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En menos de seis semanas se han sucedido tres acontecimientos políticos importantes, las elecciones de mayo, el debate de este mes de julio y el nombramiento de varios nuevos ministros. Estos hechos, en el tramo final de la actual legislatura, invitan a algunas consideraciones sobre las perspectivas de los próximos comicios generales de principios de primavera. Se ve que el presidente trata de renovar la gastada imagen del Gobierno sin tocar las estructuras fundamentales del Estado, sometido al baile de los Estatutos, ni las políticas más características de su Ejecutivo. Tres, por lo menos, de los departamentos que cambian de titular han perdido gran parte de sus competencias transferidas a las comunidades autónomas. Por lo que el cambio de titulares de esas carteras es probablemente más de imagen que de proyecto. España, tras el debate y con la pequeña crisis ministerial de ahora, ha entrado ya en pleno periodo preelectoral: con una salud económico-social, si no muy brillante, aceptable y aceptada, pero todo el país con serios problemas sin resolver. Esos son los que se van a discutir en los próximos meses entre los dos únicos partidos políticos capaces de encabezar el gobierno de la nación. Los de ámbito puramente territorial o local no cuentan nada o muy poco a la hora de elegir diputados o senadores. Igual que ese satélite de los socialistas que ahora se llama «Izquierda Unida», con más de lo primero que de lo segundo, como demuestran las «asambleas» o conventículos de los grupos que lo integran.

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Hay una cierta asimetría entre los totales de los votos de las dos formaciones principales y el poder municipal o regional que han alcanzado ademas tras los comicios de mayo. Parece que los populares han sido apoyados por 160.000 electores más que los socialistas. Sin embargo, aun siendo la suya la lista más votada en algunas comunidades autónomas y en importantes capitales de provincia, han de pasar a la oposición en ciertos lugares: en las Baleares, y quizá también en Navarra, y lo mismo sigue sucediendo en otras regiones más del norte de la Península y ocurre también en ciudades como León, Cáceres, Sevilla y unas cuantas más.

En casi todas estas localidades y autonomías las administraciones se encuentran en la precaria situación de necesitar apoyos puntuales o permanentes de agrupaciones locales o regionales para los grandes asuntos, o incluso para sacar adelante cuestiones menores, y en señaladas ocasiones para formar tripartitos contradictorios, como por ejemplo el de Barcelona en que están coaligados el Partido Socialista Obrero Español -un partido «nacional»- y los independentistas de Esquerra. Esos votos que hay que negociar, en ocasiones caso por caso, indispensables para aprobar planes o proyectos, acaban siendo muy costosos en términos políticos y ordinariamente también presupuestarios. Así se está viendo ahora ya en la misma Cataluña y en Galicia. Para funcionar de modo satisfactorio los acuerdos de gobierno entre partidos habrían de estar claramente especificados y además ser públicos.

Las agrupaciones locales de varios de esos municipios y las insulares de Baleares o Canarias no tienen nada que hacer en las elecciones parlamentarias del año que viene. Eso significa que hay una alta probabilidad de que los populares vean incrementarse sus grupos parlamentarios hasta llegar a ser en 2008, por lo menos esa minoría mayoritaria, frente a la cual será aritmética -o políticamente- imposible constituir el ministerio. Esta perspectiva es su gran responsabilidad.

El presidente del Gobierno en el debate de este mes de julio ha intentado demostrar que había cumplido el programa electoral de la última convocatoria. Si se aceptara esa «doctrina oficial» de los actuales gobernantes, que no anuncian nada nuevo para la etapa que se avecina, significaría que carecían de proyecto para el inmediato cuadrienio. Tendrían que inventar algo, como esos malos artistas que, según decía Tito Livio de cierta clase de tribunos de la plebe, cuando se quedaban sin saber qué hacer se dedicaban a inventar problemas, reales o no, para tener algo de qué hablar o en qué ocuparse y justificar sus cargos. (Eso es por ejemplo lo que ya quiere poner en práctica el Gobierno de ahora con la «educación para la ciudadanía», que es algo que está hasta mal titulado en castellano). Pero además resulta que el principal de los proyectos que desde el Gobierno se había ofrecido a los españoles, el impropiamente llamado «proceso de paz», ha concluido en un lamentable y ruidoso fracaso. Y es de desear, no sólo por el Gobierno sino por España, que sea cual sea el ruido que se pueda producir no haya nueces.

Por eso es normal que en el reciente debate la oposición haya concentrado su atención, sus iniciativas y sus palabras en la política antiterrorista del Gobierno y en sus frustradas promesas que han sido, durante el último año parlamentario -y buena parte de los dos anteriores- algo que se presentaba como lo que iba a constituir el más sonoro -y casi histórico- de los logros de esta legislatura tripartita que encabezaban los socialistas. (Quizá «multipartita», si al PSOE, Esquerra e IU se une la sopa de letras del caleidoscópico grupo mixto del Congreso, desde el que también suele votarse a favor del Ejecutivo).

Es previsible que ese problema del terrorismo y sus secuelas siga ocupando la atención preferente de muchos españoles en los meses que faltan para los comicios de marzo o abril del 2008. Desafortunadamente eso puede depender de lo que los terroristas hagan, ya que de hecho en determinadas cuestiones se ha bajado la guardia como se diría en términos pugilísticos.

Pero no es sólo la cuestión del terrorismo y su tratamiento lo que se va a debatir en la próxima ocasión electoral, porque en estos tres años, con más frecuencia de lo deseable se han adoptado disposiciones y se han creado situaciones que por el bien de la nación hay que superar.

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En el orden exterior España ha de emprender una operativa y eficaz política de presencia en organizaciones internacionales en las que actualmente apenas se escucha su voz o no se le presta atención. El Gobierno ha sido imprudente en tomar partido en las contiendas electorales de otras naciones, en que resultaron perdedores los candidatos a cuyo favor el presidente español y sus colaboradores habían manifestado un incondicional apoyo.

Antes se había lanzado irreflexivamente y con una actitud de principiantes a refrendar el proyecto de Constitución europea sin acertar a explicar en qué consistía y por qué podía interesar a España. El resultado fue la general indiferencia que revelaron los escrutinios, y la nada airosa posición en que quedó nuestro país. Pero esa aprobación, que fue legal, ha quedado invalidada sin que los españoles que votaron sí, que no fueron ciertamente muchos, hayan recibido ninguna explicación del Gobierno que los llamó a las urnas. España merece un lugar en el mundo occidental, a que pertenece por toda suerte de razones, que sea proporcionado a sus dimensiones históricas, políticas y legales, para lo cual es preciso definir una acción multilateral que se concrete en realidades y no en declaraciones vacías de «alianzas» verbales no se sabe con quiénes ni para hacer qué.

En estos últimos tiempos, con ocasión de esos aniversarios redondos de los treinta y cinco, treinta o veinticinco años de los más destacados momentos de la implantación o desarrollo de la actual democracia se ha hablado hasta la saciedad de la «transición». Es el momento de dar un paso adelante en el camino del progreso verdaderamente histórico que entonces se emprendió, y no de volver la vista atrás, dando vueltas a una llamada «memoria histórica», que es partidista y no la verdadera, porque la historia es el total de lo que ha acaecido, bueno y malo, el testigo de los tiempos -y no el juez- , la maestra de la vida, como escribía Cicerón, y el punto de partida del futuro, no del pasado.

De ese futuro que empieza todos los días es la consolidación de la estructura legal, política y social del Estado diseñado en la actual Constitución. De ella nacieron las autonomías territoriales. Tras una experiencia de casi veinticinco años se ha empezado la revisión de los Estatutos, sin que haya precedido una madura reflexión a la luz de los principios básicos del acuerdo constitucional, un convenio que era suficientemente satisfactorio para los partidos y para las realidades sociales. Todo ello en contraste con la experiencia de la puesta en práctica de un tipo de Estado nuevo y sin precedentes en la historia nacional.

Por último -«last but not least», como dicen los ingleses- hay que promover fórmulas de concordia que desarrollen los principios políticos básicos de la libertad y la igualdad ciudadana en cuestiones tan principales como la educación, el respeto a la vida humana, a la conciencia religiosa y espiritual de los españoles y al cumplimento de la Constitución que garantiza la libertad religiosa y de culto de los ciudadanos, con todas sus consecuencias. En el artículo 16 de la Constitución del 78 se lee que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica». También, se añade «y con las demás confesiones». Pero esto último desde el Concilio -y desde antes- lo han querido siempre la Iglesia y los católicos de todo el mundo.

Fundador de Nueva Revista