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En «Angustia», el fascinante neurothriller avant la lettre de Bigas Luna, un demente obsesionado con una película sobre un demente imita las evoluciones del film en una sala donde asiste a su proyección. Tras matar a las recepcionistas y bloquear las salidas, termina subido al escenario mientras encañona a una joven rehén sin dejar de disparar al público encerrado en la sala. De repente, un plano nos muestra a una espectadora que, asomando la cabeza por detrás del asiento, desea ver lo que sucede en pleno tiroteo: muere fulminada por una bala. Toda la película dice exactamente eso: mirar es peligroso, porque no podemos dejar de mirar. Y mirar lo que sucede en una pantalla de cine lo es todavía más: porque nos sentamos delante de ella para hacer justamente eso.

Sobre esa premisa general construyó Alfred Hitchcock su extraordinaria obra cinematográfica, cuya vigencia ha vuelto a ponerse de manifiesto con ocasión del documental de Kent Jones y Serge Toubiana sobre la célebre conversación que el director inglés mantuvo con Françoise Truffaut en 1962 y daría lugar al conocídismo volumen «El cine según Hitchcock», publicado originalmente por Robert Laffon en París en 1966 y por Simon & Schuster en Estados Unidos un año más tarde. Aunque, dicho sea de paso, Janet Bergstrom ha puesto de manifiesto la considerable diferencia existente entre el libro editado y las grabaciones originales. La necesidad de alejar el libro del momento en que la conversación tuvo lugar, con constantes referencias de Hitchcock a «Los pájaros», entonces en pleno rodaje, así como la obligación de comprimir cincuenta horas de grabación en un volumen manejable, explican la discrepancia. Es de lamentar, no obstante, que contemos aún con una transcripción completa de aquel legendario intercambio.

Es bien sabido que el libro dio crédito al Hitchcock autor, sin duda uno de los más grandes creadores de formas que ha dado el séptimo arte y alguien, de hecho, por decirlo con las palabras del propio Truffaut, para quien la forma «crea» el contenido en lugar de simplemente adornarlo. Su mente era, como él mismo dijo, «estrictamente visual». O, como dicen Tavernier y Courdosson en su glorioso diccionario del cine americano, fue alguien que siempre supo dar «una forma puramente cinematográfica a lo conceptual». Su magisterio venía siendo reivindicado ya por la nómina de críticos de «Cahiers du cinema», la mayoría luego directores y protagonistas de la glamurosa «Nouvelle Vague» del cine francés. Su reivindicación del cine norteamericano -para Eric Rohmer caracterizado por una combinación de eficiencia y elegancia que podemos atribuir también a Hitchcock- sentó las bases para la apreciación crítica de la obra de los grandes directores del periodo clásico: de Hawks a Ford, pasando por Fuller y Ray. De repente, estos filmmakers no eran artesanos, sino autores. Pero, por entretenida que pueda ser la polémica que rodea esta celebérrima politique, con sus aciertos y excesos, no cabe duda de que la capacidad demostrada por Hitchcock ante Truffaut para hablar de su propia obra en términos analíticos (que, por ejemplo, contrasta con la pobreza teórica que demuestra, en este documental y en otras comparecencias, Wes Anderson) sirvió para ratificar que la etiqueta autoral no era una mera transferencia psicoanalítica de procedencia europea, sino un reconocimiento ganado a pulso.

Pero todo esto es bien conocido. Si me interesa subrayar aquí algo, en cambio, es la modernidad del legado hitchcockiano en una dimensión cada vez más crucial para entender nuestra sociedad: la que concierne a la recepción del espectador. Quizá sólo Fritz Lang, con quien mantiene interesantes relaciones de sutil influencia recíproca, fue tan consciente como Hitchcock de que una película podía y debía componerse sobre la base de su recepción por parte del público. Es una faceta de su obra justamente señalada en el documental de Jones y Toubiana que sirve como pretexto a esta breve pieza: tanto los guionistas como algunos de los directores por ellos convocados hacen hincapié en el nuevo tipo de relación que las películas del director británico entablan con su audiencia. Se trata de una suerte de envolvimiento psicológico, que conlleva una fuerte implicación emocional, resultante en una mayor intimidad entre lo que sucede en pantalla y la mirada del espectador. Éste se ve obligado a anticipar, a reconstruir, a sufrir. Hitchcock crea imágenes y compone giros dramáticos en función de aquello que el espectador, en cada momento, sabe y por tanto espera: la mente de aquél, en conexión con el film, es también escenario de éste. No es de extrañar que David Fincher sea, entre los comentaristas aquí reunidos, el más incisivo a la hora de glosar este aspecto del corpus hitchcockiano: Perdida era toda ella una interesantísima variación de esta premisa mayor.

Y lo mismo puede decirse de Psicosis,que lleva hasta el paroxismo la capacidad de Hitchcock para perturbar al espectador haciéndole cómplice visual del inesperado asesinato de la protagonista: una joven apuñalada brutalmente en su ducha sin que podamos dejar de mirar una secuencia a la vez espeluznante y magnética. En «The Moment of Psycho», que espera traducción al castellano, David Thomson sostiene que la película -que mata a su protagonista femenina a los cuarenta minutos, contenía la escena más violenta jamás filmada y carecía de final feliz- cambió el cine para siempre, ampliando el interés de Hitchcock por la responsabilidad del voyeur (presente en «Extraños en un tren» o «La ventana indiscreta», cuyo héroe-mirón no puede responder a la pregunta que le dirige el marido asesino por él descubierto: «¿Qué quiere usted de mí?») al otro lado de la pantalla: al público. En el cine, la gente decente se acomoda en una segura oscuridad para ver historias de violencia y sexo. «Psicosis» hizo explícito ese vínculo enfermizo:

El título advertía de que el personaje central estaba un poco sonado, pero el auténtico mensaje es que el público, en su experimento autoinfligido con el peligro, quizá también lo está. El sexo y la violencia estaban listos para explotar, y la censura se quebró como el viejo paraguas de una señora. La orgía había empezado

Ese mismo año, otra película indagaba sobre el mismo tema de una forma diferente. En «Peeping Tom», un Michael Powell separado ya de su viejo colaborador Emeric Pressburger, con quien había dado a luz una asombrosa sucesión de obras maestras desde finales de los años 40, sugería abiertamente que el cinéfilo -o cinéfago- puede ser un enfermo, un psicópata que da muerte a quienes tienen la desgracia de caer dentro del encuadre de su cámara. El voyeurismo aparece en este caso específicamente ligado a la neurosis fílmica y a la capacidad del cine para hacer vivir a los muertos a través de la imagen en movimiento: un tema, la resurrección de los muertos mediante la puesta en escena, que reluce en el «Vértigo» que Hitchcock estrenara sin pena ni gloria allá por 1958. Cine, voyeurismo, muerte: un triángulo isósceles explorado también por el cine del Holocausto, documental y de ficción, cuya cumbre paradójica es una película de nueve horas -«Shoah» de Lanzmann- que renunciar a ofrecer nada a la mirada.

Ahora, más de medio siglo después de aquella conversación, todos somos voyeurs. La revolución digital ha consumado el tránsito hacia la «pantallasfera» de la que hablan Lipovetsky y Serroy, que incluye tanto la pantalla de la televisión como -decisivamente- la del smartphone conectado a Internet. En su interior, las redes sociales hacen de escaparate para una vida escenificada por sus propios protagonistas, entregados sin ambages al cultivo de la extimidad o exhibición de una intimidad manufacturada. Simultáneamente, la digitalización de los medios de comunicación tradicionales ha provocado una proliferación extraordinaria de webs cuya competencia ha derribado cualquier barrera de contención del sensacionalismo: pasamos sin aspavientos del tax-porn (revelaciones de la identidad de los evasores o defraudadores) a la pelea a bolsazo limpio entre Jay-Z y la hermana de Beyoncé en un ascensor, pasando por las grabaciones de sobornos o el vídeo de un ametrallamiento terrorista en pleno París. Por eso habla Jeffrey Green de «la era de la espectaduría» [spectatorship]: el paradójico dominio del receptor dominado por las imágenes que lo alcanzan. Seguimos siendo ciudadanos, pero ante todo somos público: mirones a los que también miran. Fuera de la sala de cine, pero igualmente seguros en nuestra condición de miembros de la audiencia, asistimos así fascinados a la orgía digital sin miedo a ser alcanzados por una bala perdida ni reparar en la peligrosidad de unas imágenes que alteran nuestra percepción del mundo y nos convierten en sujetos sensacionales: subjetividades sometidas a un constante bombardeo de estímulos sensoriales cuya metáfora cinematográfica bien podría ser, por qué no, el apuñalamiento de Marion Davis en la ducha de un solitario motel de carretera.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).