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Hacia los mismos años en que el nacionalismo catalán se convierte en un movimiento político con aparato ideológico y con capacidad para movilizar una base social —y eso ocurre entre finales de los años ochenta del siglo XIX y principios del XX—, el Quijote, tras superar a Calderón, se alza definitivamente con el primer puesto entre los clásicos nacionales de la literatura castellana, a la vez que se convierte también en uno de los más importantes iconos, sino el más importante, de la nación española. En deuda especialmente con las interpretaciones románticas, la obra de Cervantes arrastra una pesada rémora de adherencias extraliterarias, una paradoja descomunal para la obra más metaliteraria de la literatura. El proceso de ideologización de raíz casticista que afectó también a otros clásicos del Siglo de Oro, se empieza a manifestar con fuerza en el periodo inicial de la hoy llamada ya casi unánimemente Edad de Plata de la cultura española. Es por entonces cuando el Quijote, antes sólo pasto de las disquisiciones de expertos o seudoexpertos de muy diverso pelaje (pienso en los Benjumea de turno), se convierte en un vademécum, en la piedra de toque para la interpretación de España. Las esencias del alma nacional que los románticos habían visto en las grandes obras literarias se avenían perfectamente con la lectura que de los clásicos hacían los defensores del casticismo. Para ellos, Calderón, Cervantes o los místicos servían además de freno a las corrientes disolventes del pensamiento foráneo, un aspecto que molestaba a los jóvenes escritores —la gente nueva—, que irrumpe en la vida literaria a finales de los noventa del siglo XIX y que, de acuerdo con la tradición liberal y la moda europea, prefieren a los primitivos medievales. Los autores del Siglo de Oro, aquellos terribles antipáticos, según los vitupera Martínez Ruiz en la Voluntad antes de convertirse en Azorín, les huelen a rancio y a humo de braseros inquisitoriales. Sin embargo tanto la gente vieja —Valera, Galdós, Clarín, los escritores y académicos ya consagrados— como la gente nueva —Azorín, Maeztu, Baroja— consideran que la literatura constituye un elemento esencial de la vida de una nación, que tiene en sus clásicos unos puntos de referencia decisivos.

Pese a las voces discordantes de los jóvenes escritores que habrán de ir acallándose a partir sobre todo del tercer centenario de la primera edición del Quijote, Cervantes será erigido primer clásico nacional con el consenso de la autoridad académica y del público, aunque quizá fueran minoría quienes lo habían leído. En el Quijote se buscarán las claves del pasado y hasta del futuro de la nación. Libro de los libros, Biblia profana, le llamó Clarín, no en balde, puesto que no sólo era el texto sagrado que los sacerdotes hermeneutas se encargaban de interpretar, como no se cansaba de repetir Unamuno secundado a ratos por Azorín y advertía asimismo Maeztu, sino que en su interior se acrisolaba el alma nacional. No eran pocos los que creían que la esencia y la existencia de los españoles se resumían en el caballero, mucho más que en el escudero, dicho sea de paso. También, el Quijote transformado en bola mágica, servía para encarar el porvenir.

A finales de siglo XIX conservadores y liberales, todos, coincidían que el texto cervantino constituía una aportación universal incontestable que las naciones extranjeras nos reconocían y envidiaban, mientras nuestra escuadra rumbo a las Antillas no encontrara puerto donde quisieran aprovisionarnos de carbón. Basta asomarse a la prensa en los años de la guerra de Cuba para observar hasta qué punto el libro de Cervantes funciona como una especie de fetiche. Cuantos colaboran en los periódicos, gacetilleros, políticos e intelectuales lo tienen en la punta de la pluma.

Don Juan Valera asegura el fatídico agosto de 1898 —parafraseando la afirmación de Carlyle que preferiría que Inglaterra se quedara sin su imperio colonial antes que sin Shakespeare— que la inmortalidad de Cervantes compensaba de los desastres de Santiago de Cuba y Cavite. Con idéntica referencia había empezado Unamuno su artículo «Muera don Quijote», publicado sólo unos días antes que el de Valera y que tanta polémica hubo de provocar. Entusiasmó a los catalanistas de Lo Somatent de Reus que lo reprodujeron traducido, soliviantó a Urales que desde El Progreso polemizó con Unamuno y molestó al paladín de don Quijote, Navarro Ledésma, que en la Revista Moderna defendió la figura heroica de un don Quijote nietzcheniano:

Ahora hablan mal por aquí de don Quijote, maldicen a don Quijote; don Quijote es lo único bueno que había en España. Porque el espíritu de don Quijote no perdura en el alma nacional, hemos perdido Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Don Quijote es la justicia, es la práctica denodada de la justicia; lo que los modernos llaman superhombre sería don Quijote si tuviera representación moral.

Galdós, por su lado, tan sólo tres meses después de la derrota, relacionó el Quijote con la pérdida del imperio con estas palabras:

Este libro constituye nuestros más excelentes dominios; allí sí, podemos decirlo sin temor de que el tiempo nos desmienta sobre ese hidalgo avellanado y antojadizo, sobre ese escudero socarrón, natural filósofo y pancista supino, sobre don Quijote y Sancho Panza, sí, bien lo podemos decir: sobre estos dominios no se pone ni se pondrá nunca el sol.

A estas alturas, en estos tiempos de posmodernidad en los que vivimos, la sola comparación entre Shakespeare y el imperio británico o entre Cervantes y las tierras españolas donde nunca se ponía el sol se nos antoja pasto de polillas. Además ni Shakespeare ni Cervantes representan gran cosa en nuestra época, en la que —ya lo afirmó Auden— el poeta no tiene sitio en la ciudad. En cambio, en la época finisecular decimonónica, a consecuencia de la larga sombra romántica, Shakespeare y Cervantes fueron considerados emblemas nacionales. Eso explica que el Quijote fuera leído, en efecto, como una especie de Biblia española, quizá mejor, como el Libro de Job, en el que cabía buscar consuelo colectivo para la recuperación de unas señas de identidad que después de 1898, inmerso el país en una etapa de humillación y derrota, tenían que servir para afianzar el idealismo, el honor —al que no en vano se refería el almirante Cervera al dar cuenta del hundimiento de la escuadra— y la caballerosidad de los españoles, frente a los yanquis, «ces marchants de cochons», como Anatole France hubo de denominarles en L’anneau d’amethystes.

Si he traído a colación todas esas referencias quijotescas, ha sido para observar ahora que, tanto en su conjunto como por separado, entrarían en conflicto con el nacionalismo catalán que, como ya he señalado, va consolidándose por los mismos años en que el Quijote, como gran clásico nacional castellano, carga sobre sus espaldas con tan pesado equipaje.

En los años noventa del siglo XIX los catalanistas comienzan a referirse a Cataluña y no a España como su nación. La obra de Narcís Roca y Farreras ofrece las primeras formulaciones. La Assamblea de la Unió Catalanista que tuvo lugar en Balaguer en 1894 substituye el concepto de nación española por el de Estado español, aspecto aún hoy vigente entre los catalanistas. De ahí que Cervantes, el gran clásico castellano, dejaría de ser considerado un clásico nacional, puesto que Cataluña se constituía como otra nación. Además el Quijote no había sido escrito en lengua catalana y aunque don Quijote pasara unos días en Barcelona, donde sería muy bien acogido por don Antonio Moreno —tanto que desde entonces se había quedado aquí a mesa y mantel, argumentaban desde su contracubierta los catalanistas de la revista Cu-Cut—, el siglo XVII no fue para Cataluña una época gloriosa sino de decadencia. Quiero significar con eso que las bases en que se cimentaba el nacionalismo tenían que ver con una serie de ingredientes entre los que destacaban, además de un territorio común, la lengua, la historia, la raza y una comunidad de derechos y costumbres.

La lengua catalana era para los nacionalistas un factor aglutinante fundamental, debilitada y empobrecida frente al castellano, lengua del poder y del prestigio; había, pues, que fortalecerla con el uso cotidiano pero también había que luchar para conseguir su oficialidad en el territorio catalán. Por tanto, cuanto menos se utilizara el castellano, mejor. En consecuencia el libro canónico, el clásico por antonomasia, el modelo lingüístico que los académicos habían entronizado en España, como referente de la lengua castellana carecía en Cataluña de significación. Si no servía de modelo lingüístico tampoco era aprovechable desde el punto de vista histórico. No era la Cataluña de principios del XVII, la de las banderías mafiosas dels bandedjats, nyerros y cadells la que el nacionalismo trataba de recuperar, sino la medievalizante, la de la época mítica en que los peces del mediterráneo llevaban estampada en sus lomos la cutribarrada señera de Guifreu conquistaba Atenas y Neopatria con sus bravos almogávares… Además, si bien es cierto que en la partida de Roque Guinart se habla catalán, un tanto sui géneris, por cierto, («frade» no es palabra catalana, sí la otra transcrita, «lladre»), no lo es menos que en la imprenta visitada por don Quijote, no encontramos ningún libro en lengua catalana y no es suficiente que Cervantes abogue por las lenguas vernáculas ni que salve de la quema el Tirant lo blanch.

En relación a la raza, no deja de resultar curioso que Valentí Almirall, que pasa por ser el político más importante del resurgimiento nacionalista, dedique diversas páginas de su libro Lo catalanisme, do en 1886, a tratar del carácter castellano encarnado precisamente en el Quijote, donde puntualiza que:

Un dels grans mérits de la celebrada concepció de Cervantes és haver encarnat en son hèroe lo tipo genuinament castellá. Es desinteressat, generós, amic de les bones formes i mirall de cortesía1.

Unos piropos que en seguida contrastará de modo irónico:

Anima inmensa Almirall considera que la intransigencia quijotesca, su jactancia, su orgullo son características de los castellanos que sin duda el manchego representa como ninguna otra figura literaria. De ese texto fundacional del catalanismo parten, me parece, los tópicos antiquijotescos difundidos por los nacionalistas. Así, para algunos ser un «Quixot o ferel Quixot» no implicaba luchar por un ideal o actuar de una manera altruista. Por el contrario, significaba ser un loco, un ególatra enfermo de vanidad. La exaltada imaginación del hidalgo, su falta de sentido de la realidad y su capacidad de transformarla en aras de su quimera utópica, eran aspectos que los nacionalistas rechazaban, en especial, tras comprobar cómo la ausencia de realismo y las quiméricas utopías se ponían de manifiesto en muchos ámbitos de la vida española a raíz de la guerra de Cuba.

Pero no es sólo Almirall quien utiliza a don Quijote como prototipo de la raza castellana. El lugar común se extiende al Prat de la Riba de los textos juveniles y más concretamente al del panfleto publicado en francés La question catalane (1898), donde opone el pueblo castellano al catalán y señala que uno «está lligat al corrent industrial dels pobles modems i l’ altra nodrit dels prejudicis de l’ hidalgo carregat de deutes i inflat d’ orgull»3, y los considera antagónicos por raza, temperamento y carácter.

Pompeu Gener, igualmente nacionalista, aunque de mucha menor importancia en comparación con Almirall o Prat, conocido en las letras castellanas por su polémica con Clarín y seguidor de Taine, dedica múltiples textos al Quijote, en catalán y en castellano. Influido por el darwinismo, que defiende la existencia de razas superiores, y a la vez por Nietszche, se refiere a la raza castellana, que don Quijote simboliza, no siempre desde la misma perspectiva. Quiero notar, de pasada, que la palabra «raza», que tanto nos repugna ahora, aparece  ecuentemente en los autores finiseculares.

Entre los textos sobre el Quijote de Gener, me interesa destacar el titulado «Don Quijote y Sancho Panza com a tipus simbòlics espanyols i com a tipus simbòlics humans», aparecido en la revista Joventut en 1901.

Anima inmensa y de potencia absorbent com la rassa simbolisada, ella concentra en si totes las palpitacions de la vida social d’ un poblé esdevingut conquistador á força d’ haver estat conquistat. Temerari fins la ruhina, absolutista fins á la irracionalitat, sec y dur, pero valent y magnanim, s’ ha extés per tots els ámbits del món com la Rassa Castellana qu’ ell simbolisa. Per aixó’ l llibre s’ intitulá ab raó Don Quijote de la Mancha. Aquell héroe manchego no té res que veure ab el Català, ab el Viscaí, ni ab el Gallego, originaris d’ altres rassas4.

Gener concluye que urfa característica dominante de don Quijote es «Matar, perseguir, aqueix es l’imperatiu de la seva ánima, composta de Wotan germánich y d’Almanzor serrahí»5.

Pero a pesar de eso, el alma de don Quijote es heroica, grande, generosa y batalladora, conserva el espíritu combativo medieval, pero ignora las formas de desarrollo aportadas por la Europa del Renacimiento.

También en Herejías (1887), incluido y ampliado luego en Cosas de España (1903), Gener identifica nación con raza e incluso llega a escribir:

Lo que aquí priva [refiriéndose a España] son las degeneraciones de esos elementos inferiores importados del Asia y del África. Ellos son los que predominan, ellos los indispensables para ocupar los puestos elevados, para formar parte de una aristocracia política y literaria que las más de las veces sólo lo es de la inferioridad.

Después, aludiendo a los catalanes, añade:

Nosotros, que somos arioindos de origen y de corazón, no podemos sufrir la preponderancia de tales elementos de razas inferiores, ni las de sus tendencias y por tanto tenemos un orgullo de disentir de ellos, en diferenciarnos de tales mayorías, en ser heresiarcas ante una tal ortodoxia, aun a riesgo de que se nos tache de malos patriotas, pues entendemos la patria en el sentido en que la entendieron Homero, Esquilo y Aristófanes, es decir en el sentido de raza y de cultura superior.

Basten estos ejemplos, que podrían multiplicarse, en relación con la raza. Por lo que respecta a la comunidad de derechos y costumbres, una lectura atenta del Quijote, en clave catalanista, hubiera podido ofrecer, quizá, algunos aspectos pertinentes, no por las referencias al bandolerismo, que los anticatalanes también esgrimieron: «En cuanto uno llega a Cataluña aparecen los salteadores y le dejan sin blanca», sino por lo que representaba la actitud de don Antonio Moreno, el burlador discreto, el cortés anfitrión de don Quijote, lector no sólo de la verdadera historia del hidalgo sino también —creo yo— de la apócrifa de Avellaneda. De las virtudes de Moreno sólo algunos nacionalistas inteligentes como Pijoan, el institucionalista, amigo de Giner de los Ríos, dan cuenta. A raíz de la lectura de ese otro libro inclasificable, a mi entender, que es la Vida de don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno, Pijoan opone la figura de don Antonio Moreno a don Quijote. Frente al individualismo quijotesco, al egocentrismo unamuniano, contrapone los intereses colectivos, el espíritu moderno, emprendedor de los catalanes. Confronta el ruralismo y la cerrazón, la industrialización y la apertura, que pretende también contagiar a España, catalanizándola.

Por si todo esto no bastara, está muy claro que Almirall y Prat de la Riba, los dos referentes fundacionales del movimiento catalanista, creían a pies juntillas, y en eso no se diferenciaban de muchos otros intérpretes castellanos del Quijote, que Herder tenía razón, que es el alma histórica de los pueblos la que inspira su manera de ser y que esta manera de ser se acrisola en sus clásicos nacionales. Diferían sólo en que los catalanes no podían encontrar en el libro cervantino su idiosincrasia. Al contrario, en su proyecto de descastellanizar Cataluña, el Quijote era un obstáculo.

En consecuencia, desde Cataluña, en clave nacionalista, se hacía una lectura distinta del Quijote e incluso algunos intelectuales de prestigio, como el socialista-nacionalista Gabriel Alomar, también el año de la pérdida de Cuba, traía a colación las referencias del radical Franquesa i Gomis para considerar que los verdaderamente quijotescos eran nada menos que los yanquis, auténticos libertadores de los cubanos (sic). También el primer número de la revista La Nació Catalana, aparecido en 1898, insertaba con letras de titular este anuncio: «Espanya agonitzant. Descredit vergonyós del quixotisme i de la patriotería. Triomf del catalanisme».

La retórica imperialista que las alusiones «a los dominios donde no se ponía el sol» ponía de manifiesto sería ampliamente ridiculizada por parte de la prensa satírica catalana, con referencias negativas a «la armoniosa», remedo a mi modo de ver de «la Tolosa», la moza del partido de la venta que le ciñe la espada a don Quijote, con el que se apunta al blanco de la lengua castellana, la armoniosa lengua de Cervantes, como la llamaban políticos y periodistas, que el decreto ministerial de Romanones de 1902 imponía en Cataluña como obligatoria para la enseñanza del catecismo.

La prensa nacionalista más radical hace constante befa de la ampulosidad de los discursos patrioteros, de esa retórica vacua que suena a calderilla —en coincidencia, por cierto, con la opinión de la gente nueva, en especial, con Martínez Ruiz— y siguiendo las directrices nacionalistas de la búsqueda de la esencialidad, del rechazo de los oropeles, de la quincallería que, a su entender, el castellano mostraba por arrobas.

Llama la atención la enorme cantidad de referencias quijotescas con las, que en la prensa catalana, que en 1905 se ocupa del tercer centenario de manera unánime, se sigue aludiendo a la pérdida de las colonias, que, para Cataluña significaba, además, la posibilidad de quedarse sin mercados. Tal como recuerda Raymond Carr, el desastre del 98 le dio al catalanismo una oportunidad de oro permitiendo que se convirtiera en una fuerza regeneradora, frente a un Estado español agónico y vencido:

El catalanismo contaba ya con una organización y con una doctrina. El desastre del 9 8 le dio su primera oportunidad de conquistar una audiencia masiva de las clases medias. La imagen de un estado castellano moribundo que, tras obligar a su juventud a hacer el servicio militar, había perdido para Cataluña su mejor mercado, permitió que el catalanismo se convirtiera en una de las fuerzas generales de la regeneración y en una fuerza electoral eficaz.

El historiador catalán Josep Benet, por su lado, alude a que la impronta del desastre fue también distinta en Cataluña:

Per bé que durant les guerres colonials molta gent catalana s’havia deixat dur per l’onada d’un patrioterisme espanyol retòric, després, davant del desastre, la reacció fou immediata i vigorosa, combativa i esperançada, i, alhora, constructiva6.

Una reacción que pone en entredicho la cultura castellana y, en especial, sus mitos entre los que destacaba, claro está, el Quijote aunque su creador, Cervantes, fuera extraordinariamente bien considerado incluso entre los más radicales. «Cervantes hagués fet bona amistat ab nosaltres si hagués tornat ara»7, escribe, por ejemplo, Pep de la Tralla, en el intransigente semanario catalanista del mismo nombre.

Frente a los intelectuales finiseculares castellanos que suelen preferir don Quijote a Cervantes —y el paladín de esa preferencia es Unamuno—, los catalanes abogan por el autor. Antoni Careta y Vidal, por ejemplo, en un artículo de título sintomático «El nostra amich Cervantes», publicado en La Veu de Catalunya, le considera regionalista, ya que sentía un gran respeto por los idiomas, y cita el párrafo del capítulo XVI, de la segunda parte del Quijote, en la que el hidalgo defiende el uso de las lenguas vernácula, y añade:

Que la llengua es la fe de vida més eloqüent d’una rassa, ho saben tots els pobles que s’estiman y tots els déspotas que voldríen anorrear tota parla que no sía la que a n’ ells els convé mantenir. El pobre manchol de Lepant rés de aixó ignorava8.

Para concluir:

És que Cervantes era el castellá menys castellá de sos contemporanis amb tot y ésser el més veritable espanyol. ¡Ay! Si la majoria de sos paisans haguessen tingut el talent y la noblesa que ell tenia, no s’haurien vist l’alfament y la separació de Portugal y Catalunya en 16409.

El afecto que muestra Cervantes por los catalanes, según recuerda Careta, no sólo en el Quijote sino también en El Persiles y En las doslias y hasta los colores simpáticos con que pinta la figura de Roque Guinart, importa menos a los nacionalistas que la defensa de lenguas vernáculas y el derecho de cada cual a expresarse en la lengua que mamó de su madre, una reivindicación presente en todos desde Almirall a Prat de la Riba, pasando por aquellos autores como Rubio i Ors que sólo hacen bandera del nacionalismo literario. El agradecimientoque los catalanes sienten por Cervantes va a ser esgrimido por cuantos consideran que Barcelona debe contribuir a festejar el tercer centenario, como harán el ya aludido Careta y Vidal, Miguel deis Sants Oliver o Ramón Miquel y Planas. Tres personalidades de la cultura catalana que reivindican la participación catalana en las conmemoraciones de 1905, justificándose, no obstante, ante quienes la ponen en entredicho. Una justificación sintomática del clima social que se vive entonces, pero también de que nadie se siente indiferente ante un libro como el Quijote, que tanto tiene que ver con Cataluña y más concretamente con Barcelona.

Situar fuera de ese contexto la controvertida recepción de la obra cervantina en el tercer centenario impediría entenderla de manera cabal. Me parece necesario aludir a que, en el fin de siglo, el debate Cataluña-España está en auge; igual que está en auge el análisis de los aspectos en los que se basa la nacionalidad catalana que, para manifestarse y consolidarse, tiene que hacerlo de espaldas a España. O así lo entiende, entre otros, Cacho Viu en su ensayo El nacionalismo catalán como factor de modernización:

El rechazo de la influencia del castellano, indispensable para que la lengua recuperase su propia fisonomía se extrapoló a otros campos, hasta convertirse en el principio axiomático: la modernización de Cataluña pasaba, tácticamente, por la ruptura con el centralismo cultural de Madrid, que nunca sería capaz de incorporarse a ese proceso.

Así las cosas, no puede sorprendernos que la polémica sobre la celebración catalana del centenario fuera muy controvertida. Para quienes contraponían la raza castellana dominadora pero inferior, simbolizada en don Quijote, frente a la catalana sometida pero superior, poco habría que celebrar. Además no hay que olvidar que la propuesta de conmemoración del tercer centenario había partido de Mariano de Cavia, un periodista mal visto por los nacionalistas desde que, en 1896, arremetiera contra el mosén del Bruch, Ángel Garriga, llamándole «orate, energúmeno, ingerto de mambí y mestizo de igorrote, troglodita», etc., porque se había atrevido a predicar en catalán delante de Castelar. Asimismo, Cavia difundía su proyecto desde Madrid, cuando la crítica a la capital del Estado era lugar común entre los catalanistas. Desde que Balmes escribiera que Madrid era sólo una «conquista en el desierto», las descalificaciones fueron en aumento. «Corrompida cloaca y hasta corrompida Sodoma», la denomina, en la década de los treinta del ochocientos, un anónimo articulista de El Nuevo Vapor. En la etapa finisecular las cosas no habían cambiado; la ciudad de Madrid no era una referencia grata para la vida cultural barcelonesa de entonces, que miraba, hacia el norte, hacia otras capitales europeas más modernas, como París, de donde venía la luz, o hacia Londres, con parecidos intereses industriales a los de Barcelona. Prat de la Riba, en el mismo texto que he citado antes, aseguraba que a cualquier viajero llegado del extranjero Barcelona no le parecerá sino una capital importante del Midi francés. Durante su primer viaje, en 1899 Rubén Darío, a quien no podemos considerar catalanista, observó igualmente una gran diferencia entre la vida cultural de Madrid, que consideró un poblacho destartalado, y una Barcelona dinámica. A todos esos inconvenientes habría que añadir, me parece, que los nacionalistas consideraban que era la España oficial, centralista y uniformizante que sólo aceptaba la hegemonía de la lengua castellana, la que tomaba bajo su tutela la organización de los fastos del centenario.

Con un artículo de lema sintomático «Post tenebram spero luces», Cavia, en 1903 desde El lmparcial, marcaba las pautas para una celebración ideal y pedía literalmente que se tirara la casa por la ventana para organizar:

La más luminosa y espléndida fiesta que jamás ha celebrado pueblo alguno en honor de la mejor gloria de su raza, de su habla y de su alma nacional que suponga el resurgimiento español y la reanimación espiritual de esta tierra […]. Una fiesta de familia para todos los pueblos latinos, una fiesta fraternal para todos los hombres que comulgan en el noble y laborioso culto de sentir hondo, pensar alto y hablar claro. La fiesta nunca celebrada de la ideal Quimera y la tragicómica Realidad, hecha carne entre carcajadas y dolores, entre ansias generosas y vulgares desengaños.

Cavia, a la vista está, con un lenguaje bastante campanudo, se nutría de tópicos al uso, de despojos románticos, derivados del Volkgeist herderiano que penetró en España a través de Schlegel con gran fortuna, pasados por las consabidas alusiones a Taine y ciertas dosis de regeneracionismo. Todo ello, en consonancia con la época, nada original, por supuesto, para acabar proponiendo que el centenario se tome como una cuestión de Estado y puesto que se trata de un asunto nacional, intervenga tanto la España oficial c o m o el pueblo. Las sugerencias de Cavia son variadas y folclóricas, incluyen torneos, bailes de disfraces quijotescos, banquetes donde sólo se sirviesen platos mencionados en el libro, comidas de beneficencia, cabalgatas, verbenas, así como la erección de monumentos a Cervantes en Barcelona, Toledo, Sevilla y París, y la creación de un instituto benéfico para intelectuales viejos.

La propuesta de Cavia, una mezcla de intento de obertura o, quizá mejor, de futura primera piedra para la construcción de un parque temático quijotesco —habría hecho las delicias de aquel obseso cervantino que fue otro Mariano, me refiero a Pardo de Figueroa, Droap o Dr. Thebussen, entre cuyos proyectos figuraba también la construcción de una Colonia Cervantes, con reproducción incluida de la Insula Barataría— era, en parte, deudora del homenaje a Calderón de 1881. La prensa la recogió con unanimidad y fue tomada muy en serio. Contó con el apoyo oficial y, en especial, con el de la gente vieja. Por el contrario, la gente nueva, los jóvenes se mostraron reticentes. Quizá mejor que una fiesta sería la celebración de unos funerales, con aventamiento de cenizas incluido, como había pedido, ya en 1899, el ingeniero vasco Pablo Alzóla. Una opción en sintonía con el joven Martínez Ruiz, seguidor, por cierto, en sus comienzos del republicano federalista catalán Pi y Margall y que por entonces, 1904, asegura en Somos iconoclastas:

Los jóvenes del día no han leído a Calderón, a Lope, a Moreto (o al menos si los han leído no volverán a leerlos, lo juramos) y no son pocos los que sienten un íntimo desvío hacia Cervantes.

Aunque a partir de 1905, convertido ya en Azorín, cambiará de opinión. No sólo acabará por dedicarse al ferviente apostolado de los clásicos castellanos, comenzando por Cervantes, sino que, como bien apunta Marichal en un sugerente ensayo, hará de la literatura española su patria.

Por su parte, Ramiro de Maeztu contesta directamente a Cavia en un artículo aparecido en Alma Española en el que coincidiendo con un texto anterior, «El libro de los viejos» (La Correspondencia de España, 12 de mayo de 1901), señala que el Quijote no sirve para el sursum corda nacional. Al contrario, opina que es el libro de los cansados, de los viejos, de los decadentes, y propone guardarlo para las fiestas íntimas.

Desde Barcelona, Miguel deis Sants Oliver se hace eco de las propuestas de Cavia de inmediato. Su artículo es el más inteligente y sugestivo de los que aparecen en la prensa catalana a raíz del futuro centenario. Haciendo suyo el libro de Cervantes y demostrando hasta qué punto le es grato, da, a mi juicio, por un lado, una lección de sentido común y, por otro, confirma que su lectura del Quijote es capaz de sobreponerse al lastre ideológico casticista. Con talante inteligente y liberal, acaba su artículo proponiendo que los catalanes se sumen a la celebración. Oliver no quiere olvidar —cosa que sí hacen Almirall o Prat de la Riba— que Cervantes cuenta por aquella época en Barcelona con una serie de adictos cervantistas que el centenario de 1905 contribuirá a multiplicar:

Rahóns elementals de civilisació y de política aconsellan a la nova Catalunya que prengui sa part en el centenari del Quijote. Si en determinadas ocasions cal retreure’ls agravis y ferlos valer, la justicia y la gratitut han d’essers més fortas y visiblas quan es tracta d’aquellas personalitats altíssimas que suposen una desviació del temperament dominant y un esperit d’amplitut y de llarguesa capás de produir, si prosperés qualque dia, la veritable y íntima comunió dels pobles ibérics10.

El periodista mallorquín coincide en la referencia a la comunión de los pueblos ibéricos en el deseo —a menudo expresado por Maragall— de «L’Espanya gran, l’Espanya plural del futur». No olvidemos que el federalismo peninsular es un referente de buena parte de los nacionalistas desde el final del siglo XIX. Gabriel Alomar, por ejemplo, concebirá Cataluña «como el soñado Piamonte español».

Oliver concluye con un deseo que va más allá de la celebración cervantina, un deseo que coincide otra vez con el de una nueva España acogedora de todos sus hijos, también de aquellos que interpretan a Cervantes desde la periferia y que hablan en lengua no castellana del Quijote:

Hi há que fer veure «nostre Cervantes» y ab ell la nova Espanya, l’Espanya que voldríam, la que há de náixer y surgir de bell nou, si és que no s’empenyen el tenorisme y la impenitencia en que s’extenui y’s mori, sempre més, sempre més11.

El pretexto del centenario le sirve para identificarse con la idea regeneracionista de una nueva España, distanciándose de lo que supone la España vieja —como haría después Ortega— identificada con el tenorismo o, lo que es lo mismo, con la España del subdesarrollo, del caciquismo, la de charanga y pandereta, por decirlo a la manera de Machado.

Las ideas de Oliver triunfan en 1905, frente a quienes consideran que Cataluña no debe celebrar el centenario, como los nacionalistas radicales Manuel Folch y Torres o Ramón Sempau, puesto que todas las publicaciones incluso aquellas que combaten la conmemoración, como El Cucut o La Tralla le dedican números extraordinarios, algunos de una gran belleza.

Miquel deis Sants Oliver fue una figura de inusual relieve, hoy olvidada. Sus planteamientos de «hay que hacer nuestro a Cervantes» no parecen próximos a los de los políticos de Convergencia i Unió ni del que fue su líder Jordi Pujol. El ex presidente la Generalitat de Cataluña aseguró en la presentación pública de la edición del Quijote patrocinada por el Instituto Cervantes, en abril de 1998, que siente a Cervantes tan cercano como Goethe. En cambio, el director de la edición Francisco Rico, en ese mismo acto, aseguró que «El Quijote es y ha sido desde el siglo XVII el libro preferido de Cataluña, […] poco menos que el libro nacional de Cataluña».

Está claro que Pujol utilizaba un argumento básicamente lingüístico: el Quijote no es un libro escrito en catalán, como tampoco lo es el Fausto, pongamos por caso, pero a ese argumento se superpone el que identifica, todavía boy, al libro cervantino con el espíritu nacional castellano. Rico, por el contrario, en la misma línea que Oliver, ofrecía diversos datos para documentar que, desde Cataluña, y desde el siglo XVII hasta ahora, han surgido una serie de ediciones del Quijote. Ya mucho antes, en 1905, Ramón Miquel i Planas se refería a las numerosas aportaciones catalanas, iniciadas en 1617 cuando el librero Rafael Vives imprime a la vez la primera y la segunda parte, señalaba la catalanidad del facsímil de la edición princens, y hacía hincapié en que Leopold Rius, autor de la primera bibliografía crítica de las obras de Cervantes, Bonsons, el mejor coleccionista cervantino del siglo XIX, o Givanel, entre una larga lista de eruditos o estudiosos cuyas obras documenta pormenorizadamente, eran catalanes.

En 1905 el agradecimiento a Cervantes por haber incluido a Barcelona en el itinerario quijotesco se impone y el mérito de la obra prima por encima de consideraciones extraliterarias, aunque en algún momento las salidas de tono de uno u otro lado arrecien. «Quédense los castellanos con su Quijote y buen provecho les haga», escribe Folch i Torres. «Más vale un Quijote que todas las manufacturas de algodón de esos catalanes», espeta un periodista de Madrid, de cuyo nombre no quiere acordarse ni siquiera quien le replica, Ramón Miquel i Planas.

Esa indiscutible contribución catalana, que continúa a lo largo del siglo XX y llega al XXI, con Martín de Riquer, el más importante cervantista español, a la cabeza, prueba que han sido muchos los catalanes que han considerado a Cervantes como suyo, quizá porque la mayoría trataron de dejar a un lado las interpretaciones banales o sesgadas, casticistas o nacionalistas y se atuvieron a un texto de una calidad incuestionable, seducidos, por si fuera poco, por el personaje más importante de la novela occidental, por quien Barcelona se convierte en ciudad literaria y alcanza, a partir del siglo XVII, una fama y un renombre más universal que los que las Olimpiadas o el Fórum de las Culturas hayan podido darle.

NOTAS

1· «Uno de los grandes méritos de la celebrada concepción de Cervantes es haber encarnado en su héroe el tipo genuinamente castellano. Es desinteresado, generoso, amigo de las buenas formas y espejo de cortesía».
2· «Es débil de cuerpo, pero aún más de inteligencia y, no obstante, se siente con ánimo de salir a combatir contra mundos visibles e invisibles. Cree que todo puede reducirse a una fórmula simple e indiscutible. Con una divagación bien vestida pretende resolver el más intrincado problema y trata, a continuación, de imponer su solución a los demás. ¿Puede darse un tipo más genuinamente castellano?»
3· «Uno está ligado a la corriente industrial de los pueblos modernos y el otro nutrido de los prejuicios del hidalgo, cargado de deudas e hinchado de orgullo».
4· «Alma inmensa y de potencia absorbente como la raza que simboliza, concentra en ella todas las palpitaciones de la vida social de un pueblo, que ha llegado a ser conquistador a fuerza de haber sido conquistado. Temerario hasta la ruina, absolutista hasta la irracionalidad, seco y duro, pero valiente y magnánimo, se ha dado a conocer como la raza castellana que simboliza. Por eso el libro se titula con razón Don Quijote de la Mancha. Aquel héroe manchego no tiene nada que ver con el catalán, con el vizcaíno ni con el gallego, originarios de otras razas.
5· «Matar, perseguir, ese es el imperativo de su alma, conformada por el Wotan germánico y el Almanzor sarraceno».
6· «Aunque durante las guerras coloniales muchos catalanes se habían dejado llevar por una oleada de retórico patrioterismo español, después, ante el desastre, la reacción fue inmediata y vigorosa, combativa y esperanzada, a la vez que constructiva».
7· «Cervantes hubiera hecho buenas migas con nosotros ahora, si hubiera vuelto».
8· «Que la lengua es la fe de vida más elocuente de una raza, lo saben todos los pueblos que se estiman y todos los déspotas que quisieran abolir todas las lenguas que no fueran las que a ellos les conviene mantener. El pobre manco de Lepanto nada de eso ignoraba».
9· «Es que Cervantes era el castellano menos castellano de sus contemporáneos, pese a ser el español más verdadero. ¡Ay! si la mayoría de sus paisanos hubiesen tenido el talento y la nobleza que él tenía, no se hubiera visto el alzamiento de Cataluña en 1640 y la separación de Portugal».
10· «Razones elementales de civilización y de política aconsejan a la nueva Cataluña que tome parte en el centenario del Quijote. Si en determinadas ocasiones cabe recordar los agravios y hacerlos valer, la justicia y la gratitud han de ser fuertes y visibles cuando se trata de aquellas altísimas personalidades que suponen un desvío del temperamento dominante y un espíritu de amplitud y generosidad, capaz de producir, si prosperara, algún día la verdadera e íntima comunión de los pueblos ibéricos».
11· «Es necesario reconocer como nuestro a Cervantes y, con él, a la nueva España, la España que deseamos, la que ha de nacer y surgir de nuevo, si es que no se empeñan el tenorismo y la impenitencia en que se extenúe y muera para siempre jamás, para siempre jamás».

Catedrática de la Universidad Autónoma de Barcelona y novelista