Tiempo de lectura: 4 min.

La lengua —escribía Unamuno en 1911— es el principal patrimonio de los pueblos hispánicos. Es nuestro caudal. Es la bandera que tiene que cubrir nuestra mercancía. Es la lengua que, sin perder su carácter propio y su personalidad, se ensancha a la medida de los vastos dominios territoriales que abarca». Era así entonces y lo es, más aún, si cabe, ahora. La lengua es nuestro mejor caudal.

Mucho es lo que podría lucubrarse sobre la naturaleza de este caudal, las posibilidades que abre y los riesgos que lo amenazan. Porque su valoración no puede quedarse en un orgullo tan retórico como estéril, ni en una mera cuantificación. No toda «geolengua» es un instrumento de influencia en el mundo, pese a su extensión geográfica y demográfica —v. gr. el hindi—, ni el relieve cualitativo de una lengua acompaña siempre a su número de hablantes. Así lo recordaba, ciñéndose al caso del español, un bello estudio de Santiago Tamarón. La misma extensión de un idioma favorece el empobrecimiento propio de toda koine y, si apenas existe ya el Queen’s English, precisamente porque el inglés se ha convertido en universal lingua franca, la fabulosa expansión del castellano y la juventud de la mayor proporción de sus hablantes también ha favorecido la aparición y desarrollo de un «castellano básico». Y, sin embargo, o a pesar de todo, la lengua es lo que hace de España, por sí y por lo que la lengua supone, algo diferente de otros países de Europa, de análoga —cuando no superior— dimensión y población.

Es claro que, si los españoles fueran sensatos, considerarían a las otras lenguas de España distintas del castellano —catalán, gallego y euskera— otros tantos ingredientes de su capital lingüístico, susceptible de común explotación política y cultural. El catalán rebasa los Pirineos y alienta la Cataluña dormida que invocara Prat de la Riba; el galaico—portugués es, también, una geolengua de expansión tricontinental. ¿Imagina el lector lo que haría cualquier país europeo que contase en su haber con tales posibilidades? Pero seamos modestos y volvamos, nada menos, que al solo castellano. Casi se basta por sí solo para hacer de España una potencia, entendiendo por tal la que es capaz de influir en el mundo. Y ello aun admitiendo lo mal que lo hiciéramos los españoles, algo que, felizmente, parece que estamos en vías de corregir.

En efecto, el español que, como toda lengua, es más dueña del hombre que instrumento suyo, ha configurado todo un mundo del que España sólo podría dejar de ser piedra angular merced a hercúleos esfuerzos suicidas. Por un lado, ha engendrado y mantiene unida, junto con el inglés, la Europa atlántica y transatlántica. De otro, está en trance de convertirse en lengua mayoritaria de la la Iglesia Católica.

La expansión imperial de los europeos no ha afectado ¡felizmente! el Asia profunda —el Raj británico ha sido un esmalte más en la policromía milenaria de la India— y no ha evitado —ni, por supuesto, causado— la ruina de África. Pero sí ha engendrado toda una América mayoritariamente de habla española, cuyos valores y pautas de vida son eminentemente europeos. La lengua y la manera de pensar y de vivir que la lengua lleva consigo unen a hispanoamericanos y españoles por encima del océano, de manera análoga a lo que ocurre en los Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda y Gran Bretaña merced al inglés. En el futuro balance mundial, que es de esperar no sea —pese a los augurios de Huntington— un conflicto de civilizaciones, Europa y las dos Américas forman un solo bloque. Y cerca de la mitad del hemisferio occidental es hispanoparlante y tiende a serlo aún más, gracias a la expansión demográfica al sur de Río Bravo y al desarrollo no sólo cuantitativo sino cualitativo de la comunidad hispana en los Estados Unidos. Humboldt y Montesquieu recordaron ya que la cabeza de la Monarquía Hispánica de sus días no estaba realmente en la Península Ibérica sino en las Indias y eso deberíamos tenerlo aún más presente los españoles de hoy —gobernantes, empresarios, académicos, banqueros o profesionales—, precisamente para cumplir mejor lo que debiera ser tarea española del siglo XXI: enraizar el pujante mundo hispano en una determinada forma de cultura occidental, frente a otras alternativas latentes: la anglofilia que sustituye la verdadera asimilación por la imitación del modelo americano o, lo que es mucho más peligroso, especialmente para los propios Estados Unidos, la pasión nativista.

De otra parte, si el español fue preeminente en la Iglesia y la Europa tridentina, Westfalia supuso la cristalización de una Europa nórdica, protestante y angloparlante y una Europa católica y mediterránea que, pese a los esforzados empeños de París, cada vez habla menos francés. Y dicho sea esto con el pesar que a mi generación debe dar el declinar de tan hermosa lengua y lo que tras ella hay. Hoy los antagonismos religiosos han sido felizmente superados o, menos felizmente, sepultados en la común indiferencia. Pero existe y existirá una sensibilidad latina de raíz católica y otra anglo—germánica de raíz protestante. Aquélla no debe antagonizar a ésta, pero sí tiene que velar por la conservación y desarrollo de su patrimonio aquende y allende el Atlántico.

Que todos los índices apunten a que la Iglesia Católica tenga su mayor expansión previsible en el mundo hispanohablante, dada la juventud y fecundidad de sus poblaciones, debe valorarse no sólo desde una perspectiva religiosa, sino desde la otra ladera cultural. Y si la Iglesia, atenta a la inculturación de la fe, no puede ser ajena a la mediterraneidad del Atlántico sur y sus riberas, la Ciudad secular de los españoles haría mal en olvidar la incardinación de su cultura, porque laderas diversas convergen en la cumbre.

Académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas