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Es frecuente (y desde mi punto de vista, afortunado), el paralelismo que se viene estableciendo desde antiguo entre dos fortalezas, la de la estructura de la comunicación en un país y la de su estabilidad democrática. Son dos fortalezas que se apuntalan entre sí, que se entreveran, que establecen constantemente puntos de encuentro y puntos críticos y que tienen ambas el mismo telón de fondo: la opinión pública.

Ahora bien, así como cuando hablamos de estabilidad democrática nadie tiene la menor duda acerca de lo que estamos tratando, y puede identificarse con cierta prontitud y facilidad con una serie de características fundamentales, hablar de estructura de la comunicación requiere probablemente una serie de reflexiones y clarificaciones previas, tanto en lo que se refiere al concepto como al plano estructural del que estamos hablando.

Se puede tratar de una estructura genérica que enmarque todo el panorama comunicativo de un país a través de su legislación y del tratamiento político: ésa sería la estructura macroscópica de la comunicación (macroestructura) que marcaría las grandes líneas de desarrollo de la comunicación. De ellas dependería su tratamiento ideológico y político y posteriormente, como consecuencia de este tratamiento, la respuesta jurídica tanto desde el punto de vista legislativo o normativo (de elaboración de la norma), como jurisprudencial (de interpretación de la misma).

Pero es muy distinta la consideración de la estructura intermedia (mesoestructura), que estudia el desarrollo de la comunicación en un país desde el punto de vista empresarial, y se preocupa del modo en el que se configuran las organizaciones y los grupos presentes en el panorama de los medios de comunicación .

Por último, todo esto a su vez resultaría radicalmente diferente del concepto de estructura si nos adentramos ya en las estructuras redaccionales y de contenidos de esos mismos medios de comunicación: la estructura más microscópica de la comunicación (microestructura), con la que podemos llegar de forma más capilar, amplia y profunda, a la interpretación del fenómeno de la comunicación mediática.

Lo usual ha sido vincular la fortaleza de la estabilidad democrática y de los regímenes de libertades a la estructura de la comunicación vista exclusivamente desde el punto de vista macroscópico, con un análisis de trazo muy grueso. De ese modo resulta casi obvio, y aparece incluso de un modo a primera vista pueril, el llamado mapa de las libertades informativas —aquéllas que, por ejemplo, exhiben en el hall de la Freedoom-Hause norteamericana—. La libertad de prensa —anacrónico modo de seguir llamando a la libertad de información— aparece así como el único referente objetivo que marca la bondad o maldad del sistema informativo; sólo se exige comprobar muy grosso modo el tratamiento político o jurídico de la información periodística. Esta libertad, por otra parte, suele confundirse frecuentemente con otras dos libertades, la libertad de expresión y la libertad de empresa informativa, y todavía se identifica en ocasiones con otra expresión mucho más rancia, la de libertad de imprenta. En definitiva, las libertades básicas de un país democrático, el mero hecho de decir lo que se quiera por el procedimiento que se elija, se convierte en el único objetivo perseguible, la meta elemental, inmediata y, por lo demás, paupérrima con la que ya se soñaba en el Antiguo Régimen. Con ese raquítico objetivo no es de extrañar que haya, incluso, quien crea que ya hemos llegado a la cumbre de la sociedad de la información, cuando en realidad lo que marca un régimen de libertades informativas en la sociedad actual no es ni más ni menos que un punto de salida, una base mínima; sí, fundamental, absolutamente precisa, pero mínima. A partir de ahí, hay que saber hacia dónde queremos ir, qué camino queremos recorrer. Poniendo un símil ferroviario, la estación de las libertades debería considerarse la estación de la que parte el tren de la comunicación, y no la estación término.

Es ahora cuando deberían entrar en juego los análisis correspondientes a los otros dos tipos de estructura, la mesoestructura y la microestructura, para conocer mejor el recorrido, para saber movernos con una mínima soltura en una sociedad informativa cada vez más compleja; sin embargo, lo cierto es que casi nunca se consideran estas otras estructuras.

Se está poniendo de manifiesto una cierta inquietud por el riesgo que supone para el pluralismo informativo la tendencia creciente en todo el mundo a la concentración empresarial en ese segundo nivel estructural y a las mesoestructuras de carácter multimediático, pero lo cierto es que no pasa de ser un discurso de foro de debate, que pone de manifiesto una vez más la consideración macroscópica como la única vía de desarrollo comunicativo de un país. Así, el riesgo de amenaza para el pluralismo por la concentración crece proporcionalmente con la confusión de las tres libertades mencionadas: la libertad de información, la libertad de empresa informativa y la libertad de expresión. Si no se establece ninguna distinción entre ellas, y el sujeto en el que descansan es el mismo, la indefensión del pluralismo informativo es evidente y, desde luego, grave.

Por otra parte, el análisis de la microestructura y el debate posterior no pasan, hoy por hoy, de constituir meros ejercicios académicos, en el que las jóvenes Ciencias de la Información intentan profundizar. La estructura formal de los medios; la selección de la información; el estudio de los diferentes ruidos de los procesos comunicativos; los análisis de contenido; las diferentes aplicaciones y modalidades de la teoría de la agenda seting; el estudio de la función gatekeeping; en definitiva, todo el conocimiento de que se dispone para poder profundizar cada vez más y mejor en la información no influye lo más mínimo en el discurso político y mucho menos en el jurídico, que sigue basándose en los mimbres decimonónicos del liberalismo.

RESPONSABILIDAD SOCIAL DE LA INFORMACIÓN

Con este escenario y estos argumentos, no es de extrañar que cuando alguien pregunta por la responsabilidad, por la ética o por la deontología en definitiva, —cuando alguien quiere profundizar en el fenómeno de la comunicación— se levanten enormes polvaredas con polémicas interminables sobre las amenazas a la libertad, que producen un efecto de impermeabilización o de desviación  y que impiden el acceso al meollo de la cuestión. Bien es verdad que no resulta nada tranquilizador el hecho de que los intentos de entrar en estas cuestiones siempre se hayan originado de instancias generalmente alejadas de los ámbitos académicos o profesionales; alejadas, en definitiva, de los que pueden entrar en el debate con una cierta solvencia y desprovistos de otros intereses ajenos a la información, sean éstos políticos, ideológicos o económicos. Todos estos intereses son muy legítimos pero impertinentes, inadecuados, espurios, cuando se enmascaran detrás de un interés social o de un discurso ético, y por ello no es de extrañar que nos inquietemos los defensores de la libertad. Lo malo es que entonces se vuelve a esgrimir la famosa frase de que «la mejor ley de prensa es la que no existe», que hace inútiles los esfuerzos por llegar a nuevas y más rigurosas formulaciones jurídicas , capaces de responder a las inquietudes de la nueva sociedad de la información; se vuelven asimismo a utilizar los argumentos de la autorregulación y de los códigos éticos en una profesión indefinida y desregulada, y se impide así un auténtico desarrollo deontológico de las profesiones relacionadas con la información.

A mediados de siglo xx, cuando ya se comenzaba a considerar con la suficiente importancia el fenómeno de la comunicación en las sociedades democráticas, hubo una reacción simultánea y más o menos paralela en Estados Unidos y en Europa, que exigía a los parlamentos inglés y americano que dieran una respuesta a la inquietante necesidad de unir la libertad a una serie de principios éticos que salvaguardaran las sociedades democráticas.

En 1947, los parlamentarios americanos constituyeron la llamada Comisión Hutchins, mientras los británicos creaban ese mismo año la Royal Comission. En ambos casos se planteaba la necesidad de que la representación política tomase iniciativas respecto al fenómeno informativo; en aquél momento se acuñó el término de responsabilidad social, aplicado a los medios de comunicación.

Cuarenta años después, en 1987, tuve la oportunidad de comprobar personalmente, en varias universidades americanas, que el principio seguía intacto porque nadie había sido capaz de desarrollarlo de un modo coherente, eficaz y razonable sin poner en riesgo los principios básicos de la libertad. Recuerdo que, en muchas escuelas de periodismo y facultades de comunicación, se celebraron seminarios sobre el tema en los que se rememoró el itinerario que había seguido el concepto y la enorme polémica a la que había dado lugar a raíz del informe Me Bride en la UNESCO

Cuando —quince años más tarde—, nos preguntamos las razones por las cuales seguimos prácticamente sin avanzar y analizamos los fracasos de todas las iniciativas que se han producido en ese sentido, nos encontramos siempre con una misma respuesta: la falta de respeto y el desprecio a los profesionales de la información, y la falta de consideración del discurso científico y académico. Este es un tema que aparece siempre patrimonializado por los políticos en sus más variadas vertientes: la profesionalización se ve como una amenaza a la libertad de expresión, que sigue confundiéndose con la libertad de información. Como consecuencia de ello, la responsabilidad se vincula siempre a un control externo, muy lejos del autocontrol de la deontología profesional. Seguimos sin descubrir la función de los profesionales y seguimos hablando de responsabilidad, atribuyéndosela, casi en exclusiva, a los medios de comunicación.

De la teoría funcionalista de los medios, que planteaba las cuatro funciones tradicionales de informar, formar, entretener y reforzar, la teoría de la responsabilidad social planteaba sobre todo el fortalecimiento de la función pedagógica, que sin duda es la gran asignatura pendiente de nuestros medios de comunicación. Y la función formativa ha entrado poco y mal en los medios precisamente por su carácter teleológico, prescriptor, que impone un criterio previo sobre el recorrido que queremos proponer a una sociedad, y que resulta claramente contradictorio con ese planteamiento liberalista que ya hemos comentado y que ve en la libertad un fin en sí mismo, un punto de llegada en el recorrido informativo, pero en el que, a la postre, se confunden la libertad de expresión universal con la libertad de información profesional.

Para entrar en la función pedagógica que reclama la responsabilidad social hay que partir por lo tanto de un sistema de valores, que nos permita distinguir no sólo lo verdadero de lo falso, sino también lo bueno de lo malo, y eso es totalmente incompatible con el viejo principio liberalista de la neutralidad informativa, que daba el mismo valor a una opinión que a otra, independientemente de la autoridad moral o científica del opinante.

Curiosamente, asistimos hoy en España a un debate interesante sobre la neutralidad que piden a los medios de comunicación los partidarios del terrorismo y las manifestaciones de un número creciente de profesionales que se niegan a ser neutrales. Eso es responsabilidad social, eso rompe con los viejos principios y eso exige un planteamiento nuevo que nos enseña el camino a seguir si queremos establecer una ética en la comunicación social, y dejar definitivamente de considerar la teoría de la responsabilidad como un discurso teórico válido sólo para los utópicos, o lo que es peor, un instrumento adecuado para justificar la acción de los manipuladores.

EL DERECHO A RECIBIR INFORMACIÓN VERAZ

El artículo veinte de nuestra Constitución establece claramente el derecho universal a recibir información veraz. Ese derecho tan fácil de enunciar resulta sin embargo de muy difícil ejecución, e impone, desde mi punto de vista, algunas reflexiones para optimizar lo que Juan Alberto Belloch llama el ecosistema informativo.

En estos momentos, asistimos en España a posicionamientos excesivamente rígidos por parte de los medios de comunicación, con una influencia excesiva de la función refuerzo y una tendencia preocupante a la mercantilización, y a la poco rigurosa utilización de la opinión, que demasiado frecuentemente se enmascara tras géneros informativos o se mezcla sembrando la confusión en la audiencia. El destinatario de la información: el ciudadano, el sujeto acreedor al derecho constitucional, pasa a ser una mera comparsa del proceso de la comunicación periodística, un elemento totalmente secundario y, desde luego, supeditado a intereses de todo tipo que casi nunca son los suyos. Asistimos a la proliferación de tomas militantes de posición política, e incluso partidista en los medios, al mismo tiempo que la concepción predominantemente mercantil produce una dinámica por la que resultan completamente eclipsadas las funciones sociales de la información.

La recepción de información veraz y la función pedagógica de los medios quedan entonces supeditadas e incluso sacrificadas a los intereses ideológicos, políticos o económicos, desdibujándose hasta extremos realmente preocupantes la figura del destinatario de la información, del receptor: de aquél que debería ser el único referente para los profesionales de la información.

Pero lo que resulta más grave de todo esto es la impunidad, la falta de conciencia con que se produce esta situación. Porque cuando una sociedad democrática sufre una patología en su macroestructura comunicativa, cuando se ven amenazados los principios fundamentales de la libertad y la estructura jurídica en un país plantea alguna duda sobre la defensa de esos principios, saltan todas las alarmas. Con la estructura media, —lo que hemos denominado mesoestructura—, empieza a producirse una cierta inquietud por la creciente concentración empresarial en el sector de la comunicación, y se empiezan a buscar soluciones políticas o jurídicas que atemperen el riesgo.

Pese a todo, estas soluciones pasan por la profesionalización mucho antes que por las soluciones políticas. No existiría ningún riesgo contra el pluralismo si en la empresa informativa, por muy grande, concentrada y multimediática que fuera, se respetara el trabajo de los profesionales, de cada profesional

La profesionalidad, por otra parte, es la mejor garantía contra las amenazas que puede sufrir todo el sistema informativo en los niveles más recónditos, en la llamada microestructura de la información. Allí es dónde debe producirse el equilibrio del ecosistema informativo, tratando de implantar una deontología profesional en todos los ámbitos de la comunicación, desde los más cercanos a las empresas, instituciones o especialistas, hasta los medios de cobertura más amplia.

En esa línea, se está produciendo un movimiento de extraordinario interés para iniciar el nuevo camino de la ética informativa, en el seno de la Asociación de Directivos de la Comunicación —ADC DIRCOM—, que agrupa a los directores de comunicación de las empresas más importantes de nuestro país y de numerosas instituciones. El movimiento consiste precisamente en establecer unos principios deontológicos claros, orientados fundamentalmente a definir su función social y su participación activa a favor del ciudadano, sobre todo de su derecho a recibir información veraz. Los comunicadores asumen así desde la fuente, y aceptando el concepto de periodismo de fuente, un protagonismo en el cambio de paradigma, que comienza a manifestarse de un modo radical: su actividad se identifica sin ningún eufemismo ni ninguna exageración con la de servicio a la sociedad, y así es como deberán aceptarles y contratarles en sus respectivas organizaciones.

Veracidad y responsabilidad podrán convivir definitivamente con la libertad, sin que esa ecuación sufra el riesgo de desplazamiento hacia el paternalismo o la instrumentalización; llevados de la mano de los utópicos o los manipuladores. La solución está ya en manos de los profesionales que sepan ejercer con libertad y responsabilidad , sin la presión de las empresas (ni las periodísticas ni las otras), sin la servidumbre obsesiva de las audiencias o las tiradas día a día o minuto a minuto, sin los mil condicionantes de todo tipo que enruidan hoy los contenidos. Sólo los profesionales pueden imponer una deontología sin precipitarse en el oportunismo o en la utopía. Lo malo es que los medios de comunicación siguen siendo tan importantes para tantos, que son demasiados los que se resisten a dejarlos en manos de los profesionales, y ponen todo tipo de obstáculos para definir, formar, titular académicamente, colegiar y regular su ejercicio. De esta forma seguirá sin saberse a quién hay que exigir responsabilidades.

Afortunadamente, este primer movimiento de los directores de comunicación da señales de orientar de nuevo el debate deontológico de los profesionales de la información. Puede ser un síntoma esperanzador para todos

Catedrático de Periodismo Especializado. Universidad Complutense.