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Gabriel Cualladó Cancel nació el 30 de mayo de 1925 en Massanassa (Valencia). Su interés por la fotografía comienza en la década de los cincuenta. Aunque dice no haberse dedicado a ella profesionalmente, su actividad abarca las más diversas facetas relacionadas con el medio: desde el coleccionismo y la preparación de exposiciones, como los Salones de Fotografía Actual, que creó junto a Gerardo Vielba, hasta la colaboración en la edición de revistas especializadas.

Cualladó es miembro de la Real Sociedad Fotográfica madrileña, de la innovadora Agrupación Fotográfica Almeriense (AFAL), del grupo La Palangana y de lo que se ha dado en llamar Escuela de Madrid.

Su obra tuvo desde el comienzo una importante proyección internacional. Expuso como invitado en el museo Fodor de Amsterdam junto a figuras tan legendarias como Renger-Patzsch y Paals Nils Nilson, en la Bienal de Venecia y en diversas universidades americanas. Fue incluido en eventos tan destacados como la primera Exposición Mundial de la Fotografía, organizada por Karl Pawek a iniciativa de la revista alemana Stern, y en Interpress-Foto de Moscú. Sus imágenes se han publicado en las mejores revistas especializadas y figura en libros como The Complete Book of Photographers, editado por la firma A. Mac Millan de Los Ángeles, y Contemporary Photographers, publicado por la editorial St. James Press, de Londres.

Cualladó ha sido reconocido con una larga lista de premios que culmina con la concesión en 1994 del Premio Nacional de Fotografía (en su primera edición), otorgado por el Ministerio de Cultura. No está nada mal para alguien que no perseguía, al principio, más que registrar recuerdos familiares, y que se dedicaba, casi a tiempo completo, al negocio que iniciara un tío suyo, la agencia Cualladó S.A.

Pero Cualladó es, por encima de todo esto, un hombre afable, que ha cambiado con sus imágenes intimistas nuestra manera de mirar alrededor.

Hemos empezado a charlar antes de conectar la grabadora, en parte por los problemas técnicos que nunca faltan a la hora de la verdad y, también en parte, por retrasar el malestar que produce el registro inevitable de lo que se piensa en voz alta.

Hablábamos de la relación equívoca del fotógrafo con el mundo: unas veces, agresiva, voraz, marcadamente subjetiva, casi solipsista; otras, tímida, en la que el yo cuenta poco. Cuestiones, por cierto, irresolubles, si lo que se pretende es recuadrar una solución definitiva. Más propio sería tomarse la fotografía como una actitud, como una forma de estar en el mundo, de sorprender a la realidad desprevenida en lo que Robert Frank llama «momentos intersticiales», para desvelar los misterios, lo que está oculto en lo más cercano y familiar.

La fotografía, la buena fotografía – y la de Cualladó lo es- cuestiona la recriminación del artista y crítico Franz Mare: «¿No hemos aprendido después de un millar de años de experiencia que las cosas cesan de hablar cuanto más exponemos a la vista su apariencia?». Cualladó rompe el par de opuestos apariencia-esencia y, por eso, su obra se hace imprescindible. Va más allá de la obsesión compulsiva de apropiarse de la apariencia de la realidad para habitarla en esos retratos en los qué se reconoce y en los paisajes interiores con los que se funde.

Cualladó no ha necesitado temas dramáticos, motivos exóticos o personajes importantes. Tampoco ha echado mano de sesudos razonamientos para legitimar conceptualmente su quehacer. Su obra es sencilla. Nunca se ha atrincherado en discursos oscuros, ya que sus imágenes son elocuentes. Ha hecho suya la incitación de Dorothea Lange a concentrarse en lo familiar, porque los retratos de lo más cercano se desvelan misteriosos gracias a su sabio uso de la cámara.

Antonio Garde Herce— Todos los analistas coinciden en destacar que la profundidad, la pureza y la sencillez son las características más señaladas de su obra.
Gabriel Cualladó— Para mí es muy importante que la persona que retrato esté en su propio ambiente. Intento que, de una manera natural, sencilla, todo el entorno del personaje se convierta en algo cálido…

—…como si el paisaje se incorporase al retrato para expresar parte de sus cualidades psicológicas. O como si emergiera del rostro de sus criaturas, haciéndose reflejo de una expresión humana, tal y como ha dicho en alguna ocasión Manuel Vicent.
—Sí, eso es. Me interesa que en el momento del retrato el personaje esté tranquilo, reposado, en perfecta armonía con lo que le rodea, que no perciba en absoluto que hay invasión alguna en el acto fotográfico.

—Ha elegido casi siempre personas de su entorno familiar.
—Sí, empecé haciendo fotografías a mi familia. El primer álbum que publiqué estaba compuesto por fotografías de mis hijos, de mi mujer, de mis empleados… Un porcentaje muy elevado de mis imágenes son de mi entorno más próximo. Por lo tanto, no me he dedicado a la fotografía profesionalmente. Lo que he hecho, como es normal, es fijarme en lo que tenía más cerca: mis hijos.

—De hecho, empezó a interesarse por la fotografía coincidiendo con el nacimiento de su primogénito en 1951, retratándole con aquella cámara Capta que había costado 90 pesetas.
—Una cámara muy sencilla. Aunque solo pretendía tener recuerdos familiares, los primeros negativos que llevé a positivar, en los que a penas se distinguían las imágenes, me causaron una desilusión tan grande que, inmediatamente, volví a la casa de material fotográfico a cambiarla por otra que me ofreciera mejores posibilidades. El dependiente me vio tan interesado, que me recomendó que me acercara a la Real Sociedad Fotográfica: «Allí hay reuniones un par de veces por semana y podrá sacar muchas cosas para lo que a Vd. le interesa», me dijo. Ese fue el comienzo de mi creciente interés por todo lo que tuviera que ver con el hecho fotográfico.

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—Por supuesto, Vd. siguió las indicaciones del dependiente y se dejó caer por la Real Sociedad Fotográfica. ¿ Cómo era el ambiente en aquella época ?
—Muy diferente, sobre todo si lo comparamos con el actual. No había más que hombres mayores y casi ningún joven. Yo, que debía tener unos 28 años, era de los miembros más jóvenes. Entré en contacto con Francisco Gómez y con Rafael Romero. Ellos fueron las personas con las que, además de intimar, compartía mis inquietudes renovadoras. Aquellas relaciones sirvieron de base para la formación del grupo La Palangana, al que después se incorporaron, recién llegados de Barcelona, Ramón Masats y Francisco Ontañón. Ahora son casi todo mujeres, incluso la Presidenta.

—Su contacto con la Real Sociedad Fotográfica sigue vivo.
—Sí, por supuesto. Precisamente estuve ayer en la inauguración de una exposición retrospectiva de Gerardo Vielba, que fue también Presidente, en la que se incluyen imágenes facilitadas por su familia que hasta ahora no habían sido positivadas (Gerardo Vielba, además de amigo, es el responsable de uno de los apuntes biográficos más completos de Gabriel Cualladó, un texto recogido en el catálogo de la exposición que tuvo lugar en el Centro Julio González del IVAM, entre el 18 de octubre y el l5 de diciembre de 1989).

—Me imagino que desde ese afán innovador y, dado el panorama cultural español de aquel entonces, huérfanos de maestros, les resultaría difícil encontrar puntos de referencia.
—En España no existían prácticamente más que los concursos organizados por las agrupaciones fotográficas. En medio de ese desierto, surgió en 1956 la Nueva Agrupación Fotográfica Almeriense (AFAL), en la que nos reunimos quienes compartíamos el empeño de que la fotografía avanzara un poco. Parte de aquellos fotógrafos que apostábamos por los mismos criterios formamos en 1959 el grupo La Palangana.

—¿De dónde viene el nombre de La Palangana?
—Integrábamos el grupo Masats, Ontañón, Gómez, Cantero, Rubio- Camín y yo mismo. El bautizo fue responsabilidad de Masats, fruto de un comentario jocoso ante una fotografía anecdótica que disparó Ontañón. Metimos los retratos de los seis componentes en una palangana llena de agua y disparamos una fotografía desde un plano cenital.

—¿Fue La Palangana el germen de lo que después se denominó Escuela de Madrid?
—Sí, aquel grupo inicial se fue disgregando por distintas razones y aparecieron otros autores con inquietudes similares. La denominación «Escuela de Madrid» fue la etiqueta que José Ramón Casademont, director de la revista Imagen y Sonido, nos puso con posterioridad desde Barcelona.

—La pertenencia de un fotógrafo individual a una escuela o corriente es más superficial que en el caso de la pintura. Pese a todo, ¿puede reconocerse un aire de familia que relacione a los componentes de la Escuela de Madrid?
—Desde luego, cada uno tenía su personalidad. Si comparamos estilos, se puede observar que no tenemos mucho que ver unos con otros. Tal vez el rasgo que más nos asemejaba era que todos habíamos conseguido acabar con la rigidez de la fotografía española. Lo que pretendíamos en aquel momento era que se prestase más atención al hombre. Lo que se estaba haciendo en los concursos era fotografía de cosas banales, sin importancia, de cosas industriales, con tratamientos en los que solo parecía importar el contraste de luces y sombras o el dramatismo de las diagonales. El grupo La Palangana trataba de acercarse al hombre.

—En efecto, éste ha sido su gran tema.
—Sí, todo esto se desencadenó a partir de la famosa exposición en las salas de la Biblioteca Nacional en Madrid de La familia del Hombre de Steichen. El trabajo de este autor supuso un gran impacto y nos hizo explorar nuevos caminos. Eso sí, en los concursos se seguía respirando el mismo aire.

—¿Definiría el conjunto de su obra como fotografía humanista?
—Sí, por supuesto. En mis imágenes hay personas o huellas de las personas. En mi obra (Cualladó hojea, mientras tanto, uno de los catálogos que ha traído consigo a la entrevista), hay muy pocas fotografías en las que no haya personas. Y si no las hay, se nota de alguna manera la huella humana.

—¿Qué es lo que más le interesa al componer un retrato?
—Me interesa la profundidad, la intensidad. Trato de conseguir el reflejo de la personalidad del retratado. Procuro que, a pesar de todo, mi personalidad quede lo más oculta posible. En realidad, distingo dos fases a la hora de componer un retrato. La primera es el disparo. En la segunda, de suma importancia, selecciono los negativos con mucho cuidado, porque podría suceder que el buen retrato quedase sin positivar y que el más adecuado no llegase al papel. Hay sutiles matices que me dicen dónde radica la diferencia entre un buen retrato y lo que no es más que una mera reproducción. Pero, claro, conseguir un buen retrato no es hacer una reproducción. Eso puede hacerlo cualquiera… Aun siendo un profesional de solvencia técnica, salen pocos retratos auténticos. Antes hablábamos de La gitanilla (Sama de Langreo, Asturias, 1978), que para mí es un retrato conseguido, a pesar de estar rodeada por ese ambiente. Podemos decir lo mismo del Camarero en la boda de Pene lia (Madrid, 1966). En ambos casos, todo el entorno de la figura se incorpora al secreto del retrato.

—Quizá por eso se entiende la soledad distante de los retratos, esa profundidad de campo que elige, en lugar de acentuar los primeros planos.
—Creo que en mi obra no hay ni media docena de primeros planos. Me parece que tengo seis retratos de cuello para arriba. De los seis, solo dos han sido incluidos en una exposición (Cualladó hojea de nuevo el catálogo de la muestra del IVAM). El IVAM me compró una cantidad considerable de mi obra y así aproveché para depositar la colección de fotografías que había ido atesorando durante años. Lo hice por dos razones fundamentales. En primer lugar, porque pensé que, estando en el IVAM, estarían a disposición del público que quisiera verlas. En segundo lugar, porque mi casa ya no cuenta con el espacio suficiente, ni reúne las condiciones óptimas para su conservación, ya que la colección se compone de más de 600 obras, casi 700.

—Pasa por ser una de las mejores colecciones de fotografía de España.
—Dicen que sí. Honestamente, creo que es una gran colección.

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—¿Qué criterios eligió para ir engrosándola?
—El mío propio, mi gusto personal y el placer que produce la diferencia entre un original y su copia. Hace unos tres o cuatro años, se expuso en Montpellier parte de la colección, junto a imágenes de mi autoría. Casi todo el mundo coincidía en señalar que se podía advertir con facilidad que el autor de la muestra que se exhibía era la misma persona que coleccionó las piezas fotográficas. Y es cierto, mis gustos, mis obsesiones se ven perfectamente reflejados en el material seleccionado. Resulta, además, curioso porque la exposición de Montpellier había pasado ya por el filtro de Josep Vicent Monzó, el conservador de fotografía del IVAM. Sin embargo, la presencia de mi huella era evidente.

—Su afán coleccionista empezó cuando Vd. todavía no tenía medios para adquirir imágenes originales y seleccionaba páginas de revistas de fotografía para archivarlas en carpetas; la falta de espacio no le permitía conservar los números completos.
—-Sí, las revistas que seguía con más asiduidad eran Life, Vogue, Harpers Bazar, Jardín des Modes, Vanity Fair, Vu… Otra de la que solía extraer mucho material, casi tanto como de Life, era Look. Me gustaba mucho.

—¿De qué fotógrafos tomaba referencias?
—Sobre todo, de artistas que se dedicaban a la moda y a la publicidad: Penn, Avedon, Hiro, Cartier-Bresson, y de los reporteros que publicaban cosas interesantes, casi todos ellos de la agencia Magnum.

—¿Qué autores incluye su colección?
—Tengo originales de algunos autores de los que hemos hablado: Avedon, Cartier-Bresson, Weston, Doisneau, Cameron, Siskind… prácticamente hay representantes desde el inicio de la fotografía. De Nadar tengo un magnífico retrato de Sarah Bernhard. He incrementado la colección cambiando obra mía. Una tercera parte de los fondos la he obtenido de esta manera. Hace tres o cuatro años, coincidí con Sebastião Salgado en El Escorial. Vio fotos mías y, como le atrajeron, me propuso que las intercambiásemos. Me quedé asombrado. A Francisco Ordóñez, un coleccionista de fotografías de época, lo que denominamos vintage, le cambié tres imágenes por una foto de Penn que había sido portada de Vogue. Tras depositar mi colección en el IVAM, Juan Manuel Bonet, el director del museo, la colgó en su despacho. La verdad es que es extraordinaria y bastante valiosa. Además de recortar las páginas de las revistas, me hice con una biblioteca de más de 3.000 volúmenes, que incluye algunas joyas. Tengo un álbum maravilloso de Cartier-Bresson editado por Verve, con una serigrafía de Miró como portada. Tiene un tirage extraordinario. Cuando el IVAM trajo la exposición de Cartier-Bresson organizada por el Metropolitan de Nueva York (seguramente una de las mejores que se han podido ver en Valencia), el museo incluyó también media docena de libros. De esos seis, yo tengo tres de los ejemplares que se exhiben en vitrina. Como curiosidad, tengo un álbum de Man Ray de los años treinta. Si alguien quisiera comprarlo, valdría una fortuna; para otros, seguramente, no sería más que un libro viejo. Me gusta también la edición de los viajes fotográficos de William Klein: las series fotográficas de sus viajes a Nueva York, Roma, Tokio y Moscú. Es uno de los grandes maestros. Fue un revolucionario. Cuando todo el mundo seguía unas pautas rígidas, él explotó las imágenes fuera de foco, desencuadradas, con movimiento y con múltiples perspectivas.

—¿Cuenta también con tratados o ensayos teóricos?
—No, no tengo ni uno… Bueno, un librito pequeño de Kodak sobre cómo se revela que, por cierto, no me sirvió de nada. La primera vez que amplié una imagen fotográfica lo hice para un concurso que convocaba la casa Gevaert con el fin de lanzar un nuevo tipo de papel de lujo, Gevalux. Cuando adquirí el papel, leí atentamente el libro de instrucciones antes de meterme en el cuarto oscuro y ponerlo en la ampliadora. No sé cuánto tiempo lo tuve, pero de allí no salía nada. No conseguía entenderlo. Desesperado, tomé una segunda hoja y entonces me di cuenta de que había estado intentando positivar la cartulina protectora. Era un papel muy bueno, con una emulsión aterciopelada que se podía dañar con los dedos; por eso venía protegido. ¡Menuda aventura! Era la primera vez que me metía en el laboratorio: mi primer positivo. Con él conseguí un accésit.

—O sea, que su formación ha sido autodidacta.
—Sí, completamente. Todo lo que he aprendido ha sido sobre la marcha.

—Si tuviera que señalar a cuatro fotógrafos de los que se siente deudor, ¿a quiénes citaría?
—Seguramente a Smith, August Sander, Weston y Penn.

—Revisando lo que se ha escrito sobre Vd., he observado que con frecuencia se le compara con Sander. No obstante, si nos fijamos en las diferencias, se podría decir que Sander no capta el secreto misterio de los personajes, sino que se limita a hacer una taxonomía de tipos sociales.
—Lo que Sander ha hecho es un libro antropológico de la Alemania de la época. Tal vez por eso resulte suficientemente atractivo, pero sí es cierto que deja al espectador fuera del retrato, se detiene en los aspectos superficiales. Esto ocurre en Sander y en la obra de otros muchos autores. No es fácil conseguir captar la profundidad. Yo mismo a veces me asombro de cómo se incorporan a las imágenes los aspectos que más me seducen: la atmósfera, la manera de estar, las miradas, una serie de actitudes que desvelan el misterio de los personajes o, por lo menos, nos invitan a compartirlo.

—Susan Sontag, refiriéndose a Sander, señala que en Norteamérica sería impensable un catálogo tan meticuloso de los tipos sociales, y que un retrato de América tendría que ser, a la fuerza, más azaroso, como American Photograhs (1938), de Walker Evans, y The Americans (1959), de Robert Frank.
—Hacer un retrato de España sería, quizá, más sencillo porque las regiones son más diversas, las diferencias más notables.

—Vd. declinó, sin embargo, formar parte del proyecto Un día en la vida de España.
—Sí, porque no me dejaban decidir. Tenía que realizar el trabajo y entregarles los negativos, indicando el lugar y la fecha. Ellos los positivaban, los ampliaban y elegían el material que mejor les parecía. Sin embargo, prefería tener el control sobre mis imágenes, revelando yo mismo los rollos y seleccionando los negativos.

—Así pues, fue una cuestión técnica.
—Sí, ésa era la condición sine qua non para todo el mundo; por lo tanto, también para mí. Como no estaba de acuerdo con el procedimiento, abandoné el proyecto. Con el tiempo me he enterado de que hubo algunas excepciones a este requisito.

—Vd. nos ha brindado, de todos modos, algunas líneas de un retrato de España, no sé si deforma azarosa o más bien sutil y alejada de tópicos. Hay pinceladas de este tipo en fotografías sueltas y en series como La Albufera. ¿Cómo surgió este proyecto?, ¿quépretendía con él ?
—Fue un encargo que la Consejería de Cultura de la Generalidad de Valencia nos hizo en 1985 a fotógrafos de distintas nacionalidades. Recuerdo que había un francés, un italiano, un alemán, un inglés, un americano y dos o tres españoles. De acuerdo con la propuesta, inicié un recorrido antropológico, tomando tres tipos de imágenes: personas de distintas ocupaciones, el interior de las casas típicas y los paisajes. Quería un retrato alejado de los estereotipos, sencillo, nada sofisticado y muy fiel a lo que se vive cuando se visita la zona. Su resultado poético hace que sea uno de los trabajos de los que más satisfecho me siento.

—Con este trabajo sobre la Albufera, entramos en otro de los temas centrales de su obra, el de los reportajes o, como usted prefiere llamarlos -siguiendo a Eugene Smith-, ensayos.
—Los reportajes tienen una intención objetiva que el término ensayo trasciende; por eso me resulta más adecuado hablar de ensayos. En definitiva, se trata de contar una historia. He hecho varios. Cronológicamente, el ensayo sobre París es el primero. En 1962, el Ministerio de Turismo francés nos invitó a once fotógrafos españoles a que reflejáramos nuestra visión de París. Componíamos aquel grupo Leonardo Cantero, Ramón Masats, Francisco Ontañón, Xavier Miserachs, Cubaré, Francisco Gómez, Colom Altemir, Eugenio Forcano, Oriol Maspons, Basté y yo mismo. La única cortapisa que pusieron a nuestra libertad fue la de no fotografiar clochards. Realicé un trabajo que subdividi en tres partes: Rue La Paix, Les Halles y Place du Tertre. Nuestra visión les resulto incisiva y casi la arrinconaron. En España, se expuso parcial y brevemente en Barcelona y en la sala Biosca de Madrid. De finales de los años 60 es la serie sobre la Cervecería Alemana, compuesta por unas veinte imágenes. Realicé un trabajo sobre la Real Sociedad Fotográfica entre 1979 y 1982. La serie El Rastro nació de una forma curiosa. Mi mujer se dedica en el tiempo libre a confeccionar muñecas que viste con telas antiguas que busca en El Rastro. Yo le acompañaba y, para no aburrirme demasiado, empecé a llevarme la Leica para tomar las imágenes que me llamaban la atención. Es un trabajo que sin duda ampliaré. De La Albufera ya hemos hablado. Y, por último, Los Recorridos Fotográficos de ARCO 94 y los Puntos de Vista sobre la colección Thyssen-Bornemisza.

—Me gustaría que nos detuviéramos en estos dos ensayos porque suponen devolver la mirada sobre el arte. ¿Cómo se los planteó? ¿Guardan relación entre ellos o son dos recorridos independientes?
—No, no, son independientes y fruto de motivaciones bien distintas. El de ARCO me fue encargado de cara a una colección en curso de imágenes de diferentes fotógrafos sobre la Feria de Arte Contemporáneo. Cuando concluí este ensayo, me entraron deseos de abordar otro sobre el Thyssen.

—O sea, que fue una iniciativa suya.
—Sí, le propuse a Tomás Llorens hacer en principio el trabajo para mí. Después les ofrecería un portfolio con la condición de que me pidieran permiso para publicarlo. Cuando vieron el resultado final, pensaron en organizar una exposición y editar un libro.

—La fotografía ha contribuido, gracias a las posibilidades técnicas que nos brinda, a crear un museo imaginario. Cualquiera puede tener acceso a las obras de arte a través de las imágenes incluidas en manuales de arte, libros y catálogos. Lo que usted nos muestra con sutileza es un conjunto de miradas que se confrontan directamente con las obras de arte. ¿ Qué pretendía aportar con Puntos de Vista?
—Lo que yo quería, o al menos lo que intentaba, es recoger las impresiones que reciben los visitantes cuando se exponen a las obras de arte dentro de un espacio tan cargado de connotaciones como es un museo. Me preocupé mucho del ambiente en el trabajo del Thyssen. Quería captar el aire fresco, el movimiento de las figuras delante de las obras de arte, la manera que tiene la gente de enfrentarse a este tipo de objetos, su postura en el espacio humano que se crea en el juego de miradas. Siempre me ha producido mucha curiosidad por qué hay personas que se agachan, los movimientos de las manos de los guías delante de un grupo de visitantes curiosos amontonados delante de un cuadro, un pie en movimiento, una figura cansada reposando en un banco. En resumen, y en comparación con el trabajo de ARCO, el acento de Puntos de Vista está en las posibles reacciones dentro del espacio expositivo.

—¿Cómo ve el arte actual un fotógrafo?
—Yo francamente lo veo de psiquiátrico. Estoy asombrado. No lo veo mejorar en absoluto. Si he de ser sincero, hay muy pocas cosas que me seduzcan. Centrándome en las dos últimas ferias de ARCO, salvaría muy pocas piezas. Creo que tengo una mentalidad bastante amplia. Disfruto del arte abstracto y de manifestaciones artísticas bien diversas, pero todo tiene un límite. Hoy en día hay obras incluso obscenas.

—¿No cree que el arte tiene que ser provocación?
—No es que yo sea una monja de la caridad… pero considero que la provocación no debe ser gratuita. Hay algunos que van demasiado lejos.

—Y, ¿con respecto a la historia reciente de la fotografía… ?
—Últimamente, la fotografía está perdiendo un poco el norte. Se está haciendo pasar por imágenes fotográficas a obras que tienen mucha más carga pictórica. Tal vez, creo yo, porque están realizadas sobre soportes fotográficos, pero eso no es suficiente para que una pretendida obra de arte sea una fotografía.

—¿No cree que resulta fructífero invertir la relación inicial que la fotografía tuvo con la pintura?
—Quizá sí, pero no creo que sea ése el camino. La conclusión que yo saco…

—…¿no será que ya estamos hartos de imágenes?
—No, no. Ahí está el cine. Todavía tenemos mucho que ver, todavía tenemos ganas de que nos cuenten historias.

—Por lo tanto, no está todo dicho…
—Exactamente. Creo que es falso afirmar que ya no se puede decir nada más porque los discursos ya están saturados. Hay mucho por descubrir, mucha poesía que desvelar, aun en la sencillez de una silla, de un ángulo inusual… Cualquiera con un poco de inteligencia y sensibilidad puede emocionarnos, enseñarnos a ver, sin discriminación entre lo bello y lo feo, lo importante y lo trivial. Ni en cine, ni en literatura, ni por supuesto en fotografía está todo dicho. En fotografía, el panorama se nos hace tal vez más pesado porque estamos pasando por una crisis motivada por la contaminación de géneros y la fascinación por los avances técnicos. Yo entiendo que el arte fotográfico, como tal, tiene que ser más simple, más puro. En este sentido, yo uso el negativo completo, no suelo recortarlos, procuro no alterar nada. Solo acentúo los contrastes, las sombras…

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—¿Estaría de acuerdo entonces con los autores que, en pos de una mayor expresividad artística, optan conscientemente por métodos técnicos más modestos?
—Sí, en un sentido sí, aunque también reconozco que la experimentación es muy importante y que los avances técnicos dan una mayor libertad. Pero los hay que se pasan.

—En el panorama actual hay jóvenes fotógrafos con propuestas estéticas muy dignas de tener en cuenta. ¿Podría resaltar alguno?
—Me interesa mucho el trabajo de la nueva generación. Hay dos o tres muy buenos, pero preferiría no citar a ninguno.

—¿Qué opinión le merece el creciente interés económico que está despertando la fotografía?
—Creo que está muy bien, pero todavía vamos un poco lentos. La gente todavía no acaba de ver las fotografías como objetos de valor. Y eso que se ha dado un gran paso desde el momento en que la fotografía ha entrado en los museos, porque supone reconocer que no es tan solo un recuerdo de familia, que tiene otros valores. Ahora, los principales museos tienen departamentos de fotografía al frente de los cuales hay expertos conservadores. Los hay en el IVAM, en el Reina Sofía, en los museos de Barcelona… Por cierto, en la ciudad condal se está exhibiendo mucha fotografía. La Caixa es una institución que ha hecho un gran esfuerzo por la promoción de este arte, organizando exposiciones maravillosas que giran todo el año. Recuerdo especialmente las de Leonardo Cantero, Francisco Gómez y una titulada Las fotos de la memoria.

—Los actores siempre tienen un personaje que todavía no han interpretado y que les gustaría abordar. ¿Piensa Vd. en alguna fotografía que le gustaría todavía sacar?
—No sé, tal vez una que me emocione… Una que esté por encima de La Gitanilla (Sama de Langreo, Asturias, 1978).

—¿Es hasta el momento su preferida?
—Sí, aunque hay otra que también me gusta mucho. Se trata de una fotografía de mi hija en la que aparece en un camino con la mirada baja, las manos juntas (Nena en el camino, Sobrepiedra, Asturias, 1957).

—Curiosamente, dos fotos de niños, una constante en su obra.
—Me gusta poetizar el mundo infantil, su ingenuidad, su autenticidad ante la cámara. Se llega con más facilidad a penetrar en su alma.

—Dorothea Lange decía: «No es accidental que el fotógrafo se meta a fotógrafo, como no lo es que el domador de leones se meta a domador». Después de todos estos años dedicados a esta práctica, y para finalizar, ¿piensa Vd. lo mismo?
—Pues, sinceramente, no lo sé. La inspiración nació de un hecho muy concreto que se suele dar entre las parejas y que es el nacimiento del primer hijo, todo un misterio. Lo demás vino casi de forma natural…

…con una sutil naturalidad que, más allá de excesos formales y juegos retóricos, ha vertebrado el trabajo de Gabriel Cualladó. Si algo es cierto, es que cualquier parcela de lo real captada por su cámara es todo un descubrimiento, un destilado ensayo sobre la mirada.

Licenciado en Filosofía