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Acaba de publicar una antología de poemas al padre, a la figura del padre, y antes el último tomo de sus diarios, y antes una colección de aforismos, producciones todas que se suman a otras antologías, y a otros dietarios, y a otras recopilaciones, y a otros poemarios, al tiempo que saca un artículo al día en el Diario de Cádiz y algún relato de verano por entregas, con lo que va construyendo una de esas obras que, completas, ocupan una balda entera de una biblioteca.

Quien abra cualquiera de sus libros por la solapa, leerá una fecha: 1969.

El año de mi nacimiento. Enero de 1969. Tiene gracia pensar que mis padres, que lo último con lo que tenían que ver era con el espíritu de Mayo del 68, estaban por entonces haciendo el amor y no la guerra. Pero cronológicamente es exacto.

Seguimos con la portada: “Murcia, pero El Puerto de Santa María”.

Con eso quiero señalar que no nací en El Puerto, sino que me llevaron a nacer a Murcia, lo que, por otra parte, considero una predestinación feliz.

¿Feliz por qué?

No sólo porque Murcia es estupenda y mi madre fuera de allí, sino por lo que el viaje tuvo de vuelta.

¿De vuelta ya, tan chiquitito?

De vuelta, sí. Aunque es verdad que lo de “de vuelta” tiene un punto de cansancio, y no es mi caso. Digamos mejor, de regreso. De regreso a casa, al Puerto de Santa María.

Lo poco que le gustaba viajar ya entonces, hay que ver.

Viajar puede ser perjudicial para la imaginación.

Suena a pretexto. ¿No será que le da pereza salir de casa?

Contra lo que parece, no es salir lo que me molesta de los viajes, sino no entrar: la superficialidad del turismo, el pasar tan rápido por los sitios, tocando solo la fachada, sin tratar apenas con los indígenas…

¿Es este el contexto donde cabe hablar de desprendimiento de rutina?

La expresión no es mía, sino de Juan Bonilla, solo que él la emplea en sentido positivo. Para mí, en cambio, el desprendimiento de rutina te ciega. Por no hablar de que a los que amamos la rutina, esta nos elude.

¿Amar la rutina? Pero si la rutina es, precisamente, la queja general.

Lo sé. Pero yo llevo años aspirando a la rutina y todos los días me surge algo que me la fastidia, nunca consigo decir “joé, qué rutinario todo”, siempre hay una distorsión.

Mire que es escritor, ¿no se supone que deberían pasarle cosas, cuanto más extraordinarias mejor?

Para ser escritor hay que tener paz para pensar y hablar de las cosas que uno conoce bien. Por la tranquilidad, entre otras cosas, El Puerto es un sitio estupendo para nacer -o, al menos, para vivir- si uno quiere ser escritor.

Que se lo digan, entre otros, a Pedro Muñoz Seca.

La familia Muñoz Seca es, tal vez, la más amiga de la mía; generaciones y generaciones en paralelo. Desde mi bisabuelo Enrique Máiquez, amigo del otro médico del Puerto, Francisco Muñoz Seca, siempre un Máiquez ha sido amigo de un Muñoz. Y, sin embargo, la influencia literaria de Pedro Muñoz Seca me llega por mi abuelo murciano, que se sabía de memoria La venganza de Don Mendo.

¿Dichosa edad y siglos dichosos aquellos en los que los abuelos recitaban a los nietos largos poemas?

La relación de la memoria con la poesía es esencial.

¿Por qué?

Porque significa llevar fisiológicamente inscrito en tus neuronas un tesoro de belleza. De hecho, el consuelo de saberse poemas de memoria es un denominador común entre gentes que han tenido experiencias de cárcel, de cautiverio, de campos de concentración…

¿Cuál cree que es la razón?

Descubrir, quizá, que el poema que recitamos no es solo un poema, un buen poema, sino también una oración, un sostén moral, sin duda.

Imagine que es Edmundo Dantés y que está encerrado en el castillo de If.

Me veo más como personaje de Fahrenheit 451, la novela o la película.

Pues imagínese en Fahrenheit. ¿Qué poema memorizaría?

El Magníficat o un canto de la Divina Comedia. Algo de mucho aliento.

¿A qué tanto esfuerzo, pudiendo aprenderse un haiku?

Porque el haiku se prende de la memoria, no se aprende.

Haikus, microrrelatos, aforismos… ¿Por qué esta fiebre por lo breve?

Podemos hablar de píldoras de brevedad, de un tratamiento homeopático en la sociedad de la prisa, contrarrestando tanta frivolidad o superficialidad. Por otro lado, la literatura de lo breve tiene una larga historia.

Lo bueno si breve…

Pero no solo Gracián. El aforismo es de los romanos acá y el haiku explota en el siglo XVI. Aunque es verdad que ahora estamos aquejados de esa fiebre de la que habla, la fiebre de lo breve.

Fiebre a la que tampoco escapa el ensayo.

A mí no me disgusta. Permite al ensayista una aproximación más bien lírica, una manera elegante de expresar una intuición, sin tanta erudición gratuita ni tanta sistemática sistematización, como recalca la redundancia.

Y en este vivir deprisa, ¿dónde quedan los largos poemas épicos, los grandes cantares de gesta?

En algunas novelas de hoy, incluso en series de televisión, y también en la suma de los poemas breves de un mismo autor.

Póngame un ejemplo de esto último.

Miguel d’Ors. Si sumas todos sus poemas, te sale el gran poema épico de una vida, la suya, la de Miguel d’Ors, como él escribe a veces. Esto lo argumenté, por cierto, sin ninguna brevedad, en el prólogo de sus poemas reunidos.

Ya que habla de obras completas, en la biblioteca pública del Puerto están las de Pemán, y en la ficha de préstamo y devolución de cada uno de los tomos figura, entre otras firmas, la de un lector recurrente: usted.

Como articulista, Pemán es un referente único para mí, sobre todo por esa manera tan gaditana de ser anglófilo y viceversa. A Pemán, por cierto, lo conocí en el despacho de su viña de Jerez, en El Cerro de Santiago, siendo yo muy niño. Recuerdo que me dio un cachete -¡plaf!- que tuvo mucho de espaldarazo feudal, quiero pensar.

Que no de intercambio intelectual, entiendo.

Eso pudo ser más con Alberti, al que también traté, solo que más crecidito yo, ya muy mayor él. Ir a visitarlo fue un empeño de mi padre, amigo de Alberti de la Academia de Bellas Artes de Santa Cecilia, en El Puerto. Mi padre insistió en que le llevara, dedicado, mi primer libro de poemas.

Y con lo obediente que es usted, no le quedó sino decir que sí, imagino.

Por supuesto, pero me costó. Porque me parecía muy poco natural. Alberti ya no estaba para hablar de literatura, y menos con un poeta de veintitontos años.

Y sin embargo…

Hizo muy bien mi padre en llevarme a visitarlo con frecuencia. Es un poeta que me ha influido mucho en el dominio de la forma, en la variedad, en cierto andalucismo luminoso.

No así en la mala leche, no así…

Alberti tenía un punto, es verdad.

¿Llegó a sufrirlo usted?

Era muy amable, en general, pero cuando le llevé mi poemario, me pidió que le leyera… ¡el peor poema del libro! Y -por una vez- estuve rápido.

¿Cómo de rápido?

Busqué el poema más albertiano de todos y se lo leí, declamándolo un poco a su modo, en lugar de decirle lo propio de un poeta recién editado, que pensaba que no había ningún poema tan malo en el libro, porque los malos no lo habían incluido.

¿Y cómo reaccionó él?

Quedándose muy amoscado. “Hombre, tan malo no es”, me dijo. Ya digo que, por una vez, estuve rápido.

No estaría ya para hablar de literatura, pero sí parecía reconocer sus versos en los de otro, aunque fuera lejanamente.

Y no solo eso, sino que cuando le pregunté por Gerardo Diego, por la poesía de Gerardo Diego, poeta rival de generación, me recitó con mucha emoción aquellos versos dedicados a la Virgen: “Era Ella,/ y nadie lo sabía./ Pero cuando pasaba/ los árboles se arrodillaban”.

Poesía y memoria, de nuevo.

Lo que, a su vez, me lleva a recordar que en mi casa había cierta rivalidad entre mi padre, más de Alberti, y mi madre, más de Miguel Hernández.

Entre eso y aquel largo, cálido y apasionado Mayo del 68, cualquiera diría que se conocieron militando en el PCE.

Unos padres tan conservadores como ellos, sí, quién lo diría. ¿Imagina a los padres de Pablo Iglesias discutiendo quién es mejor poeta, si Foxá o si Sánchez Mazas?

En cualquier caso, ni Alberti ni Miguel Hernández se hubieran sentido extraños en su casa; por la cosa social, digo.

Miguel Hernández pertenecía a la clase acomodada de su pueblo, Orihuela, otra cosa es que se creara el mito de unos orígenes muy humildes, algo que nunca hubiera hecho Alberti, muy comunista, vale, pero encantado de ser un Merello del Puerto.

Hemos hablado de poetas y hemos hablado del Puerto, lo cual nos lleva, y con solución de continuidad, a Juan Ramón Jiménez.

Juan Ramón estudió en los jesuitas del Puerto, y no se trató de un paso por el colegio sin más. Le marcó mucho.

Ahí su inédito, el del Dios deseado y deseante.

Se trata de un inédito con una clave biográfica evidente, por más que haya una cierta discusión entre los críticos al respecto. A mi entender, Juan Ramón supera el inmanentismo y habla de un Dios muy personal, el Dios de su infancia, el Dios, en fin, que le enseñaron en los jesuitas del Puerto. Por cierto, que aquel inédito fue lo último que leí con mi madre, ya muy enferma en el hospital.

Su madre, otra vez su madre.

Hubo uno que, reseñando el libro de poemas en el que trato de la muerte de mi madre, se puso a hablar, muy sesudo, de complejo de Edipo.

¿Le envió a sus padrinos?

La verdad es que me pilló tan lejos -lo del complejo de Edipo, digo- que me hizo hasta gracia. Porque no es verdad. Sí es verdad que mi madre me influyó -mucho- y en muchas cosas.

Por ejemplo.

Cuando nosotros éramos muy pequeños, estuvo a punto de morir. Todo el mundo comentaba, cuchicheando a nuestras espaldas, lo mala que estaba, y lo oíamos. Los médicos la daban por imposible, pero se salvó de milagro, y entonces siempre tuvo el signo de alguien que ha vuelto de la muerte. Eso marca también a los hijos.

¿Qué años tenía usted?

Seis cuando enfermó, diez cuando le dan el alta y cuarenta cuando muere. Vamos, que he vivido treinta años con lo más cercano que hay a un resucitado.

Treinta años de tiempo de prórroga.

Se nos olvidó poco a poco que era una prórroga; pero a ella no se le olvidó nunca que había visto a la muerte cara a cara.

¿Qué consecuencias tuvo todo aquello en la familia?

La muerte en casa era una más, como una nanny. De resultas, somos bilingües de la vida y la muerte.

Una nanny un poco tétrica, como de susto, ¿no?

No. Porque cuando mi madre vuelve a casa -después de dos años ingresada en Madrid, uno de ellos sin venir al Puerto ni una vez- lo hace con una alegría insumergible, con el convencimiento de que la vida es un regalo.

Y en lo que a usted respecta, o sea, literariamente, ¿qué ventaja se le siguió de aquel trato familiar con la muerte?

Que los obituarios me salen muy fácil.

Vista así, como una nanny que, encima, le resuelve los artículos más urgentes, la muerte luce, desde luego, amable.

Y aunque me llevo muy bien con la muerte, no tengo ninguna prisa con reunirme con ella. Me queda mucho por escribir.

Escribir ¿para qué? O si lo prefiere: ¿por qué?

Para disfrutar, porque me entusiasma.

¿Solo por eso? ¿Y qué hay, qué sé yo, de cambiar el mundo?

Es verdad que uno intenta hacer el bien haciendo bien lo que hace. Pero yo defiendo mis ideas porque es una materia prima de mi literatura. No porque crea que esas ideas necesiten de mi defensa. Sobre todo, escribo para suplir ciertas carencias expresivas de oralidad.

A ver, a ver, ¿cómo es eso?

La necesidad expresiva que todos tenemos a mí no me la satisfacen mis intervenciones orales, muy embarulladas. En este sentido, escribir es una manera de decirme a mí mismo -y decírmelo bien- lo que pienso; necesidad que ya sentía cuando era más joven y no pensaba en publicar siquiera.

Quién le iba a haber dicho a aquel joven que publicaría, y todos los días.

Últimamente hay gente a la que le gusta, en general, lo que escribo, pero que me advierte de que, si no tuviera una columna diaria, quizás acertaría más, me concentraría mejor.

¿Cómo reacciona usted?

Asiento y pongo cara de humildad, naturalmente.

Y sin embargo…

Sin embargo, estoy seguro de que si escribiese solo dos días por semana seguiría siendo irregular y acertaría menos porque tiraría menos a la diana. Quiero decir con esto que mis desfallecimientos no los imputaría a la periodicidad de la columna, sino que son desfallecimientos propios del talento o del ejercicio.

¿La escritura como ejercicio?

Y el ejercicio como problema.

¿Problema en qué sentido?

En el de que su mayor dominio puede terminar suponiendo el mayor peligro.

¿Peligro de lesión quizás?

Peligro, más bien, de terminar tirando de oficio. Porque un buen texto tiene que tener lo que los ingleses piden: head, hand and heart, es decir, cabeza, mano y corazón, esto es, pensamiento, oficio y, eso, corazón.

¿Quiere decir que cuando se tiene mucho oficio…?

… el folio puede rellenarse sólo con la mano. O sólo con la cabeza. O sólo con el sentimiento. Y hacen falta los tres, agitados, no revueltos.

¿Pero se da cuenta el lector de todo eso, hila tan fino acaso?

Es asombroso lo matemática que es la lectura. Cuando un artículo te ha quedado redondo, te lo señala todo el mundo; el lector tiene un olfato que admira y asusta.

Entonces ¿es inevitable que el exceso de oficio lleve al desfonde de la prosa?

Pienso que hay que andarse con muchísimo ojo, sobre todo con los trucos, los recursos, los giros hechos. Pero también creo que se puede atravesar por el artículo diario y conservar un cierto temblor.

Supongo que no es casual que hable de oficio, no de hobby.

Hobby me horroriza, como palabra y como pasatiempo. Si hablo mejor de “oficio” no es solamente, aunque también, por mi persistente empeño en cobrarlo. Me conformo, eso sí, con cobrar algo, y subrayo lo de “algo”.

¿Tiene que subrayarlo a menudo o qué?

Sí. La suerte es que me sé ya el argumento de memoria. Digo que, si un fontanero no tiene que dar excusas por cobrar por su trabajo, ¿por qué habría de hacerlo yo por escribir?

¿Por amor al arte quizás?

Pero es que el arte siempre es gratis. Lo que se cobra es lo demás: el tiempo empleado, el envoltorio, los gastos de transporte y material, la carpintería o, por seguir con el ejemplo de antes, el oficio, la mano, no el corazón ni la cabeza. Yo creo que, cuando Samuel Johnson decía que solo los badulaques escriben gratis, nos avisaba de esto.

Váyale con todo esto a uno que diga que la literatura se hace entre dos: el escritor y el lector.

Se hace entre los dos, eso es verdad. Por tanto, ese mismo lector podría preguntarme, con más razón que un santo, que por qué no cobramos los dos, pues tan valioso es lo que yo escribo como su atención. A partir de ahora, esto me va a servir de consuelo: pensaré que cobro tan poco porque es la mitad, lo justo.

Una lectora que sí podría reclamar su parte en su obra es Leonor, su mujer, tantas veces presente en lo que escribe.

Hasta el punto de que tengo la mala conciencia de haberme casado con ella en régimen de separación de bienes, y no de gananciales.

¿Qué le descarga la conciencia?

La certeza de que a ella le da igual. Se rige por las arras de la fórmula eclesiástica: todo lo mío es suyo y viceversa.

Por cierto, ¿qué tal musa es?

Beatriz se cruzó con Dante dos veces y ya está. Leonor trabaja más; es una musa a pie de obra.

¿Sabe usted por qué matrimonios como el suyo, bien avenidos y tal, dan literariamente para tan poco, más allá del libro sesentero titulado Vida conyugal sana?

Aquel era, a propósito, el único tomo de casa de mis padres que estaba vuelto del revés, para que no lo leyéramos, lo cual, claro, era una invitación irresistible a la lectura. Tengo que preguntar a mis hermanos si ellos también lo leyeron.

Cosa seria la de la vida conyugal sana, ¿no?

Cosa seria, sí, que exige, por otro lado, saber reírse, porque, claro, una situación así, tan sostenida, con sus altos y sus bajos, precisa, necesariamente, del humor, del buen humor.

Volvamos al déficit inspirador de los matrimonios felices en la narrativa.

Wislawa Szymborska dijo en la recepción del Nobel que, al contrario que de deportistas o militares, no había grandes películas de escritores. Porque no vas a filmar a un tío horas delante de un papel en blanco rascándose la cabeza, levantándose, tomándose el enésimo café, tachando una línea… Pues con el matrimonio igual: falta la espectacularidad.

¿Podemos concluir pues que la mayor cantidad de épica que permite el matrimonio es huir de las estadísticas de divorcio?

Empieza a tener su emoción; pero yo no querría incurrir en eso tan miserable de ver cómo van cayendo matrimonios a nuestro alrededor y decir “resistamos, vamos a ser los únicos, vamos a ser los últimos…”

¿Dónde queda entonces la aventura, la emoción?

En pensar lo vertiginoso que pasa el tiempo cuando se es feliz, en poder decir que parece que fue ayer cuando nos casamos.

Eso, pensar lo rápido que ha pasado el tiempo a su lado, es lo único que le recrimina Albert Boadella a Dolors, su mujer.

¿De verdad? ¿Sí? ¿En serio? ¡Anda! Pues me alegra muchísimo. Qué alegría -intelectual- hay en la coincidencia.

Acaba de derribar usted solito un mito: el de la originalidad.

Hombre, es que produce satisfacción pensar algo y ver que alguien a quien admiras ha pensado lo mismo. No seré el más rápido, pero razono bien, me digo.

Y esa alegría en la coincidencia ¿le ha sucedido leyendo poesía sobre la cosa matrimonial?

De hecho, una ilusión mía es hacer una antología de poesía de amor conyugal.

¿Da el tema para tanto?

Mucho más de lo que parece. Por ejemplo, Miguel Hernández, que tuvo unos comienzos de poeta católico, siempre asoció el amor con el sexo y éste con la fertilidad, o sea, un amor encarnado, muy material, muy abierto a los hijos, y de una manera muy evidente, muy carnal, bien sensual, como creo que demostré en un ensayito.

Conclusión.

Poesía y amor conyugal tienen mucho que ver. Por eso de sacar la máxima potencia: el matrimonio de la vida -de la vida común, en ambos sentidos- y la poesía del lenguaje común. De hecho, a mis alumnos les digo que la poesía son los cien metros lisos del lenguaje, el lenguaje corriente corriendo a toda mecha, en plenitud de facultades.

Ya que saca el tema, ¿qué tal anda usted de facultades?

¿Por?

Porque en la primavera de 2007 escribió un elogio de las sirenas de los mercantes y en el otoño de 2015 arremetió en una columna contra esas mismas sirenas porque no le dejaban dormir. ¿El poeta se hace mayor o qué?

Mario Quintana, otro de mis autores de culto, viene a decir que quien no se contradice no es sincero. No es lo mismo una tarde de niebla oyendo las sirenas de los barcos que una noche en blanco por culpa de esas mismas sirenas. En uno y otro caso, fui sincero.

De quien no parece hartarse es de los alumnos, por más que últimamente aparezcan menos en sus diarios.

Los alumnos son una enseñanza continua. Si hablo menos de ellos es porque ahora soy jefe de estudios. Necesito volver a ser profesor de infantería. Entre otros motivos, para que mi diario vuelva a mejorar, porque sin mis alumnos ha perdido uno de sus grandes puntales.

Echa de menos escribir sobre ellos, sí. ¿Y ellos leerse en lo que usted escribía?

En general, no me leen, pero están encantados de que sea escritor y algunos recortan mis artículos del periódico (que no leen). Si voy a hablar de ellos, les pido permiso antes y cuando se ha tratado de una cosa delicada, he guardado la anécdota para años después.

Al final resulta que toda vida tiene sustancia narrativa.

Toda vida lleva consigo su novela, como su sombra. Lo decía Galdós y lo repite Trapiello. Sus vidas, además, las de los alumnos, tienen mucho encanto porque están en ese momento auroral en que todo está por decidirse.

Cabe precisar que ni ellos son alumnos de Literatura ni usted profesor de dicha materia.

Soy profesor de Derecho Laboral y de Relaciones en el Entorno del Trabajo y ellos son alumnos de FP, en efecto.

¿Y no hubiera preferido enseñarles poesía?

Bueno, para explicarles qué es la motivación o el liderazgo les hablo del Cantar de Mío Cid.

¿Le escuchan?

Sí, porque la literatura se convierte para ellos en la puerta de escape para huir del Derecho Laboral, lo cual me parece muy exacto y pedagógico.

Consuélese, Tom Sharpe se hizo millonario con una novela dedicada a sus alumnos de FP. Por otro lado, el verano pasado usted principió, y con cierto éxito de crítica y público, con un relato por entregas en el Diario de Cádiz.

No hablaría de éxito, sino de microéxito. Además, no me considero un narrador.

Pues ahí queda Aristócratas Anónimos, su relato.

Me lo pidió mi jefe y como soy muy respetuoso con la autoridad, muy jerárquico…, me abandoné a la obediencia.

¿Y qué tal la experiencia?

Muy chula. Y, aunque me lo pasé tan bien, no termino de verme, insisto, como narrador. Si lo fuese, sería lo menos autobiográfico posible, además.

O sea, todo lo contrario que buena parte de su poesía, y que por supuesto su diario, y que muchos de sus artículos.

En una encuesta que nos pasaron a los colaboradores de The Objective, había una pregunta sobre si preferíamos los artículos con “yo” o sin “yo”.

¿Usted qué respondió?

Que yo sin yo no soy nadie.

Partidario, por tanto, del yoísmo.

Hace años estuvo de moda defender el carácter ficcional de la poesía, como si la poesía autobiográfica fuera menos poesía, menos literatura.

¿Cómo defendió la tesis contraria?

Escribiendo un poema en el que venía a decir que al lector que no me conoce de nada, ¿qué más le da si hablo de mí o no? Algo parecido a lo que se preguntaba Cernuda de Falalei, de la belleza de Falalei, aquel personaje de Dostoievski. ¿Inventó Dostoievski a Falalei o lo encontró en la vida? Qué más da; el mérito de regalarnos su belleza con unas pocas palabras es el mismo.

Oiga, ¿y en su biblioteca califica los tomos según los autores hablen de sí o de otros?

Mi biblioteca está ordenada por orden alfabético, que es el orden al cuadrado. Soy tan desordenado que necesito exagerar.

¿Y solo por eso la tiene ordenada así?

También porque mi concepción de la literatura es muy personalista. Si cogiera a un autor y colocase en una estantería sus novelas, y en otra su poesía, y en otra sus ensayos, si diferenciase por géneros, lo estaría desmembrando. Sin embargo, ver a Unamuno en una sola estantería -o a Chesterton en cuatro- es como respetar al autor, no romperle ni a él ni a su obra.

Por cierto, veo que la biblioteca, al menos sus estantes inferiores, están al alcance de Carmen y de Quique, sus hijos. ¿Una manera quizás de iniciarles en la lectura?

La biblioteca estaba aquí antes de que los niños llegaran, que parecía que no iban a llegar; no fue, por tanto, premeditado. En cualquier caso, mis libros y los niños conviven bastante bien. Se miran de reojo.

Llegado el momento, ¿les obligará a leer?

Espero no tener que llegar a eso. Aunque es verdad que cierta obligatoriedad es imprescindible. Sin referentes literarios previos, claros y memorizados, no se puede disfrutar de la lectura, que no solo es un coloquio entre el lector y el autor, sino una tertulia.

Volvamos a su biblioteca. Tiene más libros de los que nunca podrá leer. ¿Un libro no leído no es un objeto muerto?

Pues está muy bien expresado. Pero, ya le digo, la muerte es como una nanny para mí. Así que esos libros muertos también me acompañan. Hacen compañía sencillamente estando, por emanación. Espero, eso sí, que mi biblioteca no crezca mucho más.

Siempre le quedará el recurso de pedir que le entierren con los libros que quiso leer y no pudo.

Esa idea me la inspiró Dante Gabriel Rossetti, que enterró sus poemas con su amada difunta.

Aquí la pregunta es: ¿y qué culpa tienen los libros?

Por eso rechacé la idea: ninguna.

¿Y usted? ¿Qué culpa tiene usted?

¿De no haber leído todo lo que quise? Casi ninguna: tuve que vivir.

La carne es triste y he leído todos los libros”.

Eso es para preguntarle a Mallarmé: “Oiga, ¿qué mini-biblioteca tenía usted?”. La frase, desde luego, no va conmigo. Y no solo porque no haya leído todos los libros, sino porque la carne no me resulta nada triste. El autor querría representar el aburrimiento de vivir, el estar de vuelta, pero, como dije al principio, no me gusta esa expresión; yo voy de ida siempre, incluso aunque sea de regreso.