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Si solo fuera compatible con la vida vivir sano de un modo indefinido, si se eligiera esa condición como indicador privilegiado de viabilidad y dignidad, ¿qué hacer con el extenso panorama de vidas humanas que sufren y que sufrirán discapacidad física, intelectual…, algunas de ellas irreversibles?

En determinados ámbitos sociopolíticos —también sanitarios— se cuestiona que sea «humano» vivir una vida enferma que no garantice unos niveles óptimos de autonomía, calidad de vida, bienestar, belleza y fuerza. Nuevos códigos estrella que osan imponerse como definitorios de la dignidad humana y determinantes exclusivos de la compatibilidad con la vida. Pero cabe preguntarse si no debería ser solo la muerte lo único físicamente incompatible con la vida. ¿No convendría proclamar científica, jurídica y socialmente que mientras alguien esté vivo (cfr. el artículo de Robert Spaemann «¿Todos los hombres son personas?», en Personas, acerca de la distinción entre algo y alguien, Eunsa, 2000) no es lícito —no es bioético— que el padecimiento de una enfermedad extremadamente grave e incurable… incompatible con la vida permita a algunos arrogarse el poder fáctico sobre la continuidad de esa vida? (cfr. lo 2/2010, de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo, título II, artículo 15, apartado c.3).

Los vulnerables por padecer una enfermedad no dejan de ser individuos humanos que están vivos: son enfermos pero no muertos. Y mientras lo están —vivos—, ni su naturaleza y dignidad resultan anuladas o disminuidas. Porque la dignidad aparece y desaparece con la vida. Tampoco decrece por una disfunción. Depende nada más que de ser humano. Y es independiente de todo lo demás incluso hasta de lo que el propio sujeto y la sociedad piense sobre su dignidad.

Existen dos características integrantes de la condición humana compatibles con la dignidad: la enfermedad y la muerte. Nadie escapa de estos dos acontecimientos biográficos. Negar esas características causa problemas bioéticos. De hecho, el empeño posmoderno por desposeer al hombre de sus cualidades más propias está generando crisis de identidad (R. Musil, El hombre sin atributos, Seix Barral, 2004), y una cultura desfavorable y amenazante para los más indefensos y débiles: los no nacidos discapacitados (embriones con anomalías genéticas y fetos con malformaciones), discapacitados graves nacidos y los enfermos en fases terminales o incurables.

Ante replanteamientos que vuelven a deliberar si hay vidas indignas de ser vividas por sus capacidades (K. Binding,A. Hoche, Licencia para la aniquilación de la vida sin valor de vida, Ediar, 2009) se hace urgente seguir consolidando y difundiendo principios bioéticos elementales. El primero y más nuclear: la igual dignidad de todos los seres humanos sin excepción de los vulnerables y dependientes. Verdad refrendada en todas las declaraciones actuales de derechos humanos.

LA HUMANIDAD O LA FAMILIA DE LOS FRÁGILES

Cuando la cultura estética posmoderna se empeña exageradamente en exaltar la perfección sobre la imperfección, conviene volver a la contemplación de una verdad sencilla y originaria sobre el hombre: la naturaleza humana es frágil y dependiente (cfr. la obra de Enrique Bonete, Ética de la dependencia, Tecnos, 2009).

La historia de los seres humanos está atravesada por la fragilidad de sus miembros, a veces demasiada fragilidad. La gran familia humana alberga sanos y enfermos. Ambos conviven conjuntamente desde su origen y pertenecen al mismo género humano. En su obra Animales racionales y dependientes, sostiene MacIntyre que todas las personas del mundo ocupan un puesto concreto, un lugar en la escala de la discapacidad por la que ascienden o desciende a lo largo de su existencia. Lo normal humano no viene definido por estados autonómicos perfectos e independientes, sino al contrario, por estados transitorios de enfermedad y dependencia. Algunos enfermos logran curarse, otros viven temporalmente sanos, un buen número acabarán incurables, todos mueren. Desde siempre, en la sociedad humana ha acampado la dependencia, la flaqueza…, la inexorable muerte. Es la condición humana (cfr. A. Marcos, Dependientes y racionales: la familia humana, Cuadernos de Bioética, n. º 77), la historia de nuestra raza y la única posibilidad de pertenecer a ella. A partir de la aparición de los hombres, todos han sido siempre la misma y única humanidad, la misma y única naturaleza, el mismo hombre…, en definitiva tierra, criaturas… (cfr. J. Ratzinger, Creación y pecado, Eunsa, 1992).

La paleogenética y la biología molecular confirman de continuo esta fragilidad e inestabilidad que atraviesa la doble hélice del ADNcelular. Acaba alterándose, expresando unos genes e inhibiéndose otros. Resultado: enferman las células, los tejidos…, la persona entera. No se puede ininterrumpidamente huir del envejecimiento celular, de la degradación orgánica del cuerpo…, de la enfermedad. Aunque hasta donde se pueda, se deben poner los medios necesarios para prevenir, curar y mejorar la salud.

De momento, en el mundo real se constata un hecho: los seres de naturaleza humana mueren de enfermos. Nadie muere de sano, de sobredosis de salud. La enfermedad no ha dejado de ocupar el primer puesto en el ranking de causas de mortandad. Lamentablemente, como destaca Jesús Ballesteros, también hay causas evitables de muchas muertes: guerras, accidentes, hambre, suicidios, abortos, etc. (cfr. «Seguridad humana, derechos y políticas públicas», en Retos de la Justicia Global, Encuentro Mediterráneo de Jóvenes Juristas, 2009). Pero el dato incontrovertible es que las enfermedades no desaparecen, ni siquiera las más investigadas por su extensión e interés económico en curarlas: alzhéimer, diabetes, obesidad, depresión, cáncer, arterioesclerosis, enfermedades vasculares y cardiacas, leucemia, sida, etc.

Por tanto, si los humanos mueren, y la mayoría lo hacen de enfermos, la humanidad al completo es frágil, ni perfecta ni invulnerable. En el mundo real no se engendran cuerpos puros y cristalinos. Si se llegara a esa imaginaria situación, sucederían dos hechos insólitos: la disolución de lo humano y la clausura de hospitales, la extinción de la medicina y la enfermería [cfr. Gonzalo Herranz, «La objeción de conciencia ante el aborto. Ética, deontología y profesionalidad», en Entender la objeción de conciencia, Tomás y garrido (coord.), Murcia, fundación Universitaria San Antonio, 2011]. La fantasía literaria ya ha profetizado esa imaginaria humanidad. En su Mundo feliz, Huxley describió los deleites de una sociedad definitivamente sana: «Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto, a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez». Pero a diario este mundo trashumano se estampa contra la fragilidad vital que descodifica el sueño mitológico de la plena perfección física y mental.

TODOS LOS ENFERMOS SON COMPATIBLES CON LA VIDA PORQUE SON CUIDABLES

Las enfermedades nunca son deseables. Existe el deber ético y profesional de curarlas, mejorar las terapias, innovar medicamentos y dispensar cuidados eficaces. No son deseables para nadie, pero tampoco degradantes identitariamente hablando. No degradan al hombre porque le conviertan en alguien inadaptable a lo humano, o le fuercen a ser lo que no es. Precisamente, le confirman en su auténtica naturaleza frágil y por tanto en su dignidad como humano. La enfermedad le ratifica al que la padece, que no es alguien distinto a la naturaleza que poseía antes de estar enfermo. Simplemente, atraviesa por una de esas patologías que aparecen en seres de su naturaleza. Pero permanece el de siempre: un ser humano.

No existen hombres que ante los demás se presenten como desconocidos o irreconocibles por expresar rasgos típicos de su vulnerabilidad: lesiones, discapacidades, etc. En contra de Rosa Regás, no existen hombres catalogados de monstruos por padecer enfermedades (cfr.«SiniestraLeydelAborto»,en www.elmundo.es/blogs/elmundo/ellas/2012/07/30/siniestra-ley-del-aborto).

Cualquier hombre enfermo pertenece igualmente a la estirpe humana como los demás. No viven en régimen de aislamiento a causa de la excepcionalidad o la rareza de sus patologías. Porque las múltiples enfermedades humanas no representan a una humanidad incompleta ni a una desviación de la auténtica versión de lo humano. Expresan el reconocimiento de algo propio del hombre de siempre. Además, la historia ha corroborado que los enfermos tampoco ponen en peligro la vida de las familias y de la sociedad.

En cambio, sí resultarían desconocidos por falsos humanos, los invulnerables: seres hiperresistentes a las infecciones, sin anomalías, genéticamente ilesos. Representaría una especie nueva formada por individuos seleccionados in vitro y perfectos que causarían, según Habermas, futuros problemas de discriminación y asimetría social (cfr. El futuro de la naturaleza humana, ¿hacia una eugenesia liberal?, Editorial Paidós, 2002).

La ciencia médica ha constatado que mientras dura la enfermedad y hasta que no se certifique clínicamente lo contrario, los enfermos permanecen vivos. Por muy graves que se encuentren, se trata de personas vivas. Viven en equilibrio con la salud pero hay constancia de vitalidad, es decir, no son cadáveres mantenidos o esqueletos desfigurados en su humanidad y en su dignidad. Hay vitalidad, por supuesto incompatible con obstinarse en mantenerla a toda costa e inútilmente, acción ética inadecuada y prácticamente extinguida.

Y ante un enfermo grave e incurable, vivo y próximo a morir, solo caben cuatro actos éticos posibles. Constituyen principios de inspiración hipocrática que deberían aplicarse siempre sobre esas vidas humanas. Primero, respetarlas independientemente de su estado de salud. Protegerlas de daños mayores y ambientes nocivos. Curarlas con tratamientos eficientes. Y por último, cuando ya no haya posibilidad de curación, cuidarlas delicadamente hasta el final, paliando el dolor sin provocarles la muerte. Ante una persona enferma no creo que quepan otras opciones bioéticas más razonables teniendo en cuenta de quién se trata.

Los enfermos —extremadamente graves—, por muy incurables que sean, siempre podrán y deberán ser cuidables hasta que permanezcan con vida. Y siempre se puede cuidar hasta el final, evidentemente no sin dedicación de tiempo, sacrificio y dinero. Elementos insustituibles si se pretende atender a personas de extrema debilidad y dependencia. Actitud demandada por la intangible dignidad merecedora de ese cuidado.

Por el contrario, lo objetivamente incompatible con esas vidas es el descuido, el abandono y la eliminación, pero nunca la incurabilidad (cfr. A. Domingo Moratalla, El arte de cuidar. Atender, dialogar y responder, Ediciones Rialp, 2012). Precisamente porque se trata de seres humanos dignos es por lo que los cuidamos esmeradamente, por ser quienes son. Si no fueran ni humanos ni dignos, habría que replantearse su cuidado, porque o sencillamente no los cuidaríamos o no del mismo modo.

LA INJUSTA SENTENCIA A LA INFELICIDAD DE LOS GRAVES E INCURABLES

En primer lugar, resulta injusta tal sentencia dictada sobre estos enfermos, porque a algunos de ellos ni siquiera se les deja nacer, negándoles el primero de los derechos. A los ejecutores y cómplices les mueve el deseo humano de evitar que sean infelices en sus futuras vidas. Estiman más acorde con su visión de la dignidad, impedir que nazcan o que sigan viviendo humanos abocados a estados de salud incompatibles con elevados estándares de calidad de vida. ¿Para qué hacerles vivir una vida —indigna— inadaptable al nuevo icono de la felicidad humana, condenándolos a una continua y frustrante insatisfacción por la imposibilidad de alcanzarla?

Declaran universalmente la incompatibilidad entre sufrir y ser feliz. Por tanto, si se prevé la aparición de graves sufrimientos, lo humanamente compasivo consistiría en impedirles la vida. Prefieren resguardarse de la acusación de culpabilidad por su implicación en sus sufrimientos. Quieren evitan la complicidad en el fracaso existencial y en la infelicidad que, según ellos, arrastrarán sus vidas.

Además, cuando les corresponde, no solo informan debida y detalladamente de las consecuencias de una anomalía grave. Van más allá, extrayendo de su clínico diagnóstico el alegato de la incompatibilidad con la vida, la inevitable desgracia para esa criatura incurable (cfr. J. Esparza, Nadie tiene derecho a obligar al sufrimiento, http://sociedad.elpais.com/ sociedad/2012/07/24/actualidad/1343153808_906956. html). Y en no pocas ocasiones, dentro de un falso marco de comprensibilidad y condolencia, se acaba ofreciendo la opcionalidad del aborto o la eutanasia justificándola como la menos inadecuada de las opciones, dada la fatalidad e irreversibilidad de la situación.

Cuesta aceptar que exista alguien, con autoridad pública o privadamente por decisión paterna, que se atribuya la facultad de decidir quiénes han de ser los elegidos para ser compatibles con la vida y con la felicidad. Habría que arbitrar algún procedimiento eficaz para obstaculizar el paso a quien desee arrogarse de un poder tal, que predetermine el fracaso existencial de personas especialmente enfermas. De lo contrario, se acabará admitiendo la concesión del permiso de existir a los aptos o compatibles con la vida, y denegándolo a los no aptos, a los incompatibles con una sociedad que aspira ser definitivamente sana y plenamente dichosa.

Resulta llamativo que los que toman estas decisiones y proyectan estas ideologías apenas se han molestado en preguntar directamente a los discapacitados y a sus familias si ellos son o no felices. Desconocen qué es lo que piensa la gran mayoría de ellos acerca del sentido de su vida discapacitada.

En ocasiones, se juega con la manipulación de los sentimientos, seleccionando algún testimonio dramático, hábilmente mediatizado a través de los mass media. Manida estrategia de casos lacrimógenos usada como método persuasivo para generar un clímax social reivindicativo a favor de legitimar abortos de enfermos extremadamente graves y de eutanasias de pacientes en fase terminal.

En cambio, un gran número de discapacitados y de sus cuidadores piden que se les pregunte en concreto a ellos mismos. Porque ellos desearían transmitir a la sociedad la verdadera historia de sus vidas. Y la mayoría, lo que exigen es el legítimo derecho humano a tener la posibilidad de vivir así, con errores genéticos, con discapacidades físicas y/o intelectuales sin cura actual. Reclaman que se les dé la oportunidad de elegir libremente querer vivir esa vida y optar como los demás a la felicidad, aun sufriendo. Son múltiples los testimonios que sostienen que sus vidas han merecido la pena vivirlas, por supuesto con ayuda, pero vidas dignas desde el primer momento. Suscriben la felicidad vivida aunque otros se empeñen en negarla cuando ni han vivido esas vidas y ni siquiera la han compartido nunca. Reclaman la auténtica compasión de dejarles vivir, sanándoles y cuidándoles. No hay registro de suicidios de discapacitados graves por no sentirse felices o desprovistos de una elevada calidad de vida.

Por tanto, si uno nace o se pone enfermo, a lo que tiene derecho evidentemente no es a sufrir, sino a recibir ayuda de la sociedad y del Estado para paliar eficazmente su dolor. Tienen derecho a ser atendidos convenientemente, y no a que otros— por un altruismo sentimental— ejerzan el derecho a provocarles la muerte porque no soportan verles sufrir. Todos los que padecen enfermedades, las que sean, apelan a su derecho a vivir y a no ser abandonados, exigen compasión para no ser discriminados sino incluidos.

CONCLUSIÓN

Clasificar a humanos en orden a sus enfermedades para en adelante, decidir quiénes han de vivir y quiénes no, resulta altamente injurioso para la dignidad. Representa un enfoque erróneo por excluyente y selectivo al negar la consustancialidad de la diferencia asociada a la naturaleza humana. Porque lo común humano es precisamente la diferencia, a nivel genético, cromosómico, físico, psíquico, etc. Diferencias que permiten la coexistencia dependiente entre los hombres, y por las que no se pierde la identidad humana. No hay nada de extraño en constatar esa diversidad una y otra vez. Es un bien incalculable que siendo diferentes cada uno posea el privilegio de ser único e irrepetible.

Todos los seres humanos son compatibles, aptos, válidos… para vivir. Ninguno —por su enfermedad— queda excluido de la lista de elegidos para acceder a tal bien. Como todos están incluidos, conviene no hacer listas. Sobran los catálogos de personas. No sobra nadie por ser diferente. Siempre nos hemos adaptado como individuos y comunidad a las constantes variaciones en las circunstancias de la vida. No nos ha ido mal, hemos sobrevivido así siglos.

La dignidad humana se hace incompatible con una mentalidad utilitarista e indolora de ver la enfermedad. Urge contrarrestar esa visión negativa y excesivamente deformada de la discapacidad. Porque el efecto de tal negatividad acaba subliminalmente trasladándose a la propia persona que la padece y a su conducta. Genera una visión desfavorable internamente sobre la persona discapacitada, llegando a pensar que pierde dignidad.

Si una de las protagonistas que recorren la historia humana ha sido la fragilidad, ¿por qué tanta insoportabilidad ante algo genuinamente humano? La rebelión contra esta fragilidad puede abocarnos a lo peor para los más vulnerables y débiles, es decir para la sociedad entera. No suscita tranquilidad para ellos —para nadie— la difusión de imaginarias biotecnologías mejorativas, que persiguen en su versión más radical, suplantar al verdadero hombre, el homo patiens: doliente (cfr. V. Frankl, El hombre doliente, Herder, 1987), por un ser extraño, perfecto, autoincomprensible e invulnerable: la maquina sapiens. • 

Profesor de Bioética. Ciencias de la Salud. Universidad CEU Cardenal Herrera. Valencia