Tiempo de lectura: 9 min.

El símbolo es previo a su propia designación teórica. Cuando Moisés baja con las tablas de la Ley rescatadas según la Biblia de una zarza ardiente, estamos asistiendo a un símbolo que precede a su designación. Las culturas precristianas organizaron buena parte de sus conocimientos astronómicos, medicinales, religiosos, o de simple supervivencia cotidiana a través de los símbolos. Y el zodíaco sería un lugar de encuentro de muchas de las tradiciones culturales de caldeos, mesopotámicos, egipcios y otros conocimientos mitológicos de la órbita mediterránea, en sus culturas más elaboradas 1 . Las literaturas medievales, renacentistas, barrocas, han cultivado diversas simbologías, más o menos eficaces y polivalentes. Pero si en algún momento existe una conciencia extensa del valor simbólico de la imaginería literaria es precisamente a partir del Simbolismo francés, que se introdujo en la literatura española con el Modernismo. Fue con las investigaciones científicas en torno al símbolo iniciadas por Sigmund Freud {Interpretación de los sueños, en 1900) cuando tendrían una repercusión innegable en nuestros modernistas, y todo el aparato retórico de inicios del siglo XX beberá de esas dos fuentes esenciales —la literaria y la científica —para desarrollar a través de ellas un complejo y maravilloso retablo de símbolos creativos y de lenguajes conmovedores.

Si reflexionamos sobre las claves simbólicas del Modernismo veremos su conexión directa con la argumentación romántica. Los símbolos de la Naturaleza y los símbolos del hombre aparecerán por igual en los modernistas y en los románticos. El mar, las tempestades, las cumbres borrascosas, los jardines sombríos, las enredaderas salvajes, los irreales castillos, las abandonadas abadías, todo lo susceptible de explicar, en un proceso hermético, los sentimientos y las palabras innombrables se habrá trasladado de una época a otra.

Con una diferencia, eso sí: el conocimiento metódico del símbolo que poseen los modernistas es ajeno a la literatura romántica. En la literatura modernista el símbolo es ya un recurso expresivo y no un simple hallazgo o una sugerencia literaria. Así es como lo vemos aplicarse ya en los estudios agrupados por diversos autores respecto al tema 2 .

La interpretación de los sueños, con la clave onírica desvelada a través del psicoanálisis, hace que la simbología modernista abra la puerta hacia el surrealismo y el tremendo impacto de las imágenes visionarias que caracteriza todo el ciclo del vanguardismo contemporáneo.

Por eso podríamos hablar del Modernismo como la primera escuela literaria que define una metodología consciente del simbolismo. La diferencia que va de Becquer a Juan Ramón Jiménez es precisamente ésa: Becquer se expresa de una manera simbólica esporádica, Juan Ramón sabe perfectamente que sus jardines umbríos son un conglomerado de flores eróticas, maléficas, herméticas o venenosas que él ha recopilado a través de una estética perfeccionada por la fortaleza expresiva de sus símbolos.

Todo lo inefable necesita del símbolo. Y así es como utiliza san Juan el «ciervo» y la «paloma». Igual que Jerónimo Bosco en el Jardín de las Delicias los simbolistas tuvieron que representar el Cielo, el Purgatorio y el Infierno a través de sus imágenes visionarias y sus nuevos arquetipos. Esto les obligaba a encontrar las claves expresivas que pudieran definir de la mejor manera posible el placer y el horror de la vida, el éxtasis de la belleza y los ámbitos más macabros de la existencia. El Modernismo no sólo añade conocimiento a la simbología, le añade también fuerza de representación. Los simbolistas del Modernismo supieron que sus cisnes, sus lagos, su luna nocturna o su música parnasiana se dirigían a algo interior, eran sugerencias anímicas y no simple decoración: «polisensorialidad», en expresión de Valle-Inclán. Para esa escenificación tenían que lograr, como el reflejo de los estanques, proponer la hondura del cielo en un espacio plano. Por eso el símbolo tenía que ir mucho más allá de la propia palabra.

Es así como el Modernismo recurrió a símbolos ya consagrados en la arquitectura medieval por los constructores de las catedrales como sucede con los rosetones en forma de Estrella de David, con los cartabones y las escuadras, o con elementos de la astrología tan frecuentemente representados en las fachadas de los edificios. La observación de los edificios más característicos del Modernismo catalán o el valenciano nos permitirá detectar rosas abiertas, estrellas de cinco puntas, chimeneas curvadas de las maneras más insólitas o un buen número de atlantes y cariátides que sostienen elementos simbólicos. No sólo Gaudí sino también Pujol, Domènech, Ribes, etc, estarán bajo la influencia de visionarios como Viollet Le Duc, cuya simbología gótica despertó tanta admiración en nuestros arquitectos modernos.

Los símbolos del cielo, el purgatorio y el infierno están también en la literatura modernista que recurre a los dragones, las salamandras, las mandrágoras, los machos cabríos o todo tipo de referencias a ángeles, querubes, demonios y vírgenes, todo lo cual permite un auténtico bosque de símbolos frecuentemente disémicos y polivalentes. Pero, como nos advertía Ricardo Gullón en su trabajo Simbolismo y Modernismo, precisamente la literatura modernista se caracterizaba por buscar un efecto de todos los sentidos a través de recursos tanto musicales como plásticos o puramente imaginativos. La unión de un escritor como Victor Hugo, un músico como Wagner o un pintor como Dante Gabriel Rossetti confluiría en el milagro expresivo del simbolismo moderno.

LA FUERZA SIMBÓLICA DE LA NATURALEZA

Descubrimos entonces todo el pro ceso del Ciclo de la Rosa (que tanto influyó en García Lorca) a través de Gabrielle D’Anunzio. La rosa mutábile, roja en la mañana, rosa en la tarde y blanca al anochecer que simboliza el proceso de la vida a la muerte o de la pasión al descreimiento. O encontraremos igualmente «las flores de largos y curvados tallos» que designan a los tulipanes como símbolos del erotismo masculino y también las flores internas, subacuáticas, como el nenúfar que simbolizan la erótica femenina.

Hallaremos, en suma, el uso de los colores de la Naturaleza, el violeta como expresión del dolor, tan frecuentemente unido en Juan Ramón Jiménez a los símbolos celestiales, puesto que la «luna violeta» sería una expresión de la muerte dolorosa, la muerte que procede de la enfermedad incurable. Dice Juan Ramón:

Melancolía violeta
sobre balcones dorados
y la tarde, malva aún
contesta a tos dulces rayos
con la letra melancólica
de los dolientes ocasos.

El simbolismo modernista negro

Encontraríamos el blanco azucena como símbolo de la virginidad en sustitución del tópico de la nieve y leeríamos versos como los que dicen «¡Cómo matan a las rosas la azucena y el incienso!». Pero además de estas pulsiones tradicionales del símbolo añadiríamos otras nuevas menos desgastadas semánticamente como las referidas a la transgresión erótica más allá de los fines reproductores de la sexualidad. Nos encontraríamos con el «Eros negro» que Lily Litvak intenta desentrañar en su libro Erotismo Fin de Siglo (1979). Así pueden convertirse en simbólicas los olores de «un vago olor marino de algas y brea» o pueden ser igualmente simbólicos los perfumes como evocaciones místicas en representación de las flores del alma y sus ardientes perfumes, los musgos, los helechos, los boscajes sombríos, todo puede transcenderse desde su directa y simple evocación a una nueva pregnancia semántica que procede de su elevación a la categoría de mensaje irracional. El Modernismo se deleitó con esta simbología («acacias», «salamandras», «pelícanos», «dragones», «escaleras de caracol» y «cofres cerrados») porque conoció las posibilidades expresivas que contenía para la dilatación del placer, la perversidad o la comunicación secreta de sus pasiones ante los ojos de los lectores más avisados y capacitados, aquellos que estuvieran en el secreto que los modernistas dominaban a través de sus experimentos estéticos entre luces y sombras.

HACIA EL LADO OSCURO

Pero quizá la parte más interesante de la simbología se encuentre no en el lado sensorial y gozoso del símbolo del placer, sino precisamente en esa huida de la condición humana que representa el lado oscuro del Modernismo. Para los escritores modernistas el rechazo de la realidad como algo cruel e inasimilable en su propia existencia produce una fuente permanente de denuncia social a través de nuevos símbolos identificados con la decadencia física, con las enfermedades infecciosas, con los paisajes degradados, con la sordidez del erotismo comprado o con los aspectos depresivos, neuróticos de los estados de ansiedad o de los augurios de males venideros. El simbolismo modernista no se limitó aquí a seguir unos elementos preexistentes sino que fue profundamente creativo, original, en la relación de estas novedades. La penetración en estas «zonas de sombra» —como ya las definió Ricardo Gullón en su citado Simbolismo y Modernismo— superó los arquetipos tradicionales (Hamlet o La Duda, Don Quijote o El Idealismo) para orientarse hacia los misterios del submundo. La morbosidad de la literatura modernista pudo ampliar así una extensa avenida por la que circulaban símbolos del mal que tenían que ver no sólo con la naturaleza del hombre sino con un mundo nuevo, de ciudades y máquinas que la sociedad industrial había sido capaz de crear. Los simbolistas habían dado las pautas para esos hallazgos, los modernistas construyeron el edificio para que ese nuevo simbolismo se levantase desde su primera proyección espiritual y ocultista y designase a la sociedad moderna de Madrid, París, Buenos Aires o México, en los aspectos más tenebrosos del desarrollo industrial, tal como lo observó Georg Simmel en su análisis de Las Grandes ciudades y la vida anímica (1903). Las tendencias de la sociedad moderna a la producción industrial y la resistencia ofrecida a ese proceso por William Morris y su Arts and Crafts representaron Hitos en la concepción del mundo simbólico que no podía ser sólo entendido como «armonía» (Rubén Darío) sino también como profunda «distorsión» frente a la supuesta elegancia visual (Pedro Luís de Gálvez).

Quiero decir con esto que la literatura modernista no se limitó sólo a la configuración de una nueva poética, sino también a una nueva prosa del mundo que nacía de las barriadas perdidas, de los suburbios insalubres y de los lugares en donde los autores modernistas se encontraban desterrados a una vida miserable: los hospitales, las mancebías, las cárceles, los cementerios, todos los escenarios en definitiva donde la sordidez tiene su verdadero asiento. Urbanitas y cosmopolitas, los diversos enfoques del Modernismo inciden mucho en esa traslación del placer del Bien al Mal. Los paisajes idílicos, el locus amoenus que hacía suspirar a los neoclásicos, se ha trasformado en la vida de la barriada, en el nerviosismo de la calle transitada por vehículos ruidosos y rápidos, en la tumultuosidad de un mundo aturdido en el que se disuelven los rumores del agua y las cadencias de la música para aparecer las «flores del mal» baudelerianas en un olor a benzina y humo. Por eso el «eros negro» del Modernismo se convierte en una locuaz expresión realista frente a los amores galantes de las princesas de «boca de fresa». Un poema como Moulin Rouge de Gálvez donde el amor mercenario de las prostitutas tuberculosas se contrapone a los delirios versallescos de Rubén, sería muy designativo para entender la dualidad simbólica contrapuesta del Modernismo y poder leerlo en toda su complejidad. Ni el fin de siglo XIX ni el principio del siglo XX fueron una tarea fácil, por eso a los modernistas no sólo les interesaban los misterios del alma sino también el «mysterium tremendum» que representaba el enfrentamiento con un mundo que les abocaba a un precipicio: el de su propia subsistencia fatal. La terminología modernista es especialmente rica al hundirse en ese misterio de la disipación, la autodestrucción, que el alcohol, la droga, la mala vida pueden empujar como última ascua ardiente, cuando toda felicidad ha desaparecido. Esta no es la cara más conocida, pero sí la más abiertamente heterodoxa, la más decididamente antiburguesa de toda la experiencia literaria del grupo modernista. Ese otro aspecto creo que puede percibirse en toda su locuacidad en el trabajo de José Esteban y Anthony Zahareas (Los proletarios del arte, 1998) o en mi propio libro El Feísmo modernista (1989) donde todos los sinsabores de la vida errante encuentran su símbolo tanto en los dioses de la Mitología, como Edipo y Sísifo, como en los lugares de la actualidad, se trate del manicomio de Armando Buscarini o de los prostíbulos de la calle de Ceres en el Madrid finisecular reflejados por Vidal y Planas. No hay límite a los horrores de la vida que no pueda simbolizarse en la poesía modernista: La lira triste, La ola negra, La rosa del pecado, Las momias egipcias, El scherzo de los murciélagos, Las muecas del hospital, El palo del telégrafo, Los pescados muertos y tantos y tantos otros poemas de este contexto tenebroso, macabro o miserable, irán tejiendo una red ilimitada de nuevos rastros que definen la escenografía modernista bajo esta nueva luz simbólica de la actualidad. La simbología blanca o negra como la magia tiene evidentemente sus héroes y sus villanos, tiene su Juan Ramón Jiménez y su Pedro Luis de Gálvez, tiene su Dante Gabriel Rossetti y su Armando Buscarini, no todo es cisne, rosa, nenúfar, sino también vómito, agujero negro, crepúsculo… y ambos, lilas y violetas, símbolos mágicos y símbolos dolientes configurarán ese escenario en el que se mueve una literatura especialmente dotada para el dolor y para el placer como fue la literatura modernista. Como creo que adecuadamente se señalaba en el prólogo de El Feísmo Modernista: «Nada se salva de esa visión degradadora, ni el reino vegetal, con los escalones inferiores de vida, como cebollas o ajos, ni el animal, con sus moscas y murciélagos, ni por supuesto el humano, sometido a todas las inclemencias de la Naturaleza aparte de las que genera la sociedad para el fastidio y martirio de los cuerpos y las almas…. El mundo de los toros, la juerga flamenca, el folklore prostituido y otras expansiones del color local proyectan una sombra propia sobre el cosmopolitismo modernista…».

No hay poetas de un lado y del otro, puesto que el mismo Rubén (Phocas, el campesino) y muy frecuentemente Juan Ramón Jiménez (La carbonerilla quemada, Las amantes del miserable, etc) frecuentarán la parte morbosa del modernismo negro. Ninguno de los modernistas que han dado pie a la reciente bibliografía sobre el tema, desde Manuel Reina a Valle-Inclán, pasando por Salvador Rueda, Villaespesa, Emilio Carrere, Eliodoro Puche, hasta llegar a Agustín de Foxá, se libra del pago de este tributo dé la modernidad que consiste, en claro desafío a los poemas elegantes, en retorcerle «el cuello al cisne de engañoso plumaje». Poemas sí hay, en cambio, y muchos, contrapuestos en su intención y en su lectura metafórica de la realidad. Y fue el triunfo de las revistas burguesas como Blanco y Negro el que hizo, durante largo tiempo, entender el simbolismo modernista como el elegante ropaje de una sociedad que disimulaba así su decadencia. Pero la lectura de la crisis del 98 no pudo ser ni alegre ni banal, a pesar de todos los esfuerzos posteriores para ocultarla. La amargura y el dolor se expresaron en esa crisis social a través del modernismo tanto como en los filósofos o los escritores comprometidos de esa misma generación. Y bastaría señalar, por último, que es en esa parte doliente y desencantada (en esa prosa del «mal poema» que diría Manuel Machado) donde está la auténtica radiografía de la sociedad española de signo modernista, la visión degradada de un país que intentaba escapar de todas sus miserias a través del vuelo de un cisne cuyo plumaje era, efectivamente, engañoso.

NOTAS

1· Véase en Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Ed. Labor, Barcelona 1979.
2· José Olivio Jiménez, El simbolismo, Ed. Taurus, Madrid 1979.