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La Gran Manzana es un nombre rítmico. Lo inventaron los músicos de Jazz de Nueva Orleans, que distribuían su mercado según los barrios -manzanas- en los que se concentraban los clubes y cafés-concierto más famosos. Nueva York era la plaza codiciada por excelencia, meta última de toda aspiración. Triunfar en Harlem.

Esto fue en los años 30, aunque el término no haría fortuna hasta después de una famosa campaña publicitaria a comienzos de los 70. Hoy casi hemos olvidado su origen pero nos gusta el simbolismo. The Big Apple sigue siendo la gran tentación de los artistas, lo que hace de Nueva York el centro cultural de nuestro tiempo, también la capital mundial de la música.

El arco culturalista va desde la Ópera del Metropolitan hasta el rap callejero, con las más altas cotas de calidad en cada estilo. No es posible echar de menos un género musical, aunque se haya originado en un lugar remoto y olvidado; y no hay sonido nuevo que no adquiera aquí sunombre, para difundirse después mas allá de esta isla alargada, como de percusión, que es Manhattan. El Tin pan alley  (sonido metálico de pianos), las rhapsodies in blue, los lullabies de Broadway, el brill o el hip-hop, son algunos de estos momentos musicales que ha exportado Nueva York al resto del mundo. Aunque sus creadores vinieran de fuera, e incluso sigan auto proclamándose la diáspora afrolatinocaribeña en América, el ritmo acompasado es urbano, como de biela y manivela. Por eso ni siquiera hay que ir a buscarlo a los cafés y conciertos, sino que te lo encuentras en cada esquina, especialmente en el metro.

Disfruté con una obra de teatro alternativo que duró todo el pasado otoño en el New York Theater Workshop. Se titulaba «Slanguage», y recreaba con sonidos de golpeteo y voces en jerga multicultural la vida en las calles de este melting pot -cacerola de mezclas-, por usar el adjetivo que más enorgullece a los neoyorquinos. El punto musical unificador de una representación bastante deslavazada era un tamtam que emulaba el tren del subway. Según fuera éste local o express, el ritmo era menos o más rápido, y los actores quedaban petrificados un tiempo, ensimismados, para recobrar vida en la siguiente escena, cuando cesaba la percusión.

En ese silencio con fondo de traqueteo me descubrí yo también representando. Son muchas las horas que pasas callado en Nueva York, tanto en el metro como recorriendo sus calles geométricas, interminables. Y en esos soliloquios cotidianos vas con prisa, concentrado, pero nunca en silencio. Si no es el ritmo del engranaje que producen las tripas de la ciudad, son las notas de un solista o grupo improvisado las que te hacen cama al pensamiento. Al principio todo me parecía ruido, distracción. Pero hoy me gusta que haya un caldo sonoro común para miles de almas cuya cercanía muchas veces es sólo física.

Sorprende la calidad que puede alcanzar una música brindada a la atención de un dólar, por unos segundos de escucha a contrapelo. Por eso uno se pregunta si entre esos músicos que luchan por un rincón del metro en Times Square antes de hacer cola para actuar en los clubes de Greenwich Village, puede estar escondido el nuevo Judy Collins o Bob Dylan. Ni siquiera Lou Reed y la Velvet Underground tuvieron demasiado éxito durante su corta existencia en el Nueva York de Andy Warhol.

Los ambulantes dicen que esos eran otros tiempos. Que hoy en Nueva York sólo sobrevive al turismo moviéndose al ritmo del Boogie-woogie en Broadway. Lo cierto es que, desde la new wave de finales de los 70 y 80 (Blondie, The Ramones, Talking Heads), es difícil que una promesa comercial (no siempre musical) pase inadvertida a los cazatalentos del capital culturalartístico, una de las primeras industrias de esta ciudad que es también capital mundial de las finanzas.

Aunque todo esto, claro, ha cambiado bastante desde lo del World Trade Center. No tanto por lo que respecta a las finanzas (que se rehacen pronto) como en lo del Boogie-woogie que, por un tiempo, demasiado tiempo ya, ha sido sustituido por la música de pipes acompañando a los funerales. Y, aunque Woody Alien diga lo contrario, hay en la gente un deje de ceniza y mirada baja que ni siquiera el ritmo frenético de la ciudad puede enmascarar. Seguramente Nueva York hará brotar de este duelo sonidos nuevos, más profundos ¿No hay acaso en la música underground -como en la fotografía- un algo contradictorio, como de Ave Fénix, que muda la miseria en iluminación?

Profesor de Cultura Visual. Universidad de Navarra.