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Como el peregrinaje de Basho, uno de sus poetas más admirados, también Octavio Paz emprendió un camino poético que le conduciría a las profundidades de la palabra, hasta los confines más íntimos del universo, tras sortear tradiciones literarias, modas estéticas y ciertas experimentaciones en las que ensayaba la versatilidad simbólica del lenguaje y su precisión, que fueron en cierta forma sus obsesiones. Toda su obra está jalonada por incursiones novedosas y formas extrañas que se suceden recurrentemente —poemas colectivos, topoemas, imágenes—, pero que en su caso no se erigen en imposturas esteticistas ni en reclamos exóticos. Como se encargó de confesar, se disponen como «estaciones de un itinerario único», cuyo destino fue el rescate de una experiencia originaria inefable.

La senda de Oku, el rastro poético que Basho fue desperdigando por la geografía montañosa de su Japón natal, es, pues, el atajo que se dirige al futuro, pero sin lugar a dudas también el derrotero de vuelta, el itinerario que abre lo retrospectivo, haciendo posible el retorno a los orígenes y la rememoración lírica del comienzo. Estos son algunos de los rasgos que Paz conquistó en la cultura oriental. Su asimilación de diversas constelaciones culturales —evidentes en la multiplicidad formal y en la extrañeza temática de sus poemas— desafió la literatura discursiva y, por qué no decirlo, anquilosada de la modernidad, y le convirtió en profeta de cierta sensibilidad posmoderna.

La poesía debería ser reacia a las clasificaciones y, con mayor motivo, la de Octavio Paz. No creemos, sin embargo, que el reflexivo mexicano impugnase «encrucijada» como imagen para explicar su cosmovisión poética. Porque exactamente sus versos se convirtieron en encuentro y se conforma como cruce de caminos y tradiciones. Intersección, primero, temporal, con su reivindicación del instante, con su atención al momento que desvanece las fronteras temporales y presiente el destello de lo eterno poetizado. Confluencia de culturas, en segundo lugar, en donde la alta cultura europea se sintetiza e incluso confunde con el ritmo nutricio de lo popular y agreste, concitando el espíritu metafísico, lo inconsciente y el entretenimiento paganizante: México, India y lo precolombino, con la seriedad de la influencia francesa. Concurrencia, en fin, de un yo hastiado con el vacío cósmico.

HAIKUS Y TRADUCCIONES

Paz concibió el haiku como una estructura poética sublime y pura. Podría extrañar, no obstante, que solo aparezcan ocasionalmente en su producción literaria. Pero una lectura completa de sus poemas descubre que el haiku, de algún modo u otro, ha estado siempre presente a lo largo de su trayectoria. Y no sería exagerado afirmar que ha sido uno de los lugares más revisitados de ese camino que comienza con La luna silvestre, su primer poemario, en 1933, y termina inexorablemente con la desaparición física del escritor mexicano. La permanencia del haiku —de sus temas, de su estructura—, ¿no haría posible afirmar que este es, tanto en aquellos modelos métricos que se adaptan rígidamente a su forma clásica como aquellos que son, por decirlo de algún modo, inconscientes, lo que ofrece una continuidad formal y sustantiva a todo su decir poético?

Técnicamente hablando, Paz sabía que el haiku constaba de 17 sílabas, cuya estructuración tradicional las disponía en 5-7-5. En ocasiones usa esta métrica, pero existen otras configuraciones que, sin ser haikus en sentido estricto, están inspiradas, algunas de forma no premeditada, en el espíritu rítmico de Basho. Son versos que proceden, aun sin intención, de la escuela de Basho, pues en ellos existe la intensidad y concentración semántica propia de la poesía japonesa.

Así ocurre en Libertad bajo palabra, donde Paz reúne sus primeras tentativas. Véase, por ejemplo, el siguiente fragmento: « […] incisiones / en la carne del tiempo —mi escritura, / raya en el agua». O este otro: «amanece. El reloj canta / el mundo calla vacío». O bien «alzo los ojos: no hay nada / silencio sobre la rama / sobre la rama quebrada».

Paz también utilizó el renga, o serie encadenada de versos, para crear poemas colectivos. En el prólogo a Renga (1971), donde aparecen las cadenas poéticas compuestas entre Paz, Jacques roubaud, Edoardo Sanguineti y Charles Tomlinson, el poema es el instrumento que emplaza a la belleza, nacida como fruto del azar controlado. Renga significa «poema ligado» y en la tradición japonesa se llama así a la serie indefinida de tankas, hermanos del haiku. Con independencia de los parecidos, lo relevante es que en el renga se produce también el milagro poético, el hallazgo que desvela lo inefable y oculto. Desde un punto de vista cultural —o multicultural, si se admite el término—, la experimentación de la creación colectiva reúne en Paz dos tradiciones diversas y muestra su pluralismo irreductible: de un lado, el universo japonés, al que ya hemos aludido; de otro, el surrealismo, pues en la suerte combinatoria o en el azar electivo, esa expresión de Breton tan querida por Paz, la casualidad y el deseo se funden en una hermosa y admirable innovación poética.

El uso que hace Paz del haiku no es una farsa ni tampoco un pasatiempo lúcido; es el empeño por encontrar, como indicábamos, una forma expresiva que comunique el anhelo, y el hallazgo también, de la unidad originaria perdida. El ser deseante, vagabundo, que anhela algo que desconoce pero presiente en sus primeras composiciones poéticas, descubre en el universo oriental una temática idónea para saldar sus desvelos. En este sentido, Paz procuró insertar la versificación japonesa en su propia —y vasta— tradición cultural. Según los expertos, uno de los ejemplos más logrados de esa fusión de tradiciones aparece en «Piedras sueltas», que forma parte del poemario Semillas para un himno (1954).

Virginia rodríguez Cerdá, que ha estudiado la influencia del haiku en el escritor mexicano, explica que la composición de «Piedras sueltas» se produjo en 1952, después de regresar de una larga estancia en Tokio. La heterogeneidad y la contraposición se alzan como clave de esos poemas cortos, en los que la brevedad de la forma oriental y el tema mexicano ayudan a extremar el asombro estético. Así ocurre en el poema «Xochipili», que en la mitología mexicana representa a la divinidad del amor y la belleza: «En el árbol del día / cuelgan frutos de jade, / fuego y sangre en la noche». Los haikus de «Piedras sueltas» pueden resultar inexactos: cuentan con título, por ejemplo; en ellos prima la experiencia cultural frente a la percepción inmediata de lo natural; el yo del poeta es remiso a desaparecer y, por tanto, se disipa en ocasiones el trasfondo contemplativo de los versos. Véanse, para ello, estas dos muestras: «Viven a nuestro lado / los ignoramos, nos ignoran. / Alguna vez conversan con nosotros». «Me vi al cerrar los ojos: / espacio, espacio / donde estoy y no estoy».

Pero pueden hallarse también formas japonesas puras. Paz explicaba que el haiku, tradicionalmente, constaba de dos partes. En la primera de ellas aparece la condición general del poema y se muestra un hecho del mundo natural. Es, en definitiva, la parte descriptiva. El segundo elemento del poema es lo que hace estallar la escritura; su función es meramente enunciativa y suele incorporar una referencia activa. La confrontación de esos dos momentos hace nacer la chispa de la belleza poética. Obsérvese cómo consigue ese efecto Paz en «Pleno sol»: «Se despeña la luz, / despiertan las columnas / y, sin moverse, bailan». Y con la misma pureza, lo consigue en «Mediodía»: «La luz no parpadea, / el tiempo se vacía de minutos, / se ha detenido un pájaro en el aire».

Paz, en cualquier caso, no se limitó a cultivar el haiku solo por placer creativo. Si se tiene en cuenta lo que para él implicaba el ejercicio de la traducción, no pueden obviarse las versiones que realizó de los clásicos poemas orientales que, para ser justos, tendrían que ocupar un lugar destacado en su obra. La editorial atalanta ha editado recientemente su versión de Sendas de Oku, de Basho. En la larga introducción al diario de peregrinación del poeta japonés, confiesa su ignorancia idiomática, pero el lector ha de tener en cuenta que a su juicio, y atinadamente, la traducción excede la mera literalidad y se convierte en un verdadero ejercicio artístico de recreación y reinvención. Es, pues, una reescritura o repoetización. La traducción que Paz hizo, junto con E. Hayashiya, de los poemas desposeen a Basho de su autoría y sirven también para expresar el fondo más íntimo del escritor mexicano.

EL ESPIRITU DE HAIKU

Lo oriental está presente también en el núcleo temático de la poesía de Octavio Paz, que era consciente de la deuda que había adquirido con esa cultura lejana que descubrió como alternativa a su inquietud metafísica y donde se le reveló el sentido de la existencia. Oriente no fue, pues, un hito pasajero de su camino, sino el camino mismo, su trayecto biográfico, el ritmo de ese Poema que, a su juicio, son todos los poemas, fragmentos perentorios de una unidad perdida.

Hay ciertas recurrencias temáticas que emergen en la brevedad concentrada de los haikus. Desde la perspectiva zen, lo importante es lograr la aniquilación del yo consciente y la comunión con lo natural, cosechando una unidad en la que desaparece toda frontera y percepción de límite. Es sintomático que la figura más empleada, a veces junto con las onomatopeyas, sea la sinestesia, como si el poeta tratara de desvanecer los contornos de la sensibilidad, introduciendo al lector en un mundo sensorial indiferenciado. Tampoco resulta casual que el haiku sea breve: es una densidad instantánea; ni que se recupere la idolatrización de la palabra inaugural o que se dispongan las palabras desnudas, solas, tratando de restablecer su sacralidad talismánica y salvarla del piélago tumultuoso de las referencias simbólicas: la palabra emerge y convoca directamente a la realidad poetizada, sin mediaciones ni artificios.

Basho es quien, en la tradición poética de Japón, ha conjugado con maestría todos estos extremos. Lo que hace singulares a sus haikus es que en ellos el escritor japonés alcanza de una forma sucinta la altura de una práctica espiritual o ejercicio contemplativo. Basho intentó superar la conciencia ordinaria y sublimar lo mundano de la existencia, denunciando la superficialidad del lucro material y la impureza hedonista. La aparición en sus haikus de lo natural, con su hermosa sutileza y concreción —un árbol, un pájaro, un lago o un río, una montaña, el sucederse ininterrumpido de las estaciones—, tensiona el yo alienado del lector y lo reconduce, al menos en el instante ensimismado de su lectura, a esa simpatía pretérita con el todo.

Hay animismo, sacralización de lo natural, como indicábamos. En Paz, lo religioso se transfiere a la palabra, que adquiere la función de conjuro. Basho espiritualizó la experiencia poética japonesa, y Paz, por su parte, orientalizó la literatura contemporánea, multiplicó sus referencias. Uno y otro lucharon por erradicar la categorización y la servidumbre del pensar discursivo. Llevaron al hombre y al lenguaje hacia sus propios confines: mientras que uno lo hizo recomponiendo el haiku y distanciándolo de su forma afectada, otro elevó metafísicamente el elenco de las formas poéticas.

Para explicar su poesía, una vez Basho dijo: «No sigo el camino de los antiguos, busco solamente lo que ellos buscaron». Se refería, pues, al pasado. También Paz dijo que el poeta, como el hombre, no es un sujeto de progreso, sino de regreso, un ser que brega por remontar sus cauces profundos, cuya existencia recapitula todas las existencias. Estos elementos laten en sus poemas y, de hecho, uno de los más significativos, «Pasado en claro», repite insistentemente: «Estoy donde siempre estuve».

Pero la experiencia originaria de la plenitud resulta inefable. Paz la evocó refiriéndose a la unidad, a una comunión extática que quiebra divisiones, identidades y antagonismos. Como en otros poetas, fascinados como el mexicano por la propuestas espirituales del zen, se aprecia el agotamiento de la subjetividad, el hastío por la saturación simbólica de la conciencia. La obsesión reconcentrada del haiku delata la quimera de la discursividad y la clausura de toda referencia. El haiku se propone como antídoto y sugiere en su simplicidad una apertura inconmensurable, la misma que ofrece el universo que leemos como espectadores.

El haiku representa una antítesis: no colma el juego de las representaciones, hay ausencias y huecos; se acrisola en la pureza de la denotación. Si en la versificación más tradicional el poema estalla en interpretaciones subjetivas o culturales, en el haiku alcanza concentración semántica por medio de la sencillez. Paz señaló en algún momento que la explicación, la reiteración y el discurso suponen las enfermedades de la poesía. El haiku podría ser el revulsivo para ellas. Pero también la dispersión existencial del hombre exige una cura y la encuentra en el poema. El yo alienado, que percibe en el sucederse del tiempo la cancelación de su plenitud, se ubica gracias al poema en un instante eterno y mágico, en un «tiempo sin medida» o un momento «paralizado, suspendido / entre un abismo y otro».

Sin embargo, la comunión existencial que anhelaban Basho y Paz no salva al hombre; más bien lo difumina en la plenitud del vacío. Paz fue desnudando su poesía, como si presintiera la desaparición del poeta que fue en el sueño telúrico del poema. El camino se consuma con la llegada a ese ámbito del «ser sin ser», «el espacio puro», al lugar donde se recomponen los fragmentos despedazados en la historia del mundo: «Todos eran todo. / Solo había una palabra inmensa y sin revés. / Palabra como un sol. / Un día se rompió en fragmentos diminutos, / son las palabras del lenguaje que hablamos, / fragmentos que nunca se unirán, / espejos rotos donde el mundo se mira destrozado».

Lo paradójico es que el hombre en plenitud deja de ser hombre. O, por decirlo de otro modo, que la expresión poética más pura no sería más que el eco de un silencio mantenido. El zen, como la oquedad del haiku, puede ser un lenitivo atractivo para un sujeto hiperconsciente e individualista, como el hombre de hoy, pero no se compromete en tareas redentoras. Basho divinizó lo natural; Paz, por su parte, sacralizó la experiencia poética o amorosa refiriéndose al dios inmanente del amor y la poesía, como ha indicado con precisión E. krauze, pero eso terminó obstaculizando su comunión con la trascendencia. 

Profesor de Filosofía del Derecho. (Universidad Complutense de Madrid).