—. Layton es capaz de combinar un realismo crudo con un sentido lirismo que destila ternura y compasión:

Bajo la cima de la colina
el río bufaba en la improvisada playa.
Cavamos un hoyo profundo y tiramos allí al becerro muerto.
Hizo un sonido mojado, un borboteo sepulcral,
cuando se hincharon y aplanaron sus cálidas ijadas,
Ubicado, el animal parecía dormido,
una pata delantera sobre la otra,
desprovisto de su orgullo y tan bello ahora,
sin movimiento, totalmente quieto en el hoyo fresco.
Me di la vuelta y rompí a llorar.

Más que un moralista, Layton es un pensador ético empeñado en conducirnos hacia una esfera de sabiduría superior. La travesía conlleva, sin embargo, un descenso hacia las cloacas humanas. El mal innato al hombre fascina a Layton, especialmente aquél que se vierte en violenta crueldad, ya sea ésta primitiva, gratuita o calculada. «Crueldad estética», por citar algún poema como ejemplo, nos muestra el horror del escritor frente a la perversa yuxtaposición de los buenos modales de unos oficiales nazis y su odio criminal a los niños judíos: «Sonrisas, palmaditas amables / serenan los rostros de los chiquillos; / muñecas de regalo, trenes de juguete […] / Cuando el último atisbo de sospecha / desaparece, los oficiales sacan / sus pistolas / y empiezan a disparar». Con todo, los poemas más efectivos de Layton sobre la crueldad humana son aquéllos en los que ésta se ejerce sobre los animales. Margaret Atwood señala, en su ya clásico libro Suwival, la obsesión permanente de los escritores canadienses por representar animales como víctimas, y menciona a Layton, entre otros muchos autores, como ejemplo. Northrop Frye opina que el poeta judío humaniza al animal en sus poemas, convirtiéndolo en un símbolo de la brutalidad humana mediante el que explora los sentimientos más primitivos del hombre, frustraciones y sentido de culpa.

Hemos escogido para nuestra traducción poemas de esta temática, pues en ellos la escritura de Layton brilla en todo su esplendor. Son poemas que empiezan con un tono desenfadado: retratan al animal de una forma jocosa y muestran la faceta más liviana e intranscendente de la escena. Conforme el poema avanza, sin embargo, el tono se agria con la aparición de detalles escabrosos (sangre, vísceras…) y la descripción del sufrimiento y la muerte del animal. La estrategia discursiva de estos poemas se acerca mucho a lo que podríamos denominar «realismo grotesco». Hay que tener en cuenta que lo grotesco ha dejado ya atrás lo fantástico, sobrenatural y monstruoso para adentrarse en las profundidades psicológicas del hombre moderno: sus frustraciones, culpas, fantasías y aberraciones. Lo grotesco en nuestro tiempo, ha escrito Bernard McElroy (Fiction of the Modem Grotesque), es de naturaleza interna, no infernal, y se reconoce que parte no del dios o del diablo, sino de la propia persona. Para Philip Thomson, en lo grotesco se da una coexistencia de lo cómico o lo ridículo con algo que es incompatible con lo primero (horror, repugnancia, miedo…). Con poemas como «El mosquito», «Caín» o «El becerro», Layton trata de provocar en el lector impulsos psíquicos dispares y, a menudo, incompatibles. El inicio burlón de «El mosquito» deja paso a una dignificación del insecto que acaba por dejarnos un mal sabor de boca. El escritor permite entrever lo absurdo de esta muerte y las consecuencias trágicas de una acción caprichosa. «El becerro», por su parte, denuncia el sacrificio de los animales por motivos puramente mercantilistas. Sorprende la imagen brutal de los ojos de la criatura ensangrentándose progresivamente. El sujeto poemático es más explícito en «Caín» («Quería matar por la burla que suponía, matar y matar/ de nuevo —a esa rana, perra, puerca, encaprichada de sí»). Las comparaciones y metáforas graciosas coexisten con el relato implacable de la agonía del animal («Su siguiente salto/ fue un lamentable fracaso, sin impulso ya / en sus patas»). Layton aborda en estos poemas el mal que llevamos dentro; ese mal que se expresa tan brutalmente en las novelas de Sade. La temática y la escritura de ambos escritores son radicalmente diferentes, aunque eso sí, comparten un objetivo común: hacer que el lector sienta el placer que puede proporcionar la violencia. Se trata de que nos involucremos en la escena cruenta, de que no la rechacemos de plano. Uno, me refiero a Sade, lo hace tocando las teclas que animan nuestro deseo sexual. Layton, por su parte, infunde carácter cómico o grotesco a la escena. Con todo, los fines de Sade y Layton son radicalmente diferentes. El primero, digan lo que digan algunos de sus incondicionales, glorifica la violencia. El escritor canadiense, por el contrario, condena la brutalidad que puede surgir de nuestro lado oscuro.

En nuestra selección hemos incluido «Gata muriendo en otoño» para que el lector pueda comparar el final amargo de las criaturas sacrificadas en los restantes poemas con la belleza de la muerte natural del felino, expresión hermosa del ciclo de la vida que tanto fascina a Layton.

EL MOSQUITO

Sumiso ya como un monje franciscano,
su bolsa inflada
una minúscula bomba, cápsula oscura,
se puso en el mismo centro
de la mesa blanca— ¡una diana!
Una mariposa blanca volaba en círculos.

Qué extravagancia tan estúpida, pensé,
exhibirse de este modo:
ese oscuro botín perfilado, dejando que el sol
lo traicione.

Di un golpe fuerte con la mano
y asusté a la mariposa blanca
que presta y alegre seguía su curso, luego
lamí el círculo rojo de sangre
en mí mano hasta hacerlo una estrella,
borrosa, aunque se podía
descifrar;

mientras tanto el mosquito con una dignidad
insólita aferrándose a sus patas inertes
se arrastró para ambos a lo largo de la mesa blanca y redonda
una roja bandera de protesta solemne
e inútil.

THE MOSQUITO
Meek now as any Franciscan monk, / his inflated sac / a minuscule bomb, a dark capsule, / he was in the exact centre / of the white writing table — a bull’s-eye! / A white butterfly circled overhead. // What stupid extravagance, I thought, / to show himself in that fashion: / that dark loot outlined, letting the sun / betray him. //I crashed my hand down, / startling the gay white butterfly / that sailed swiftly on, then / licked the circle of blood / on my palm to a crooked star, I faint but one could decipher / it; // while the mosquito with a queer sort / of dignity clinging to its inert legs / trailed for both / on the white circular table / a red flag of protest solemn / and useless.

EL BECERRO

Casi no se tenía en pie. Pero incluso separado
de la madre y los olores del establo
conseguía sorprender con su orgullo,
con la promesa de soberanía en la forma
en que su cabeza se movía para atraernos.
La vigorosa luz del sol que arrancaba el maíz del suelo
lamía sus lomos bien formados.
Demasiado joven para tanto orgullo.
Pensé en el destronado Ricardo II.

«Los becerros no dan dinero», había dicho Freeman.
El clérigo que nos visitaba le frotó el hocico
que aún resopla patéticamente en este día sin viento.
«Una pena», se lamentó.
Se deslizó mi mirada desde su sombrero hacia el cielo vacío
que rodeaba al negro corrillo de hombres,
a nosotros y al becerro que esperaba el primer revés.

Tras el golpe,
el becerro dobló las patas enjutas
como si tomara fuerzas para un ímpetu desatinado…
se tambaleó… levantó hacia nosotros los ojos oscurecidos,
y comprobé que éramos el objeto
de su mirar aterrado, cada vez más pequeños,
hasta que fuimos tan sólo el mazo ponderoso
que rozó su oreja sangrante
y que le tumbó de costado, rígido,
como un bloque de madera.

Bajo la cima de la colina
el río bufaba en la improvisada playa.
Cavamos un hoyo profundo y tiramos allí al becerro muerto.
Hizo un sonido mojado, un borboteo sepulcral,
cuando se hincharon y aplanaron sus cálidas ijadas.
Ya colocado, el animal parecía dormido,
una pata delantera sobre la otra,
desprovisto de su orgullo y tan bello ahora,
sin movimiento, totalmente quieto en el hoyo fresco.
Me di la vuelta y rompí a llorar.

THE BULL CALF
The thing could barely stand. Yet taken / from his mother and the barn smells / he still impressed with his pride, / with the promise of sovereignty in the way / his head moved to take us in. / The fierce sunlight tugging the maize from the ground / licked at his shapely flanks. / He was too young for all that pride. /I thought of the deposed Richard II. // "No money in bull calves," Freeman had said. / The visiting clergyman rubbed the nostrils / now snuffing pathetically at the windless day. / "A pity," he sighed. / My gaze slipped off his hat toward the empty sky I that circled the black knot of men, / over us and the calf waiting for the first blow. // Struck, I the bull calf drew in his thin forelegs / as if gathering strength for a mad rush… / tottered… raised his darkening eyes to us, / and I saw we were at the far end / of his frightened look, growing smaller and smaller / till we were only the ponderous mallet / that flicked his bleeding ear / and pushed him over on his side, stiffly, / like a block of wood. // Below the hill’s crest / the river snuffled on the improvised beach. / We dug a deep pit and threw the dead calf into it. / It made a wet sound, a sepulchral gurgle, / as the warm sides bulged and flattened. / Settled, the bull calf lay as if asleep, / one foreleg over the other, / bereft of pride and so beautiful now, / without movement, perfectly still in the cool pit, /I turned away and wept.

CAÍN

Le cogí a mi hijo la escopeta de aire comprimido,
medí cinco pasos hacia atrás, el hebreo
en mí, narcisista, padre de hijos,
bajo tierra. Desde allí apunté y disparé.
El balín silencioso dio en la espalda de la rana a una pulgada
de su cabeza. Brincó del todo
sorprendida, como por un cosquilleo repentino
(debió pensar) y saltó de la arena mojada
al agua marrón que había alrededor. Pero
el balín había hecho estregos. Su siguiente salto
fue un lamentable fracaso, sin impulso ya,
en sus patas. Lo intentó —como Bruce— de nuevo,
lanzando al aire sus manos sensibles
de pianista como haría un enano o un niño indefenso.
Su salpicar alteró la tranquilidad del estanque
y a una rana vieja que, tras su foso de yerbajos,
pestañeaba y miraba satisfecha.
La superficie del estanque se convirtió de pronto
en un cerrar de párpados y burbujas como notas musicales
líquidas, luminosas, cayendo de la pagina
blanca, de barba blanca, un crescendo veloz
de sonidos inaudibles y los susurros de una arpía
entre bastidores por los juncos y espadañas
como si se tratara de un Lear o Edipo agonizantes.

Pero la muerte nos hace a todos parecer ridículos.
Observa esta rana (perra, puerca, como quieras)
despatarrada, su absurdo cadáver mecido por el oleaje
que su último salto en vano puso en marcha.
Como vejete retirado, no pude evitar sonreír,
viviendo de los restos del seguro:
las olas —derrumbándose— pagaron las primas.

Absurdo, qué absurdo. Quería matar
por la burla que suponía, matar y matar
de nuevo —a esa rana, perra, puerca, encaprichada de sí,
cualquier cosa con un ápice de vida,
al ver al brincador muerto, con pies de Chaplin,
mecido y acunado en esta tarde
de aguas tranquilas, juncos y sol sofocante.
El agujero en la espalda claramente visible
y la piel rasgada un pegote de sombra
moviéndose al moverse el agua del estanque.
Ay Egipto, esa Grecia de mármol, la resplandeciente Roma,
¿perecisteis también al final por un pequeño agujero
en la espalda que no pudisteis rascar? ¿Y se abrirían
vuestras bocas fantasmales, jadeando
entre los juncos espesos, los sapos escondidos,
con las espaldas destrozadas escalamos hacia el cielo?

Cuando a la mañana siguiente pasé por el lugar
la rana yacía boca arriba, una mano delicada
en la barriga, la delantera de su camisa blanca
inmaculada. Parecía como si fuera
un comediante; un bailarín de claqué disculpándose
tras una caída, o un maestro de ceremonias, con una gran sonrisa
arrancándonos la carcajada con un aparte
o quizá con un chiste que no acabamos de oír.

CAIN
Taking the air rifle from my son’s hand, /1 measured back five paces, the Hebrew / In me, narcissist, father of children, / Laid to rest. From there I took aim and fired. / The silent ball hit the frog’s back an inch / Below the head. He jumped at the surprise / Of it, suddenly tickled or startled / (He must have thought) and leaped from the wet sand / Into the surrounding brown water But I The ball had done its mischief. His next spring / Was a miserable flop, the thrust all gone / Out of his legs. He tried — like Bruce — again, / Throwing out his sensitive pianist’s / Hands as a dwarf might or a helpless child. / His splash disturbed the quiet pondwater / And one old frog behind his weedy moat / Blinking, looking self-complacently on. / The lin’s surface at once became closing / Eyelids and bubbles like notes of music / Liquid, luminous, dropping from the page I White, white-bearded, a rapid crescendo / Of inaudible sounds and a crone’s whispering I Backstage among the reeds and bulrushes / As for an expiring Lear or Oedipus. // But Death makes us all look ridiculous. / Consider this frog (dog, hog, what you will) / Sprawling, his absurd corpse rocked by the tides / That his last vain spring had set in movement. / Like a retired oldster, I couldn’t help sneer, / Living off the last of his insurance: / Billows — now crumbling — the premiums paid. // Absurd, how absurd. I wanted to kill / At the mockery of it, kill and kill / Again — the self — infatuate frog, dog, hog, / Anything with the stir of life in it, / Seeing the dead leaper, Chaplin-footed, / Rocked and cradled in this afternoon / Of tranquil water, reeds, and blazing sun, / The hole in his back clearly visible / And the torn skin a blob of shadow / Moving when the quiet poolwater moved. / O Egypt, marbled Greece, resplendent Rome, I Did you also finally perish from a small bore / In your back you could not scratch? And would / Your mouths open ghostly, gasping out / Among the murky reeds, the hidden frogs, / We climb with crushed spines toward the heavens? // When the next morning I came the same way / The frog was on his back, one delicate / Hand on his belly, and his white shirt front / Spotless. He looked as if he might have been / A comic; tapdancer apologizing / For a fall, or an Emcee, his wide grin / Coaxing a laugh from us for an aside / Or perhaps a joke we didn’t quite hear.

GATA MURIENDO EN OTOÑO

Saqué la gata a morir,
y la acomodé
en un abrigo de hojas,
fría y ensangrentada,
su gemido
llegaba ya más callado
y breve en la economía de octubre
hasta que las mandíbulas
se abrieron y cerraron sin sonido alguno.

Tras el amplio ventanal
miré a la gata moribunda
cuyo pelo cual velo de aire
el viento del otoño removía
indiferente con la hojas: su forma (¿o sería el viento?)
aún respiraba—
una sorpresa de blanco.

Y yo pensaba
en la nieve que se derrite en primavera
0 en una tira de gasa
cuando un gorrión
se posó a su lado
y metió su pico en el hoyo;
al momento salió zumbando, sus alas,
como podéis suponer, estremecidas.

Me permitió ver
desde mi casa
el pétalo torcido
que cayó
entre las patas malogradas
para tenerlo o jugar con él,
y la sonrisa apretada
que tienen los gatos al morir.

CAT DYING IN AUTUMN
I put the cat outside to die, / Laying her down / Into a rut of leaves, / Cold and bloodsoaked, / Her moan / Coming now more quiet / And brief in October’s economy / Till the jaws / Opened and shut on no sound. // Behind the wide pane /1 watched the dying cat / Whose fur like a veil of air / The autumn wind stirred / Indifferently with the leaves: / Her form (or was it the wind?) / Still breathing — / A surprise of white. // And I was thinking / Of melting snow in spring I Or a strip of gauze / When a sparrow / Dropped down beside it / Leaning his clean beak / Into hollow; / Then whirred away, his wings, / You may suppose, shuddering. // Letting me see / From my house / The twisted petal / That fell / Between the mined paws / To hold or play with, I And the tight smile / Cats have for meeting death.

Licenciado en Filología