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Hacía tiempo que un joven Nietzsche se había sentido conmovido ante la música de Wagner. Tras cada concierto, muchos eran los motivos que le empujaban a conocerle; sus conocimientos musicales, las raíces filosóficas y filológicas de sus obras. Pronto vendría la ocasión y la primera visita, luego de haberse conocido en casa de Heinrich Brockhaus, un orientalista de Leipzig, se produciría el lunes de Pentecostés de 1869. Por aquel entonces, Wagner había retomado la tercera de las óperas de la tetralogía, Siegfried, dispuesto a terminar, de una vez por todas, uno de los proyectos musicales más importantes de la música occidental.

Entre el segundo y tercer acto de Siegfried median unos doce años de interrupción compositiva. Wagner abandona la partitura en julio de 1857, cuando ha finalizado el primer acto y está a punto de concluir el segundo. Es difícil pensar que es el mismo. En todo ese tiempo, importantes avatares acontecen en la vida personal y artística del compositor. Por ejemplo, es la época en que conoce a Mathilde Wesendonck, la musa que acabaría inspirándole el Tristan und Isolde. Caería en sus manos por entonces El mundo como voluntad y representación, la obra de Schopenhauer que trastoca su concepción de las artes y del mundo. Es la época de la obra de arte total, la gesamkunstwerk, de la que Tristán se revela como paradigma. Musicalmente, se produce un salto adelante, con el hallazgo de una nueva armonía, totalmente diferente de lo que se hacía hasta ese momento. La parte sinfónica de las obras wagnerianas toma aún mayor consistencia, en lo que se convertirá en la exploración más fascinante de los límites de la expresión musical, que terminaría por influir y hasta limitar toda la concepción artística posterior. Tras Wagner será mucho más difícil hacer música. Al menos tal y como se compone entonces.

También están todos los acontecimientos políticos posteriores a la revolución de 1848, donde compartió barricada en Dresde con un tal Bakunin. Desde que aquella revuelta fue aplastada, se vio obligado a vivir en Suiza, donde escribió El arte y la revolución y empezó a edificar el proyecto de los nibelungos como la muestra más fehaciente de que la obra de arte debe ser un fin en sí misma, liberándose de su progresiva mercantilización, que la desnuda de una verdad superior para acabar formándose «con aire autónomo, solitario y egoísta».

I

Desde la campiña de Tribschen se puede divisar la casa de tres pisos que ocupó Wagner mientras concluyó el vasto empeño del Anillo de los Nibelungos. Está situada sobre un promontorio, que recuerda los mausoleos de los césares romanos, con dos cipreses que flanquean su fachada principal. La simetría de sus nueve ventanas contribuye a dar un aire de orden y sosiego a todo lo que le rodea. Los de aquel verano de 1869 fueron días muy placenteros, con largos paseos por el lago de Lucerna y las interesantes tertulias después de cenar, sobre todo cuando venía a visitarles aquel estudiante que conoció en casa de su amigo de Leipzig. Les encantaba leer de forma conjunta El puchero de oro, de Hoffmann, de forma que bromeaban los días posteriores con los diferentes personajes del cuento. Con cada visita, el joven Nietzsche pasó a ser alguien fundamental en la vida de los Wagner. Corregía las pruebas de su autobiografía e incluso colaboraba con Cósima en los preparativos navideños.

No era para menos. Dice Rüdiger Safranski, en su biografía sobre el pensador alemán (Nietzsche. Biografía de su pensamiento, Tusquets, 2001) que «el drama musical de Wagner despertó en el joven Nietzsche la esperanza de una restauración de la vida espiritual de Alemania, que a su juicio estaba gravemente deteriorada por el materialismo, el economicismo, el historicismo y, políticamente, por la fundación del Imperio en 1871». La esperanza de un acontecimiento que espoleara la depauperada posición de lo artístico en la nueva Alemania que se había alumbrado tras las revoluciones, le impulsaba en su entrega a un ideal que pronto tomaría forma en aquellas óperas que el compositor estaba a punto de concluir.

En esa epopeya, Wagner tuvo claro que enfrentaría a dioses y nibelungos en una carrera frenética por el poder, representado en el Anillo. La salvación nunca podrá venir de los primeros, sino del hombre libre que sea capaz de trascender el círculo de transacciones, interés, poder y dominio que preside el mundo. Ese hombre es el nuevo héroe Sigfried, el que representa el renacimiento que esperaba Nietzsche: «Imaginémonos una nueva generación con esa mirada impertérrita, con ese rasgo heroico encaminado a lo terrible, imaginémonos el paso audaz de estos matadores de dragones, la osadía soberbia con la que todos ellos vuelven las espaldas a las doctrinas debilitantes del optimismo, para vivir enteramente resueltos. ¿No será necesario que el hombre trágico de la nueva cultura, en su educación para la seriedad y para el terror, apetezca […] un arte nuevo, el arte del consuelo metafísico?».

II

Nietzsche se levantó aquella mañana temprano, inquieto por el murmullo que venía del piso de abajo. Se vistió rápido, bajó las escaleras de los tres pisos y encontró a Wagner intentando organizar un pequeño grupo de somnolientos y algo apoyado en el pasamano del último escalón. Armados con sus violines, violas y violonchelos, no superaban los quince integrantes. Era el día de Navidad de 1870, el día del cumpleaños de Cósima, y aquello tenía toda la apariencia de una serenata mañanera. Los sobresaltarán, pensó un Nietzsche sorprendido por la preocupación que le despertaba de repente el pequeño Siegfried, el hijo de Wagner que había nacido en fechas recientes.

Sin embargo, lo que provino de aquella pequeña orquesta de cuerda improvisada fue la arrebatadora melodía de lo que se conocerá, desde entonces, como el Idilio de Sigfrido, que luego el compositor arreglaría para gran orquesta y que se convertirá, con el tiempo, en una pieza frecuentemente programada en las salas de concierto de toda Europa. Cuando apenas terminaron las primeras frases, se vio la mano de Cósima apoyarse en la barandilla del primer piso, mientras descendía lentamente la escalera. No se le había oído abrir la puerta. Sus movimientos eran tan sigilosos como la música que se asomaba a sus oídos y a los del pequeño Siegfried, que seguía dormido en el brazo de su madre, arrullado por los sonidos que había compuesto su padre; los mismos que Brünnhilde cantará recién despertada del largo letargo en el que le sumió Wotan a final de Die Walküre.

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En el final de Siegfried, el héroe descubre a la valkiria y dice conocer el miedo. Ese que procede del gesto de darse al otro. En el anillo wagneriano, sólo el amor y la belleza podrán derrotar al poder y al deseo de dominación. «El drama de los Nibelungos —escribirá Wagner— tomó forma en la época en que construí mi razón y mi mundo optimista sobre los principios helénicos, creyendo que para la realización de un mundo así, bastaba con que el hombre lo desease con su voluntad […] Recuerdo que con este propósito escribí la personalidad de Siegfried con la sola intención de presentar una existencia libre de dolor».

Siegfried es la encarnación del más puro idealismo, en contraposición a lo mundano de la nueva sociedad alumbrada tras la revolución industrial. Se trata de una ingenuidad que no le impide ser cruel, por ejemplo, con Mime y el dragón Fafner. Su personalidad le hará diluirse en una espiral de recelos y engaños que acabarán con su vida en la última ópera de la tetralogía. Dice Eugenio Trías en El canto de las sirenas (Galaxia Gutenberg, 2007) que Siegfried «nunca escarmienta en su impremeditación desmemoriada y absurda […] la valkiria queda encandilada por ese carácter sin dobleces: una especie de simplicísimo que constituye la más completa réplica a las contradicciones hegelianas que dominan y torturan el espíritu de Wotan».

El espíritu del nuevo héroe wagneriano no es nuevo. Bebe, sin duda, de la fatalidad de Tristán y de la desnudez épica de Walther von Stolzing, en Die Meistersinger von Nürnberg. Más adelante, su evolución cristalizará en Parsifal; otro ingenuo que, sin embargo, evoluciona a lo largo de la ópera hasta ser el brazo ejecutor de la redención largamente esperada por Amfortas y sus caballeros. Para todos estos personajes, y para Siegfried en particular, Wagner encontró ecos en obras de escritores muy queridos para él, como fueron el Emilio de Rousseau, el Segismundo de Calderón, o el Idiota de Dostoievski

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III

«Sigfrido es una idea colectiva […] La transformación del tiempo y del espacio. Es la esperanza de un futuro mejor que jamás se logrará porque el pasado —con su culpa— ha cohibido su creatividad», dice Carles Padrissa, miembro de la Fura dels Baus y director de escena de la producción de Siegfried que ha podido verse este mes de junio en el Palau de les Arts de Valencia. Es el punto y seguido de una magna producción que comenzó el año pasado con las dos primeras óperas de la tetralogía y que culminará el que viene con Götterdammerung. «Sigfrido es un mártir. La falta de miedo que lleva implícito el carácter de lucha, de inquietud, de optimismo y el no pararse ante ninguna adversidad».

Ya se habló en estas mismas páginas (En busca del principio, Nueva Revista, nº 112) del carácter ecológico de esta propuesta furera, que deslumbró a todos por su capacidad de atracción visual y la manera en que creó un universo propio de conceptos y relaciones, fundamental para la construcción de una mitología. En este Anillo se produce una confrontación fundamental entre lo mecánico, que representa el poder y deseo de dominación de quien posee el anillo, y la naturaleza, el amor, de quien procede el anillo y que se encarna principalmente en la relación que se fragua entre Brünnhilde y Siegfried. Esta propuesta entronca con la tesis de Thomas Mann de que Wagner es el primer artista de la modernidad que muestra el malestar de la civilización a través de sus personajes.

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Siguiendo la línea trazada en Die Walküre, en Siegfried vemos un Nibelheim situado bajo tierra, donde no luce el sol y grandes máquinas hacen que el mundo se mueva. Así se forja Notung, en una fragua donde vemos fuego real en el momento más luminoso de un primer acto. Los golpes de yunque evocan un cierto espíritu diabólico que Wagner siempre vio en la época industrial. Una vez, de visita en Londres, no pudo resistirse a escribir a Cósima y contarle la impresión que le dejó el ambiente que se respiraba en el puerto: «El sueño de Alberich se ha cumplido aquí: la casa del tesoro, Nibelheim, el dominio del mundo, la actividad, el trabajo, por doquier la presión del vapor y de la bruma».

En el segundo acto vemos a un dragón convertido en un ingenio mecánico, contra el que lucha el bueno de Siegfried. El renacimiento de los valores artísticos frente a la estrechez de miras del nuevo bienestar. Aquí, Padrissa hace evolucionar poco a poco el ambiente donde el héroe lleva a cabo sus hazañas, para hacerlas desembocar en un tercer acto prodigioso de ritmo y significación. No en vano es el acto que retoma Wagner doce años después de haber terminado el acto anterior. Algo ha cambiado: la música, el brío de los personajes; en el escenario del Palau de les Arts se abre camino un reino onírico, de fantasía que parece estar sacada de los dibujos animados nipones. «Esta música —escribirá Nietzsche— es retorno a la naturaleza, y a la vez purificación y transformación de la naturaleza; pues en el alma de los hombres más amantes surgió la necesidad de ese regreso, y en su arte suena la naturaleza transformada en amor».

Destacaron el Siegfried de Leonid Zakhozhaev, aunque el gran esfuerzo que demanda el papel hiciera que en el tramo final la voz se resintiera un poco. Extraordinario el Mime de Gerhard Siegel, quizá lo mejor de la noche. Mención aparte merece Jennifer Wilson, la Brünnhilde que tuvo un despertar pleno de fuerza para lograr agudos que barrieron el patio de butacas, como si de verdad hubiera estado veinte años dormida en aquella roca rodeada por el fuego. Musicalmente hablando, el dúo fue de lo mejor de la función, aunque hubiese sido deseable algo más de carnalidad en una escena que, al final, representa la fuerza del amor. La Orquesta de la Comunitat Valenciana sigue en dimensiones estratosféricas para una formación con tan escasa trayectoria; algunos ya se frotan las manos pensando en la apoteosis de esa orgía musical perpetua que es Götterdammerung. Zubin Mehta dirigió con algo de exceso de oficio algunas partes, donde podría demandarse algo más de emocionalidad.

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Cuando Siegfried llega al bosque y oye sus murmullos, vemos unos árboles humanizados, con alma. Quizá la metáfora más conseguida de toda esta producción sea la del propio anillo, cuyo oro está compuesto de hombres dorados desparramados por el suelo. El anillo que procede de la naturaleza, que está en ella, pero que si se utiliza de forma espuria, lleva a la perdición y al ocaso. Eugenio Trías lo ve así: «El poder de dominación está maldito. Si se posee, genera sufrimiento, caducidad, decadencia y muerte. Y si no se posee, arruina la felicidad a través de la más corrosiva de las pasiones tristes: la envidia». Precisamente el motor de las pasiones de los personajes de las tragedias de Shakespeare, a decir de René Girard. El final de toda esta espiral en estas obras es la muerte: una muerte sin redención posible. Frente a ese poder maldito emergerá, purificado, el poder del amor y la belleza.

Periodista y crítico musical