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UNA HERRAMIENTA DE LA CURIOSIDAD


Siempre que se ha querido establecer una clasificación de las innumerables comedias que componen el teatro clásico español, desde la vertiginosa creación de Lope hasta los epígonos de Calderón, se ha topado con grandes dificultades: la variedad de obras parece inagotable, las casillas clasificatorias limitadas, la definición de las categorías ambigua… Menéndez Pelayo, al trazar el esquema de las comedías de Lope, sólo alcanzó a mezclar criterios temáticos con fuentes argumentales y supuestos objetivos de las diferentes comedias que tenía que situar: su clasificación (y otras muchas que han seguido sus pasos) resultaba confusa y llena de incoherencias.


Otras lecturas críticas, incapaces de enfrentarse a semejante complejidad, optaron por el camino opuesto: considerar la comedia del Siglo de Oro una unidad terrea que justificara estudiar el fenómeno completo como un conjunto sin fisuras obediente a una precisa ideología, propósitos evidentes y convenciones estéticas uniformes. Muchas descripciones responden, así, al tipo de «interpretación global ideológica», esto es, intentan explicarse el conjunto del caudal dramático del XVII como una configuración ideológica en bloque, con un determinado sentido que fundamenta después las lecturas e interpretaciones de todas las comedias particulares, a menudo sometidas al lecho de Procusto de la interpretación ideológica excesivamente rígida.


José Antonio Maravall influyó grandemente en la valoración de la comedia como un instrumento de propaganda y apoyo del orden monárquico señorial, como una especie de campaña sistemática impulsada por el poder, pero –situándose en un plano rtiás «literario» – hispanistas como Arnold Reichenherger y muchos más insisten, con la misma exclusivización, en el sentido de la comedia como expresión de un carácter nacional español asentado sobre los pilares básicos de la honra y la fe (interpretación muy tradicional que ya podía verse en Vossler, Pfandl o Menéndez Pelayo).


En una o en otra vía, estas concepciones de la comedia aurisecular desconocen su cualidad fundamental, que está en la raíz de la enorme amplitud de temas y enfoques que ofrece: sobre todo en su etapa de auge que podemos considerar de Lope a Calderón, y en sus distintas evoluciones y fases, el teatro español del Siglo de Oro desempeña –como muy bien ha visto el hispanista Marc Vitse – una función de exploración, tal como se constituye en la corriente del primer siglo de la Epoca Moderna, cuando la literatura se convierte progresivamente en un cuestionaraiento de la «cultura» según la han definido bs antropólogos modernos.


En este vasto instrumento de exploración de la realidad política y social, cultural y espiritual del hombre que nace a la Modernidad, que es el teatro del Siglo de Oro, confluyen todo tipo de preocupaciones y objetivos. La misma estructura del escenario de los corrales es significativa: tres niveles –el del tablado y dos alturas más, corredores practicables, culminados por el «desván de las tramoyas» o tejado fuerte encima del escenario–, capaces de representar el mundo terrestre y el celestial, más el foso, de donde puede surgir la llamarada infernal que arrastra a don Juan Tenorio en El burlador de Sevilla: tierra, cielo, infierno, es decir, el cosmos material y espiritual completo reflejado en una sencillez de medios de versatilidad admirable, proyectada por la palabra poética del texto. Cuando ese texto lo producen ingenios como Lope y Calderón, la máquina teatral no tiene límites: irá de lo serio a lo cómico, de la tragedia a la comedia grotesca, del lirismo amoroso a la especulación teológica, de la sicología del poder al análisis de la tiranía…


Creer en las lecturas únicas, imponer a este teatro límites, y sobre todo límites anacrónicos o directamente erróneos –muchas veces producto del prejuicio– conduce a decir que La dama duende calderoniana es una comedia trágica y filosófica donde se enfrentan el paganismo y el cristianismo, a la vez que se ignoran las verdaderas tragedias españolas como El médico de su honra o El castigo sin venganza. Y es que a menudo se subraya –equivocadamente– el valor «trágico» de una comedia cómica solo para negarle comicidad, y se subraya el «optimismo cristiano» de una tragedia de Calderón sólo para negarle capacidad trágica. Porque la historia de la recepción del teatro clásico español es en buena parte la historia de cómo los prejuicios –probablemente relativos a la cultura española en general– han impedido el juicio justo y la valoración adecuada de una de las construcciones culturales más importantes de Occidente.


LA RESISTENCIA DEL PREJUICIO


Muchos de los prejuicios que afectan a la recepción del teatro clásico español son ya antiguos; han sido repetidos innumerables veces, y también denunciados. ¿Para qué traerlos de nuevo a colación? ¿Tiene sentido discutirlos una vez más? La tarea de la cultura tiene a mi juicio una dimensión imprescindible, que es la difusión de las ideas que nos parecen más justas y verdaderas. Para desmontar prejuicios infinitamente reiterados no basta una sola refutación. Si el teatro clásico tiene en alguna medida vigencia para el hombre del siglo XXI es importante permitir su experiencia a los espectadores y lectores de nuestros días. Para apreciar la sabiduría y el entretenimiento que este teatro puede proporcionar habrá primero que interesarse por él, y eso resultará imposible sí no se desmonta La barrera de ciertos tópicos que siguen enturbiando como un virus indestructible la percepción del teatro aurisecular y en general de la cultura española.


Sirvan de ilustración de estos tópicos un par de ejemplos que he aducido repetidamente como síntomas. En el centenario de la muerte de Calderón (1981), en uno de los principales diarios españoles, inspirador de la visión cultural de la población «enterada», se publicó un agresivo comentario titulado «Calderón ¿y qué?». Reflejaba un punto de vista –un prejuicio– secundado por la generalidad de la prensa y buena parte de la clase intelectual no especializada. El calderonista alemán Kuri Reichenberger –que desde su editorial familiar ha hecho por el teatro español mas que todos los Ministerios de Cultura de España que han existido–, se asombraba de que Calderón hubiera sido declarado en su patria persona non grata, y se preguntaba por las razones de una «reacción tan impulsiva como absurda» a propósito de uno de los grandes autores de la literatura universal.


Las cosas han cambiado bastante en las últimas dos décadas, pero no lo suficiente. En el congreso «Calderón 2000» (Universidad de Navarra, septiembre de 2000) el director de una escuela de teatro comentaba en su comunicación la propuesta que hizo a sus alumnos para montar una pieza calderoniana. Al parecer la reacción de los estudiantes se caracterizó por un tono general de sorpresa, y por comentarios del tipo: «Calderón, qué horror, en verso, qué aburrimiento… alguien expresó lacónico: pedazo ladrillo, o algún título más onomatópéyico como «buf» o el más simple pero expresivo «puagg»». El crítico teatral que comenta en el diario El Mundo(5-1-2001) una representación de El alcalde de Zalamea admite a regañadientes que esta tragedia apasionada aborda «las escasas posibilidades de modernidad de don Pedro Calderón», para asegurar acto seguido que Calderón es en ocasiones «bastante cafre». En la escasa página de su crítica no perdona la mención de la moral tridentina, el carácter reaccionario y el catolicismo «más retrógrado» como centro del universo barroco… Vayamos a otro territorio, ejemplificado en alguna bibliografía reciente sobre el honor, como el libro del catedrático y novelista alemán Dietrich Schwanitz (Bildung. Alles was man wissen muss) publicado en Francfort en 1999 con pretensiones de análisis científico y no de ficción fantástica: ahí aparece una vez más el pundonor de los españoles, quienes, a su juicio, todavía viven en una cultura del honor, vigilantes de sus mujeres para no quedar cornudos y apaleados, y con la obsesión de exhibirse en la plaza mayor de cada aldehuela o ciudad, vestidos a lo hipócrita –como los pícaros del Buscón– para ocultar la sempiterna miseria, redivivos escuderos del tratado tercero del Lazarillo. ¿Cuál es, en suma, el concepto que se tiene de Calderón, del teatro el Siglo de Oro, de la cultura y la historia española, de su papel en la cultura occidental?


LA SUPUESTA SINGULARIDAD DE LA COMEDIA ESPAÑOLA


Arnold Reichenberger examinaba en 1959 en una prestigiosa revista norteamericana la «extraña singularidad» de la comedia española –que evidentemente, aunque no se dice, sólo puede responder a la extraña singularidad de la historia, cultura, actitud religiosa, etc., de España–. Infinidad de valoraciones transitan por sus huellas o coinciden con él hasta el día de hoy. ¿De dónde procedería la singularidad que, según esta perspectiva, hace de la comedia española un fenómeno de interés local sin valor universal?


Lo primero que se pone de relieve es homogeneidad. De hecho resultará el prejuicio más constante que dificulte la comprensión del teatro del Siglo de Oro. Américo Castro, Charles V. Aubrun y otros numerosos críticos recientes comparten esta idea que permite considerar a la comedia como revelación unitaria de la cosmovisión del pueblo español, basada en la fe y el honor, no sólo sin fisuras, sino sin matices; una roca, un sillar, un conjunto macizo ligado indisolublemente a su época, incapaz de atravesar las barreras del espacio y el tiempo, ni de la ideología o sistema de valores del XVII.


Así afirma Pfandl que la comedia es nacional pero no internacional, a diferencia de Shakespeare, Corneille, Racine, Goethe o Schiller. El erudito Morel Fatio ya se preguntaba a finales del siglo XIX por el interés que entre los cultos franceses, ingleses, alemanes o italianos, podía despertar el teatro clásico español, y respondía displicentemente: algo de curiosidad, como mucho. (No se le ocurre a Morel Fatio hacer esta misma pregunta respecto al teatro francés: si a los cultos españoles no les interesa el teatro francés es que obviamente no merecen el calificativo de cultos).


El argumento comparativo hace inevitable la mención del teatro griego, o mejor dicho, de la tragedia griega (porque la comedia interesa muy poco a los eruditos que se olvidan sin más de Aristófanes): el teatro griego ha pervivido universalmente porque es trágico y presenta al hombre solitario frente a un cosmos incomprensible, y no al hombre hijo de Dios del teatro español, que al parecer no interesa a nadie moderno. No puede hacerse un teatro trágico aceptando dogmáticamente la autoridad y el orden divino de la Creación, etc. Además los pilares del orden universal que contempla la comedia son «el honor y la fe», de poca eficacia dramática. Sobre todo la honra es el obstáculo más formidable para la aceptación universal de la comedia y provoca defectos estéticos graves: anula, por ejemplo, las decisiones individuales, pues todos se someten al código de la honra. El teatro español respondería así a un mecanismo extremadamente convencional que le impide ser el instrumento de exploración que apuntaba al principio.


Todo esto, tan repetido y tan aceptado por muchos, ignora simplemente que el sometimiento al código de la honra –o a cualquier otro– no anula las decisiones individuales, pues hay infinitos modos de someterse al código y reacciones individuales muy diversas, ya que el código funciona precisamente como estructura dramática (más que ideológica) para confrontar con su dominio las reacciones de los personajes.


Tópico también es afirmar que la fe hace igualmente imposible la creación de personajes con vida propia (no se explica por qué), como señala el hispanista británico Wilson a propósito de La vida es sueño: «Quizá en algún momento Calderón se preguntó si tal personaje o tal situación podían considerarse verosímiles; pero nunca, creo yo, se propuso crear un personaje que alentara con vida propia». No pueden «alentar con vida propia», se entiende, (¿y qué personaje de teatro lo hace?; este tipo de expresiones metafóricas sólo causan mayor confusión) porque son marionetas que siguen el guión prefabricado de la fe y la honra…


Lo cierto es que no hay homogeneidad en la comedia (sino géneros con diversas convenciones que definen aspectos como el honor, la fe, el decoro o la verosimilitud); ni la fe impide la escritura de tragedias enteras y verdaderas, aunque sean, como quería Lope, «tragedias a la española»; ni todos los personajes son «superficiales», ni el honor necesariamente impide la comprensión universal y actual de este teatro. Veamos.


LA ROCA HOMOGÉNEA DE LA COMEDIA


Esta idea (masivamente difundida en las universidades españolas por la Historia de la Literatura de Juan Luis Alborg, que ha sido libro de texto durante décadas) de que en el teatro aurisecular se encarnan «una serie de supuestos básicos –sentimiento monárquico, concepto del honor, orgullo nacional, ortodoxia religiosa, etc.–», que están presentes en todas las piezas y que en todas ellas funcionan en el mismo sentido y desempeñan las mismas funciones, es simplemente falsa.


Si se quiere comprender algo de la comedia española, es preciso tener en cuenta los «géneros» que componen su extenso territorio en el Siglo de Oro. Fe, monarquía, honor… no son rasgos generales absolutos. Son elementos que los dramaturgos combinan según sus objetivos. Juzgar un milagro de comedia de santos según la verosimilitud de la comedia de capa y espada lleva a calificar de disparatada y sensacionalista a la pieza hagiográfica, y lo mismo sucede si se aplica el decoro de la comedia histórica para el análisis de una comedia de sátira caricaturesca.


Se ha insistido mucho, por ejemplo, en la importancia del honor en la comedia de capa y espada –acción de amoríos coetáneos del espectador, juego de enredo y quimeras divertidas de damas y galanes–, cuando la verdad es que resulta en ese género ingrediente cómico, nunca el marco opresivo de lós dramas de honor. El tratamiento cómico no es posible en piezas como El médico de su honra, pero predomina en el género de capa y espada. En el auto sacramental de El primer duelo del mundo, de Bances Candamo, el esposo ofendido (figura de Cristo) perdona a la esposa infiel (la Naturaleza Humana corrompida por el pecado) y la defiende en un duelo, muriendo por ella (como muere Cristo para redimir al hombre): actitud inverosímil para un marido de drama como don Gutierre, pero perfectamente propia en el plano alegórico y religioso del auto sacramental. En el auto No le arriendo la ganancia, de Tirso de Molina, el personaje Honor es, curiosamente, hijo ilegítimo de Fama, una meretriz. La paradójica bastardía de Honor (es el Honor del mundo, pasión de orgullo y violencia) se explica en el contexto de pieza moral y sacramental.


A pesar de la variedad de modulaciones, de la que acabo de dar una pequeña muestra, la crítica –hasta hoy– tiende con frecuencia a buscar la unificación en las dimensiones trágicas que se atribuyen a todos los casos de honra. Y se impide de este modo comprender la densidad de propuestas ideológicas, morales, sicológicas o sociales, amén de las estéticas, de la comedia, que no es ni una roca ni una piedra maciza.


¿Y la tragedia?


Es corriente situar a la tragedia en la cima del arte dramático. La tragedia es cosa seria, plantea grandes problemas al hombre, estudia grandes retos, profundiza en las densas cuestiones del destino, el sufrimiento, el valor, el conocimiento de los límites y la grandeza de los héroes… Un teatro que carece de la dimensión trágica es un teatro menor.


La idea, muy habitual, de que España no hace ninguna aportación relevante al drama trágico, tiene que ver con la supuesta incapacidad de tragedia en un universo religioso creyente en un Dios ordenador y justo y en un más allá en el que todo desorden se recompone. Es un enfoque basado en una definición concreta de tragedia, que sólo considera trágico el desamparo del hombre frente a un cosmos arbitrario, en seguimiento de las filosofías de Hegel, Kierkegaard o Nietzsche. Se suele decir que el cristianismo es una visión antitrágica del mundo, pues ofrece al hombre la seguridad del reposo en Dios, pero como aclara Ciríaco Morón Arroyo, lo que existe de verdad son las personas cristianas paralas cuales el cristianismo, lejos de excluir la tragedia, puede ser fuente de situaciones trágicas. Es un ideal de perfección que se opone a las inclinaciones del individuo, es una exigencia de sacrificio. Además, hay que reparar en que el cristianismo, como marco ideológico o creencia religiosa, no siempre activa en el plano dramático la esperanza de un más allá justo y feliz. La acción teatral puede contemplar la destrucción de un héroe trágico en términos que provoquen la compasión y el temor del oyente, como pedían Aristóteles y los preceptistas auriseculares.


Es más, la concepción aristotélica (Poética, 1453A) –y del Siglo de Oro– era contraria a la teoría de una tragedia del absurdo, pues la arbitraria desgracia de héroes virtuosos provoca la repugnancia, lo mismo que el triunfo de los malos; y la caída de los malos provoca satisfacción, no temor ni compasión. La acción trágica mezcla en la comedia española cierta justificación moral con elementos azarosos, mezcla capaz de provocar la catarsis trágica. Responde, en suma, más a la poética de Aristóteles que a la existencialista. Apliqúese este concepto a piezas como El castigo sin venganza de Lope o El mayor monstruo del mundo de Calderón y se verá clara, creo, su funcionalidad. Por otra parte, en El médico de su honra, pongo por caso, el orden cósmico cristiano no desempeña función activa en la trama, como no lo desempeña en El caballero de Olmedo o La estrella de Sevilla. El empeño de colocar ese orden cósmico cristiano como elemento dramático de toda obra aurisecular es un prejuicio sin fundamento textual.


MONSTRUOS Y MUÑECOS


No hay personajes que alienten con vida propia, se dice: sólo monstruos y marionetas (o marionetas monstruosas), sometidos al rigor del sistema, sobre todo al código del honor, incomprensible para nuestras sociedades modernas.


Pero ningún personaje de teatro alienta «con vida propia». Lo que hace valioso, interesante y «vivo» a un personaje es la calidad de su función dramática en el trazado de la acción (y el teatro español es teatro de acción). Considerar deshumanizado y mecánico el matrimonio final de La vida es sueño, entre Astolfo y Rosaura, que separa a ésta de Segismundo, es ignorar el sentido global de la acción: sería absolutamente inverosímil (no sólo en La vida es sueño, sino en cualquier obra de teatro de cualquier parte) que un príncipe se casara con una mujer que no pertenece a la realeza y que además ha sido engañada por otro hombre (Astolfo). El matrimonio de Rosaura y Astolfo no es mecánico: simboliza la restauración del orden, ejecutada por el príncipe (ya rey) Segismundo: sin esa actuación el personaje de Segismundo carecería de sentido. La deseada solución «romántica» es un anacronismo.


El ejemplo máximo que muestra la injusticia con la que el prejuicio ha tratado al teatro español y sus personajes es el de don Gutierre, protagonista de El médico de su honra de Calderón. Casi unánimemente juzgado como arquetipo del monstruo deshumanizado por el honor, ha recibido los más agrios insultos a lo largo de tres siglos (como si un personaje perverso –caso de serlo don Gutierre– no pudiera ser un maravilloso protagonista dramático: ¿y Yago, Gonerila, Ricardo III…?).


Contaminada la valoración artística e ideológica con el prejuicio sentimental, se le ha llamado psicópata, monstruo patológico, asesino inmisericorde, verdugo calculador, expresión de una sociedad neurótica, o símbolo ¡de la Inquisición! Quizá, se ha llegado a decir, este don Gutierre que hace sangrar a su mujer hasta que muere es ni más ni menos que el hombre español por excelencia.


¿En qué consiste esta deshumanización de don Gutierre? Sobre todo en que, como decían Menéndez Pelayo o Unamuno, no mata por pasión, sino fríamente, en cumplimiento del inhumano código honroso (pero no se nos dice por qué es más humano matar arrastrado por la pasión que asumiendo un trágico papel frente a un código social férreo, fuera del cual el noble don Gutierre no puede vivir). Gerald Brenan, en 1951, encuentra que don Gutierre no puede ser considerado un héroe trágico pues su crimen se lleva a cabo con un dominio absoluto de sí mismo y no en un estado de arrebato pasional. Es curiosa la constante comparación con Otelo. Había escrito Menéndez Pelayo que en los dramas calderonianos domina la pasión del honor, lo que hace que «carezcan de la verdad humana, universal y eterna que tiene el Otelo de Shakespeare, donde hierve la pasión». Ya Hegel contraponía los personajes de Shakespeare y Calderón, considerando a aquéllos ricos en contenido íntimo y pasional, y abstractos, fríos y vacíos a los del español. Parece muy bien que Otelo mate a Desdémona, porque la mata con pasión, y además se le perdona porque al final Otelo se suicida de vergüenza y desesperación, mientras que don Gutierre no piensa en absoluto quitarse la vida. Desdêmona es mucho más inocente que Mencia, pero pocos críticos se acuerdan de ella. Es sintomática una opinión como la de Rubio y Lluch, que consideraba a Gutierre un autómata, comparándolo con un Otelo que «en cierto modo muere inocente también», por «ese talento admirable que tuvo el trágico inglés de apartar de él lo que pudiera hacerle repulsivo». Pero Shakespeare sabía mejor que estos lectores lo que estaba haciendo y da la palabra a la mujer de Yago para que juzgue a Otelo con menos parcialidad: «¡Oh, imbécil asesino! ¿Qué había de hacer un mastuerzo semejante con una esposa tan buena?». No, Otelo no es ni mucho un personaje tan simpático como se ha dicho, lo cual no le resta un ápice de grandeza teatral. Pero a don Gutierre –el único personaje del drama que acepta su responsabilidad trágica, verdugo y víctima a la vez– pocos han intentado entenderlo porque el prejuicio lo ha impedido. Y ese juicio negativo lo han hecho extensivo a la obra entera, a Calderón, y a todo el teatro clásico.


¿ARTE IMPROVISADO Y RUDIMENTARIO?


La rigidez de los códigos, la deshumanización y el mecanicismo se suman al desconocimiento del arte poética y la improvisación que se atribuye a los dramaturgos españoles para ahondar la descalificación. François Bertaut visita a Calderón en Madrid en 1659 y deja nota de la entrevista en su Journal de voyage d’Espagne (1669): nos cuenta que el famoso poeta ostentaba una canicie venerable, pero no mucha sabiduría: ¡ignoraba –se admira Bertaut–, las reglas del arte dramático! Bertaut no puede ver más lejos de las doctrinas clásicas francesas, pero juicios sobre la improvisación y el desarreglo de las comedias españolas son generales. Américo Castro cree que el Burlador de Sevilla es comedia escrita «sin gran esmero, llena de precipitaciones, que se revelan claramente en anacolutos, falsas rimas y estrofas defectuosas».


Sin embargo, es imposible para un poeta del Siglo de Oro incurrir en semejantes defectos: todos los que menciona Castro son en realidad corrupciones textuales. Pero esta idea preconcebida sirve también para rebajar la importancia del don Juan Tenorio de Tirso como fundador del mito: Aubrun no se recata en asegurar que Tirso sólo crea fantoches y marionetas y que en su don Juan «no reconocemos hoy a nuestro famoso héroe mítico» (por supuesto, el avatar principal del héroe mítico será para él el de Moliere). Comentando El mayor monstruo del mundo, de Calderón, Menéndez Pelayo advierte que se trata de un drama admirablemente concebido pero «muy desigualmente ejecutado y escrito» cuyo argumento podría haberse desarrollado sencilla y majestuosamente en vez de complicarlo con «dos o tres embrollos que hacen el drama en extremo confuso y que quitan gran parte del interés».


Juicios como éstos, comprensibles en su momento y obedientes a otro sistema de convenciones ajeno a la comedia nueva, han sobrevivido hasta nuestros días y siguen viciando la recepción de la comedia.


LA CULTURA DE LA REPRESIÓN


El tópico de la Inquisición y el dogmatismo constituyen otro de los esquemas de lectura de la comedia. Se niega la existencia de tragedias y al mismo tiempo se observan en el teatro clásico únicamente exploraciones negativas de un mundo oscuro, reprimido, expresado en metáforas de prisiones y laberintos. En otras palabras: desde este punto de vista, tampoco habría para muchos críticos comedias cómicas, pues todas las tramas auriseculares se analizarán como muestra de reclusión real o simbólica en espacios clausurados o en las cadenas del honor.


¡Cuántas interpretaciones de La dama duende calderoniana insisten en el encierro y los peligros que corre doña Angela! Y en cambio, basta leer con mínima atención la comedia para darse cuenta de que doña Angela no está encarcelada por sus hermanos ni por nadie. Sucede todo lo contrario: para salvaguardar la privacidad de la dama durante la estancia del huésped don Manuel se ha ocultado una alacena franqueable, pero también se «ha dado / por otra calle la puerta», puerta de la que hace el uso que quiere doña Angela, que entra y sale a su albedrío, lo mismo que para urdir su enredo atraviesa a su gusto la alacena secreta, cerrada sólo para el galán don Manuel. Doña Angela se queja de su reclusión y de su aburrimiento, pero si su casa puede considerarse –sólo muy parcialmente– una cárcel, es en todo caso una cárcel con grietas que ponen a prueba el ingenio de la protagonista, que no tendría función sin obstáculos que salvar. Muchas comedias (Casa con dos puertas, El galán fantasma –Calderón–; Por el sótano y el torno, Los balcones de Madrid –Tirso–…), ricas en puertas abiertas o abribles, túneles de comunicación, balcones accesibles, tornos y vías niegan la estructura hermética que se suele considerar propia de la comedia.


CONFORMISMO


La lectura general del teatro clásico como defensa conformista del sistema es tópico muy perjudicial en una época en la que se valora mucho la posición «antisistema». Ningún intelectual que se respete admitirá hoy ser un «defensor conformista del sistema» ni mostrará aprecio por obras que mantengan esa postura. La actitud moderna –teórica y práctica– tiene infinitas incoherencias que no es el momento de analizar, pero sea como fuere resulta anacrónico aplicar criterios de nuestra sociedad al escritor aurisecular. Exigir a un dramaturgo del XVII (o de cualquier época) que sea negativamente crítico pregonar su modernidad no deja de ser otro prejuicio. ¿Por qué no van a poder defender Lope o Calderón un sistema con el que están de acuerdo? Pero el error fundamental es el cometido por quienes confunden la defensa del sistema con el conformismo o ausencia de complejidad en los dramaturgos. En muchas ocasiones lo subversivo puede ser precisamente recordar el sistema de valores proclamado pero no observado. Lo dogmático, en el mal sentido de la palabra, es precisamente la concepción estereotipada del teatro barroco que lo considera un lacayo al servicio del poder incapaz de crítica alguna.


La cita de algunos títulos será suficiente para evocar la capacidad crítica y plenamente moderna de muchas obras, sin perjuicio de su inserción en el sistema de valores ortodoxo, que dicho sea de paso, en el Siglo de Oro es un sistema de valores tremendamente exigente, que nunca resulta absolutamente aplicado por el poder: Fuenteovejuna, La estrella de Sevilla, El burlador de Sevilla, El Tuzaní de la AIpujarra, El alcalde de Zalamea, y muchos otros casos.


LECTURAS LITERALES Y MÍTICAS


Criterios que nunca se han aplicado a otras áreas del teatro universal se aplican abusivamente al español. Se practica una lectura literal y se resuelve que la comedia ha caducado. Se afirma arbitrariamente que su problemática no interesa a la Modernidad. Se asegura que el tema del honor –seleccionado como piedra angular de todo el teatro clásico– pertenece al pasado y no puede ser comprendido ni emocionar al público de hoy.


Con ese modo de lectura no podríamos comprender tampoco a Sófocles ni a Shakespeare ni a nadie (desde luego no a Racine ni Corneille). Ni Edipo ni Lear ni Hamlet nos interesarían, porque difícilmente nos podemos ver reflejados literalmente en ellos ni en sus preocupaciones y conflictos. ¿Qué laberinto de historia es esa del matador de su padre, casado con su madre, descifrador de los enigmas de la esfinge, ni qué culpa tiene de la peste de Tebas? ¿Y alguien puede tomar en serio a un viejo rey chocheante que reparte su reino a dos hijas perversas y arroja a la única que lo quiere con atroces maldiciones y luego se va por los descampados con un bufón renegando de todo? ¿Y qué podemos aprender en la podrida corte de Dinamarca, poblada de fantasmas envenenados y de extravagantes maquinaciones y de preguntas más o menos filosóficas sobre el ser y no ser, esa es la cuestión?


Claro es que sí nos interesan, y nos emocionan y aprendemos, porque entendemos y compadecemos.


Los sistemas de valores pueden cambiar en detalles concretos sin perder vigencia en lo sustancial. Se requiere un tipo de lectura que, evitando el anacronismo, descubra los valores permanentes cuando los haya. Hoy día abundan interpretaciones que no tienen en cuenta los códigos del pasado y se apoyan en opiniones actuales corrientes. Pero es necesario buscar una universalidad válida para nosotros, por medio del modo de lectura que Mircea Eliade atribuye a los mitos: todo acto de recitar o escuchar un mito anula el tiempo, recupera el contacto con lo sagrado, permite actualizar la realidad, trascendiendo la situación histórica. Una lectura ignorante es aquella que identifica la realidad con su situación particular y nada más, lo que siempre es parcial.


Lo importante en el terreno artístico es, por ejemplo, no el motivo literal del honor, sino su capacidad expresiva como metáfora dramática de una serie de conflictos que existen hoy con tanta fuerza como en el siglo XVII. Muy en lo cierto está Morón Arroyo al relacionar el honor con el conflicto humano de la incomunicación, que Calderón plantea en piezas como El médico de su honra, que es sin duda, entre otras muchas cosas, «una investigación profunda de la dialéctica entre el diálogo y la sangre en la convivencia humana», y en la que lo esencial no es el honor literal, sino el drama, es decir, la maestría con que se conduce una historia tópica para producir una tragedia y una gran obra de arte. Que este tipo de lectura es válido y valioso lo confirma una novela actual como la Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, donde hallamos una reescritura del tema del honor y la incomunicación muy cercana a tratamientos calderonianos.


CONOCIMIENTO Y APRECIO


En el teatro del Siglo de Oro, naturalmente, hay piezas buenas y malas, pero el conjunto en sí mismo y las obras maestras, numerosas, son tan universales como cualquiera otra y carecen de fundamento –aunque no de vigencia real, como se ha visto– los prejuicios que les niegan dicha universalidad. Lo que fue un poderoso instrumento de exploración de la condición humana sigue siéndolo potencialmente, pero no podrá cumplir su función si no es conocido por el público.


Pese a los avances en la crítica especializada, el principal reto del teatro clásico español es el desconocimiento, provocado por muchos factores que no es momento de glosar en detalle y que tienen que ver con una deforme recepción de la cultura española general. Pero quizá valga la pena recordar lo que escribía Américo Castro en el prólogo de su edición del Burlador de 1922 con palabras que no han perdido, por desdicha, su vigencia: «Téngase bien presente que la enseñanza de la literatura y de la historia patrias constituyen una disciplina y un arte casi ignorados en España. Suprímase en Francia la enorme presión que se ejerce por medio de la enseñanza y del libro para mantener vivas las ideas acerca del XVII y se verá lo que queda de las decantadas humanidad y eternidad de la tragedia francesa. Y lo mismo vale de otras literaturas…».


El desconocimiento interno se convierte en mera ausencia en gran parte del ámbito internacional. La tónica general de los manuales de historia,universal anglosajones, por ejemplo, es la misma que muestran libros como el de Harold Bloom sobre el canon literario occidental, es decir, la ignorancia de casi todo lo que no pertenezca al mundo anglosajón, con cierta atención a la cultura francesa. A pesar de títulos abarcadores como «la literatura del mundo occidental», «introducción a la literatura», «escritores del mundo occidental», «literatura universal», «obras maestras de la literatura mundial», etcétera, casi nunca se halla un autor español, y menos un dramaturgo del Siglo de Oro. Nadie olvida dedicar extensos y merecidos capítulos a Shakespeare, pero es asombroso que no se mencione a Lope, Tirso o Calderón.


¿QUÉ LE VAMOS A HACER?


Hay, en suma, que trabajar mucho todavía. Habrá que insistir en el intento de una difusión adécuada, libre de los tópicos sempiternos que se resisten a desaparecer, porque esa es la condición necesaria para que el teatro clásico se enfrente a su público del siglo XXI. La riqueza de sus propuestas, su calidad artística, la sabiduría que sea capaz de comunicar, la indagación en las emociones humanas y la eficacia de su poesía se impondrían seguramente si tuviera la oportunidad de un mejor conocimiento. Como defiende el eminente estudioso Francisco Ruiz Ramón, a propósito de Calderón, pero con reivindicaciones que pueden extenderse a todo el teatro clásico, ha llegado el momento, en el siglo XXI, de superar la escisión entre los dos «Calderones» (los manipulados por ideologías opuestas), que nos impide hacer del dramaturgo nuestro contemporáneo, como lo son Shakespeare o Moliere, y llevar a las tablas «un Calderón problemático, no dogmático, a la altura de nuestro tiempo y del suyo, al que le demos, por fin, la oportunidade llegar a ser contemporáneo nuestro». Ojalá pudiera esto conseguirse para Calderón y para todo el teatro del Siglo de Oro. IGNACIO ARELLANO


 


Las ediciones de teatro clásico español
por Enrica Cancelliere


Los textos teatrales del Sigio de Oro no «están ahí» simplemente. Se han transmitido de manera muy complicada por medio de copias manuscritas o de ediciones impresas. Como el negocio teatral consistía en los ingresos de las representaciones y no en la venta de libros, las ediciones antiguas están hechas con poco cuidado, llenas de lagunas, errores, modificaciones que corrompen los textos de Calderón, Lope o Tuso. Recuperar esas obras en ediciones modernas, de confianza, preferiblemente críticas –con análisis de todos los testimonios, fijación cuidadosa de las lecturas, etc. – es un requisito indispensable para el conocimiento de la comedia del Siglo de Oro.


Hoy por hoy la situación es muy poco satisfactoria. A diferencia de la obra de Shakespeare, que goza de numerosas ediciones críticas, o de buena parte de la literatura italiana y francesa, el teatro español del Siglo de Oro está muy lejos de resultar accesible al lector contemporáneo. Hay bastanres ediciones de algunas obras (siempre las mismas) y casi ninguna o ninguna de miles de comedias. Hasta hace poco no se había abordado la edición sistemática del teatro de Lope, Tirso o Calderón, por mencionar la trinidad fundamental de dramaturgos clásicos.


En los últimos años, sin embargo, la situación empieza a cambiar y se ha iniciado de manera firme el camino necesario para solucionar esta gran falla de la cultura española.


No es posible comentar aquí las ediciones individuales de muchas comedias que se han ido publicando en esta útima década, por ejemplo; será más significativo mencionar algunas empresas de especial importancia en este campo.


eteylcu_img1.jpgDos dramaturgos excelentes (considerados de segunda fila sólo en comparación con los grandes genios de la escena aurosecular), Vélez de Guevara y Mira de Amescua, han visto ya los primeros volúmenes de sus obras completas, debidos respectivamente al trabajo de los equipos dirigidos por los profesores George Peale en California (la serie se publica actualmente en la editorial norteamericana Juan de la Cuesta), y Agustín de la Granja, en Granada, Cuya editorial universitaria está publicando las ediciones en volúmenes de seis comedias, cuidadosamente elaborados.


Lo más reseñable es la edición de la obra de los tres grandes: Lope, Tirso y Calderón. Se trata de un trabajo imponderable y de obligado cumplimiento para la filología hispánica.


Lope siempre ha asustado por las dimensiones de su producción dramática, pero el equipo ProLope de la Universidad de Barcelona, dirigido por Alberto Blecua y Guillermo Seres no se ha arredrado y ya ha publicado varios volúmenes de comedias en ediciones críticas a la altura de lo que Lope se merece, cornplementadas por un anuario en donde se estudian numerosas cuestiones lopianas.


Para Tirso y Calderón la tarea crucial es la que está desarrollando el equipo GRISO (Grupo de Investigación Siglo de Oro de la Universidad de Navarra), dirigido por Ignacio Arellano, que ya ha dado a la imprenta los primeros tomos de la obra completa de Tirso de Molina, además de volúmenes de comedias sueltas y los autos completos de Tirso. La investigación tirsiana del GRISO se articula por medio del Instituto de Estudios Tirsianos, que promueve además congresos y encuentros de investigación, y otra serie de actividades que están sin duda colocando a Tirso en una primera línea de la actualidad cultural.


eteylcu_img2.jpgLa labor tirsiana del GRISO es extraordinaria, pero aún más relevante es su proyecto de edición completa de los autos sacramentales de Calderón, que desde hace unos diez años están publicando en colaboración con la Editorial Reichenberger, de Kassel, una presencia fundamental en el panorama de la edición del teatro español del Siglo de Oro. Las ediciones de autos calderonianos del GRISO representan seguramente una de las empresas más ambiciosas del hispanismo de todos los tiempos. Centenares de manuscritos y ediciones analizados, reproducciones facsimilares de autógrafos de Calderón, descubrimientos de nuevos autógrafos del dramaturgo, estudios meticulosos –la mayoría de los estudios preliminares constituyen la aproximación crítica más importante al auto en cuestión–, aparatos de notas exhaustivos, recopilación de fuentes, un importante Diccionario de los autos sacramentales (de I. Arellano)… dan fe de un entusiasmo y una decisión inquebrantables.


Todo ello se suma a una presentación de una claridad y eficacia admirables, que permiten la lectura de estas obras tanto a los más eruditos como a los aficionados al buen teatro y a la poesía maravillosa de Calderón, y hacen en su conjunto que esta serie alcance una importancia nuclear en la historia de la filología española, que no conoce ejemplos de envergadura semejante realizados con el grado de competencia que sus cuarenta y cinco tomos publicados evidencian.


El trabajo que el GRISO –sin duda el principal grupo de investigación sobre Siglo de Oro en el hispanismo actual– está llevando a cabo en la Universidad de Navarra no termina ahí: en la Biblioteca Áurea Hispánica (Editorial Iberoamericana) ha dado a luz varios tomos de comedias burlescas del Siglo de Oro, un género muy poco conocido, y prácticamente imposible de leer hasta las aportaciones mencionadas; más de veinte comedias burlescas están ya a disposición de lectores y estudiosos. Tenemos noticia también de que pronto el GRISO editará los primeros volúmenes de obras completas de Bances Candamo, el principal epígono de Calderón.


eteylcu_img3.jpgHay infinitos textos que recuperar y los proyectos aquí reseñados todavía tienen un largo camino por recorrer: de los autos sacramentales, por ejemplo, quedan aún más de treinta títulos en el telar; de las comedias de Lope centenares. Pero nunca antes se habían ni siquiera planteado estas tareas que ahora se están desarrollando con ritmos firmes y niveles de espléndida calidad. Sería una obligación de las instituciones culturales españolas apoyar decididamente a estos grupos de investigación que han tomado sobre sí la responsabilidad de limpiar, fijar y dar esplendor a un corpus dramático que no tiene igual en la cultura y el arte universal.
E N R I C A CAMCELLIERE

Filólogo e historiador de la literatura española. Fundador y director del Grupo de Investigación sobre el Siglo de Oro (GRISO)