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LA SEGUNDA VANGUARDIA. EL SURREALISMO

Entre la primera y la segunda van guardia no hay solución de continuidad, al menos en el plano cronológico -la primera película de René Clair, París qui dort (París duerme), fue realizada en 1923, igual que el Ballet mécanique (El ballet mecánico) de Fernand Léger-. De existir algún tipo de ruptura, sería más bien de carácter generacional. Porque la búsqueda -o el impulso que la guía- constituye siempre un elemento decisivo en la creación; y la segunda vanguardia trataba de encontrar nuevas voces en el cine, una nueva eficacia poética en un momento en que la poesía se hallaba bajo el signo del dadaísmo, primero, y del surrealismo después.

Entr’act (Entreacto, 1924) sigue a París qui dort, que marca la llegada a la dirección del joven periodista, novelista y actor ocasional René Chomette, conocido por René Clair (1898-1981). El humor, la aproximación al absurdo y los collage visuales son parte importante de Entr’act. A su manera, la película enlaza también con el género cómico y con la novela cinematográfica de Feuillade. Su eficacia humorística se apoya en un montaje sumamente minucioso.

Entr’act se proclama dadaísta; La coquille et le Clergyman (La concha y el pastor, 1927), del incipiente surrealismo. Antonin Artaud (1896-1948) escribió el guión de la película, que fue dirigida por el realizador de La fête espagnole y de La souriante Mme. Beudet, Germaine Dulac.

La caquille et le Clergyman recurre al simbolismo freudiano. Tres años más carde asistiremos a la revelación de Un chien andalou (Un perro andaluz, 1928) de Salvador Dalí y Luis Buñuel. La violencia, el anarquismo de esta «desesperada, apasionada llamada a la muerte» provocan un escándalo sin precedentes. Una obra revolucionaria que Buñuel retomará en L’âge d’or (La edad de oro, 1930) para profundizar en los mismos temas, para destruir las más sólidas reglas de la moral y del orden burgués, para pisotear la religión, la caridad, el pudor y las convenciones sociales; para blasfemar mediante símbolos poéticos de un raro poder onírico y, con frecuencia, de exacta precisión.

Al lado de esta obra devastadora, Le sang d’un poête (La sangre de un poeta, 1931), realizada por Jean Cocteau (1889-1963) gracias al patronazgo del vizconde de Noailles, del que se había beneficiado también Buñuel, resulta tan afectada y preciosista que apenas destaca. Lo mismo ocurrirá, aunque por otras razones, con ensayos visuales tales como L’étoile de mer (La estrella de mar, 1928), de Man Ray y Robert Desnos.

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Sólo una revolución directamente ligada a la realidad social podía ser de tanta eficacia agresiva como el delirio de Buñuel. Esa película de rebeldía «realista» existe y se llama A propos de Nice (A propósito de Niza, 1929). Es la primera obra de Jean Vigo, un joven cineasta cuya producción convivirá con los inicios del cine sonoro y que dará pie a la gran corriente realista de los años treinta y cuarenta.

Varios cortometrajes testimonian esta renovación del realismo. Tour au large (Paseo en alta mar, DOC; 1926) y Gardiens de phare (Guardianes del faro, 1929) de Jean Gremillon; Rien que les heures (Nada más que las horas, DOC; 1926) de Alberto Cavalcanti; La zone (La zona, 1928) de Georges Lacombe; Nogent, Eldorado du dimanche (Nogente, Eldorado del domingo, 1929), de Marcel Carné… El joven Marcel Carné había sido ayudante de dirección con Jacques Feyder, en cuya obra alternan los asuntos realistas (La Atlántida, 1921), los temas pirandellianos (L’image, 1923-1925) e incluso la comedia (Les nouveaux messieurs, 1928-1929). Su Crainquebille, de 1923, es una obra sensible y cotidiana, uno de esos jalones que coloca el realismo en el cine francés para asegurar su continuidad y señalar su presencia en los momentos en que parece desechado. En su Visages d’enfants (La otra madre), rodada en Suiza entre 1923 y 1925, encontramos tratado con sensibilidad el tema del amor maternal, que Feyder retomará diez años después desde una perspectiva más severa (Pension Mimosas, 1935).

RENÉ CLAIR: LA TRASLACIÓN DE LO REAL

Cuando Feyder dirigió Les nouveaux messieurs (1928-1929), una obra irónica acusada de «insultar a las instituciones parlamentarias», René Clair acababa de terminar Un chapeau de paille d’Italie (Un sombrero de paja de Italia, 1928) y Les deux timides (Los dos tímidos, 1928), ambas a partir de las obras teatrales homónimas, de Labiche. Con estas dos adaptaciones, René Clair manifestó su voluntad de llegar al gran público. Son dos vodeviles tradicionales… o casi.

Enmarcados en una amable caricatura de la belle époque, Clair da vida a unos personajes-marioneta y pone en marcha una historia tan ligera como un argumento de ballet, de la que la película parece tomar la ligereza y el ritmo: el montaje de Clarir reafirma lo uno y precipita lo otro.

Esta misma ligereza, esta facilidad para desarrollar complicadas intrigas, este arte de la silueta, esta habilidad para anudar y desanudar «conflictos-para-reír», volveremos a encontrarlos en las películas sonoras del autor de Les deux timides. Porque el «actor que habla» está ahí, suscitando las desconfianzas -concretamente, la de René Clair, que teme ver desaparecer el elocuente arte de la pantomima- o los entusiasmos: el de un Dreyer llegado a París para rodar los planos de admirable rigor de la Pasión de Jeanne d’Arc (La pasión de Juana de Arco, 1928), para la que -como posteriormente haría Bresson- hubiese deseado un diálogo extraído de los registros escritos del proceso de Rouen…

René Clair comprende enseguida qué partido puede obtener de la banda sonora. En Sous les toits de Paris (Bajo los techos de París, 1930) multiplica los contrapuntos sonoros, unas veces con ironía, otras con ingenuidad. La película está «ilustrada» con los decorados de Lazare Meerson, una estilización plástica de la realidad parisina que René Clair, por su parte, pone al servicio de una poesía popular llena de encanto y pintoresquismo.

Sous los toits de Paris obtiene un notable éxito en Francia, pero uno aún mayor en el extranjero. Al año siguiente, también con decorados de Lazare Meerson, Clair adapta para el cine Le million (El millón, 1931), un ballet para suite con un argumento vodevilesco cuyos personajes-fantoches se transforman, también ellos, en amables criaturas. En adelante, el universo de René Clair tendrá sus propias reglas y su dinámica interna: tanto si se trata del París de 1900 como el de 1930, encontramos los mismos personajes, los mismos temas, el mismo movimiento: un mundo muy alejado del real, aun cuando tome de él algunos trazos, y que se impone como un todo.

El gran mérito de René Clair consiste en comprender que Le million -una obra de arte- pone punto final al camino de búsqueda con el que era necesario romper, al menos en parte, para poder renovarse. Por eso las dos películas siguientes –A nous la liberté! (¡Viva la libertad!, 1932) y Le dernier milliardaire (El último multimillonario, 1934)- ponen de manifiesto una ambición diferente y, como es frecuente en su producción, se encuentran separadas por un paréntesis durante el cual el autor regresa a sus temas favoritos con Quatorze juillet (El catorce de julio, 1933).

En plena crisis económica, René Clair no retrocede ante un «gran argumento», como lo es el del mecanicismo y el trabajo en cadena que se abordan en A nous la liberté! Aunque los héroes de esta película no son precisamente el prototipo del proletariado industrial, lo cierto es que el autor logra colocarlos en situaciones muy próximas a las reales. Irónica y a veces amarga, A nous la liberté! tiene un final ingenuo, pero premonitorio del papel del ocio en la civilización industrial: la pesca con sedal ¿no es, además de una imagen pintoresca, algo así como un símbolo?

Le demier milliardaire prolonga A nous la liberté! al trasladar a un mundo imaginario la relación dialéctica entre la crisis económica y la dictadura. Más amarga, más hiriente que A nous la liberté!, Le demier milliardaire resulta un sonado descalabro económico. Esto impulsa a René Clair a aceptar la oferta de A. Korda para dirigir en Inglaterra The Ghost goes West (El fantasma va al oeste, 1935), la primera película del largo exilio de René Clair.

JEAN VIGO: POESÍA Y VERDAD

Le dernier milliardaire se proyectó en París en 1934, año en que moría, sin haber cumplido aún los treinta años, Jean Vigo. En realidad, después de A propos de Nice (1929) y de algunos otros proyectos, Vigo sólo había rodado un documental sobre el nadador Taris (1931) y los largometrajes Zéro de conduite (Cero en conducta, 1933) y L’Atalante (1934). Zéro de conduite fue prohibida por la censura y L’Atalante mutilada por su productor; y, sin embargo, estas dos películas «malditas» bastaron para conquistar la fama al poeta realista más grande del cine francés.

Zéro de conduite es una película de rebelión y de amor: de rebelión contra el orden establecido, contra los colegiosprisión, contra los carceleros de una infancia golpeada y zaherida; de amor lúcido por el niñopoeta que defiende encarnizadamente su espontaneidad y su libertad. Una serie de «movimientos» casi musicales -y apoyados por dibujos de Maurice Jaubert- hacen que la película oscile entre la caricatura y la más pura lírica, el humor y la ternura, la sátira burlesca y la rebelión onírica. La necesaria evasión, la negación de la sordidez cotidiana se inscriben dentro de imágenes del aire y del cielo y hacen nacer, más allá de lo real, un mundo de belleza y de libertad, donde los cuerpos ingrávidos se mueven como en un sueño.

En L’Atalante, es otro elemento poético el que llena la pantalla: el agua de los canales, el agua de los ríos, el agua del mar… El agua recuerda el «más allá», sugiere ta huida, hace brotar los sueños, refleja la imagen del ser amado. ¡Admirable película de amor, siempre lírica, incluso en los momentos más banales {una boda en el campo) o más ridículos (el baratillo del tío Jules y sus exhibiciones en la cabina de la barcaza)! El lento recorrido de ésta en dirección a la ciudad nos traslada desde tranquilos horizontes campestres hasta los dramáticos paisajes industriales de los suburbios parisinos; simultáneamente, los sentimientos se transforman, una mujer se hace contusamente consciente Je su alineación, se va desarrollando una crisis cuyo desenlace sería trágico de no andar por medio la amistad, que obtiene una solución diferente.

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JEAN RENOIR: EL REALISMO

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La obra de Jean Vigo marca el comienzo de un periodo del cine francés -el más significativo de su historia- en el que, dejándose empujar por la corriente realista, quedará profundamente señalado y logrará una gran posteridad, tanto en Francia como en otros países.

La obra que mejor expresa esta corriente es la de Jean Renoir. Después de La filie de l’eau {La hija del agua, 1924), Renoir realizó varias películas, como Nana (1926), adaptación de la novela naturalista homónima de Zola, o La petite marchande d’allumettes (La cerillerita, 1928). En 1931 la intriga melodramática de La chienne (La golfa) no le impide situar meticulosamente a sus personajes en el medio que les corresponde, pero dotándolos a un tiempo Je un papel importante que trasciende las circunstancias de su medio. El mismo logro lo encontramos también en Boudu sauvé des eaux (Boudu salvado de las aguas, 1932), que revela otras cualidades de Renoir y que propician la definitiva superación de su naturalismo: sobre el telón de fondo del «medio», se inscribe un personaje completamente fuera de serie -interpretado porMichel Simón, el tío J ules de L’Atalante– cuyo anárquico comportamiento cuestiona !a realidad social circundante. El humor es hiriente, casi feroz y no sin mezcla de amargura.

Dos años más tarde, después de una serie de películas entre las que cabría mencionar la adaptación de la novela de Flaubert, Madame Bovary (1934), en Toni (1934) Renoir subraya aún más su intención de atenerse a los hechos tomados estrictamente de la realidad. Existe cierto parentesco geográfico entre Toni y las obras de Marcel Pagnol (1895-1974): Marius (1931, dirigida por A. Korda), Fanny (1932, dirigida por M. Allégret) o Angèle (1934, adaptación de la novela homónima de Jean Giono). Pero a los personajes pintorescos y cotidianos meridionales de Pagnol se oponen los personajes ásperos creados por Renoir en Toni. El tono de esta película es también más grave. En fin, y sobre todo, la originalidad de Toni se hace presente en la puesta en escena, algo que a Pagnol le importa bastante poco, toda vez que le bastan unos cuantos decorados en los que emplazar los largos diálogos que intercambian los personajes de sus películas. En la obra de Renoir, lo anecdótico (que no lo banal) y lo pintoresco se rebajan en favor del marco de la situación que viven los campesinos extranjeros llegados al Midi. Este marco vital destaca sobre las peripecias de la historia y justifica los conflictos que se presentan en ella. El conjunto se rinde ante el estilo visual de la realización, que proporciona a la película el aspecto de un reportaje. En el terreno de la expresión cinematográfica, este único apunte: la nitidez de los distintos planos en la imagen cinematográfica, permite integrar armónicamente a los personajes en el paisaje y el decorado.

Del mismo modo, en Le crime de monsieur Lange (El crimen del señor Lange, 1935), el patio de un edificio del París proletario, una pequeña imprenta y una lavandería componen un cuadro real constantemente implicado en la acción mediante el empleo de la profundidad de campo. Con guión y diálogos de Jacques Prévert, Le crime de monsieur Lange reproduce el clima de la Francia del Frente Popular. Los temas de resonancia económica (el malvado patrón, la cooperativa) introducen la oposición entre el bien y el mal. No obstante, este ingenuo maniqueísmo tiene poco o nada de intelectual. La obra de Renoir está llena de sensibilidad y las emociones que en ella se retratan -la amistad, la fraternidad, el amor- son reales y espontáneas.

Otra obra de argumento similar como es La belle équipe (La hermosa cuadrilla) de Julien Duvivier y Charles Speak, realizada poco después (1936), no ofrece la misma autenticidad. Pero el Jean Gabin de Renoir -un héroe en forma de obrero con casco- impone un «tipo» popular que veremos reaparecer con frecuencia en las pantallas francesas.

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De hecho, Jean Gabin es el protagonista de las siguientes películas de Renoir, Les bas-fonds (Los bajos fondos, 1936) y La grande illusion (La gran ilusión, 1937). Esta última logra para el autor la fama internacional. Además de su pacifismo, Renoir expone en ella un concepto de los beneficios de clase próximo al análisis marxista y demuestra que lo que aproxima a los oficiales franceses y alemanes (sus orígenes aristocráticos) es tan importante como lo que los separa (su nacionalidad).

Gracias a una suscripción promovida por los sindicatos de la Confederación General del Trabajo (CGT), Renoir, que ya ha rodado La vie est à nous (La vida es nuestra, 1936) para el partido comunista francés, dirige en 1938 La Marseillaise, un gran fresco histórico en el que el pueblo aparece como motor de la Revolución Francesa.

Después de La bête humaine (La bestia humana, 1938), adaptación, como antes lo fuera Nana, de la novela de Emile Zola, Renoir comienza a rodar La règle du jeu (La regla del juego, 1939). Único autor de la película, Renoir sitúa en los diversos escenarios la mayor parte de los temas ya abordados en obras anteriores, a los que ahora da vida y agita en un «vodevil dramático» de gran potencia realista que, al mismo tiempo, consigue dominar con maestría la fusión de ideas, sentimientos y personajes en una puesta en escena que expresa con brillantez no sólo el gran instinto de Renoir para componer la imagen cinematográfica, sino también -de un modo sordo- su angustia ante la previsión de un conflicto que va a llenar de sangre el mundo. Con la misma sensibilidad y belleza plástica que Une partie de campagne -Un día en el campo, que Renoir deja inacabada en 1936-, tan llena de humor y de rebeldía como Boudu, tan amarga como La grande illusion, La règle du jeu mezcla la farsa y la tragedia, la poesía y el panfleto, sin otra aparente ruptura del tono que la destinada a provocar un efecto de «distanciamiento» y a ilustrar el sentido de la obra. La parte importante (además del rodaje) que debemos atribuir a la inspiración de Renoir explica que esta obra, cuya construcción se cuenta entre las mejores, ofrezca al mismo tiempo una extraordinaria impresión de libertad y de espontaneidad.

DE JACQUES FEYDER A MARCEL CARNÉ

Si la obra de Jean Renoir domina esos diez años de cine francés, no es sin embargo la única de esta corriente realista. Otras «voces», a veces paralelas, a veces convergentes, se sitúan también en el nivel de la realidad social contemporánea y su «presencia» se hace notar en las películas realizadas durante este periodo.

Pero los puntos de vista de los cineastas frente a esta realidad son muy diferentes. No todos poseen la misma sensibilidad, ni plantean las mismas exigencias. Además, algunos de ellos -casi siempre después de un fracaso comercial- se ven temporalmente obligados a abandonar toda tentativa de originalidad. Tal es el caso de Jean Grémillon, quien después de La petite Lise (La pequeña Lisa, 1930) tuvo que esperar hasta 1938 para dirigir una película realmente personal: L’étrange monsieur Victor (El extraño señor Víctor).

Otros cineastas, como AbelGance, Marcel L’Herbier, Jacques de Baroncelli, Marc Allégret (con sus Lac aux clames -El lago de las damas-, de 1934; o Gribouille -La gresca, de 1937- y Entrée des artists -Entrada de artistas, de 1938-), lo mismo que Raymond Bernard (Les croix de bois -Las cruces de madera, de 1932- o la adaptación de Les misérables, de 1934) y Sacha Guitry (Le roman d’un tricheur -La novela de un tramposo-, de 1936) se mantienen lejos de la gran corriente realista o justo en sus márgenes, mientras que un cineasta como Jean Benoit-Levy tan pronto se une como luego se separa de ella, con películas como La matemelle, de 1933, o La mort du cygne, de 1937.

Entre quienes cuentan con más de cuarenta años, sólo Jacques Feyder, que en 1933 acababa de regresar de Hollywood, puede incluirse sin objeción en esta corriente. Como ya hemos señalado, su obra muda comprende varias películas naturalistas. Cuando, con guiones de Charles Spaak -colaborador suyo en Les nouveaux messieurs y, junto con Jacques Prévert, el guionista que más aportó al cine francés entre 1930 y 1940-, Jacques Feyder dirige Le grand jeu (El signo de la muerte, 1934) se esfuerza por eliminar del argumento cualquier nota melodramática, cuidando minuciosamente el retrato de la vida colonial que constituye el marco de la película; afán mucho más notable si pensamos en otros coetáneos suyos, como Julien Duvivier, que se aferran por todos los medios a lo exótico y pintoresco, en títulos como La bandera, de 1935, o Pépé le Moko, de 1937.

Es esta búsqueda de un decorado auténtico lo que marca sustancialmente Pension Mimosas (1935). Aunque el guión continúa siendo bastante melodramático, Feyder le da tanta importancia que acaba consiguiendo, si no justificar los múltiples incidentes de la intriga, al menos dotar de peso y autenticidad a la protagonista, interpretada por Françoise Rosay.

A la amarga y «negra» Pension Mimosas sigue inmediatamente la truculenta La kermesse héroïque (1935). En un Flandes del siglo XVII recreado por Lazare Meerson, Feyder esboza un cuadro de intenso colorido cuya suntuosidad no disimula los aspectos satíricos.

Marcel Carné, ayudante del director en Le grand jeu y Pension Mimosas, consigue -gracias a Feyder y a Françoise Rosay- dirigir Jenny, sobre un guión del poeta Jacques Prévert -que había ensayado sus armas como coautor, junto con su hermano Pierre, de un mediometraje cómico, L’affaire est dans le sac (El asunto está en el saco), de 1932-. Además, Carné colabora con Claude Lautant-Lara en Ciboulette (Cebollino, 1933) y con Renoir en Le crime de monsieur Lange. No obstante, Jenny (1936) acompaña los inicios del tándem Carné-Prévert que, durante los diez años siguientes, marcará profundamente al cine francés.

Después de una película que aúna la sátira con el humor del absurdo, titulada Drôle de drame (Extraño drama, 1937), Prévert y Carné dirigen Quai des brumes (El muelle de las brumas). En medio de unos decorados «cotidianos» estilizados por Alexandre Trauner, nacen las pasiones y estallan los conflictos cuyo destino es lo único que puede justificar la violencia. Este «realismo» se encuentra muy cerca del romanticismo, pues integra el mito y desemboca necesariamente en la tragedia.

Después del populista Hôtel du Nord, Le jour se lève (Amanece, 1939) nos devuelve a la esencia de esta tragedia moderna, esta oposición entre el bien y el mal, este conflicto entre el hombre y el mundo. La puesta en escena y los decorados transforman un hecho anecdótico en una fábula metafísica: concentran la acción en torno a una serie de momentos decisivos, subrayan las líneas de fuerza, convierten los objetos en signos y aislan al héroe para mostrar mejor la ineluctibilidad de su destino.

En 1939, esta película, tan alejada del realismo a un tiempo tierno, sensible y corrosivo de las obras de Renoir, parece salirse del presente para anunciar de un modo vagamente simbólico otra tragedia: la fatídica llegada de un tiempo falto de esperanza.

LA FANTASÍA Y EL CINE DE EVASIÓN

Cuando llega la ocupación, de los grandes cineastas de los años treinta-cuarenta sólo Marcel Carné se encuentra en París. Jean Renoir y René Clair están en Hollywood y Jacques Feyder ha marchado a Suiza.

Aunque el número de películas producidas disminuye, la asistencia a las salas de cine es cada vez mayor. Una rigurosa censura vigila los argumentos tomados de la realidad social. A la hora de abordar ciertos temas nacionales, es necesario trasladarlos a otras coordenadas o expresarlos mediante un rodeo. Jacques Prévert y Marcel Carné eligen el primer camino y sitúan en una legendaria Edad Media el argumento de Les visiteurs du soir (Los visitantes de la noche, 1942), una película que, sin embargo, se inspira directamente en sus obras anteriores. En ella se oponen, una vez más, el bien y el mal, el hombre y su destino; pero en esta ocasión a través de personajes fabulados y en un marco imaginario. En cuanto al aspecto trágico, más abstracto, es también menos radical. El amor triunfa por encima incluso del destino y -en una discreta alegoría- el corazón de los amantes convertidos en piedra continúa latiendo a pesar del diablo, igual que late (en contra de cualquier voluntad) el corazón de un pueblo encadenado.

Traslación también la de L’éternel retour (El eterno retorno, 1943), que realiza Jean Delaunoy a partir de un escenario inspirado a Jean Cocteau por la leyenda de Tristán e Isolda. Después de Le sang d’un poete, Cocteau había abandonado el cine, al que regresó en 1942 con Le barón fantôme (El barón fantasma) y luego con el mencionado L’éternel retour. Su afición por los mitos, su habilidad para trasladarlos e ilustrarlos, encuentra su expresión en esta «versión» moderna de un cuento legendario. El cine de evasión poética se adapta perfectamente al temperamento de Cocteau. Con escasas excepciones –Les parents terribles (Los padres terribles, de 1949), por ejemplo, que es, por otro lado, su mejor película-, Cocteau no deja de retomar temas emparentados con lo «maravilloso», claves de un mundo poético que le es propio: La Belle et la Bete (La bella y la bestia), de 1946; Orphée, de 1950; y Le testament d’Orphée, 1960. La presencia obsesiva de la muerte dota a estas obras de una resonancia trágica; es entonces cuando la poética fantástica de Cocteau pierde su carácter abstracto y «literario» para dejar entrever, detrás del poeta preciosista, al hombre y su angustia.

El cine de evasión poética permite también a un director como Marcel L’Herbier volver sobre sus primeras obras impresionistas, después de diez años en los que sólo ha realizado películas comerciales. Entre Feu Mathias Pascal (El difunto Matías Pascual, 1925) y La nuit fantastique (La noche fantástica, 1942), hay algo más que cierto parecido: idéntico sentido de la fantasmagoría poética, el mismo desfase entre las apariencias y la realidad, un constante ir y venir de la imagen de lo que es y de su doble, es decir, la imagen de lo que podría ser. Lo imaginario es más fuerte que lo real; y es que existe un rechazo que permite olvidar, cuando no negar, la realidad. Es el propio público, además, quien busca esta evasión. Así, La nuit fantastique, Les visiteurs du soir y L’éternel retour obtienen un éxito considerable. Lo mismo sucede con otras películas, especialmente con las de Christian-Jacque, quien aborda bajo el prisma de lo fantástico tanto un argumento policiaco en L’assassinat du Pere Noel (El asesinato de Papa Noel, 1941) como en la historia rural de Sortilèges (Sortilegio, 1944).

Pero existen otros campos del cine poético, especialmente el de la animación, que, después de Emil Cohl, ha tenido una suerte cambiante y algunos logros excepcionales. Lo son L’Idée (La idea, 1933), un cortometraje de Berthold Bartoscb que da vida a los grabados de Frans Masereel, o Une nuit sur le Mont-Chauve (Una noche en el Monte Pelado, 1934), realizada por Alexandre Alexeieff (1901-1982) sobre su pantalla de alfileres, como ilustración visual de Moussorgski. Este cine, que antes de la guerra se mantenía gracias a la publicidad, vivirá durante la ocupación de la ayuda oficial y del cine documental. Y, sobre todo, encuentra en Paul Grimault (1905-1994) un diseñador-poeta cuyos cortometrajes, muy alejados del estilo y el espíritu de Disney, marcan el inicio de una auténtica escuela francesa. L’épouvantail (El espantapájaros, 1943) y Le voleur de paratonnerre (El ladrón del pararrayos, 1944) anuncian los posteriores éxitos de Grimault: Le petit soldat (El soldadito, 1948) y La bergère et le ramonear (La pastora y el deshollinador, 1948-1953).

Entre 1940 y 1944, algunos de los directores que debutaron en la época del cine mudo y que durante los diez primeros años del cine «sonoro» se limitaron a trabajos comerciales, consiguen realizar varias obras personales. Es el caso de Marcel L’Herbier o el de Jean Grémillon -sobre el que volveremos más adelante-, pero también el de Maurice Tourneur (La main du diable; La mano del diablo), de Jacques de Baroncelli (La Duchesse de Langeois), de Marc Allégret (Les petites du Quai aux Fleurs, Félicie Nanteuil) y de Claude Autant-Lara.

Este último, decorador de las primeras películas de Marcel L’Herbier y director de Construire un feu (Construir un fuego, 1925-1929) -obra experimental filmada con el «hypergonar», el objetivo de Henri Chrétien que utilizará el cinemascope-, trabajó en Hollywood y en Londres con éxito, pero en Francia realizó solamente una obra personal, la ya citada Ciboulett. En las películas rodadas posteriormente, entre 1941-1942, como Le mariage de Chiffon (La boda de Chiffon) o Lettres d’amour (Cartas de amor) supo expresar de un modo maravilloso el encanto de una época pasada -los años en torno a 1900 y el Segundo Imperio-.

Si estas dos películas pecan de cierto amaneramiento, Douce (Dulce, 1943), amarga y en ocasiones hasta cruel, deja un amplio espacio a la crítica de costumbres. A veces su actitud recuerda a La règle du jeu, cuya memoria aún perdura en los directores jóvenes.

REGRESO A LO REAL

Así ocurre, y de modo notorio, con Louis Daquin (1908-1990), director de Nous les gosses (Nosotros los niños, 1941) y la película policiaca Le voyageur de la Toussaint (El viajero de la Toussaint, 1943), y con Jacques Becker (1906-1960), que fue además ayudante de Jean Renoir. Las películas rodadas por Becker después de Dernier atout (El último golpe, 1942) muestran claramente su intención de prolongar la corriente realista de los años treinta-cuarenta. El éxito de lo verídico es también evidente en Goupi Mains Rouges (Goupi Manos Rojas, 1943) y en Falbalas (Volantes, 1944). En la primera, el mundo rural, y los entresijos de la alta costura, en la segunda, aparecen descritos precisa y. minuciosamente, como un marco que justifica y explica los personajes. Mediante la fragmentación de la realidad en numerosos planos cortos, J. Becker se empeña en traducir sus múltiples aspectos y de hacer surgir de ellos sus sucesivos^ instantes.

Durante este periodo conoce también un amplio desarrollo el cine documental, gracias al trabajo de G. Rouquier, R. Clément, J. Lods, M. Ichac, J. Andry, G. Réguie, etc. Es preciso señalar que son raros los periodos de la historia del cine francés en que no haya habido lugar para los documentales: una continuidad que se hace aún más evidente en el campo del cine científico, con trabajos como los del doctor Commandon (1877-1970) ojean Painlevé (1902-1989), lo mismo que en el educativo (Marc Cantagrel).

El año 1942 queda señalado como el de los inicios cinematográficos de Henri-George Clouzot (1907-1977). L’assassin habite au 21 (El asesino vive en el número 21) y Le corbeau (El cuervo) son prueba de que Clouzot entiende a su manera la fidelidad al realismo social de la época anterior a la guerra, añadiendo una visión pesimista de los individuos y la sociedad. Si la primera de sus películas no es más que una hábil cinta «policiaca», la segunda constituye una obra corrosiva, inspirada en un hecho de algún tiempo atrás -las cartas anónimas de Tulle-. Excelente pretexto para desnudar, a veces no sin cierta complacencia, a unos zafios provincianos y a una sórdida humanidad. En conjunto, Clouzot continúa fiel al realismo «negro», como si él mismo, al igual que ese público que se escandalizó en su momento, hubiera quedado marcado por Le corbeau. En todo caso, la mayoría de las películas que realiza después de la guerra, tales como Quai des orfèvres, Manon, Les diaboliques, La vérité, etc., expresarán de uno u otro modo sus obsesiones y esta visión pesimista del mundo.

A este retrato implacable de una mezquina e hipócrita burguesía dedicada a silenciar sus escándalos, Jean Grémillon (1901-1959) opone otro universo y otro realismo. Se trata de un cineasta sensible, generoso, serenamente lúcido; un hombre con conciencia moral y lleno de sinceridad, con sentido de lo cotidiano y amante de su tiempo -aunque esto, de una forma quizá menos evidente-. Después de sus inicios en el cine mudo, Jean Grémillon no tuvo la oportunidad de expresarse con libertad. El éxito de L’étrange monsieur Victor (El extraño señor Víctor, 1938) -el papel más conseguido de Raimu- le permite en 1939-1940 dirigir su propia versión de Remorques (Remolques), de Roger Vercel.

En ella, la pareja de Le quai des brumes (Jean Gabin y Michèle Morgan) vuelve a enfrentarse a su destino, pero esta vez dentro de un marco -un paisaje, un oficio- que se abordan de un modo mucho más realista. Lumière d’été (Luz de verano) es la película clave del año 1943. El guión de Jacques Prévert enfrenta el bien y el mal a través de dos mundos: el del trabajo (una presa, sus obreros y técnicos) y el del ocio (un castillo, un aristócrata corrupto, unos seres débiles o extraviados). No obstante, los personajes no son en ningún sentido esquemáticos, incluso aunque puedan parecer en ocasiones algo «literarios». Se trata más bien de individuos complejos, llenos de oscuras pasiones que les llevan a hacerse pedazos. En torno al enfrentamiento de estos dos mundos, la puesta en escena despliega una gran abundancia de imágenes líricas. La película llega a su apogeo en medio de un baile de máscaras, una fiesta (como en La règle de jeu) que la muerte viene a interrumpir a la pálida luz de un amanecer. En un mundo muy real, comienza un nuevo día; un nuevo día y, quizá, un mundo nuevo…

La película Le del est à vous (El cielo os pertenece) es acogida como expresión del espíritu de la Resistencia francesa de 1943-1944. Detrás de esta historia del dueño de un garaje y su esposa, dos apasionados de la aviación que se aferran a sus sueños y se empeñan en hacerlos realidad, se dibuja en efecto toda una moral de la voluntad y del valor. Y, sin embargo, nada de simbólico en las imágenes: la puesta en escena es claramente documental y se aplica minuciosamente a la descripción de la realidad. El tono depurado que adopta Grémillon y su sobria evocación de los sentimientos le permiten elevarse por encima de lo banal y cotidiano. Es la aventura interior de dos héroes, en definitiva, la que supera lo anecdótico y otorga a la película su auténtica fuerza moral.

Son estas dos películas las que dominan en el panorama de los últimos años de la guerra, junto con Les anges du péché (Los ángeles del pecado, 1943), primera tentativa de un cineasta, Robert Bresson, que veremos ligado a la búsqueda de una nueva forma de expresión cinematográfica; y junto a Les enfants du paradis (Los niños del paraíso, 1944). Por su amplitud y su generosidad, por ese logrado equilibrio entre el fresco minucioso, nutrido de detalles, y el hálito romántico que le proporciona su empuje, Les enfants du paradis es la película más bella del tándem Jacques Prévert-Marcel Carné. Quizá no posea la densidad trágica de Le jour se lève, pero sí ofrece una reflexión profunda sobre las problemáticas relaciones del arte con la vida. Nacidos del espectáculo, justificados por él, los temas y personajes se apoyan en la dureza de la película para crecer y transformarse hasta confluir en un desenlace que es un fantástico carnaval de máscaras. «Algo así como un espectáculo universal en el que el creador y su público se confunden en una misma comedia humana», ha escrito Georges Sadoul sobre esta película.

LA POSGUERRA: DUDAS Y DIVERSIDAD

Reanudada la paz, ¿podría el cine francés retomar la corriente realista de los años treinta-cuarenta, que la guerra y la ocupación habían interrumpido? En ausencia de Renoir, se espera con impaciencia la primera película de la paz del tándem Carné-Prévert. Sin embargo, y a pesar de su evidente acierto al referirse a algunos hechos de actualidad, Les portes de la nuit (Las puertas de la noche, 1946) parece estrechamente ligada a un universo cinematográfico cuyas convenciones son cada vez más reconocibles. Los personajes se asemejan demasiado a los héroes de antes. En las nuevas películas italianas (Roma, ciudad abierta se proyecta en París unas semanas antes que Les portes de la nuit) el testimonio es más directo, menos «afectado»; rodadas en plena calle y sin «artistas estrella», las cintas italianas aparecen desprovistas de toda literatura. Su realismo conmueve; como conmueven, aunque de otra manera, L’espoir (La esperanza) rodada en 1939 por André Malraux, y La partie de campagne (Un día en el campo), de Jean Renoir, proyectada por fin en público…

Del cine francés, que antes de la guerra había influido notablemente en el cine italiano, se espera ahora una vuelta al realismo más que su conversión al neorrealismo.

Pero no sucede así. Tan sólo un recién llegado, llamado René Clément (1913), ofrece con La bataille du rail (La batalla del raíl, 1945) una de esas películas-testimonio que la gente estaba aguardando. Sin embargo, a partir de Les maudits (Los malditos, 1947), Clément manifiesta otros intereses e incluye una historia singular en un universo de formas que no dejará de explorar a partir de entonces. Así, lo veremos reducir los temas más diversos a una visión del mundo completamente personal y a la producción de una obra diferente a todas las demás, marcada, en definitiva, por la búsqueda estética en títulos como Jeux interdits (Juegos prohibidos, l952), Monsieur Ripois (1954), Plein soleil (A pleno sol, 1960), Les félins (Los felinos, 1964), etc.

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Manon, la película que H.-G. Clouzot realizó en 1948 a partir de un guión de Jean Ferry (como en Le quai des orfèvres), parece aún más alejada de la realidad contemporánea. En ese momento no se entienden bien las prolongaciones de una obra pesimista que expresa en cierto modo el desencanto de los años anteriores a la guerra; por el contrario, los cineastas se limitan a entroncarlo con una corriente de realismo «negro», de moda por entonces, que tipifica de modo característico la película de Yves Allégret (1907-1987), Une si jolie petite plage (Una pequeña playa tan bonita, 1949).

Sin embargo, las tentativas de dar cuenta de «la vida tal como es» sí parecen convincentes. En plena euforia, todo el mundo alaba el encanto de los niños protagonistas de Antoine et Antoinette (1947), de Jacques Becker, autor de Falbalas, y su acierto en la elección del marco para los jóvenes protagonistas de Rendez-vous de juillet (Una cita en julio). En Becker ven un impresionista difícil de emparejar con obras densas o trágicas; Casque dor (El casco de oro, de 1952) y Le trou (El agujero), de 1960, son sus películas más logradas. Cuando, después de Les frères Bonquanquant (Los hermanos Bonquanquant, 1948), Louis Daquin emprende la descripción de la vida de los mineros y la evocación de sus problemas sindicales en Le point du jour (El amanecer) es común la convicción de que se va a inaugurar un nuevo cine social. El realismo documental de Farrebique (1945) ha resultado tan conmovedor como su lirismo, de ahí que se esperen grandes obras de G. Rouquier…

Pero estas tentativas sólo llegan a tener cierta continuidad en algunas películas populistas, de personajes bastante convencionales que son observados en medio de un retrato bastante pintoresco del París folclórico. Es necesario admitir que la voluntad del realismo cotidiano por parte del cine francés quedó sofocada: no hay epopeyas modernas ni ninguna obra, poética o satírica, importante, después de la guerra. Normalmente lo cotidiano tiene un aspecto deslucido y avejentado; y, sobre todo, nunca parece totalmente desprovisto de ciertos estereotipos «literarios». Unos estereotipos hasta tal punto admitidos que, unos años más tarde, incluso intentando huir de ellos, con L’amour d’une femme (El amor de una mujer, 1954) Jean Grémillon no obtuvo más que un mediano éxito, poco proporcionado al auténtico interés de este largometraje -el último que dirigió su autor-.

CORRIENTE DEL DRAMA PSICOLÓGICO

No obstante, merece prestar atención a otra corriente cinematográfica que, a falta de un término mejor, podríamos llamar psicológica. Con Le diable au corps (El diablo en el cuerpo, 1947) Claude Autant-Lara (1901-2000) nos ofrece una obra en la que los conflictos pasionales se desarrollan en un marco histórico que los justifica. La película, adaptada a partir de la célebre novela de Raymond Radiguet e interpretada por el joven actor romántico Gérard Philipe, provoca una conmoción. Su audacia -el cuestionamiento de la guerra en un momento en que las batallas por la Liberación están presentes en todas las memorias- constituye buena parte del reconocimiento que se le atribuye.

Este cine psicológico, basado a menudo en adaptaciones de obras literarias, conocerá numerosos continuadores. El mismo Autant-Lara, con la ayuda de los guionistas Jean Aurenche y Pierre Bost, realiza una obra desigual cuya descripción social es a veces corrosiva: La traversée de Paris (La travesía de París, 1956). André Cayatte (1909-1989) se unirá a estas películas-problema en las que las ideas y los personajes típicos juegan un papel fundamental, en títulos como Justice est faite (Se ha hecho justicia, 1950) o Nous sommes touts des assassins (Todos somos asesinos, 1952). Del resto, muchos pasarán de la exploración de sentimientos y conflictos a unos melodramas más bien banales…

Los ataques de la joven crítica de la que surgirá la Nouvelle vague no impiden que el «cine psicológico» sea uno de los caminos a los que el cine francés recurrirá en adelante con frecuencia. Ni siquiera el cine más joven -eso sí, desde una perspectiva original- ha dudado en tomarlo prestado, con títulos posteriores como Le feu follet (Fuego fatuo, de Louis Malle, 1963) o La peau douce (La piel dulce, dirigida por Truffaut en 1964), es decir, recogiendo una tentativa original y solitaria de los inicios del cine: Les demières vacances (Las últimas vacaciones, 1948), de Roger Leenhardt.

ROBERT BRESSON, JACQUES TATI

Las miradas dirigidas al cine cotidiano o al psicológico, los esfuerzos por encontrar dentro del cine francés alguna corriente capaz de caracterizarlo y emparentar con el pasado, no impiden señalar la existencia de algunas tentativas aisladas que no guardan relación entre sí ni con una u otra de esas tendencia. Más aún, estas tentativas acaban por ser reconocidas como los auténticos logros del cine francés de esa época, cuya seña de identidad es ni más ni menos que una extrema diversidad de obras y autores.

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La proyección en 1946 de Dames du Bois de Boulogne (Las damas del bosque de Bolonia), dirigida el año anterior por Robeit Bresson (1901-1999), demuestra que el autor de Les tinges du péché es un artista fuera de lo común. Bresson, experimentador solitario, busca un cine de miradas y de almas, de un rigor y de una simplicidad trágicas, sin equivalentes en el séptimo arte. Andrc Bazin consagrará un ensayo a analizar este «jansenismo» de la puesta en escena de Bresson. Unas cuantas obras raras, secretas, bastan para confirmar que el camino de este realizador es el más difícil, el más ambicioso quizá de toda la historia del cine. Cada una de sus películas, desde Journal d’un curé de campagne (Diario de un Cura rural, 1950} hasta Procès de Jeame d’Arc (El proceso de juana de Arco, 1962), pasando por Un condamné à mort s’est échappé (Un condenado a muerte se ha escapado, 1956) y por la admirable Pickpocket(1959), constituye un intento de reducir el arte cinematográfico a líneas cada vez más puras, cada vez más esenciales; a una expresión cada vez más rigurosa; y cada uno de estos crisoles confirma la autenticidad de las almas a través de la precisión del estilo.

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También Jacques Tati (1907-1982) es un solitario, fin 1946, diez años después de Soigne ton gauche (Vigila tu izquierda) rueda un cortometraje titulado L’école des facteurs (La escuela de constructores) que ha pasado inadvertido y que, sin embargo, es como un borrador del que nace Jour de fête (Día de fiesta, 1948). Es esta una obra espontánea, de un humor que no le debe nada ni al teatro ni a la literatura, ni siquiera a esa poesía y ese humor «prévertianos» que han colocado varios jalones en el cine francés desde L’affaire est dans le sac: Drôle de drama, Adieu Léonard, Voyage surprise, etc.

Por otra parte, pronto se comprueba que en Tati lo cómico, a pesar de su aparente desenfreno, no se desborda (una de las características que lo distingue de la mayoría de los grandes clásicos americanos) y que está principalmente basado en la negación: la negación del «héroe» cómico, las preferencias por el gag del «azar» sobre el gag de «ficción», etc. En cierto modo próximo a Bresson, aunque en un registro muy distinto, las películas de Tati, desde su singularidad, no pueden emparentar más que consigo mismas, en títulos como Les vacances de monsieur Hulot (Las vacaciones del señor Hulot, 1953), su obra maestra, o Mon oncle (Mi tío, de 1958).

EVOLUCIÓN DEL CORTOMETRAJE

En 1946, año en que se proyecta en París Ciudadano Kane, la llegada del cine americano es devastadora. Y a Ciudadano Kane le sigue de cerca el cine «negro»… De hecho, las películas americanas se empiezan a importar de forma masiva (en 1948 suponen más del 50% del mercado francés). En el plano artístico, enseguida demuestra ser un cine directo, sensible y lo menos «literario» que cabía concebir, cualidades que no dejarán de ejercer influencia en los jóvenes cineastas franceses.

Éstos, por el momento, se reencuentran en los cine-clubs (que después de la Liberación y bajo la presidencia de Jean Painlevé habían sido reformados y multiplicados), y en la Filmoteca Francesa, donde Henri Langlois exhibía las películas por él mismo reunidas desde 1936. En la pequeña sala de la avenida de Messine se suceden las retrospectivas, se exhiben las novedades y se sugieren las revisiones. Una parte importante del cine americano se conocerá gracias a este museo viviente y a su creadorpromotor. En la Revue du Cinema, dirigida por Jean Georges Auriol, que reaparece entre 1946 y 1949, y más tarde en los Cahiers du cinéma de André Bazin y Jacques Doniol-Valoroze, al cine americano se le concede un espacio cada vez más amplio. Y nacen las pasiones: Hawks, Hitchcock, Lang, etc. Algunos jóvenes se están preparando para convertirse en exigentes creadores.

Entretanto, los de más edad -una generación «impregnada» también ella de cine- intentan ocupar posiciones en la producción. Tarea nada fácil en un cine cuyo ritmo viene marcado por la situación económica. Una vez más, el cortometraje (su papel capital en la historia del cine francés nunca será suficientemente subrayado) sirve de banco de pruebas. Algunos de los mejores cortometrajes franceses se realizan durante este periodo: Le sang des bêtes (La sangre de las bestias, 1948) o Hôtel des Invalides (Hospital de los inválidos, de 1952), de Georges Franju; Van Gogh (1948), Guernica (1949) y Les statues meurent aussi (Las estátuas también mueren, 1953), de Alain Resnais; Goëmons (1948), de Yannick Bellon; Pacific 231 (1944) de Jean Mitry; Les charmes de l’existence (Los encantos de la existencia, 1949) de Pierre Kast y J. Grémillon; Les desastres de la guerre (Los desastres de la guerra, 1951) de P. Kast; Désordre (1949) de Jacques Baratier, etc.

Jean Rouch (1917-) dirige sus primeros documentales etnográficos (La danse des possédés, 1948; Circoncision, 1949) que le llevarán a otros intentos más ambiciosos, como Moi un noir (Yo, un negro, 1959). Y, en cuanto al mediometraje, en Le rideau cramoisi (La cortina carmesí, 1952) Alexandre Astruc (1923-) proporciona a la puesta en escena un importante papel como medio de expresión; un camino que el cineasta francés tendrá ocasión de retomar algunos años después en Les mauvaises rencontres (Los malos reencuentros), de l956; Une vie (Una vida, 1957); La proie pour l’ombre (Víctima de la sombra, 1961 ) o L’éducation sentimental (La educación sentimental, 1962).

De los dos grandes del cine de los años treinta-cuarenta que emigraron a Hollywood, Jean Renoir y René Clair, sólo el último regresa a Francia. La película que rueda a su vuelta es una obra nostálgica, una búsqueda emotiva del tiempo perdido, titulada Le silence est d’or (El silencio es oro, 1947). Más tarde dirigirá una fábula filosófica, La beauté du diable (La belleza del diablo, 1950), antes de retornar a algunos temas familiares propuestos en obras anteriores, como Les belles de nuit (Las bellas de la noche, 1952), Les grandes manoeuvres (Las grandes maniobras, 1956) o Porte des Lilas (La puerta de las lilas, 1957).

En cuanto a Jean Renoir, después de Le fleuve (El río, 1952), realizada en la India, y de La carrosse d’or (La carroza de oro), rodada en Italia, regresa a París para dirigir French Canean (1955). Una película que se compagina bastante mal -y menos aún lo hacía Elena et les hommes (Elena y los hombres, 1956)- con la imagen que se guardaba de sus obras realistas anteriores la guerra. Hay que admitir que Renoir ha cambiado; ni siquiera él lo oculta, ni duda en exponer cómo se ha transformado su visión del mundo. Sea cual sea ésta, sus nuevas películas son objeto de discusión; con frecuencia, de agria discusión, aunque entre los jóvenes críticos siempre conservará algunos ardientes defensores que nunca dejan de atribuirle a él y a sus obras, incluidas las últimas como Le déjeuner sur l’herbe (Comida en la hierba, 1959 ) o Le testament du Dr. Cordelier (1961), un papel fundamental en la evolución del cine francés, similar al de Rossellini.

Hay también otros famosos cineastas que vienen (o regresan) a Francia. Es el caso, por ejemplo, de Max Ophüls, que rueda sucesivamente La ronde (La ronda, 1950) y Le plaisir (El placer, 1951), e incluso tantea un cine barroco con su última película, Lola Montes (1955); o de Buñuel, llegado a París en 1955 para rodar Cela s’appelle l’aurore (Así es la aurora) o del americano Jules Dassin, emigrado de Hollywood, que dirige Du rififi chez les hommes (Rififi) el mismo año que Jacques Becker realiza Touchez pas au grisbi (No toquéis la pasta, 1954).

LA NOUVELLE VAGUE Y EL CINE JOVEN

Dos años más tarde, en 1956, la película de un principiante, Roger Vadim, provocaba un escándalo. En ella, una actriz se desnuda sin ningún pudor: es Brigitte Bardot, que encarna el personaje de una joven que reivindica su libertad y rechaza toda moral convencional. Et Dieu créa la femme (Y Dios creó a la mujer) causó, sí, una conmoción, pero hay que reconocer su sinceridad y su espontaneidad, en fuerte contraste con la producción tradicional. Al año siguiente, Louis Malle (1932-1995) dirigió Ascenseur pour l’échafaud (Ascensor para el cadalso) y Claude Chabrol (1930-) comenzaba La beau Serge (El bello Sergio). Tres jóvenes cineastas, pues, dos de los cuales carecen además de experiencia de dirección, que ruedan una «gran película», mientras algunos otros principiantes, como François Truffaut, Jean-Daniel Pollet, Jacques Demy, Jean-Luc Godard o Jacques Rozier, dirigen cortometrajes.

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Estas son las primeras manifestaciones de una Nouvelle vague que, si no desbarata el cine francés, al menos sí convulsiona su tradición comercial y artística para transformarlo en un «cine nuevo» cuyas bases serán, además de Zazie dans le métro (Zazie en el metro, 1960), de Louis Malle, Hiroshima mon amour (Hiroshima, mi amor, 1959), de Alain Resnais, y Au bout de souffle (Al final de la escapada, 1960) de Jean-Luc Godard (1930-).

En sus inicios, la Nouvelle vague se presenta como un fenómeno a la vez artístico, económico y sociológico. Su mismo nombre se toma prestado de una encuesta demográfica llevada a cabo por un semanario parisino. La publicidad asegura su suerte cinematográfica, al tiempo que la prensa subraya la originalidad del «joven cine»… olvidando lo que éste debe a J. Becker, a A. Astruc, a R. Bresson, a J. P. Melville y a unos cuantos más. Para los productores, la Nouvelle vague significaba películas de bajo coste, es decir, un medio para paliar la crisis económica que amenazaba al cine desde la aparición de la televisión. Por lo tanto, al menos durante algún tiempo, se confía plenamente en los jóvenes cineastas y se favorece la producción de sus primeras obras.

De los directores a los que se les abren las puertas de los estudios -unos estudios que ellos mismos habían rechazado en ocasiones precedentes-, muchos proceden de la realización de cortometrajes y no son precisamente unos desconocidos: tienen tras ellos una larga experiencia del «documental», que durante años han tratado de transformar con sus trabajos.

Es el caso, ante todo, de Alain Resnais (1922-). Montador de prestigio -ha colaborado en Paris 1900 (Nicole Védrès en 1947)-, Resnais había dirigido varias películas documentales además de Les statues meurent aussi (1953), con Chris Merker, tales como Nuit et brouillard (Noche y niebla, 1955), Toute la mémoire du monde (Toda la memoria del mundo, 1956) y Le chant de Styrène (El canto de Styrène, 1956). Su lucidez le hace «sentir» hondamente el mundo contemporáneo, sus angustias y su absurdo. Hay en él una inquietud plenamente expresada mediante una puesta en escena que recurre a nuevas estructuras audiovisuales. Hiroshima mon amour (1959) amplía enormemente los temas de sus películas anteriores. Se trata de una obrar mágica en la que se enfrentan el amor y la muerte, la libertad y la alineación, el pasado y el futuro, la eternidad y el instante. La película, de estructura cinematográfica extremadamente compleja, impone su fascinación al espectador y exige de él una activa participación intelectual. Es un objeto estético que hay que interpretar sin recurrir a las categorías habituales. Cada interpretación (historia de una persuasión, aventura de una liberación, búsqueda de un tiempo perdido, toma de conciencia de un aniquilamiento, etc.) remite a otra sin agotar nunca la película.

Esta tentativa de reestructuración del tiempo y del espacio en función de la memoria o de lo imaginario será llevada aún más lejos en L’année dernière à Marienbad (El año anterior en Meriband, 1961) y en Muriel (1963) sin que Resnais, demasiado abstracto en la primera y demasiado literario en la segunda, logre revivir la honda sensibilidad de Hiroshima mon amour.

Al igual que Resnais, Georges Franju (1912-1987) rueda La tête con tre les murs (La cabeza contra la pared), su primer largometraje, en 1959. Después de la guerra, Franju dirige varios cortometrajes, que se cuentan entre los más incisivos y poéticos del documentalismo francés (Le sang des bêtes, Hôtel des Invalides). En La tête contre les murs hallamos la misma lucidez, la misma ternura que triunfa sobre la crueldad, el mismo poder que hacer surgir el surrealismo poético de la banalidad de lo real. Del cortometraje proceden también P. Kast, un moralista en la tradición de Lacios (Le bel age; El bello arado, 1960); Jacques Baratier (Goha, le simple, 1957) y Agnés Varda, el realizador de Cléo de 5 à 7(1962), cuyo significativo experimento, La pointe courte (1954), ha pasado prácticamente inadvertido.

Para otros, el cortometraje no representa más que una breve etapa, el prólogo a la «gran película». Así es en el caso de Jacques Rivette (1928), autor en 1956 de Le coup du berger (El golpe del pastor) y en 1958-1961 de la singular película París nous appartient (París nos pertenece), una auténtica obra maldita rechazada tanto por la distribución como por la empresa cinematográfica; de Jacques Doniol-Valcroze (L’eau à la bouche; El agua en la boca, 1960); de Jacques Demy, cuya Lola (1961) conjuga de manera sorprendente la magia y el realismo; de François Truffaut (1932-1984), el cineasta más sensible -si no el más personal- de la Nouvelle vague; un autor próximo a Vigo, unas veces amargo e inquieto, otras inclinado a la comicidad y al humor absurdo, y otras profundamente lírico, como en Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes, 1959), Tirez sur le pianista (Disparad al pianista, 1960), Jules et Jim {1962) o La pean douce (La piel dulce, 1963); y el caso, finalmente, de Jean-Luc Godard, que rompe con más brillantez que el resto las estructuras dramáticas y psicológicas del cine francés tradicional.

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Au bout du souffle, de 1960, parece llevar esta ruptura hasta la provocación, a tal punto llega a embrollarse la puesta en escena y la incoherencia de la construcción. De hecho, la constante improvisación que preside la dirección de la película le otorga una libertad y una espontaneidad cuyos equivalentes cuesta encontrar. El disparate de las imágenes expresa una honda relación entre la película y la realidad y su encadenamiento descansa únicamente sobre la unidad de intención del autor. Las películas dirigidas posteriormente por Godard, como Le pétit soldat (El soldadito, 1961), Une femme est une femme (Una mujer es una mujer, 1961-63), Les carabiniers (Los carabineros, 1963), Le mépris (El desprecio, 1963), Bande apart (Banda aparte, 1964) o Une femme mariée (Una mujer casada, 1964) continuarán impulsando esta búsqueda-unas veces inquieta, otras serena; unas emocionante, otras irritante- de un cine considerado como el medio de expresión más personal y maleable.

A excepción de J. Demy, estos directores son también críticos que escriben en Les cahiers du cinéma, desde cuyas páginas luchan por un cine francés libre de estereotipos. La virulencia de sus artículos y su intransigencia no se olvidan fácilmente y más de una vez se han visto pagados sin escrúpulos con la misma moneda. Muy pronto se les acusará -a veces con razón- de introducir en sus películas convencionalismos de otro tipo; y enseguida crece la polémica en torno a cada película de Godard, de Truffaut o de Chabrol, cuyas pocas obras personales -en el caso de este último, Les bonnes femmes (Las buenas mujeres) o Les Godelureaux, ambas de 1960- ¡son precisamente las peor recibidas!

Varios fracasos comerciales parecen amenazar el futuro de este joven cine; entretanto, dentro de la Nouvelle vague o al margen de ella, éste se prolonga bajo formas diversas.

A los nombres ya citados habría que añadir el de Jean-Pierre Melville, autor de Deux hommes dans Manhattan (Dos hombres en Manhattan, 1959) y de Leon Morin prêtre (León Morin padre, 1961); el de Chris Marker y su Lettre de Sibérie (Carta desde Siberia) y Le joli mai (Un mayo hermoso); el de Armand Gatti (L’enclos -El cercado-), de Henri Colpi (Une si longue absence -Una ausencia tan larga-); y, entre los cineastas de la nueva generación, el de Jacques Rozier (Adieu Philippine), de Philippe de Broca, de Robert Enrico y de Michel Drach.

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En más de una ocasión se ha intentado hacer distinción de corrientes dentro del cine de aquel tiempo: la línea de intelectualidad de Resnais, la libertad de expresión de Godard, el gusto por el estilo de Malle, la poesía de Demy… Distinciones bastante arbitrarias y a menudo desmentidas por la propia obra de los cineastas. ¿Acaso Muriel y Feu follet carecen de sensibilidad?; ¿o Vivre la vie de rigor dramático?; ¿y La baie des anges de realismo?

Lo cierto es que, si cabe desde luego aislar ciertas características dominantes, éstas son inseparables de ese ir y venir entre el sueño y la realidad, entre la espontaneidad y una cierta abstracción, que marca toda la historia del cine francés. De haberlo deseado, el cine de entonces no habría sido capaz de romper con su pasado. Y, si se declara seguidor de Vigo y de Renoir, es simplemente porque en las obras de éstos admira la mezcla de lo imaginario y lo real, de la poesía y la verdad, y porque aspira a su vez a fundirlos en sus películas. Quizá les falte a estas últimas ser tan significativas de nuestro tiempo como aquellas lo fueron del suyo.

ESCRITOS Y ENSAYOS FUNDAMENTALES OEL CINE FRANCÉS

Louis Delluc, Ecrits Cmémtuographique, 4 vols.; París, Cinémarheque frangaise, 1985-1990.
Abel Gance, Prisme; 1930; reeditado en 1986, París, Ed. Samuel Tastet.
Marcel L’Hibiert, Le Tête qui tourne, París, Ed. Relfond, 1979.
Jean Epstein, Ecrits sur le Cinéma, 2 vols, Ed. Seghers, París 1974-75.
René Clair, Cinéma d’hier, cinéma d’aujourd’hui, París, Gallimard 1970.
Jean Vigo, OEuvre de Cinéma, París, Ed. Cinémathèque française / L’Herminier, 1985.
Jean Renoir, Ecrits 1926-1971, París, Ed. Belfond, 1974.
Jean Renoir, Ma vie eí mes films, París, Flammnrion, 1974 Traducción al castellano: Akal, Madrid 1993.
Jean Renoir, Entretiens et propos, París, Cahiers du Cinema, 1979.
Jean Renoir, Correspondance 1913-1978, París, Plon, 1998.
Marcel Pagnol, Confidences, París, Ed. Julliard, 1981.
Robert Bresson, Notes sur le Cinématographe, Ed. Gallimard, 1975. Traducción al castellano: Ed. Ardora, Madrid 1997.
Louis Malle par Louis Malle, con la colaboración de Sarah Kant; París, Ed. de L’Athanor, 1978.
Claude Chabrol, Et pourtant je tourne…, París, Ed. Robert Laffont, 1976.
François Truffaut, Les Films de ma vie, París, Flammaricm, 1975.
François Truffaut, Correspondance, Ed. Hatier / 5 Continents, París 1988.
Godard par Godard, París, Ed. Cahiers du Cinéma, 1985.

La historia del cine francés tiene sin duda un «después» de la Nouvelle vague. Es verdad que, como ha señalado Jean-Pierre Jeancolas en una reciente historia del áne francés (Nathan, París 1995; en castellano: Acento Editorial, Madrid 1995), el último cuarto del siglo pasado bien puede llamarse el del «cine relativo». Pues, ya para entonces, la televisión sustituía al cine en no pocos aspectos del entretenimiento y la información creativa en las sociedades desarrolladas, y en las no tan desarrolladas. El tándem autor-productor, además, tan fructífero en las décadas precedentes, había sido ampliamente rebasado por la fuerza de las grandes empresas distribuidoras, con primacía de las americanas. Y, en fin, también habría que señalar el fin del cine de género, tal y como se había entendido y explotado hasta entonces. Si estos elementos apuntaban, pues, a ésa homogeneización de los productos cinematográficos con los audiovisuales que, nos guste o no, es señal característica de nuestro tiempo, por otra parte el final del siglo XX fue capaz de mostrar en Francia, si no corrientes comunes que englobasen a varios directores de renombre, sí una nómina muy amplia de realizadores individuales capaces de mostrar sobre la pantalla un mundo personal ampliamente independiente de etiquetas y clasificaciones arbitrarias: André Téchiné, Claude Miller, Bertrand Tavemier, Alan Cavalier, etc.
Sin embargo, como recientemente ha recordado Collar (
Nuestro Tiempo, nº 569), aún se hacen notar las ondas expansivas de la vieja Nouvelle vague. Truffaut en 1984 y Jacques Demy, en 1990, completaron su obra hasta hacerla prolífica, antes de dejarnos: de 22 títulos se compone la del primero y de 17 la del segundo. Claude Chabrol tiene 12 años y 70 títulos a su espalda; Jean-Luc Godard parecidos años y casi sesenta películas (la última, un capítulo de la colectiva Ten minutes older, presentada hace unos meses en la última edición del Festival de Venecia). Rivette a sus 73 sigue dirigiendo y, lo que es aún más impresionante, a sus 83 años, Eric Rohmer no sólo dirige, sino que cosecha éxitos y logra que su cine se vea en todo el mundo. Si, en definitiva, el cine francés padece los males comunes al de un cine globalizado (el del mercado audiovisual) sus raíces no están secas y sigue brillando como un punto de referencia. Un periodo, en definitiva, de la historia del cine francés, por el que Nueva Revista tendrá que interesarse con más detalle en alguno de sus próximos números. (NR)

© del texto original: Alan Lovell (ed.), Lart du cinema dans dix pays européenes, Conseil de la Cooperation Culturelle du Conseil de lEurope, Estrasburgo, 1969.
© de la traducción al castellano: Mercedes Perruca