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De nuevo el verano, y con él, otro inédito de Eugenio d’Ors, escrito durante el verano de 1925 y publicado en la revista Blanco y Negro, dentro de la serie «La Vida Breve».

«Calendario y Lunario. La Vida Breve», que d’Ors firmaba con el seudónimo «Un Ingenio de esta Corte», aparece por primera vez el 11 de enero de 1925 -«Incipit vita brevis…»-, y se prolonga hasta el 15 de marzo de 1931. Son más de cinco años de colaboración semanal casi ininterrumpida en el Blanco y Negro, habitualmente dentro de la sección «Gran Mundo. Crónica de la semana. Ecos varios de sociedad». Su contenido, intencionadamente frívolo, es un reflejo inteligente de la vida social y cultural de esos años. Por ella desfilan los personajes habituales del momento, y se da noticia de sus actividades, sus comentarios, pero siempre desde dentro, porque el autor es uno más de ellos y forma parte de ese juego social. Se hace referencia a temas muy diversos: las nuevas adquisiciones del Prado, los cursos y conferencias que se llevan a cabo en Madrid, las exposiciones, conciertos, la actividad teatral, la hípica o hasta la descripción detallada de los distintos tipos de tejidos populares españoles siguiendo la obra de Mildred Stapley.

La vida madrileña del momento queda reflejada en las «hojas del carnet» -como a él le gustaba llamarlo- de «La Vida Breve». Pero este carnet no se limita a reflejar solo los acontecimientos de Madrid, ni de España, sino que lo acompaña en sus viajes —muy frecuentes— de los que nos quedan crónicas deliciosas.

La selección que he realizado corresponde justamente a un viaje —unas vacaciones de verano durante los meses de agosto-septiembre de 1925—, que tiene un interés adicional para el conocimiento de la obra del autor; y es que estas «hojas» contienen el germen de lo que será años más tarde una de sus novelas: Sijé. Este personaje aparece por primera
vez dentro de la obra de d’Ors en «La Vida Breve», y más concretamente en la crónica del 30 de agosto, donde desaparece o se le nombra por última vez el 25 de octubre —»¿qué estará haciendo nuestra Sijé a estas horas? Procuraremos no pensar más en ella. Desde luego ya no la nombraremos más»—. Son un total de ocho crónicas de las que, por razones de espacio, reproducimos únicamente las seis primeras -hasta el 11 de octubre inclusive—, que son las que constituyen el núcleo fundamental de este relato.

Tres años después (entre 1928 y 1929), Eugenio d’Ors escribe una serie de 67 glosas, ya bajo el título de «Sijé», que se publican en el diario barcelonés El Día Gráfico.  Posteriormente, con motivo del centenario del nacimiento del autor, Carlos d’Ors editará estas glosas en forma de libro (Editorial Planeta, Barcelona, 1981).

Sijé forma parte, junto con La Bien Plantada, Gualba, Cartas a Tina, y otros apólogos, de la serie denominada «Las Oceánidas»; título que según  su autor, en una nota a la primera edición castellana de su fardin Botánico, «alude a la función de compañía en la castigada soledad que lo Eterno Femenino desempeña en el Prometeo de Esquilo».

Pero ahora callemos para escuchar a Sijé, que «fue una Voz antes de ser un Cuerpo…».

Domingo

Atrás se quedaba San Remo, durmiendo su borrachera de sol. Por hábito adquirido en invierno, el tren, a pesar de su alta categoría, se detiene —ahora en verano- en cada pueblecillo de la Riviera ligur. Parece que con sólo hacerle una seña condescendería a detenerse también ante cada uno de los villinos que se reparten la sombra sucinta de las palmeras y ante cada uno de los rótulos inscritos en mármol, «Miramare» o «Quisisana»,»Nid blanc» o «Villino Mimosa»… A la derecha se tiende el infinito azul; a la izquierda avanza la carretera, estrecha y cálida, serpenteando perezosamente entre los muros de las quintas y los pámpanos polvorientos de la viña virgen. Se filtra en el aire el crepúsculo como un café en su cafetera, y diríase que el sol nos hace ver todas las cosas a través de lentes rojos, lilas o azules —así en el fumoir del » Garitón, de Cannes—. Y extrañas sensaciones: alguna vena de perfume precioso suscita el de la madera lacada; algún soplo de calor de la tierra, aunque atenuado, dulce como un arpegio de órgano, en una iglesia, entre el incienso de los oficios; una gota salobre, de pronto, en la mano o en la lengua; el deslumbramiento de un kimono rojo o el deslumbramiento de una desnudez tostada, junto a las olas, en el momento en que precisamente el tren está a punto de acordarse de su denominación oficial de «directísimo’…

Esta parada, empero, en que estamos no se podía excusar. Hemos llegado a Alassio, que durante diez y siete siglos ha sido un sencillo refugio de pescadores, pero que ya era el Albingaunum de los romanos y ahora parece querer superar el esplendor antiguo con la prosperidad de su doble juego de estaciones —bañera y veraniega para los italianos, invernal y helioterapéutica para los ingleses-… Alassio, donde hoy, como en el Lido, el traje de baño se guarda hasta las seis de la tarde, muy cubierto a veces por un pyjama de los colores más vivos, con la ventaja aquí de que tampoco a las seis de la tarde se va por el smocking.

En maillot, en capa verde, en turbante, en caftán rosa o en pijama naranja se acude, en Alassio, a la estación del ferrocarril, al paso del tren. Se acude para despedir a los conocidos y para echar, entre risas, besos volantes a los desconocidos, cuando el tren se aleja, a la hora clemente de la caída de la tarde… Pero ha ocurrido que, apenas avanzados unos metros, nuestro convoy se para. Como si no estuviese bien decidido a partir del delicioso lugar, o como si quisiera dejarnos admirar un friso expectante de quince bañistas con carne de bronce —atléticos muchachos ahora—, que nuestro amigo Fó —así llamado por el orientalismo de su sabiduría profunda- admira, socrático, desde la ventanilla.

En este punto, lento, insidioso, todo volutas y espirales, todo gemidos y deseos inexpresados, se eleva en el aire el canto de un acordeón… Y no sé qué tiene aquí esta voz vulgar, conocida tantas veces, mofada tantas veces. No sé qué tiene, que a la vez le absuelve y le imbuye de sutiles venenos para la sensibilidad. No sé qué tiene, de italiano y de lejano a un tiempo, que los ojos se nos nublan y que sentimos en el cuello el palpitar de la sangre de un corazón, que ni siquiera debe ser el nuestro, sino acaso el de este ser, todo ojos, todo ojos azul claro en la fina cara medallera, con la melena de cabellos negros encrespada a lo Medusa -¿muchacha, muchacho?-, que envuelve su carne dorada en una capa de baño verde y levanta el brazo derecho en señal de adiós a alguien que se va más lejos en un vagón de tercera clase, mientras que con el meñique de la izquierda aprieta, sin pudor, una lágrima en el mismo nativo saco lagrimal.

Fó, con la portezuela abierta, ha dicho:

—¿Despides a tu novia, muchacho…? ¡Si quieres, te llevo!

Y yo, alargando la mano, ya:

-¿Despides a tu novio, muchacha…? ¡Si quieres, te llevo!

El ser, de un salto, ha subido a nuestro compartimiento. Sólo al encontrarse arriba, cuando el tren ya había arrancado de nuevo, esta vez definitivamente, han reído sus dientes deslumbradoramente blancos.

Es una muchacha.

—Bueno -dice Fó—; ahora te llevaremos al lado de tu viajero, y no te preocupes del billete.

Pero ella, con su imprevisto semblante de terror, rehúsa.

-¡No! ¡Qué espanto…! ¡Lo que me diría!

Se queda con nosotros. Empieza a contar con volubilidad cosas algo incoherentes. Pasa un revisor… La suerte está echada.

En otras estaciones, a que llegamos cuando ha amanecido ya —en otras estaciones, también con palmeras, negras ahora, yviñas vírgenes, y olor a madera preciosa, y caftanes de colores vivos—, suenan igualmente los acordeones melosos, turbadoramente sentimentales.

Martes

Génova. Génova nocturna, porque aquí vivimos solamente de noche, repartiendo sus horas entre el puerto pecador y las calles señoriles y mercaderas, con los palacios de Galeazzo Alessio, de puertas agigantadas que se diría montadas sobre zancos.

Para divertir a Sijé (la llamamos «Sijé‘; y, como una buena acción es siempre  recompensada, su presencia entre nosotros nos ha traído el «buen tiempo fijo’, por cuyo barométrico advenimiento tanto suspiramos en Lausanne), para divertir a Sijé y poner contenta su sangre plebeya, hemos asistido a una representación de teatro dialectal genovés. Nosotros, en realidad, no hemos entendido nada; pero nuestra salvajita de la Riviera se ha reído tanto, que es su risa la que nos ha hecho reír.

De la comedia, con todo, se nos transparentaba lo suficiente para adivinar todo el valor de la compañía de Gilberto Govi, heredera de grandes tradiciones locales. Y el genio de Nicolo Bacigalupo, actor-autor -como una magnífica ley de simetría histórica quiere siempre en estos casos—, sainetero inspirado, de vena popular generosa.

Después de la representación, para nuestra cena de mariscos en el puerto, han sido invitados también los cómicos y las cómicas.

Miércoles

Osbert ha llegado de Florencia. Y, apenas entrado en el cuarto de Fó, lanza un grito de admiración. Allí está Sijé, que posa. Su gracia andrógina ha vencido, por fin, el despego del artista, y éste ha condescendido a nuestro deseo de que fijase, en una sanguina bien apurada, los rasgos turbadores de la pequeña vagabunda. Pero Sijé posa vestida, y el vestido es precisamente lo que subraya su feminidad. Si con la melena al aire parece un Baco adolescente, con el manto se la diría una Madona.

—¿Para qué fatigarse en su retrato? —dice Osbert, después del grito—. El retrato de esta muchacha está hecho ya. Acabo de verlo en Florencia, en la nueva galería que acaba de abrirse al público, con la colección del anticuario Stefano Bardini. ¡Colección adorable! La componen principalmente estucos, esos famosos stucchi florentinos, imágenes de santidad, Madonas casi siempre, que sirvieron de muestra y enseña a tiendas de artesanos y mercaderes…

He aquí, en fotografía, una de las mejores piezas. Se trata de un estuco polícromo de un artista ignoto del Renacimiento. Pues bien: quitadle el niño de los brazos y decidme si éste no es el retrato de vuestra Sijé…

(«De nuestra Sijé» corrige Osbert, al repetir el nombre, unos minutos más tarde).

6 DE SEPTIEMBRE DE 1925

Viernes

Osbert trae noticias frescas de Salzburgo… Aunque la semana de la Sociedad Internacional de Música moderna haya sido trasladada a Venecia hogaño, allí no se dan por vencidos. El gran teatro, que hace dos años no era más que un proyecto, ha debido inaugurarse ayer. Max Reinhardt, desde su castillo de Leopold-skron, la antigua villa de los arzobispos soberanos, ha preparado una serie de espectáculos excepcionales. Ha hecho más: invitó, y tiene como huésped en el castillo, a Morris Gest, el empresario americano famoso.

Acerca de esta visita, un rumor corre estos días últimos por las orillas del Salzach.

Dícese que Morris Gest y Max Reinhardt preparan juntos, para darla pronto en América, una escenificación de El sueño de una noche de verano, de Shakespeare… Hasta aquí, nada de particular. Lo que ya lo parece más es el detalle de quién ha de representar uno de los papeles recitados de la obra. Nada menos que Charlie Chaplin, es decir, Chariot, el cómico cinematográfico famoso.

Cuando Osbert, en el jardín de la Cova milanesa, ahora —¡manes del almibarado Bellini, estremeceos!— convertido en dancing, con músicas de negros y todo, cuenta estas noticias, alguna de las damas del grupo amigo inicia una disertación estética sobre la escenografía contemporánea a base de arte ruso, y de catálogos de la actual, Exposición de París… Pero tal vez ‘! nosotros no la escuchamos con/ demasiada atención. Cruzamos miradas donde, a la vez que un resplandor de mutua inteligencia, pasa, de los ojos del uno a los del otro, una sombra casi imperceptible de recelo… Es que —por primera vez sola, desde que la pescamos al paso del tren en Alassio— Sijé, nuestra sirenita prisionera, está esperándonos, apartada de esta mesa por las crueldades de liturgia social, cenando, tal vez tristemente,
en una pobre trattoria detrás de San Sátiro.

El mismo viernes (última hora y madrugada)

¡Cuánta efusión luego! ¡Cuánta ternura sentimental y besucona en el encuentro del jardín público! ¿A qué celado huerto de cipreses de las afueras nos llevará la que hemos
aprendido a llamar aquí, sin más, «la máquina», a qué huerto de cipreses, con un cielo maravilloso encima y unas botellas de Asti puestas en fresco al agua de una grotta, estilo Villa d’Este?

Sijé está divina. Entre los cinco la hemos hecho lugar. No me he fijado en si al venir de su cenita de San Sátiro estaba descalza. Ahora sí, como en la playa de Alassio. Su misma capa de baño de entonces, ceñida de otra manera, le sirve de traje. La fina garganta ostenta esta noche el collar de perlas reconstituidas con que nuestro Fó ha querido pagar las sesiones de pose de la antigua modelo. (Lo que empezó siendo un retrato ha concluido,  naturalmente, en un San Sebastián). Y los cabellos, negrísimos, se levantan, sueltos, en el gran viento de la carrera del coche y dan a la cabeza un coronamiento de Gorgona.

Sijé ha cantado. Ha dejado pasar por su garganta y por sus labios toda esta basura lírica del populacho italiano – tan conmovedora, después de todo, en una noche como esta noche—, y en una boca como la de Sijé. Canzonetas fáciles, elegías de sentimentalidad pegajosa…

«Smetti, bambino, mia
D’interrogar i fiori
Perche il mister dei cuori
Ifiori non lo san.

Quando la margherita
Ha perso ogni sua foglia
Tu resti con la voglia
E con un gambo in man… «

Y el melodrama también:

«Quante amare lagrime
la mamma aveva pianto
per le triste femmine
che il figlio amare ancor…»

Pero no hay paciencia para seguir una narración de este linaje hasta el final. Más vale el lirismo puro y los ritornelos, que, además, se aprenden en seguida y que, a la segunda copla, ya se pueden cantar a coro:

«Frin! Mía Carmela bella!
Fron! Cara caramella!
Fron,frin,
dischuidi il finestrin
Fron! certo sei a letto
Frin! Voglio per dispetto.
Frin, fron,
cantarti ‘sta canzon…

Cuando entramos en la ciudad, ya el tambor del Bramante, en Santa María de las Gracias, parece desteñir lentamente su color de rosa en el cielo lívido.

Domingo

¡Esta manía, sobre todo cuando el reposo en los jardines, de
precisiones autobiográficas, que
nadie le pide, «como si quisiera
—dice Fó— exhibir un certificado
de buena conducta de onceava
clase»\

—Yo estaba ¿sabes? hace un mes en Alassio. Mi pintor me había tomado por modelo y trabajábamos cada día. Además, yo tomaba los baños de mar… Me había dejado
todavía pagada una semana de hotel. Después yo tenía que volver a mi casa, Vercelli… Tomé vuestra invitación como un juego, que duraría hasta la estación de Novara todo lo más… Pero no importa. Mamá se figurará que estoy todavía en Alassio, o que he encontrado trabajo en Niza… ¿Sabes? Mi padre también es pintor, aunque no ha tenido suerte, y ahora no puede, por la vista…

Una mano un poco brutal le tapa la boca.

—¡Basta, Sijé; basta! Esta historia ya la hemos visto en el Edén Cinema…

Ella ríe, ríe…

Peor es cuando, en vez de contar, le da por preguntar. Advertimos que el grupo de nuestras damas amigas de la Cova la intriga demasiado.

Martes

En una hoja del carnet de «La vida breve» se dejó un elogio para el cartel de la Exposición de Arte decorativo de Monza. Hoy he visto esta Exposición… ¡Nada, tampoco, en el interminable desfile de salas regionales! Tal vez algún vidrio de esos de Murano, que ahora se fabrican en estilizaciones simples, de líneas a veces muy dichosas.

De lo folk-lórico, sólo Sicilia. Las carretas y tartanas pintarrajeadas, los arreos de tantas campanillas son encantadores. Me he comprado un chaleco verde esmeralda, con adornos rosa y amarillo, y bordado en hilo de oro y pedacitos de espejo cosidos a la tapa de los bolsillos.

Luego hay muchos muebles calabreses. Muebles calabreses de estilo vasco, como dice Octavio de Romeu.

13 DE SEPTIEMBRE DE 1925

Jueves

No es lo más importante que en Venecia no haya automóviles. Lo más importante es que no hay bocinas.

Ni en el Lido. Cierto, las «máquinas» son embarcadas en San Giuliano directamente para el Lido. Pero en el trayecto parecen corregirse del vicio de gritar. Entre los hoteles, por los jardines del Lido, aprenden a deslizarse sin voz, como patinadores refinados. También ellas tienen su ley de corrección: escape cerrado y bocina muda.

Hay este año en el Lido demasiada gente. El mal ya empezó el año pasado. El saneamiento de la moneda alemana ha venido a agravarlo considerablemente. Es lástima, porque así acabará por destruirse el exquisito sentido que había alcanzado de libertad suprema, de vacación esencial. El pijama en sociedad es cosa gratísima, a condición de que la sociedad no sea multitud.

Ahora la que se baña y se desnuda en el Lido, desde la popularidad pululante del Alberoni hasta el privilegio, de todos modos demasiado laxo, del Excelsior, es una multitud. Y su festín de libertad no va siempre acompañado de aquel innato y oculto sentido del límite, característico de las verdaderas selecciones. De esta falta no se eche toda la culpa a los alemanes. Italianos son los primeros en pecar. Ni faltan ingleses e inglesas -la verdad es que su número y su calidad se han rebajado bastante en los últimos tiempos— contaminados con el eclipse del buen gusto. ¿No era miss K** T** quien ayer, tomando el aperitivo en «Chez-vous’, proponía coronar la serie de las fiestas de noche con un baile de pyjamas…? La verdad, por otra parte, es que más fantasía que hay en éstos no se puso nunca en travestis y dominós.

Los verdaderamente apurados, como consecuencia de todo ello, son -aparte de alguna mamá calvinista caída aquí por equivocación- los empresarios de espectáculos del
» Chez vous», que no saben cómo vestir o desvestir a sus muchachas —demasiado gordas, por cierto— para que la función de pago de la noche no resulte sosa ante los panópticos gratuitos de la jornada. Lo de tenderse en la arena al resplandor de las bengalas formando con los cuerpos entrelazados las cuatro letras de la palabra LIDO, fue bueno para el año anterior. Las famosas «Saturnalia 1924», este año, con tanta gente desconocida, habría tal vez algún peligro en darlas de nuevo… Lo más cómodo, pero también lo más aburrido, es repetir al pie de la letra las tabarinadas parisienses del invierno anterior.

En cuanto a nosotros, tenemos los problemas resueltos. Nos hemos dividido para lo de la habitación. No acudimos al Lido sino para el baño y el almuerzo, en que aquél se termina, porque no somos de estos que van acercando progresivamente la vida playera al camping puro. La hora primera de la tarde es para dormir, y a la del té —bastante tardío— son las amigas que viven en el Lido las que nos devuelven la visita matinal. En cuanto a la noche —¡ah, la noche es para Venecia, para sus rincones obscuros, para sus canales extraviados!-. Si las damas no se quedan para la comida en la trattoria de los salmonetes, quien viene es Sijé, nuestra sirenita cautiva, a quien hemos puesto la jaula en una habitación de la Giudeca, y que desde el queso empieza a cantar y ya no lo deja hasta que, con la luz primera del alba, empieza a distinguirse el blanco del negro en la cúpula de Santa María de la Salute… Después, si toca madrugada de dormir, nos dispersamos. Osbert al Danielí, Fó y los otros, al Cavalletta Cavalletta, yo, a mi tronado palacio de alquiler.

Viernes

Osbert ha recibido noticias frescas de la estación de Salzburg. Los espectáculos de Max Reinhardt han sido este año algo más intensos que nunca. En la representación
de El milagro, el mago escenógrafo fue acumulando cuantos instrumentos de sugestión del terror y de la muerte puede inventar la fantasía humana. Si ha llamado al esnobismo, hay que reconocer que ha castigado duramente al esnobismo. Ha empezado por dejar salvaje la vegetación en el emplazamiento del nuevo gran teatro. Para alcanzar sus localidades las grandes damas llegadas de Viena y de Nueva York han tenido que sufrir los pinchazos de las ortigas a través de sus medias sutiles.

La víspera de la representación, este año, como aquel del Malade imaginaire, ha habido en Leopoldskron, la arzobispal residencia de Reinhardt, un ensayo general por invitación. En él se ha apreciado más que nunca el genio de lady Diana Manners. Mientras llega la hora de que Reinhardt lleve al de Charlot a representar Shakespeare, bueno es que el auditorio cosmopolita de Salzburgo empiece a acostumbrarse a los entronques imprevistos, ligando, en una sensación compleja y única, Estados Unidos con Edad Media.

Sábado

Fiesta de noche en el Gran Canal. Nada en rigor. Cuatro faroles… Sarach que ilumina su casa… La fábrica de mosaicos que echa el resto… Un poco de juerga verbenera en Rialto… La suspensión del tráfico del vaporetto… ¡Nada y tanto!

Nuestro problema «¿Sijé o las amigas del Lido?» ha tenido una solución ecléctica. Los más nos hemos dejado tentar por la invitación de estas últimas y por su modo de celebrar la verbena a lo norteamericano, por la gran góndola con mesa puesta y reserva de hielo.
Nuestro tradicionalismo estético y la Religión de la Vida Sencilla nos lo perdonarán por una vez… » Oportet haereses esse». Y lo del «margen de ironía».

Pero Fó, el filósofo socrático y extremo-oriental (parecido en esta doble calidad a nuestro grande y admirado Dickinson), tiene todavía otro grupo un poco extraño, del que, por ciertas razones, los demás no queremos saber nada. Fó ha mantenido el purismo estético con más rigor. Su góndola, con las cortinas cerradas o poco menos, se ha deslizado silenciosamente por el Gran Canal. Dentro iban algunos representantes del grupo ambiguo, y esta góndola ha llevado también a Sijé.

(Me sorprendo a punto de escribir -¡oh, impiedad!— «cargado con..» ¿Es que ya queremos menos a nuestra prisionera? No; pero, confesémoslo, los seres más adorables a veces nos estorban un poco).

Lunes

Esta noche, en el Excelsior, el baile de la Muñeca Italiana. Este substituye, con ventaja, al baile de pyjamas de miss Catalina. Por muñeca italiana entendemos aquí ahora los «Leuci dolls», memorable revolución en la juguetería y una de las más sabrosas invenciones del arte en los últimos tiempos.

27 DE SEPTIEMBRE DE 1925

Miércoles

Adelante, adelante el cortejo magnífico de la Música Nueva, que ahora, de todos modos, para entrar, por ministerio de la Sociedad Internacional de Londres, en esta Venecia hospitalaria, tendrá que dejar carros y corceles, tomando la góndola o andando a pie,» tutto diritto» -como aquí se dice paradójicamente—, «tutto diritto», por el laberinto zig-zagueante de muelles, puentecillos y callejuelas! ¡Adelante, que su festival número tres promete obscurecer, por la intensidad de su gloria, el lustre de los anteriores, el de Salzburgo, en 1923, y los de Salzburgo y Praga, el primero para la música de cámara, el segundo para la orquestal, cumplidos el año pasado! Para recibir a heraldos y coribantes, hoy la Reina Adriática se ha vestido de sol. Se ha vuelto verde como nunca este mediodía, verde esmeralda, el agua del Canalazzo. Mil lenguas de oro la hacen centellear, transeúntes inquietas. Un viento fuerte, alegre y joven en su picante frialdad, la ha despoblado un poco, haciendo fatigosa la navegación de las góndolas. ¿Qué importa? Una góndola, una góndola a toda prisa, requiere ahora, de pie ya en los escalones del traghetto de Zobenigo, la figura de Edward Dent, nuestro presidente, invariable desde Salzburgo, en su mefistofélica rubicundez. De Eduardo Dent, a quien da ahora el sol en las gafas, que despiden centellas, como al Poniente, los cristales pequeños, en lo alto de la fachada de San Marcos.

Más tarde, en el Florián, a la hora del café, suenan los grandes nombres. Richard Strauss está ya aquí; se hospeda en el Lido. Strawinski no podrá venir hasta mediada la semana que viene, a tiempo apenas de ejecutar su Sonata per pianoforte, anunciada para el concierto del 8. —Esta sonata y su ejecución me dan un poco de miedo-. En cuanto al gran Schoenberg, ya ensaya. De su Serenata para orquesta de camera se cuentan horrores. Parece que jamás oído  humano recogió ramillete de cacofonías semejante.

Generoso, el maestro Toscanini  ha venido también, en calidad de puro oyente. La princesa Polignac,  la que dio a conocer en París el Retablo, de nuestro Falla, tiene aquí su casa, y vive en ella desde hace  días. Y, a propósito, ¿por qué nada hay de Falla en las cinco sesiones del festival; de Falla, tan celebrado en Salzburgo? Se ha dicho un momento
si Salazar… Pero quien va a  representar la música española es Gaspar Cassadó, compositor también,  además de astro del violoncelo. Una Sonata suya, para piano y violoncelo, se dará en el concierto  del 4; al día siguiente, él mismo interpretará otra Sonata de Honnegger. De Barcelona, como Cassadó, ha venido también Frank Marshal, con su mujer, una Cabarrús… Es lástima que, entre los amigos de la música de España, no haya venido nadie más. Allá, por el mes de Junio, desde Madrid, la señora de Baüer había prometido su
presencia. No la hemos visto hoy  en el té del Excelsior, donde estaban lady Sasson, la princesa de San Faustino, la princesa Giovannelíi, el príncipe Leopoldo de Prusia, la
Reina Aspasia de Grecia, la Melba-

La Melba ha cantado esta noche, en el Canalazzo, a beneficio de no sé qué. Antes había cenado, en aquel de los comedores del  Grand Hotel que no tiene balcón, sino ventana, sobre el agua y en compañía, hay que decirlo, un poco desagradable. Vestidas con sus trajes de noche, esas gentes se asestaban bolitas de miga de pan e imitaban las voces de distintos animales. Tal vez este desorden ha dañado a las facultades de la artista. El caso es que, cuando ha terminado de cantar, de ambas orillas del Gran Canal, desde San Marcos como desde la Salute, ha sonado y ha corrido en la obscuridad el estridor ultrajante de una silba. Pero ¡qué silba…! Silbaban -ignoro si exigentes o simplemente contagiados— hasta los pasajeros de los vaporetti.

Sábado

Por culpa de nuestra Sijé (decididamente a las sirenas, incluso a las sirenas domesticadas, les  cuesta un poco comprender ciertas cosas, y esta nuestra tiene, además —nadie lo hubiera dicho—, una disposición lacrimosa bien lamentable) parte de nosotros ha perdido los dos primeros conciertos. En rigor, dentro del desorden en que vivimos (habrá que corregir esto, evitando que La vida breve se convierta en La vida loca), nos sería ahora difícil precisar el por qué.

Esta noche, la del tercer concierto, el teatro «La Fenice» brillaba como un ascua de oro. ¡Cuán bien sientan a la graciosa decoración rococó las pantallitas, las innúmeras pantallitas, en los brazos de las lámparas! En alguna sala de espectáculos de Madrid debería ensayarse el sistema. Luego, la ausencia de gallinero ennoblece a todo un teatro. Pienso en mi amigo T**, que, en sus casi continuos viajes a Ultramar, únicamente puede soportar la travesía en vapores de clase única.

Aun sin querer, uno recoge desde la entrada muchos potins, sobre presencias y ausencias. Strauss no ha venido. Como se le sabe en Venecia, la falta del autor de Salomé es comentadísima. Toscanini sí está; centenares de impertinentes no se cansan de fisgar en su palco. En el del lado, la princesa Polignac. En un palco del segundo piso, o -como decimos aquí los viciosos de arquitectura- «del segundo orden’, Dent, con el ya glorioso Francesco Malipiero y con Alfred Casella, que pronto se sentará al piano para ejecutar, con Gaspar Cassadó, la Sonata de Honnegger… ¡Qué lástima que nuestro amigo Trend no haya venido! Quien sí está es otro hispanista ilustre, Mr. Starkie, que el invierno pasado trajo el duque de Alba, de Dublin a Madrid, para que diese conferencias sobre el teatro español contemporáneo. Giuletta Gordigiani von Mendelshon, que ayer acompañaba a Cassado, le aplaude calurosamente hoy desde su poltrona.

La más viva delicia del concierto, los Joueurs de flüte, de Albert Roussel, maestro de vanguardia…, nacido en 1869. Monsieur Louis Fleury, flautista exquisito, nos roba
el corazón a todos. Ya se adivina que este francés delicado, a quien acompaña al piano su mujer, va a ser el héroe de la simpatía en todo el festival… Me acuerdo del dibujante Naudin, concertista también en instrumentos dulces y antiguos. Y de que un día, al terminar de hacer cantar a su flauta un «aire de la vieja Francia», me decía, con lágrimas en los ojos: «Ah, mon ami, vous savez quand l’on est français, c’est pour toujours!».

M. Fleury ha reaparecido, al fin del concierto, en la Sonata para piano, flauta, oboe y fagot, de Vittorio Rieti, compositor, éste sí, muy joven, nacido en Egipto… Por sus audacias —un poco gratuitas, conviene decirlo-, Rieti ha estado a punto de naufragar. Hasta cierto punto, esto es un mal presagio para Schoenberg.

Domingo

Anoche, terminado el concierto, embarqué para el Lido, donde se celebraba, para cerrar la estación, una magnificente Fantasía Persiana… Allí estaba Strauss con lady Sasson. Y con las aristocracias de los dos continentes, ahora reunidas en Venecia.

Esta vez, Aldo Molinari hizo bien las cosas, ayudado por la imaginación de pintor Brilli. La sala del baile del Excelsior aparecía verdaderamente convertida en una calle-bazar de Oriente, con sus mercaderes en las colmadas tiendas, con sus bailes de almeas, sus músicas salvajes de negros. En el tuk y en chez vous se bailó después furiosamente hasta que la luz primera del día extinguió, en el jardín, las fuentes luminosas.

Hoy es el día de las regatas. En este momento avanza por el Canal el cortejo del duque de Aosta.

4 DE OCTUBRE DE 1925

Lunes

En la sala del Maggior Consiglio del Palacio Ducal, esta tarde, el concierto de música italiana y  antigua, dirigido por Alfredo Casella. Este y Francesco Malipiero han sido, por otra parte, los héroes de todas estas jornadas. Han impuesto —por obra, a medias, de la sabiduría y de la gracia— aquello que en materia de arte, y quién sabe si en toda materia, podría ser el mejor programa de los pueblos latinos; quiero decir el programa que identifica la más áspera novedad con la más auténtica tradición.

No hay palabras para decir de la justeza, de la elegancia, de la cálida profundidad que, en su oro dulce, tenía esta tarde, la luz de Venecia, cortada a medias por una cortina color de cuero, en la sala del Maggior Consiglio. Jamás han podido reunirse tan admirablemente las dos cualidades que —demasiado ligeramente— se juzgan contrarias, la solemnidad y la intimidad, como en esta atmósfera suntuosa y extinta. En el estrado, la reducida orquestina de cuerda y madera. En sillas libres, en los bancos de madera adosados a los
muros ilustres, mil personas, quinientas figuras, ya meditabundamente penetradas por la emoción, antes de que la nota primera de los violines se elevase en un aire denso de historia. Strauss no faltaba esta vez. Ni Strawinski, ni Toscanini. La princesa Polignac había traído su corte. Pero más lucida era aún la de las grandes patricias venecianas: la condesa Annina Morosini, con su cabellera de joyel; la condesa Robilant-Mocenigo, la condesa Dada-Albrizzi… Aunque nuestro Fó opinaba que el nombre de esta última era un
poco peligroso en un concierto y en unas fiestas cuyo sentido ha consistido precisamente en la derrota de lo dadá.

Casi todo el Comité de la S. I. de M. C. estaba también, con Edward Dent a la cabeza. Y Arnold Schoenberg, nada inquieto por el riesgo de su Sonata, que va esta noche. Mussolini hubiera querido venir, según me dicen; se lo han impedido algunos deberes relacionados con la catástrofe marítima que hoy llora Italia. Dos de sus ministros se encuentran presentes, los señores Giurati y Volpi, que ayer acompañaron al duque de Aosta. Y el conde de San Martino y Valperga, presidente de la Academia de Santa Cecilia, de Roma. Y Hertzka, el gran editor vienés. Y Alexander Russel, que dirige la Facultad de Música en la Universidad de Princeton. Y nuestro amigo Starkie, el hispanófilo de Irlanda…

Monteverde y Marcello, al ser evocados, por magia y erudición de Casella, se han encontrado en su casa. Por esto, tal vez, no han hecho ningún aspaviento. Nosotros, tampoco. Hemos aplaudido, no demasiado… Había quien lloraba. Este es su aplauso mejor.

¿Me atreveré a confesar, también, que las cantantes nos han producido cierta ligera decepción? Medio siglo de wagnerismo, según Octavio de Romeu, ha podido corromper
hasta tal punto a los artistas del canto, que ya no saben imponer la primacía -la monarquía eufónica- de la voz humana. Porque esta primacía debiera ser siempre articulada, verbal, plenamente; no interjeccional. El buen cantante, el cantante que aspire a resucitar la buena escuela del melodrama monteverdiano, debe emitir palabras, no solamente sonidos… ¡Cuán lejos están de esta exigencia muchos artistas de hoy! No se les entiende. Cuando el que se entiendan las palabras es algo que un buen amigo mío y religioso franciscano
lo exige hasta de los curas que rezan en los entierros… Más de una vez le he visto, en coyuntura así, separarse de la presidencia del duelo, acercarse a los oficiantes y soltarles alto, en tono de autorizada reprimenda: — «¡No se comprende nada de lo que están ustedes diciendo al difunto!»

Pero olvidemos los detalles. El crepúsculo es demasiado bello. Aún queda tiempo para ir a beber en el Lido un té tardío, el último té playero de la temporada.

Miércoles

La «máquina» asciende, sin apresurarse demasiado, por la estrada de los Dolomitas.

No hace frío.

La nieve de las cumbres vecinas parece puramente espectacular… La estación será clemente con nuestros retardos. No apresurará demasiado las lluvias de otoño. Y,
si Dios quiere, nos dará todavía una buena settembrata. De cuando en cuando un cementerio de guerra, conmovedor en su humildad. Unas maderas blancas, unas cruces blancas, un rótulo. Y flores que dentro de una semana esconderá la nieve. Aquí, entre el quince y el diez y siete, fueron las grandes batallas entre los austriacos y los alpinos italianos. El general Cantore cayó en la primera de las Tofanas, a cuya sombra duerme Cortina  d’Ampezzo.

Pero hoy, cada pueblecillo sonriente, cada iglesiuca de agudo campanile, cada río murmurador, cada árbol de esos que según Fó están realizando una huelga colosal
de brazos caídos, parece decir quedamente una palabra de perdón… ¿Nos perdonará también, en su rincón de la Giudecca veneciana, nuestra sirenita cautiva, nuestra Sijé,
a quien hemos dejado —no sin un pinchazo en el corazón— para venir a encontrar en estas monta ñas al grupo mundano y amigo…? Bien hubiéramos querido traerla; pero esto es imposible. Ya en Venecia, con la constante comunicación entre el Lido y el Canalezzo, hubo algunas dificultades. Aquí hubiera sido peor, porque vamos a vivir todos juntos. Y hasta Osbert y otros con su familia.

Sijé no ha escatimado las lágrimas. Ha habido que prometerle excursiones frecuentes y nocturnas. Lo hemos prometido de buena fe. Pero nosotros mismos dudamos del cumplimiento de la promesa.

El caso es que las campanas del campanile de Cortina d’Ampezzo, al señalar ahora —acabamos de llegar y el sol se pone— la oración de la tarde, nos han dejado largamente
silenciosos y nostálgicos.

Sábado

De la melancolía de estas primeras jornadas no ha podido curarnos el baile de máscaras del hotel Cristallo. Singular baile de máscaras, donde, aparte de los que nos vestíamos juntos, a los demás les conocíamos menos todavía cuando se quitaban la máscara.

Así le decía Fó, insolente, a una dama de Trieste, en travestí de napolitana.

-Señora, por favor; no se descubra, no me diga su nombre… Porque todavía Nápoles yo sé muy bien dónde cae y me es familiar. Pero, la verdad, de Trieste no sé nada. Hasta esta mañana creía que en Trieste se había celebrado un Concilio; pero mi amigo Osbert me acaba de advertir que el Concilio de Trento no se había celebrado en Trieste, sino en Trento.

(Temo, además, que con el Oriente jamás haremos buenas migas… Lo más oriental que nosotros podemos amar es Venecia).

11 DE OCTUBRE DE 1925

Lunes

Habíamos confiado excesivamente en nuestra buena estrella. He aquí el otoño, que, en estos Alpes de Cortina, quiere decir el invierno. Los abetos no conocen, como los árboles de hoja caduca, esta hora fina de los vestidos de fuego y oro. Y, como las blancuras de la nieve también son visibles en el verano, el término de éste no lo señala sino el gris, el gris de las nubes y de los cielos bajos cargados de lluvia. Toda la noche ha llovido y toda la mañana. Hacia el mediodía, la piedad del tiempo ha acabado por concedernos un tímido rayo de sol. Y éste solo ha servido para iluminar nuestra melancolía. Suerte que la melancolía gustada en grupo de unos cuantos es como una botella, con cuyo contenido se llenan a la vez varias copas. Con un poco de licor amargo en cada una, todavía se puede brindar.

Lluvia en el alto valle de Ampezzo quiere decir nieve en la montaña. Tanto como han crecido las aguas en nuestro río habrán crecido las nieves en el paso de Tre Croci. En el paso de Tre Croci hay un hotel. Junto al hotel, un cementerio de guerra… ¡Ay! El cosmopolitismo del hotel, donde a cada té, y a cada cena, y a cada excursión se afirma sin pudor la unidad de la Europa danzante, y majongante, y flirtante, es un inevitable insulto a la presencia de los pobres muertos que yacen debajo de las cien cruces iguales de madera pintada de blanco.

Blancas en lo blanco, sólo a medias emergerán hoy estas cruces del manto monótono de la nevada. Y el rótulo altanero «El crepúsculo de los héroes no conocerá noche», se ocultará -ya a las cinco de la tarde— en una sombra muy tupida. En el ara pequeña, con las tres quimeras en bronce mal fundido, se habrá apagado la lucecilla de la lámpara. Cuando ya la soledad de la noche tenga tres horas, volverá a nevar.

Cada uno de estos cementerios de guerra —frecuentes en estas montañas que en 1917  conocieron tantos combates entre las tropas austríacas y los alpinos italianos— tiene un nombre de consagración. El de allí arriba se llama, con el paraje, «Tre Croci», el de la altura del Belvedere, «Aquile delle Tofane», el que está en el mismo Cortina d’Ampezzo, «General Cantore»… El general Cantore cayó aquí en la primera de las Tofanas. Junto a la estación tiene un monumento. Es lo primero que ven los innúmeros turistas de Munich
y de Viena cuando, al bajar al andén, entregan sus maletas a los porteros de los hoteles, que les saludan obsequiosamente en alemán.

Martes

La catástrofe, de que, naturalmente, tenemos nosotros la culpa, ha estado a punto de envolvernos en sus derivaciones grotescas. Una Sijé rabiosa se ha plantado de improviso
en Cortina d’Ampezzo. Su imprudencia ha llegado al punto de venir a sorprendernos en el hall del Savoy a las seis de la tarde, en pleno corro de amistad. Alguno de los nuestros, como Osbert, tenía allí, no sólo a los amigos, sino a la familia, su puritana y archientonada familia inglesa. Había necesidad de que rápidamente alguien se sacrificara, y Fó, el filósofo, se ha sacrificado. El ha sido quien, con paso decidido, ha salido al encuentro de la sirenita alocada, dispuesta al escándalo. El quien la ha tomado autoritariamente
del brazo y la ha llevado al vestíbulo, donde ha aguantado un aguacero más ruidoso que el de la noche pasada y, desde luego, mucho más de lo que la corrección del lugar permitía… El quien, por el pronto, ha corrido con indemnizaciones y regalos. El será mañana quien, a hora matinal, acompañe a la desobediente a la estación. Pero no él solo, sino casi todos, reunidos en una especie de cruel consejo de guerra, han dictado la sentencia esta noche y pronunciado, con la moraleja, la última página de esta historieta dulce y triste:

—Sijé, pequeña amiga, ¿cómo, al faltar a tu ley, has podido de este modo romper tu encanto? Criatura ligera, clandestino argumento de unas vacaciones, juguete de mediodías y de culturas, ¿qué ímpetu loco te ha llevado a quebrar el límite donde te encerraba, a la vez, tu naturaleza y nuestra condición; a salir del secreto reino, donde, con ser esclava feliz, eras caprichosa soberana…? Aparte de ti, teníamos nosotros nuestro mundo, nuestro lugar en este mundo, nuestras ocupaciones y deberes. Todo esto convenía que permaneciera, no solamente lejos de ti, sino ignorado por ti; tanto como ignorante de ti. Tú eres la mano izquierda, que no debe saber lo que hace la mano derecha. Tú eres la aventura, oasis de misterio dentro de la norma. Tú eres la noche, y convenía que de ningún modo cayeras en la tentación de encender la luz… Sijé te habíamos puesto, y, para amigos de las letras helenas, como nosotros somos, no era mal nombre. Que el viejo mito de Psiquis, en tu destino, Sijé, se reproduce. El mito de Psiquis, que, no contenta con su dicha en la sombra, prendió la lámpara para descubrir el rostro del Amor dormido. Su curiosidad le costó la ventura, que el Amor huyó, para no volver ya más… Tu curiosidad costará la tuya y la
nuestra, de paso. Porque nosotros huiremos también y te dejaremos y ya no volverás a verter tu gracia en nuestras soledades y en nuestras compañías. Se nos desgarró el
corazón al pronunciar esta sentencia, y más se desgarrará mañana, al cumplirla. No temas. Tu recuerdo será para nosotros un perfume,  que acaso el tránsito del tiempo no  desvanezca dentro de nosotros jamás. Pero la ley es la ley, y la vida, la vida. Así como así, nuestras vacaciones iban a terminarse. Dentro de ocho días todos nos habremos dispersado y cada cual estará de nuevo en su lugar y en su tarea… Adiós, Sijé. Recibe, para despedida, con nuestra gratitud, nuestra bendición. Y tú, por otra parte, danos sin rencor, hoy también, la otra incomparable bendición de tu alegría alada.

La Sirenita no es mala. Todavía esta noche ha cantado muy dulcemente y ha florecido para nosotros por última vez.

Sábado

Génova. Comida brillante, a bordo de un acorazado.

Sentado frente mío, el marinero elegante ha tenido una atención para mí, en un brindis que parece, por otra parte, haber ya sido pronunciado en Santander:

—Bebo —ha dicho mirándome por la futura Reina de Italia.

Doctora en Psicología