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El Anillo del Nibelungo, de Richard Wagner, pasa por ser uno de los desafíos más completos y exigentes que puede afrontar un teatro de ópera. Todo adquiere el relieve de una magna empresa, de una singladura con las previsiones meteorológicas más adversas. Por delante, casi quince horas de música, divididas en cuatro óperas, con unos personajes y una trama comunes. Estamos ante una de las grandes epopeyas que ha dado el arte occidental, donde la combinación de teatro y música alcanza cotas inexploradas.

Plantearse la puesta en escena de esta tetralogía requiere de un proyecto muy trabajado en todos los aspectos que concita una representación de ópera. Sin orden de importancia, se necesitan unos cantantes de enorme calidad, una orquesta de contrastada ejecutoria, un director de escena que sea capaz de extraer toda la energía teatral al libreto y un director musical con una idea omnisciente y próvida de la partitura. Y todo, en un equilibrio de exigencia artística y perfección, sin que unos aspectos preponderen sobre los demás. La obra ha de avanzar en total comunión.

A este quebradero de cabeza se enfrentan todos los años numerosos teatros de todo el mundo. En la mayoría de los casos, se representan las cuatro óperas en temporadas sucesivas. Sólo uno lo hace cada año y con la tetralogía completa en días seguidos: el teatro del Festival de Bayreuth, el que diseñara el propio compositor y fuera construido y sufragado por Luis II de Baviera. Unos y otros han cosechado éxitos y fracasos, o lo que es más habitual, producciones irregulares donde las cuatro óperas tienen un resultado distinto, donde un título es mejor que el otro, o viceversa. Es raro y difícil encontrar una producción redonda, donde música y drama alcancen un nivel sobresaliente durante toda la tetralogía. Buena muestra de esa dificultad fue la espantada del director de cine Lars von Trier en Bayreuth, donde a casi un año de estrenar, decidió renunciar a dirigir escénicamente la nueva producción del festival porque, según él mismo confesó, la encontraba «inabarcable». En los últimos años, ha destacado por encima de la media la producción de la Ópera de Stuttgart, dirigida por Lothar Zagrosek, que puede encontrarse en DVD. Entre las más recientes, buenas vibraciones cosecharon la primera ópera del ciclo en el Teatro Sao Carlos de Lisboa, con dirección escénica del siempre controvertido Graham Vick, y en el Festival de Aix-en-Provence, en coproducción con el Festival de Pascua de Salzburgo, con la siempre asombrosa Filarmónica de Berlín en el foso y su titular, sir Simon Rattle, a la batuta.

Lo que muy pocos preveían es que el recién inaugurado Palau de les Arts de Valencia decidiera lanzarse a su primer Anillo nada más comenzar su andadura operística. Lo cierto es que, mientras se sucedían los rumores sobre su inauguración definitiva, la intendente del teatro, Helga Schmidt, ya había empezado a tener las primeras conversaciones allá por 1999. El proyecto comenzó a trabajarse al año siguiente y ha podido estrenarse casi siete años después. Tanto tiempo, quizá, ha servido para que hayamos podido presenciar una producción sobresaliente, muy trabajada, que ofrece lecturas e interpretaciones muy interesantes y sugerentes de la gran epopeya wagneriana. Además, ha permitido que hayamos podido presenciar el prólogo –Das Rheingold– y la primera jornada –Die Walküre– en la misma temporada. La segunda y tercera jornadas, sin embargo, se pondrán en escena en temporadas sucesivas, con lo que el ciclo concluirá en 2009, el mismo año que Lisboa y Aix.

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I

Wagner decide componer el Anillo en un momento clave de su vida artística. Se revela el compositor en toda su madurez, en un proceso creativo que le proporcionaría una nueva teoría sobre la conjunción de ópera y drama. Tras finalizar Lohengrin, escribe el libreto de una nueva ópera en tres actos, que se iba a llamar La muerte de Sigfrido, sobre un tema de la mitología nórdica. Se decide por el mito como tema popular y capaz de ahondar en la condición humana, antes que seguir la moda operística de la época de anclar sus libretos en episodios y personajes históricos. Esta nueva concepción de lo operístico influyó de manera radical, hasta el punto de que hoy vemos las óperas del modo en cómo Wagner estableció que se vieran: a oscuras, con la orquesta situada en un plano inferior, de manera que la atención se concentrara en el drama que podía verse en escena, subrayado constantemente por la música.

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Mito y música empezaron a darse cita en la imaginación del compositor. El drama, popular y plenamente humano, debía evolucionar delante de los espectadores hasta el punto de hacerles evolucionar también. La nueva gesamtkunstwerk (obra de arte total) debía tener capacidad transformadora y, en cierto modo, liberadora, a través de la experiencia personal de lo que allí se representaba. Por eso, con el manuscrito de La muerte de Sigfrido entre las manos, a Wagner le faltaba algo: un principio.

Todo en esta obra descomunal remite a una costosa y larga búsqueda de un principio, de un comienzo, de esa necesidad apuntada por el escritor Thomas Mann, gran admirador de la tetralogía, de que «lo pasado tenía que haber sido una vez presente». Una ópera del Anillo wagneriano debe afrontarse con tranquilidad, con el ánimo grande y libre para vivir una experiencia única, para alegrarse, sufrir y emocionarse con los personajes, para sentir y conmoverse con la música que emerge, poderosa, del foso orquestal. «El drama no se podía alimentar espiritualmente (de la música), no podía vivir musicalmente de sus recuerdos y no podía alcanzar los máximos y más conmovedores triunfos de la nueva técnica de tejido y asociación temáticos, si esta música primigenia no había sonado alguna vez de hecho y en conjunción actual con el momento dramático» (Thomas Mann, Ensayos sobre música, teatro y literatura, Alba, 2002).

En las óperas del Anillo nos encontramos siempre con la búsqueda de un principio. Una búsqueda en la que nada permanece inalterable. Ni el compositor, ni el espectador, ni los intérpretes, ni la acción escénica. El compositor buscó este principio durante siete años a partir del primer manuscrito hasta dar, de atrás a adelante, con las cuatro partes de toda la saga. En todo ese tiempo no escribió una sola nota hasta que tuvo todo armado y planificado. Compone entonces Das Rheingold, Die Walküre, Siegfried y Gotterdammerüng en un proceso que le llevaría veinte años.

Wagner se serviría de la música para acompañar al espectador por todos los meandros y giros del drama. Toda ella está compuesta por motivos o leitmotiv de carácter psicológico, que Wagner denominaba «momentos melódicos de sentimiento». Los motivos no son un invento del compositor, pero sí lo es su entrelazamiento y evolución, que actúan como una suerte de guía emocional del drama. Personajes, objetos, hechos y emociones tienen su motivo orquestal, que evoluciona musicalmente a medida que transcurre el drama. Así, Das Rheingold comienza con un arpegio ascendente en mi bemol mayor que representa la naturaleza. Ese motivo ascendente se hace ondulante sobre las cuerdas hasta alcanzar el doble de velocidad y se convierte en el motivo del río Rin. Este mismo motivo de la naturaleza, ejecutado en su modo menor y en forma invertida descendente, será el motivo que presagia el final, el del Ocaso de los Dioses.

II

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Y esa misma búsqueda es la que ha presidido todo el trabajo desarrollado por la Fura dels Baus en su nueva producción del Anillo para el Palau de les Arts de Valencia. El resultado ha sido un montaje moderno, construido sobre una concepción «ecológica» del mito wagneriano. Los escenarios son sencillos, poniendo el acento sobre lo simbólico, con imágenes de una gran fuerza teatral. Hay detalles típicamente fureros: las máquinas que elevan a algunos personajes (esta vez muy bien engrasadas, sin chirridos desagradables como en Die Zauberflöte, en el Teatro Real), las videocreaciones en grandes pantallas al fondo del escenario, y la utilización del cuerpo humano como un elemento teatral más. Todo en un alarde de equilibrio y mesura para las derivas escénicas actuales. El responsable del montaje, Carles Padrissa, ya avisó de sus intenciones: «Nosotros sumamos a partir de la música, que es la disciplina que hila todo lo demás. Si la música falla, todo se derrumba».

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Quizá este entendimiento, que se extendió a orquesta y cantantes, haya sido el secreto del éxito de estas dos primeras óperas del ciclo. Veremos si se mantiene en las sucesivas. Por el momento, quedan en nuestra retina imágenes soberbias, como la escenificación del oro del Rin, personificado en figurantes vestidos enteramente de dorado que se arrastran por el suelo en una imagen de un oro escurridizo, esquivo, que será el detonante del fin de los dioses. Tiene este oro algo de enigmático, que recuerda a imágenes terribles del siglo XX. Como en la escena donde Freia es cubierta enteramente por el oro. La visión de los cuerpos dorados desparramados, unos encima de otros, manejados al antojo, nos recuerda a los campos de concentración, a los horrores de la guerra, en una metáfora de la cosificación de la vida que acaba por subrayar lo que avisa Erda: que quien utilice mal el oro, encontrará su perdición.

De enorme belleza visual es el nuevo castillo de Wotan para el Walhalla, cuyas paredes están formadas por hombres entrelazados suspendidos en el aire. Otra excelente metáfora de la naturaleza de un reino. O, también, la roca donde Wotan aisla a Brünnhilde con un anillo de fuego alrededor de su cuerpo, que escénicamente aparece como un plano circular sostenido por hombres que portan antorchas y que simbolizan nítidamente el amor y el respeto de Wotan por su hija, a la que ha tenido que castigar, con enorme dolor, por una traición.

Los cantantes se movieron en un nivel muy notable, en el que destacaron Juha Uusitalo (Wotan), Anna Larsson (Fricka), el veterano Matti Salminen (Fasolt), Peter Seiffert (Siegmund) y Jennifer Wilson (Brünnhilde) y en menor medida Franz-Josep Kapellmann (Alberich), Christa Mayer (Erda) y John Daszak (Loge).

Capítulo aparte merece la orquesta del Palau, que a un año de su formación ya ha afrontado las dos primeras óperas del Anillo wagneriano. Al frente, Zubin Mehta, que estuvo magistral; no en vano este repertorio lo ha comandado con éxito durante muchos años en la Ópera de Baviera. «Wagner denota la madurez de una orquesta», ha dicho recientemente el director de orquesta Víctor Pablo Pérez. Pues parece que la centuria valenciana la ha alcanzado de forma muy precoz. Sobresaliente en general, tuvo algunos desajustes en el ataque de las tubas wagnerianas, pero hizo gala, en todo momento, de lo verdaderamente excepcional de esta orquesta, que no es otra cosa que la calidad estremecedora que atesora su cuerda.

Entre ensayo y ensayo, Carles Padrissa nos ha contado que «con Wagner hay que tirarse a la piscina. Hay que cruzar el semáforo en rojo. Dejarse llevar por el fluido, flotar. Por eso hay wagnerianos y no wagnerianos. Y los wagnerianos son un poco idiotas, que se dejan emocionar, llevar, que se zambullen y les da igual que dure cuatro, siete o quince horas. Con Wagner hay que hacer como con un marisco, chuparle hasta la cabeza». Hasta el momento, La Fura dels Baus ha sabido sacarle el jugo a esta producción. Y a juzgar por las caras de los que salían del teatro, los espectadores también. Quién sabe, a lo mejor en un futuro no muy lejano los responsables del Palau de les Arts deciden obsequiarnos con la escenificación de la tetralogía wagneriana en días sucesivos, como ocurre todos los años en la colina de Bayreuth. Y no digo nada si a alguien se le ocurre grabarla en DVD para los que no han tenido la oportunidad de verla. Sería el último gran reto de esta producción.

Periodista y crítico musical