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España ha sido una nación desde mucho antes de la Revolución Francesa, que es cuando parece que se inventaron las naciones en el moderno sentido político del término. Ya a fines del siglo XV, bajo los Reyes Católicos (Isabel castellana y Fernando catalán y aragonés, pero ambos Trastámara), reconocían y proclamaban que España era una «nación» el Cardenal Joan Margarit, Obispo de Gerona, y el gramático Antonio de Nebrija, que se contaban entre los más notables pensadores y filósofos políticos de sus respectivos reinos.

El «corpus politicum» de la España de entonces comprendía la mayor parte del espacio ibérico, salvo Portugal, que en los cuatro siglos de independencia había desarrollado una personalidad cultural y una experiencia histórica diferente al resto de la Península. (Había concluido su Reconquista a mediados del XIII, dos siglos y medio antes de la toma de Granada, y se había orientado al Atlántico, desde Inglaterra a África, mientras los otros reinos peninsulares proseguían la guerra contra el Islam o miraban al Mediterráneo y a Francia).

La unión de las coronas bajo Isabel y Fernando y la política de ambos monarcas dieron lugar a una entidad que, para la cultura de aquellos tiempos, se asemejaba en estructura y funcionamiento a los Estados nacionales o naciones-Estado de edades posteriores. Era la «monarquía española», o simplemente España, que se componía de varios reinos diferenciados entre sí. Pero poseía los rasgos básicos que la doctrina política, desde Maquiavelo, atribuye a la nación, que son los mismos de la polis griega y de Roma (ciudad, república o Imperio). Para Luis Suárez, la nación supone una «autoridad jurídica que se ejerce sobre una determinada colectividad». Habría que añadir que es suprema en su ámbito e independiente de las otras naciones y que desarrolla una acción exterior unitaria en el orden político y en el militar.

Los Reyes Católicos y sus Estados

Como señala Menéndez Pidal, la unidad de los dos principales reinos peninsulares no fue fruto de un inopinado azar, sino del avance de un proceso histórico. «La historia, añade don Ramón, no se rige por las ventoleras del acaso».

Nebrija en 1492 pensaba lo mismo. Dirigiéndose a la Reina Isabel, afirmaba que gracias «a su industria, trabajo e diligencia… los miembros e pedazos de España que estavan por muchas partes derramados, se reduxeron e aiuntaron en un cuerpo e unidad de reino, la forma e travazon del cual, assi está ordenada, que muchos siglos, injuria e tiempos no la podrán romper ni desatar». El gramático ensalzaba la obra isabelina, porque su «pensamiento e gana siempre fue engrandecer las cosas de nuestra nación», designando con esta última voz a la España, antes dividida y ahora unida, del párrafo anterior.

Los dominios hispánicos se extendían fuera de la península ibérica y de las Islas Baleares y Canarias por suelo itálico. Pero todo el mundo sabía muy bien que, por ejemplo, el reino de Nápoles no era España sino, como dice Maquiavelo, un «miembro agregado al estado hereditario del príncipe que lo había adquirido», es decir «al reino de España».

La unidad de la «monarquía española» bajo los Reyes Católicos fue más política que administrativa. En principio cada reino se gobernaba por separado, y también por separado se reunían sus asambleas o Cortes, entre otros asuntos para reconocer a los príncipes herederos y votar sus aportaciones al presupuesto general del monarca, de sus ejércitos y de su acción exterior. A veces ofrecían fuerte resistencia a las propuestas regias, como la de aquellas Cortes aragonesas que hicieron perder la paciencia a la reina por las dificultades y condiciones que oponían al reconocimiento de la princesa Isabel, reina de Portugal, como heredera de sus padres. En materias de hacienda -de la hacienda regia- y en las cuestiones militares es donde se manifestaba de modo más visible la unidad de la monarquía.

El rey aragonés dirigió la guerra de Granada, que era una empresa de Castilla. Isabel y la diplomacia castellana, así como en algún momento el despliegue de sus fuerzas, apoyaron en el Rosellón y la Cerdaña los intereses catalanes. La tradicional amistad francesa de la corona de Castilla dió paso a varias guerras entre ambos reinos en Italia, donde las armas castellanas del Gran Capitán aseguraron el dominio aragonés sobre Nápoles. A los soldados de Gonzalo de Córdoba se les llamaba en Italia «los españoles» y no aragoneses. Como ya se ha dicho, Maquiavelo, que escribe El Príncipe hacia 1512 (aunque no se imprimiera hasta el 32) decía que el reino de Nápoles, en virtud de la conquista, se había agregado al de España, sin mencionar a Aragón.

A la colectividad hispana se refieren frecuentemente los textos españoles y extranjeros de la época con el nombre de «nación», que no posee todavía el preciso caracter técnico de la Constitución de 1812, cuyo artículo primero reza «la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». (A finales del XV faltaban aún tres siglos para el «vive la Nation!» de Valmy y unos años más para los discursos de Fichte a la «nación» alemana).

Estados, en el lenguaje común de aquella lejana época, eran las posesiones patrimoniales y políticas de príncipes y nobles. Pero también se llama así, con particular insistencia en Maquiavelo, a las comunidades políticamente organizadas en forma de república o monarquía, fueran reyes o no los soberanos. Por eso se puede decir que la España de los Reyes Católicos era una nación y un Estado, y también un Estado-nación o nación-estado. También es una de las naciones de Europa cuyas fronteras han experimentado menos alteraciones después. Tras la anexión de Navarra en 1512, las únicas modificaciones duraderas han sido la pérdida del Rosellón ultrapirenaico y Gibraltar.

De los Reinos a la Nación

La unión de las coronas hispanas había sido reiteradamente perseguida por los diferentes reinos a lo largo de colaboraciones militares y políticas en la reconquista, y de matrimonios de príncipes. Ya en año 962 se pactó una alianza entre los reyes de León, Aragón y Navarra y los condes de Barcelona y de Castilla para enfrentarse al califa cordobés, Al-Hakem II, si bien la campaña que siguió a aquel acuerdo no fue nada afortunada para los cristianos. Los enlaces entre las familias de los soberanos fueron moneda corriente ya desde la segunda mitad del siglo X.

Los reinos de la península eran, como diría años después Maquiavelo en el capítulo segundo de su libro, «estados hereditarios y acostumbrados al linaje de sus principes». Esos son, según el secretario florentino, los que menos dificultades tienen para conservarse, de modo que «si el príncipe es de una capacidad corriente (‘ordinaria industria’ en el original italiano) y respeta la ordenación de sus mayores», acomodándola a las cambiantes circunstancias de cada momento, «se mantendrá siempre en su estado, salvo que una fuerza extraordinaria y excesiva lo prive de él; y cuando se lo arrebaten, a la más leve adversidad que sufra el ocupante, lo recupera». (Parece que el avisado pensador florentino adivinara lo que iba a ocurrir trescientos años más tarde, en el caso de España, con la invasión napoleónica y el retorno de Fernando VII).

A la legitimidad dinástica de Isabel y de Fernando en sus respectivos reinos, se sumó el tino político de su gestión. Sus estados o reinos fueron administrados por los soberanos en una especie de condominio, con un sistema de gobierno a la vez separado y conjunto, que daría lugar muy pronto a una convergencia de intereses y de sentimientos) sobre la que se asentaría la unidad que vive el país medio milenio después. A la «legitimidad de origen» de que eran muy conscientes, los Reyes añadieron lo que mucho más tarde se conocería como «legitimidad de ejercicio». En 1481 ambos monarcas eran ya corregentes de las dos coronas. Y se puede afirmar que en sus tiempos no hubo serios conflictos políticos, sino cooperación entre ambos estados.

La colaboración militar y de política exterior de las dos coronas fue acompañada por ciertas medidas de orden interior y administrativo que las acercaban entre sí, sin que por ello se produjeran importantes interferencias de naturales de unos reinos en el gobierno de los otros: creación de nuevos Consejos territoriales, como el de Aragón, al que seguirán años después los de Italia e Indias, implantación de la Hermandad, de la Inquisición, de las Chancillerías, etc.

Resultado final del reinado fue el asentamiento sobre bases estables de la unidad de España, pese a las sucesivas crisis que sobrevinieron entre la muerte de Isabel en 1504 y la llegada de su nieto Carlos trece años después.

Las viejas aspiraciones medievales

El largo itinerario medieval que conduciría a la unidad de España había sido vivido y entendido por políticos y escritores (reyes, guerreros, cronistas) como un proceso de recuperación. El «neogoticismo» que dominó el pensamiento de los reinos hispanos en el siglo XV no fue una improvisación. Era el último eslabón de una cadena ideológica que se extiende, casi sin interrupción, desde Isidoro de Sevilla en el siglo VII hasta Alonso de Cartagena, Juan de Mena, Sánchez de Arévalo, el cardenal Margarit, Perez de Guzmán y varios cronistas de los Reyes Católicos en el XV.

En los reinos occidentales la ascendencia goda de los primeros caudillos fue considerada como una fuente de legitimidad, no solo para alzarse en armas, sino para aspirar a reconquistar España del poder de los invasores musulmanes. En las crónicas asturianas se atribuyen a Pelayo de Asturias y a Pedro de Cantabria relaciones políticas, e incluso familiares, con monarcas de Toledo, que realzan el prestigio de sus figuras.

En el sector oriental de los Pirineos los árabes penetraron hasta la vertiente septentrional, recorriendo los territorios ultrapirenaicos del reino visigodo. El primer impulso reconquistador fue de los francos, pero apenas si traspasó la cordillera. A principios del siglo IX, con Carlomagno, se establece la «marca hispanica» como frontera y muro de contención a ambos lados de los Pirineos. El nombre es significativo de la pervivencia de Hispania y no solo como topónimo, sino también como designación de un pueblo. Se llamaba «hispani» a los emigrantes que huían de la península y a esos mismos o sus hijos cuando volvían para repoblar comarcas de lo que sería después Cataluña.

En el siglo IX Vifredo, conde de Barcelona, nominalmente sujeto a los reyes francos pero de hecho independiente, dió principio a una sucesión dinástica que llega sin interrupción hasta el rey Juan Carlos I. En la centuria siguiente un descendiente del fundador, conde de Barcelona también, Borrell II es ya un príncipe soberano. Fue el personaje catalán que pactó con sus colegas de los reinos cristianos peninsulares la alianza del 962, que sería deshecha por las armas andalusíes de Al-Hakem.

En el XI, Ramón Berenguer I, el «poderador de Spanya», conde de Barcelona y unos años mayor que Alfonso VI, fue un eficaz «reconquistador», con éxito proporcionalmente comparable al del monarca que ocupó Toledo, si se tienen en cuenta las dimensiones de sus respectivas coronas. Llevó la frontera catalano-árabe hasta el río Francolí (Poblet, Valls) por el sur y por el oeste por Cervera y Tárrega hasta rozar la comarca de Ribagorza. Fue señor de más de la mitad de la actual Cataluña.

En el siglo XIII Fernando III de Castilla y Jaime I de Aragón y Cataluña, consuegros entre sí, y de común acuerdo, hicieron avanzar la reconquista, añadiendo a los territorios cristianos más de cien mil kilómetros cuadrados y algo más de diez de las cincuenta provincias de ahora.

Tanto por población y recursos como por dedicación a los asuntos generales de España, Castilla continuó siendo el principal de los reinos ibéricos. Encerrado su territorio entre Portugal al oeste y los catalano-aragoneses al este, más Granada y el estrecho al sur, no tenia lugar para distraerse con aventuras exteriores como las de los almogávares o las de Alfonso v por el Mediterráneo y por Italia, o las de los portugueses en el Atlántico. Los escritores y los políticos castellanos consideraban que su reino era el primogénito de los godos y llegaron a establecer una rigurosa genealogía que demostraba que los Trastámaras suyos -que eran la rama «senior» de la dinastía que reinaba también en Aragón- descendían en línea recta y limpia nada menos que de Alarico.

La monarquía lograda

Pero todo eso era una afirmación de identidad nacional. Alonso de Cartagena acogiendo esas genealogías ensalzaba la antigüedad de Hispania, haciendo remontar sus reyes a una convergencia de legitimidades romano-visigóticas. Dos siglos antes, Jiménez de Rada, arzobispo y canciller, llamó historia Gothica como segundo nombre a su de rebus Hispartiae.

El mismo Rada, igual que otros cronistas anteriores desde el mismo siglo VIII, narraba la invasión de los árabes y el fin del reino visigodo en términos de ruina y destrucción. La ocupación musulmana fue el principio de la dolorosa «pasión» de España, que determinaba la vocación histórica de sus reinos y de sus reyes. La nación se hizo pedazos. La religión fue asolada. Gracias a los monarcas católicos, como dijo Nebrija a la reina Isabel, los miembros dispersos se juntaron de nuevo. La vieja Hispania recobrada se hallaba en condiciones de emprender una nueva época. Nebrija anunciaba también que la reina extendería su poder -o su imperio- a nuevas tierras y a nuevas gentes. Esos futuros subditos, para unirse al cuerpo del reino, deberían poder entender las leyes y obedecer a reyes y magistrados. Para ello tendrían que «deprender» la lengua castellana. A la finalidad de enseñársela estaba destinada la gramática en cuyo prólogo, dirigido a la reina, expuso Nebrija su filosofía política hispana. Probablemente el gramático, como quizá Isabel misma, pensaba en el continente africano. Cuando escribió esas páginas faltaban aún semanas o meses para que las naves de Colón zarparan de Palos.

El vuelco inesperado de la historia

«La historia no se rige por las ventoleras del acaso», decía con razón Menéndez Pidal. Sin embargo, en no pocas ocasiones -escribe brillantemente Luis Suárez- se produce «un sorprendente giro de la fortuna» que es la «ventana por donde el azar asoma su semblante a la historia». Tal cosa ocurrió en España con la sucesión de los Reyes Católicos, que los monarcas habían preparado con una ambiciosa e inteligente política matrimonial concertando las bodas de sus hijos con otras casas reales. Pero entre 1497 y 1500, en menos de tres años, fallecen el heredero, Juan, Príncipe de Asturias, su hermana y sucesora Isabel, reina de Portugal, y el hijo de ésta, Miguel. Se frustraron así la que algunos historiadores han llamado la solución española de la sucesión (con el príncipe don Juan) y la portuguesa, o primera reserva, con Isabel y su hijo, Miguel, y la perspectiva de una posible asociación de las coronas. Con estas prematuras muertes se quebró la continuidad de la historia peninsular de España. Lo que vino después fue un verdadero torbellino. En determinados períodos, a veces dilatados, se alcanzaron las cumbres del poder y de la gloria. Pero de ordinario en contextos europeos y universales en los que España servía a un destino que la desbordaba a ella.

Esta ruptura duraría más de tres siglos, hasta bien entrado el XIX, cuando nos quedamos casi sin voz en el continente y el imperio se había reducido a unas islas lejanas.

Tras los últimos Trastámaras, entraron en juego los Habsburgos y con ellos los intereses y problemas políticos del Imperio germánico y de la casa de Borgoña, un mundo extranjero, que aqui se desconocía y del que recelaban los nobles, las ciudades y la opinión pública. España se dió de bruces y casi sin tiempo para advetirlo con el escenario europeo. Por si esto fuera poco para el cambio de sentido del futuro de España, por los mismos años vino a acaecer nada menos que el descubrimiento de las Islas y Tierra Firme del continente americano, uno de los dos o tres grandes acontecimientos de la historia universal. Nadie lo expresó mejor que López de Gomara al dedicar a Carlos v su historia de las Indias: «la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de las Indias». Nada de lo ocurrido después altera un punto la verdad de esta afirmación.

Con todo ello se había dado un vuelco de proporciones inesperadas a la historia y al destino de España en dos direcciones que ni reyes, ni políticos, ni pensadores de la nación o de sus reinos, hubieran podido imaginar nunca. El Océano, antes impenetrable y teñebroso, se convertiría en el nuevo Mediterráneo de la Edad Moderna, principalmente por obra de españoles y bajo su responsabilidad. La política que se diseñara en la península ibérica, en la que se comprometerían sus recursos y sus gentes, habría de contemplar como cosa propia las cuestiones religiosas, políticas y militares de la Europa del centro y del norte, sin que se pudieran descuidar los asuntos de Italia y los interiores españolas, que de ordinario habrían de subordinarse, y aun sacrificarse, a urgencias continentales o globales.

A los veinte años de la muerte de la reina Isabel, cuando ella, de vivir, apenas habría rebasado los setenta, todo había cambiado en la corte española de su nieto Carlos. Se recibían embajadas de toda Europa, se negociaba con Moscovia, Prusia, Polonia, Dinamarca, más los príncipes alemanes e italianos, se peleaba con turcos y franceses, se acogía a los conquistadores de las Indias, llegaban remesas de oro de las primeras explotaciones del Nuevo Mundo («orbis novus» dijo por primera vez Pedro Mártir de Anglería), que parecían ser de una riqueza inagotable… En una palabra, Valladolid era lo que hoy es Washington, más Nueva York y Londres, y España la cabeza de un Imperio euroamericano de proporciones sin precedentes en la historia del mundo, que igual que, según Tito Livio, había ocurrido con el de Roma, apenas podía soportar el peso de su propia grandeza. Al mismo tiempo, la reforma protestante partía en dos el orbe cristiano y obligaba a España a enfrentarse simultáneamente con el doble esfuerzo de evangelizar el Nuevo Mundo con la cruz en una mano, y defender, con la espada en la otra, la fe histórica en el corazón del Antiguo.

La monarquía española hubo de hacer frente a sus responsabidades en los dos mundos, el viejo y el nuevo, a los que pertenecía por igual. En Europa se puede decir que acertó a contener al imperio otomano entre Viena y Lepanto en el siglo XVI, y en el siguiente, los «primos» austríacos de los reyes de España, junto con Polonia y Prusia, aseguraron la frontera de los Balcanes al Báltico. Si bien España, sin los destrozos materiales y humanos que sufrieron tierras y naciones del Imperio, perdió la Guerra de los treinta años con casi todas sus consecuencias políticas y económicas. En el XVIII, a causa de la nueva dinastía y del crecimiento político y cultural de Francia, con los pactos de familia, hubo un cambio de parejas, que alejó a España del norte de Europa, para concentrar su atención y sus esferzos en el sur, pero todavía como potencia predominante en las dos penínsulas mediterráneas occidentales.

Entretanto, la empresa histórica de la nación española se había proseguido en América con notable continuidad a lo largo de un proceso ininterrumpido que culminaría en la independencia de los antiguos virreinatos, provincias y capitanías, después de un proceso colonizador de trescientos años para el que no hay más precedente histórico que el de los romanos en el continente europeo.

Del repliegue a hoy

El ochocientos es el siglo del repliegue. Se perdió la América española, sin más daño económico que el de un cierto comercio que había beneficiado a algunas ciudades costeras del sur y, al final un poco, también a otras del Cantábrico. En la península entre la ruina, o más bien devastación, de la Guerra de Independencia y la inestabilidad de las guerras civiles, más la que se derivaba de las quiebras -políticas, ideológicas y humanas del tejido social de la población-, España pasó a engrosar el pelotón de la segunda fila de los estados europeos, en un momento en que se sumaba a los de cabeza la Prusia que había de dar lugar a la Alemania unificada y pugnaban por acercarse a ella los nuevos italianos.

Pero la nación española ha sobrevivido a todas esas vicisitudes. Su personalidad no la discute nadie. No pertenece al corto número de los grandes sino a una honorable clase media, más bien alta. Con los Reyes Católicos había sido una agregación de reinos o estados con una acción exterior coordinada o unitaria. En las dos primeras generaciones siguientes se había convertido en un organismo vivo que era además gran potencia. Después experimentó altibajos de fortuna, cuyo momento más crítico fue a principios del XIX. Desde hace algo más de un siglo, en una línea donde faltan dientes de sierra, se ha mantenido como nación sólidamente establecida por una historia de siglos. España posee hoy un nivel económico y social más que aceptable y se halla en posesión de un acervo cultural -lengua, arte, tradiciones, letras- que debe defender y promover como una de las principales naciones de occidente.

Fundador de Nueva Revista