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Latinoamérica es para mí una fascinación, una pasión de los últimos veinte años. De 1985 en adelante, sucesivamente, se me han ido tornando visibles, en directo, ciertas ciudades presentidas antes por los libros: Santiago de Chile y Valparaíso, México y Oaxaca, Buenos Aires y Montevideo —las dos capitales de lo que Eugenio d’Ors llamaba «las Españas del Plata»—, Caracas, Quito, San José de Costa Rica y São Paulo…

Para los españoles, Latinoamérica ha sido durante años tan sólo su literatura, ese puñado de nombres estelares que en algo más de un siglo la han convertido en un territorio absolutamente central, de Rubén Darío a los novelistas del boom, pasando por Borges, César Vallejo, Neruda, Carpentier, Asturias, Lezama Lima u Octavio Paz.

En el ámbito de lo literario, más allá de los tópicos, la pluralidad ha sido y es el signo del continente americano. No cabe reducirlo a una única dimensión. Latinoamérica son todos los nombres centrales, por lo demás tan contradictorios entre sí, a los que acabo de referirme, pero también otras numerosas cosas que están bastante menos consolidadas, y que mucha gente todavía no ha ubicado en el mapa: la sabiduría de Alfonso Reyes y su diálogo con su amigo Valery Larbaud; el mundo encantado de José María Eguren, el andarín limeño de la noche, y el marxismo atípico del «amauta» José Carlos Mariátegui, y el indigenismo ultraísta de los poetas del Boletín Titikaka, y siempre en el mismo país los universos aparte de Carlos Oquendo de Amat, César Moro o Emilio Adolfo Westphalen; la reflexión cubana de Fernando Ortiz, la brasileña de Gilberto Freyre o la argentina del Ezequiel Martínez Estrada de La cabeza de Goliat y Radiografía de la Pampa; el vanguardismo con epicentro en París del chileno Vicente Huidobro, uno de los más activos miembros de la internacional de lo moderno, y A sombra de los barrios amados, de Raúl González Tuñón; José Juan Tablada y su Li-Po, y Ramón López Velarde o Luis Carlos López en sus respectivas ciudades provincianas; La guitarra de los negros, de Ildefonso Pereda Valdés; las miradas desde el norte de Waldo Frank o Carleton Beals; la voz única de Alejandra Pizamik; Severo Sarduy interrogándose ante Morandi o ante Rothko; Haroldo y Augusto de Campos en su taller universal; Jorge Teillier, Eugenio Montejo…

En materia de artes plásticas, los distintos viajes a Latinoamérica nos obligan a completar un mapa que durante años ha sido netamente deficiente, sobre todo porque pocas veces se le ha reconocido su plena autonomía. Hemos de pensar en Armando Reverón frente a su Caribe venezolano; en la pampa y en el Montevideo de Pedro Figari; en Barradas el vibracionista; en Torres-García y su «universalismo constructivo» y su Escuela del Sur; en Xul Solar, cuyo perfil quedó fijado para los españoles, en el 2002, por una muestra comisariada por Marcos Ricardo Barnatán para el Reina Sofía; en Germán Cueto —pronto objeto de una exposición en el mismo museo— y otros estridentistas mexicanos que poco a poco han ido saliendo de la penumbra en que dormían; en el mejor Rivera y en el mejor Siqueiros; en los volcanes de Doctor Ati; en Tarsila do Amaral; en Marcelo Pogolotti; en Max Jiménez, en un fotógrafo tan absolutamente genial como Alvarez Bravo; en un arquitecto único como Luis Barragán; en un creador de jardines insustituible como Roberto Burle Marx; en Wilfredo Lam y su Jungla; en la relectura de la tradición constructiva protagonizada por los Madi, por Alfredo Hlito, por Tomás Maldonado y por el resto de los geómetras del Río de la Plata; en el preminimalismo de Mathias Goeritz; en el cinetismo sutil de Soto; en Lygia Clark o Helio Oiticica; en César Paternosto y su acercamiento moderno a lo prehispánico: figuras todas ellas fuertes y con entidad propia. Figuras en un paisaje: no como meros apéndices de los correspondientes capítulos europeos con los que dialogan —y en algunos casos en los que participan—, sino como punto de partida de una tradición «otra», que fructificaría a lo largo de las décadas siguientes, y que hoy cuenta ya con coleccionistas que han sabido fijarse en ella, como pueden ser Constantini o Jorge Helft en Argentina, los Cisneros en Venezuela, Chateanbriand o Lerner en Brasil…

Una tierra por la que desde hace unos años siento una muy especial fascinación, es precisamente Brasil. Fruto de ciertas lecturas poéticas, de ciertas iluminaciones ante obras pictóricas de especial intensidad, ante ciertas músicas, ante ciertas arquitecturas conocidas a distancia, fue el proyecto de la calidoscópica muestra Brasil, de la antropofagia a Brasilia, que promoví en el 2000 en el IVAM, con el argentino paulista Jorge Schwartz como comisario general, y una serie de asesores. De lo que se trataba era de contar en España, donde las noticias en torno a aquel gran país han sido siempre muy escasas y sobre todo muy fragmentarias —pese a la benemérita Revista de Cultura Brasileña, impulsada por Ángel Crespo en el Madrid de los sesenta—, una formidable eclosión: la que se inició con la Semana de Arte Moderna de São Paulo de 1922; prosiguió con los antropófagos (Oswald de Andrade, Mário de Andrade, Raul Bopp, la genial Tarsila do Amaral, entre otros), con poetas como Manuel Bandeira o Murilo Mendes, con las banderitas de Alfredo Volpi, con la música de Villa-Lobos, con arquitectos como Lúcio Costa u Oscar Niemeyer o más tarde Lina Bo Bardi, con los jardines de Burle Marx; y culminó con los concretos y los neoconcretos, con Noigandres, con la utopía de Brasilia. No faltaron a la cita los forasteros: Paul Claudel, Darius Milhaud, Blaise Cendrars, Marinetti, Le Corbusier, Lévi-Strauss, Max Bill, Max Bense… En la pareja Tarsila y Oswald se concentra la modernidad brasileña en estado puro. Junto a los cuadros entre legerianos y tropicalistas de la deslumbrante Tarsila de mediados de la década del veinte, junto a Pau Brasil o al Primeiro caderno autoilustrado de Oswald, colocar esa otra joya absoluta que es Feuilles de route: Le Formose, de su amigo Cendrars, y por supuesto las Saudades do Brasil de Milhaud.

Siguiendo exactamente el mismo modelo de exposición, trabajo ahora en otra, Buenos Aires, metrópolis moderna, que tendrá lugar en el Reina Sofía, en el 2005, que también podrá contemplarse en la capital argentina, y que en parte fue anticipada, en Casa de América, 2001, por otra, Literatura argentina de vanguardia, que hice con Sergio Baur. De lo que se trata, en Buenos Aires, metrópolis moderna, es de reconstruir la vida cultural porteña, entre 1921, fecha del retorno allá de los hermanos Borges y de la aparición sobre las paredes de la ciudad de su revista mural Prisma, a 1948, fecha de publicación de Adán Buenosayres, la novela paródica sobre el ultraísmo de Leopoldo Marechal, del que es la obra maestra. Entre medias, el pequeño mundo del Xul Solar, Martín Fierro, el cosmopolitismo de las maletas de Oliverio Girondo, Alberto Hidalgo y su Revista Oral, Jacobo Fijman, Roberto Arlt, Ricardo Molinari, los hermanos González Tuñón, Pettorutí, los Artistas del Pueblo, Víctor Cúnsolo y demás pintores de la Boca, Antonio Berni, Amigos del Arte y los Cursos de Cultura Católica, Victoria Ocampo y Sur y Eduardo Mallea, Juan Carlos Paz y la nueva música, Alberto Prebisch y otros funcionalistas en arquitectura, las fotografías de Horacio Coppola o Grete Stem —de ambos se han celebrado muestras en el IVAM—, el surrealismo de Aldo Pellegrini o Enrique Molina, las Voces de Antonio Porchia, los viajes de Marinetti, Bragaglia, Keyserling, Le Corbusier, Paul Morand, SaintExupéry, Ricardo Viñes, Ramón Gómez de la Serna o Federico García Lorca, los exilios de Gombrowicz, de Caillois, de los republicanos españoles… Fascinante resulta ver cómo se articulan, en la capital argentina, en su «modernidad periférica» —por emplear la definitiva expresión de Beatriz Sarlo—, lo más cosmopolita, y lo más enraizado; cómo se aclimatan ciertos ismos europeos; cómo coexisten Florida y Boedo; cómo el resultado termina siendo inconfundiblemente de allá, y a la vez, en algunos casos, de alcance universal.

Hoy mismo, Latinoamérica, a pesar de los pesares políticos, económicos y sociales, a pesar de ciertas catástrofes cíclicas, a pesar de la pesada herencia de las dictaduras militares del pasado, a pesar de la persistencia de la dictadura castrista en Cuba y de la emergencia de la chavista en Venezuela, es uno de los continentes de los que más cabe esperar, también en materia de artes plásticas. Desde el Reina Sofía, donde en el año 2000 se celebró el ambicioso festival Versiones del Sur, seguimos con interés los últimos desarrollos del arte brasileño, argentino, mexicano, peruano, venezolano, centroamericano o caribeño. Percibimos la pujanza de São Paulo, con unas galerías, unos museos y unas fundaciones envidiables; el enorme interés de los trabajos, tan distintos entre sí, de Ernesto Neto, Miguel Rio Branco, Vik Muniz, Tunga o Janaina Tscháppe, que aseguran la continuidad de ciertas líneas de fuerza decisivas para la configuración de la brasileña tradición de lo nuevo.

Argentina, pese a haber atravesado últimamente tantas dificultades políticas, económicas y sociales, es hoy otro país de referencia, del que cabe esperar mucho. En el palacio de Velázquez hemos enseñado en solitario a Guillermo Kuitca, sus teatrillos y sus mapas, y pronto enseñaremos las geometrías tan bonaerenses de Pablo Siquier; en Espacio Uno se ha visto el mundo intemporal, de una intensa poesía, del argentino madrileñizado Alejandro Corujeira; y sabemos de otros creadores más jóvenes que siguen contribuyendo a renovar la moderna tradición argentina, como la renuevan, en el ámbito de la reflexión, las gentes de una revista como Ramona, dirigida por Rafael Cippollini, que además de darles la palabra a los últimos, nos arrastra a un recorrido por la provincia de Buenos Aires, en pos de las disparatadas arquitecturas de Salamone, o nos propone una reflexión colectiva sobre el imaginario peronista.

Pasan asimismo cosas en dos países en perpetua crisis como Perú y como Venezuela, llamándonos especialmente la atención, en este último caso, el trabajo de un Alexander Apóstol sobre ciertas arquitecturas del pasado reciente.

Más hacia el norte, el subdirector del museo, Kevin Power, incansable andarín de los caminos de aquel continente que a él también lo ha atrapado, prepara sendas revisiones de las escenas últimas mexicanas (coincidiendo con Arco 2005, donde México será el país invitado) y caribeña (ésta en colaboración con el Museo del Barrio, de Nueva York), y estamos hablando de otros dos ámbitos que se han afirmado poderosamente en los últimos tiempos, algo que está claro si pensamos en obras como las de Francis Alys, al que descubrimos precisamente en Arco, o Kcho, también presentados en solitario por el Reina Sofía.

Me refiero al comienzo de estas líneas, a propósito de la literatura latinoamericana, a la idea de pluralidad.  No hay una Latinoamérica, sino muchas.  No hay una tradición, sino muchas, entrelazadas. Trabajando sobre las viejas vanguardias del continente, y sobre todo lo que ha venido después, uno se da cuenta de hasta qué punto no valen los tópicos, ni las lecturas unívocas, y hasta qué punto es fundamental, allá, enraizar lo que se hace hoy mismo, en un pasado de modernidad, algo que tienen clarísimo, por ejemplo, en Brasil, o en un México que redescubre a los estridentistas, a Barragán, a los Contemporáneos, o a un compositor tan genial como Silvestre Revueltas.

Y uno se da cuenta también del gran papel que le incumbe a España —donde tan presentes han estado siempre el exilio y la emigración latinoamericanos— a la hora de la introducción de todas estas cuestiones palpitantes, de todos estos debates apasionantes, en una escena europea que no puede seguir haciendo oídos sordos. Y unos se da cuenta de que también cabe esperar mucho del diálogo de los creadores españoles con aquellas tierras, y ahí están —hoy mismo, y es de desear que surjan muchas más obras en esa perspectiva—, las propias iluminaciones latinoamericanas, en literatura, y sólo cito algunos casos entre otros muchos posibles, de un Antonio Martínez Sarrión, de un Eduardo Jordá, de un Miguel Sánchez-Ostiz, de un Adolfo Montejo Navas, y en el terreno de las artes plásticas, la limpia mirada fotográfica, expuesta no hace mucho en Casa de América, de un Sergio Belinchón sobre el norte chileno.

Escritor y crítico de arte