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Se ha dicho que el siglo XIX se prolonga, en sus usos culturales, sociales y políticos, hasta más allá de 1914, para morir, finalmente, entre el Marne y el Somme, en las trincheras de la Gran Guerra, por lo que al XX se le ha llamado el «siglo corto». Sea como fuere, lo cierto es que en esas trincheras luchan y sufren los hombres pertenecientes a unas generaciones que alcanzan su primera juventud y madurez dentro ya de los límites cronológicos del siglo XX. Durante la Gran Guerra, la idea que todavía manejan los Estados Mayores para mover el ánimo de los soldados es la de Patria, pero no la de una patria con la que cabe tener una relación razonable, sino la patria de la retórica decimonónica, una patria enfática, que se mostrará, al cabo, sanguinaria e incomprensible para sus hijos. La Gran Guerra es el preludio perfecto de lo que traería el siglo. Es una obertura en la que ya suenan algunos de los compases que luego se oirán con obsesión a lo largo de las décadas siguientes. Los hombres durante la Gran Guerra tienen que acostumbrarse, además, a la aceleración de la realidad. Tienen que hacer frente, sin preparación anímica previa, a las monstruosidades que va poniendo frente a ellos la industria pesada en conjunción con la imaginación tecnológica. El espíritu de resistencia tiene que aprender a hacerse fuerte en un mundo de horrores desatados, que tendría su más brutal confirmación tres décadas después, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el terror de las trincheras fue exportado masivamente al corazón de las grandes ciudades.

Desde entonces la Humanidad ha tenido una doble percepción de la guerra: la percepción de que puede ser absoluta y la percepción de que puede ser una experiencia doméstica y, por lo tanto, aún más terrible que la guerra clásica. La presencia permanente de la guerra atómica real, de Hiroshima y Nagasaki, en la imaginación de los hombres, y la de la guerra atómica imaginada durante la Guerra Fría, con sus apocalípticos escenarios nucleares, han desempeñado un papel fundamental a la hora de configurar la percepción de la guerra absoluta. Al mismo tiempo, la proliferación de conflictos locales en buena parte de los países del mundo ha servido para favorecer ese carácter trágicamente doméstico de la guerra contemporánea.

Además, y paradójicamente, durante este siglo se han empleado muchas energías en humanizar la guerra y, como consecuencia, lo único que se ha obtenido es que la guerra llegue con más crueldad que nunca a la retaguardia y a la población civil (puede que en eso consista «humanizar la guerra»). Es más, casi se puede decir que en las guerras sólo mueren ya civiles. Durante la Segunda Guerra Mundial comenzaron a equilibrarse las bajas militares y las de la población civil. En los últimos conflictos del siglo, las guerras en la antigua Yugoslavia y en Chechenia, las bajas militares son escasas y abundantísimas las civiles. Parece que los objetivos fundamentales de la guerra sean ya los de aterrorizar, desmoralizar o eliminar a la población civil. Con razón la guerra se considera cada vez con más terror en la retaguardia. En los permanentes conflictos que desangran numerosos países del Tercer Mundo sucede lo mismo: son guerras en las que sólo parecen existir ya objetivos civiles y, por lo tanto, guerras con estrategias basadas exclusivamente en el terror.

Muchas de las miserias de la guerra moderna, que en conjunto suponen buena parte de todas las miserias de la Humanidad, se deben a la utilización de tecnología sofisticada con gran capacidad de exterminio. De ahí la ingenua pretensión por parte de algunos de atribuirles a la ciencia y a la técnica un carácter casi diabólico. Pero lo cierto es que durante este siglo los hombres se habrían seguido matando unos a otros masivamente con cualquier tipo de armas. Algunos de los conflictos más terribles (pienso, por ejemplo, en los del centro de África durante esta última década, con el exterminio de etnias enteras) no han necesitado del concurso de la alta tecnología militar para ofrecer su espectáculo macabro.

Esa desconfianza respecto de la ciencia y la tecnología se extiende por parte de algunos a casi todos los campos de acción de éstas. Tal vez al desarrollo de este pensamiento pesimista haya ayudado la imagen (real en ocasiones y literaria o cinematográfica la mayoría de las veces) de una ciencia y unos científicos al servicio de Estados totalitarios, trabajando en proyectos secretos que pueden cambiar para mal la faz del mundo. La verdad es que esta imagen no le hace ninguna justicia a la ciencia, que durante el siglo que termina ha resuelto o ha sentado las bases para resolver algunas de las necesidades fundamentales de la Humanidad. Gracias en gran parte a la ciencia, la vida de los hombres se ha alargado y se han mitigado los efectos de la enfermedad y del envejecimiento. Gracias a la ciencia y a la técnica, muchos de los obstáculos que impedían el pleno desarrollo de las facultades humanas han desaparecido: las cosechas son mejores y más fáciles de obtener, los hogares son más habitables y los viajes más rápidos y seguros. No por ser tópica resulta menos verdadera y rotunda esta enumeración, bastante incompleta por lo demás, de unos logros extraordinarios que nos hacen congraciarnos con este siglo.

A quienes consideran la ciencia y la técnica contemporáneas con absoluta desconfianza se les tendría que persuadir de que son los instrumentos más eficaces de que se ha dotado la Humanidad para sobrevivir en medio de la violencia de laNaturaleza, que, pese a lo que opinen algunos, más que una amiga, sigue siendo una madrastra. Algo que, sin embargo, sí que habría que tener en cuenta es el legítimo desasosiego que algunos científicos despiertan en las conciencias cuando deciden hacer todo lo que puede hacerse, sin aparente necesidad, sólo por el hecho mismo de que «puede hacerse». Y es que los vagos escenarios utópicos sugeridos por ciertas actuaciones y anticipaciones científicas alientan en muchos espíritus el temor a nuevas formas de totalitarismo o a realidades en las que el hombre pierde pie, por más que durante este siglo haya demostrado una enorme capacidad de adaptación a la rapidísima aceleración de cambios a la que ha asistido. Confiemos en que, por ejemplo, igual que no se llevó a cabo la pesadilla tecnológica de la película Metrópolis, tampoco se realicen en el futuro las predicciones contenidas en Blade Runner, porque sería bueno que el comercio con las utopías, sean éstas positivas o negativas, quedase en el papel o en el celuloide y que nadie se mostrase tentado de ponerlas en práctica, como ha ocurrido con excesiva frecuencia durante el siglo que termina.

Quizá los mayores dramas del siglo XX han sido provocados, precisamente, por las utopías, utopías que algunos hombres han querido imponer a la voluntad de otros hombres, con las perversas consecuencias que todos conocemos. Muchos hombres del siglo XX han hecho ídolos de las ideas, con más fanatismo aún y perversidad que en el pasado, y han provocado baños de sangre que dejan en nada los causados por las viejas guerras de religión. Se ha eliminado sin ningún escrúpulo a los enemigos políticos, se ha convertido a países enteros en cárceles y, parafraseando a Hannah Arendt, para alcanzar el Paraíso en esta Tierra, se ha comenzado por establecer en ella el Infierno. Los ejemplos máximos de esta manía asesina de querer imponer modelos sociales, raciales o económicos de forma sangrienta y en aras de un futuro que nadie conoce, son los regímenes de Stalin y de Hitler, el exterminio ideológico y el Holocausto, pero, a mayor o menor escala, con mayor o menor intensidad, durante todo el siglo y en casi todas las zonas del planeta, se han repetido con desalentadora frecuencia atrocidades semejantes. Los crímenes y desmanes de Pol Pot en Camboya o de Karadzic en Bosnia no son, por desgracia, excepciones ni suponen conductas aisladas.

Pero si el siglo XX ha sido el de los grandes fracasos y los grandes terrores de las revoluciones y las utopías, también ha sido el que ha contemplado un mayor avance de la libertad individual y el afianzamiento de los derechos del hombre. La libertad, por su ausencia o su presencia, ha sido la gran protagonista de los conflictos y los progresos sociales de este siglo. Donde no ha sido reconocida ni en sus formas más rudimentarias, los hombres han luchado por rescatarla y, allí donde sus límites han sido disputados por un Estado que se excede en sus funciones, ha desafiado a las instituciones de ese estado.

Al acabar el siglo, las democracias de Occidente, que son el marco en el que con más desahogo se ha desarrollado hasta el momento la libertad de los hombres y, al mismo tiempo, el espacio político en que éstos han sido más responsables de su propio destino, hacen frente a numerosos retos. Uno de los que más llaman la atención por lo que tiene de profundamente antidemocrático, pese a su apariencia, es el de las minorías de todo tipo que exigen al Estado unos derechos específicos más allá de los derechos individuales comunes a todos los ciudadanos. Otra de las amenazas de la democracia reside en un absurdo sentimiento de culpa que se ha instalado en el pensamiento occidental y que lleva a la crítica permanente de los valores que han hecho posible esa democracia y a la exaltación de las manifestaciones de otras culturas sólo por el hecho de ser diferentes. Curiosamente, se llega a reclamar el derecho a la pureza, a la integridad y al libre desarrollo de las otras culturas y a proponer, al mismo tiempo, el mestizaje para la propia. Los ejemplos de esta estúpida claudicación se han multiplicado en los últimos tiempos y tienen sus expresiones más delirantes en ciertas formas de la educación y el lenguaje políticamente correctos. Actitudes como éstas constituyen, hasta la fecha, los últimos capítulos de un proceso acelerado de quiebra de la tradición que ha tenido lugar a lo largo del siglo XX.

Esa quiebra de la tradición ha sido particularmente nefasta en el campo del arte. Se puede decir, con Gombrich, que el arte no ha estado ni mucho menos a la altura de la ciencia durante el siglo que termina. La comparación de los grandes esfuerzos de la ciencia y de sus brillantes resultados con las ocurrencias saludadas como genialidades por la crítica artística suscita la hilaridad. Naturalmente que ha habido importantes y significativas excepciones, pero el tono general sólo puede ser calificado de caprichoso y mediocre.

En el siglo XX, la Humanidad ha sufrido numerosas y formidables pruebas, pero, a cambio, ha recibido tal vez más dones que en todos los siglos anteriores juntos. Esos dones, en algunos casos, o no se han aprovechado debidamente o no se han hecho llegar a todos los hombres, pero, en general, su presencia ha sido tan fuerte y abundante que ha transformado radicalmente las condiciones de vida de este valle de lágrimas, haciendo retroceder en muchos puntos el dolor, la pobreza, el hambre y el sufrimiento. El hecho de que esa transformación no haya alcanzado a determinadas zonas del planeta hace que la miseria, que siempre ha acompañado a la Humanidad en mayor o menor medida, aparezca en ellas como algo mucho más sangrante e intolerable, pues, por contraste, no sólo se muestra como miseria, sino también como injusticia.

Poeta y escritor