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Hace algún tiempo, el director de Nueva Revista me pidió algunas reflexiones sobre la pérdida de influencia de Francia en el panorama de la cultura internacional, en favor del mundo británico y estadounidense, cosa, sin duda, que a nadie se le oculta, incluidos los propios franceses. Y ello no sólo, ni eminentemente, en el terreno cultural, sino en el de las ciencias físico-positivas, juridico-económicas, biosanitarias y de la comunicación, aunque el cometido desempeñado por Francia en cada una de ellas, que responde a una sólida tradición imperante durante mucho tiempo en Europa, tampoco sea actualmente desdeñable. Pero vayamos directamente a nuestro asunto.

En 1884 se publica en París una de esas llamadas “novelas de culto”, A rebours (A contrapelo, A contracorriente, Al revés…), de Joris Karl Huysmans, novela que asesta un golpe mortal al naturalismo de Zola, de tanta importancia en el panorama narrativo occidental de la época, aunque hoy el naturalismo (no literario, sino, sobre todo, filosófico) se haya convertido en la moneda corriente de la cultura occidental. En ella, Huysmans denuncia “el sentimentalismo, las ideas utilitarias contemporáneas y el dominio mercantil del siglo”, y anuncia como inevitable la decadencia cultural de Francia y el predominio de los Estados emergentes de Norteamérica. ¿Por qué “cultural”?, tal vez se preguntase alguien. –Cuestión de prestigio, quizá le respondiese otro, imbuido del mismo esquema utilitarista. En cualquier caso, las batallas por el predominio cultural han sido, y son, ciertamente encarnizadas. Testigo de ello es, ya hace mucho tempo, la política de conquista de prestigio en este ámbito emprendida por Luis XIV. Éste daba a sus embajadores la orden de dirigirse a cuantas personas destacasen en el extranjero en el terreno de las artes y las ciencias, para decirles que el rey de Francia les acogería gustoso si quisieran ir a residir y trabajar allí; y que, en el caso de que prefiriesen seguir donde estaban, contribuiría económicamente al desarrollo de su trabajo.

Importancia, pues, de las políticas culturales en el mundo moderno, hacia lo que Francia fue especialmente sensible, y que se generaliza en el mundo contemporáneo. De todas maneras, el término “cultura” es, ciertamente, un término bastante sufrido, en el que, como en el de “justicia”, cabe casi de todo; realidades tan necesarias para la vida de los pueblos que, hasta quienes las destruyen o las conculcan, lo hacen apelando a ellas. Pero ello desde luego supone que la cultura pueda ser “destruida”, lo que, desde el prisma naturalista procedente del mundo anglosajón está muy lejos de ser evidente. Para reparar en esta importancia basta, sin recurrir a argumentos de más calado, con ojear las secciones diarias de los periódicos bajo este epígrafe. El vocablo “cultura” es, desde luego, un término polisémico donde los haya, del que hoy no están en absoluto excluidas, más bien al contrario, sus acepciones economicistas o “mercantiles”, por recuperar el término empleado por el autor con el que empezaba esta reflexión. En cualquier caso, una cultura dominada por la dimensión espectacular del espectáculo como es la nuestra, que tanto habla de ella y para ella, puede recordar las observaciones de Thomas Mann sobre su posible carencia de vitalidad ( de nuevo e intencionadamente un término naturalista ).

¿Es que Francia escapaba, a ojos de Huysmans, a este proceso de mercantilización de la cultura, dominante en nuestros días? No, desde luego. Más aún, por ser Francia la nación que, durante el siglo XIX, mejor encarna las concepciones ideológicas, y consecuentemente políticas, de la burguesía, Huysmans augura su decadencia, incluida la de su idioma, y la sustitución de su papel por el protagonismo de un pueblo más joven, tocado de los mismos “ideales”, con la fuerza vital para mantenerlo, mayor potencialidad económica y militar, y una lengua entendida como un útil, más cómodo y manejable para los objetivos que se persiguen.

De cualquier modo, ha habido que esperar algún tiempo para que el augurio del escritor de culto se hiciera realidad, y la que hasta entonces se consideraba la capital cultural del mundo, París, perdiera esa condición, después de la segunda guerra mundial, en favor de Nueva York. Este hecho, indisociable de la guerra, no es algo aislado que afecte únicamente a dos ciudades, sino que redunda más profundamente en la pérdida de hegemonía de Europa en favor de Estados Unidos. Durante la segunda guerra mundial, algunos dirigentes políticos y ciertos intelectuales europeos de ambos bandos fueron muy conscientes de este cambio inevitable al que no vieron otra salida que resignarse y que, desde el lado británico, no fue considerado como algo de lo que hubiera que lamentarse especialmente.

Por lo que atañe a las lenguas, una vez perdido el latín, que cohesiona ligüísticamente Europa durante la larga época medieval, dos lenguas predominan en el mundo: el francés, lengua culta por excelencia, que todavía conserva hoy en el terreno diplomático algo de esa hegemonía perdida, y el inglés, dominante en los procelosos mares de las transacciones comerciales del imperio británico. Junto a ellas, a finales del XVIII y comienzos del XIX se produce un intento de hacer del alemán la lingua franca de lo que se llamó mittel-Europa, una nación espiritual que supo conciliar con un peculiar talento los hechizos del desenraizamiento con la floración de culturas minoritarias en el seno de un conjunto federado que modeló un cierto modo de ser en común, señala Stirner.

Francia presenta a este respecto un caso singular. Y es el de haber construido su identidad nacional en torno a una lengua que se codifica en el siglo XVII, con la particularidad, única en el mundo –salvo, en mucha menor medida, Inglaterra-, de que su nobleza de espada es la misma que su nobleza de “espíritu”, de suerte que el estamento que guerrea no difiere en absoluto del que codifica esa lengua y desarrolla las obras de un “esprit” sobre el que fundamenta su identidad como nación, el cual, como tal “esprit”, desborda los límites de una concreta topografía nacional. Este hecho marca y modela definitivamente un específico modo de ser. La burguesía, triunfante después de la Revolución, imitará este modo, en su caso, más que de ser, de hacer.

Este proceso que, repito, resulta único en Europa, tiene la consecuencia de que la identidad francesa se base, más que en ningún otro país, en el desarrollo de una cultura vinculada a su lengua, de manera que la pérdida de influencia de ésta afecta, de nuevo más que en ningún otro país, a su identidad como pueblo. El imperio napoleónico, que extiende los ideales de la Revolución de un lado, y la organización administrativa y civil llevada a cabo por Bonaparte del otro, darán a Francia un predominio indiscutible que dura, como ya he señalado, hasta la segunda guerra mundial.

Para muy distintos atores franceses, la aniquilación de la nobleza y la traición de la que sobrevivió a los ideales que la constituyeron, unida a la que llevó a cabo respecto del pueblo la burguesía ennoblecida por Napoleón y la Restauración posterior, está en la base de su paulatina decadencia como nación. Este es, al menos, el modo de pensar de Chateaubriand y de Stendhal, uno monárquico y el otro bonapartista: un país que, en mayor medida que sus vecinos, especialmente los británicos, ha trocado el genio cristiano de la libertad por seguridad e igualdad, por ventajas económicas (Chateaubriand), incapaz de cualquier forma de heroísmo (Stendhal), clausurado en sí mismo, engolfado en su hipotética grandeza y que, llegado el momento, dará decididamente la espalda a Europa. Una nación enteramente burguesa, cuya mejor expresión son las políticas “centristas”-cada uno a su modo- de un Luis Felipe, o de un Napoleón III.

No deja de ser llamativo que los mejores escritores franceses del XIX y una parte del XX, los mismos Chateaubriand y Stendhal, pero más aún Flaubert, Baudelaire, Rimbaud, el mismo Mallarmé, Marcel Proust o Claudel, por citar algunos, rechacen esa democracia burguesa en la que se asfixian, y se refugien en la literatura y el arte como única patria posible. Y del mismo modo, resulta igualmente llamativo que, al cabo de los años, la nación francesa se reconozca y ponga sus mejores títulos de gloria en esos mismos escritores que fueran “a contracorriente” (à rebours) de las ideas políticas dominantes, expulsados o automarginados del secular izquierdismo parlamentario francés, y resultaran decididamente “antimodernos”. Algo tiene que ver, de nuevo, el amor de Francia por su lengua y las obras de ese “espíritu” que la encarnan.

Veamos dos textos que compendian la salida de este largo período que acabo de reseñar. Uno, de Chateaubriand, que, aunque de mediados del XIX, resulta aplicable a cualquier nación de hoy, así como al discurso de buen número de formaciones políticas de nuestros días: “Una sociedad de operaciones financieras, de asociaciones comerciales, del movimiento industrial (…) una sociedad material que habla continuamente de la paz, que no sueña sino con vivir cómodamente y que no quiere hacer del futuro sino un perpetuo hoy”. (Memorias de ultratumba).

Y otro, como conclusión, del mismo Huysmans: “Era el gran presidio de Norteamérica transplantado a nuestro continente. Todo quedaba bajo la inmensa, la profunda, la inconmensurable grosería del financiero y del nuevo rico, resplandeciendo como un sol abyecto sobre la ciudad idólatra, la cual eyaculaba de bruces impuros cánticos de alabanza ante el impío tabernáculo del dinero custodiado en los bancos.” (Id.)

Dos lenguas preponderantes, por lo tanto, y dos áreas de influencia. Ambas dan lugar a dos sistemas distintos de educación. El británico, que será el que adopte Estados Unidos, se basa en una formación general, con poco tiempo de escolarización, incluido el período universitario, para salir pronto a lo que hoy llamamos el mercado de trabajo. Esa formación se opera en torno a tres ejes principales: el comercio, las leyes y la milicia, pues hay un imperio que gobernar, a lo que acompaña un impulso de las prácticas deportivas que facilitan el desarrollo físico y estimulan la competitividad. Llama la atención, por ejemplo, si se leen los escritos del creador del olimpismo contemporáneo, el barón Pierre de Coubertin, cómo, tras su vuelta de Estados Unidos, adopta e impulsa este sistema en Francia. Sólo más tarde se corregirán las evidentes lagunas del sistema mediante la creación de másteres necesarios para atender a la creciente especialización requerida por el desarrollo industrial, económico y empresarial en una estructura de libre mercado.

El sistema francés, diseñado en lo fundamental durante la época napoleónica, y que hasta hoy no variado sustancialmente, se basa en un proceso de escolarización largo, un conocimiento al menos de los fundamentos de todos los saberes en un bachillerato de alto nivel, el fomento de la universidad como creadora y transmisora del saber, y la creación de unas “grandes escuelas” en las que se formen los estamentos dirigentes de la nación (los sistemas británico y estadounidense son igualmente elitistas), incluido el profesorado. En este sistema se presta especial atención, también hoy en día, a la expresión y conocimiento de la lengua francesa por un lado, y a las dimensiones culturales por otro, también en las grandes escuelas de carácter técnico, que marcan precisamente las diferencias a la hora del difícil ingreso en unas y otras.

El modelo dominante hoy en día en el mundo es, sin duda, el primero, adoptado por lo que se llama el plan Bolonia, que liquida un concepto de universidad –en este caso francés y germánico- como centro de creación y transmisión de ciencia y cultura, exige la rentabilidad a corto y medio plazo, la creación o adaptación de titulaciones enfocadas al mercado laboral y, lamentablemente –los demás aspectos son discutibles en algún punto: no hay ningún motivo para pensar que los ingenieros franceses o españoles sean mejores que los británicos o los americanos-, aumenta el trabajo de gestión y la burocracia en universidades y centros de investigación, sujetos, además, a la búsqueda y consecución de fondos. Las grandes escuelas francesas han dejado inalterada su estructura. Las universidades hicieron hace mucho su reforma, en una dirección bastante parecida a la preconizada por Bolonia, y no ha costado nada sustituir los dos años de la “maîtrise” (maestría) por la nueva denominación de “máster” (aunque en el mundo universitario haya una queja generalizada por la expulsión de materias “literarias” que ha conllevado Bolonia). Lo que en Francia resulta inconcebible son las escuelas de negocios, los MBA, y otros másteres impartidos por entidades privadas, de alto costo para el alumnado, por entender que ello es tanto como comprar el derecho al trabajo. Que yo tenga conocimiento, en toda Francia sólo existe un MBA, en Fontainebleau, de titularidad mixta, estatal y privada.

Respecto del ámbito lingüístico, el inglés se ha convertido –resulta una obviedad señalarlo- en la lengua franca del planeta, seguido, a mucha distancia, del español, el cual también aventaja enormemente a las restantes lenguas, y del que no cabe decir, pese a su enorme desarrollo, que actualmente sea una lengua de cultura. Tampoco cabe decirlo del inglés –y, en este sentido, hay un profundo vacío por colmar-, que es, sobre todo, una lengua de comunicación. La sencillez de su estructura gramatical permite un rápido aprendizaje del nivel suficiente para iniciar procesos de comunicación básicos, pero suficientes, lo que tampoco cabe predicar del español, ni del francés, en los que se dan estructuras gramaticales mucho más complejas. Y conviene recordar que los procesos gramaticales y, dentro de ellos, especialmente los sintácticos, constituyen la parte del componente lingüístico mediante el cual los individuos expresamos nuestro análisis del mundo y nuestra posición en él. De nuevo en este sentido, y también resulta obvio señalarlo, mientras más elementales sean las estructuras gramaticales empleadas por los hablantes, menores serán las diferencias entre ellos, y más rápido se operarán los procesos de uniformización y globalización; procesos que, sociológica y políticamente hablando, admiten hoy en día cuantas diferencias quieran plantearse. Ello replantea de otra forma la cuestión de la identidad de los individuos, tan acuciante en la actualidad. Uno de los problemas más serios que tiene hoy planteados Francia –y no sólo ella-, es que el hecho de ser “ciudadano” (de la República) ha perdido gran parte de su poder de cohesión identitaria.

Como ya he señalado, tras la segunda guerra mundial, Nueva York desplaza a París como capital cultural del planeta, posición que sigue manteniendo. El en el terreno de las artes plásticas, el MOMA, mediante una serie de galerías interpuestas, fue controlando una buena parte del mercado del arte e imponiendo sus criterios. Los desarrollos museísticos contemporáneos y la aparición de grandes ferias de arte no han variado la situación creada desde entonces; más bien han acentuado su carácter de mercado, en el cual, hablar de valores objetivos o, en terminología económica, seguros, como recientemente se ha demostrado, resulta de una solemne o engolada estupidez. Lo mismo cabe decir de la industria musical o cinematográfica, donde Estados Unidos sigue ocupando un puesto predominante, lo cual habla de una encomiable dinamicidad al respecto que redunda naturalmente en su favor. Y aunque la expresión “industria de la cultura” resulta hoy una obviedad ampliamente participada, no por ello dejo de lamentar emplearla, pues, por más que ambas actividades sean perfectamente legítimas en sí mismas, los objetivos de cada una son de naturaleza muy distinta: el beneficio económico en un caso, y el enriquecimiento de la percepción del mundo en otro. Unificarlas puede en algún caso no resultar problemático, pero, habitualmente, tiende a fomentar el eclecticismo, para algunos muy deseable, como actitud de pensamiento generalizada, a lo que hay que añadir el hecho inevitable de que la función termine por suplantar los contenidos.

¿Qué posición ha ocupado Francia dentro de los grandes cambios culturales producidos en el siglo pasado? En primer lugar, hay que señalar que en el terreno artístico, incluido el literario, el siglo XX no ha aportado nada nuevo, salvo, quizá, el abstracto (aunque estuviera ya prefigurado por Baudelaire) y, por supuesto, el cine. Esta afirmación puede tal vez resultar algo escandalosa. No es esa mi intención. El siglo XX ha sido un formidable continuador y difusor de experiencias que no son suyas, sino que se dieron propiamente y con mucha más radicalidad en el último cuarto del siglo XIX y el primero del XX. En este sentido, Europa, y más concretamente París, ocupa un puesto central, no en tanto que continuador, portavoz o difusor -cometido que, en efecto, corresponde a Nueva York-, sino en tanto que núcleo o centro en el que, en líneas generales y con las necesarias salvedades –Viena, Berlín- tuvieron lugar las profundas transformaciones de las que, en el terreno artístico, seguimos viviendo. Explicar con detenimiento este hecho requeriría un espacio mayor de lo que permiten estas páginas. Sólo diré, incidentalmente, que la importancia adquirida por París a lo largo del tempo procede de ser un “carrefour”, un cruce de tendencias y culturas, el cual, aunque incurriera no pocas veces en la tentación de apropiárselas, supo como nadie, pues como nadie ha demostrado el pueblo francés un amor real y decantado por la cultura, acogerlas y acrisolarlas, independientemente del tradicional chauvinismo francés y de las distintas formas de sectarismos de uno y otro signo. Esta es, sin duda, una de las facetas de su grandeza.

Si dejamos de lado las tres grandes revoluciones de carácter social que marcan la segunda mitad del siglo último –la revolución beatnik, el mayo del 68, y la caída del muro de Berlín- para centrarnos momentáneamente en los grandes movimientos ideológicos que marcan el siglo, cabe destacar cinco de profundas consecuencias: la fenomenología, el existencialismo alemán y su versión francesa; la filosofía del lenguaje, que sustituye y parcialmente liquida la metafisica; el desarrollo de la semiótica y la semiología, que ha supuesto un gran avance en el conocimiento de los procesos comunicativos (y que, igualmente, asesta un golpe mortal a la metafísica); la eclosión de la hermenéutica como forma de interpretar la estructura de la realidad (humana y social); y, finalmente, el deconstructivismo, que liquida los grandes los grandes “constructos” racionalistas procedentes del idealismo filosófico. De todos ellos, sólo la filosofía del lenguaje tiene parcialmente su origen y su caldo propio de cultivo entre pensadores británicos y estadounidenses, sin olvidar a algunos autores alemanes fundamentales al respecto.

No obstante, en este terreno se observa el mismo fenómeno que cabía apreciar en el ámbito artístico: la necesaria difusión procede de Estados Unidos. Un caso arquetípico es el de Derrida, el creador del deconstructivismo, cuyo trabajo se desarrolló en universidades americanas; o el de René Girard, de tanta importancia para los estudios de antropología mítica contemporánea, el cual sólo muy recientemente ha obtenido un reconocimiento en Francia, mientras que en Norteamérica, donde llevó a cabo la mayor parte de su vida intelectual, cuenta con legiones de estudiosos de su obra; sus trabajos sobre el deseo mimético, la estructura sacrificial y la violencia y lo sagrado forman parte ya de los “medias” americanos, desde donde han penetrado en los europeos. A este respecto no queda más remedio que subrayar la agilidad y dinamismo de los ámbitos científicos y universitarios norteamericanos, que ciertamente contrasta con el carácter rígido, centralista y fuertemente estamental que aún predomina en la universidad y los organismos investigadores franceses.

En este panorama que acabo de esbozar, ¿cuál es, a grandes rasgos, la política cultural emprendida por Francia desde hace algunas décadas, que no ha variado con gobiernos socialista o conservadores? En primer lugar, el cuidado y atención a su propia lengua y a sus distintas manifestaciones. En segundo lugar, la creación, hace ya mucho tiempo, de un espacio de influencia propio, la llamada “francofonía”, al que cuida exquisitamente (aunque, desde el punto de vista de las ciencias humanas, haya actualmente una intensa discusión sobre el origen y desarrollo de los estudios postcoloniales, si franceses o norteamericanos). En tercer lugar, una decidida apuesta a favor del plurilingüismo, considerado un factor fundamental de enriquecimiento cultural, acompañado de la creación de organismos que lo fomentan, de suerte que la nación francesa sea y aparezca como un espacio de acogida y un foco impulsor de la diversidad lingüística del planeta. Y tampoco conviene olvidar a este respecto que, en el terreno de la escolarización, Francia puso en 2001 una segunda lengua extranjera obligatoria desde “maternal”. Esta segunda lengua es predominantemente el español, aunque, por acuerdos con Alemania, en algunas zonas del norte se impida la enseñanza de esta lengua, con el consiguiente descontento de gran parte de esa población.

La cuarta vía elegida que, cara a España, tiene mucha importancia, ha sido la poner los medios necesarios para convertirse en la capital cultural de la latinididad. Para ello, el Estado francés no escatima medios –creación de organismos diplomáticos, políticas culturales, acuerdos universitarios y de investigación en ciencias humanas y sociales, etc.-, sin olvidar las acciones de este tipo que ya lleva a cabo en otras áreas (África y Asia). En todo ello, el objetivo estratégico primero es el de aparecer como un gran, y verdadero, foco impulsor de cultura. Respecto del mundo latino, el principal escollo con el que se encuentra es, lógicamente, España, a la que resulta mejor integrar y buscar su deseable colaboración.