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El tiempo transcurrido desde las últimas elecciones generales hasta el momento presente permite reflexionar con cierta perspectiva y elementos de juicio sobre el desarrollo y la evolución del modelo constitucional, al menos en lo que atañe a la cuestión territorial.

En estos ya casi tres años de legislatura se han sucedido algunos acontecimientos que sin duda afectan, y en algunos casos esencialmente, a lo que hasta ahora venía siendo una práctica común y razonable en el desempeño de la política autonómica por parte de quien ostentara el gobierno en nuestro país: el entendimiento que los principales partidos, PP y PSOE, buscaban, y normalmente encontraban, para impulsar el modelo de acuerdo con el espíritu y la letra de la Constitución. En los años de la transición y posteriormente no encontramos más que acuerdos que posibilitaron una andadura congruente, no exenta de dificultades, en la que unas veces más y otras menos se intentó implicar a los partidos nacionalistas. A fecha de hoy, sin embargo, podemos certificar que el consenso constitucional es inexistente y que el partido de gobierno ha optado, por razones de calculo político, por aliarse con las fuerzas nacionalistas para desalojar o impedir el gobierno de su principal adversario.

En este contexto, que se acentuó con ocasión de la aprobación de la reforma del Estatuto de Cataluña, más una norma con alma de Constitución y cuerpo de reglamento que una modificación sin más de su articulado, debemos hacer referencia también al agudo e inteligente dictamen del Consejo de Estado sobre la reforma constitucional; a la cuestión local, todavía pendiente; al problema de la reforma del Senado, junto a la necesidad de articular institucionalmente la posición de las comunidades autónomas y los entes locales en la formación de la voluntad del Estado, en la aplicación del Derecho comunitario europeo y en el sistema de toma de decisiones en las cuestiones en las que se dilucidan asuntos de evidente repercusión autonómica o local.

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El camino marcado en los Estatutos de Cataluña y Andalucía, en lo que se refiere a la naturaleza jurídica del sujeto de la autonomía, invita a pensar que se ha dado un paso político irresponsable, contrario al principio de legalidad y enormemente perjudicial en lo que hace referencia a la práctica y a la pedagogía cívica que se trasluce de los objetivos y parámetros constitucionales. Irresponsable porque seguramente, a juzgar por los datos de opinión conocidos, las mayorías en estas autonomías no están por la labor de transformar la naturaleza jurídica de Cataluña o Andalucía. Más bien, se trata de una obsesión nacionalista que ha contado con el apoyo de un gobierno entregado a la estrategia de quienes afirman la identidad propia por contraposición a la general, sin otras miras que las de permanecer, como sea, en el poder. Contrario al principio de legalidad por la sencilla razón de que la Constitución en el artículo 2 dice lo que dice. Si se quiere cambiar su redacción y dar entrada a la condición nacional de algunas regiones o nacionalidades, que se sigan los procedimientos jurídicos previstos en la Carta Magna para su reforma. Lo que no se puede, ni se debe hacer, es subvertir el orden constitucional a partir del uso alternativo del Derecho por la sola razón de que dicha solución conviene a los intereses del poder. Saltarse las formas para imponer un criterio no ajustado a la Constitución es algo muy grave que, en tercer lugar, provoca un efecto desalentador sobre la pedagogía, educación o cultura cívica de los ciudadanos. Si el que tiene el poder puede cambiar a su albur las normas jurídicas sin necesidad de proceder a su reforma, sólo como consecuencia de su mero deseo político, entonces estamos retrocediendo en el tiempo a momentos en los que la voluntad del gobernante, sin más limitaciones, era la fuente legítima del poder y del derecho, que eran sustancialmente lo mismo.

Tras lo acontecido en estos Estatutos, y en alguna medida en el de Valencia, es menester pensar en la relevancia del marco constitucional, en el modelo diseñado en 1978 y si efectivamente no funciona o el pueblo desea transitar por otros derroteros de orden federal o confederal. Si así se considera, que se consulte a la voluntad popular, pero que no se transforme radicalmente el régimen político, insisto, al margen de las reglas de juego. Lo que está pasando es consecuencia de la asunción cultural y política de los dogmas nacionalistas, que se han convertido, por consideración a los números y a los cálculos políticos y electorales, en elementos imprescindibles para gobernar en algunas autonomías. Por eso, en este asunto de las reformas estatutarias o, si se quiere decir con más propiedad, nuevos Estatutos, se hace necesario un nuevo acuerdo entre el PSOE y el PP que confiera mayor estabilidad a estas operaciones jurídicas en el marco constitucional.

LOS ENTES LOCALES

En el horizonte territorial nos encontramos con una cuestión tan importante como cada vez más alejada de su realización. Me refiero a una de las asignaturas pendientes del desarrollo territorial que, sin embargo, dada la hegemonía del pensamiento nacionalista cada vez pierde fuerza: la cuestión local. En efecto, después de veintiocho años de transferencias de poderes y funciones desde el Estado hacia las autonomías, debería llegar el momento en el que, en aras de un recomendable equilibrio territorial, las corporaciones locales encuentren su posición institucional en el sistema constitucional. No es de recibo, en mi opinión, despachar este asunto con el cómodo argumento de que los entes locales sólo tienen autonomía administrativa o de gestión, mientras que la autonomía política es propia de las autonomías, ya que en el artículo 2 de la Norma Fundamental sólo a ellas se reserva su titularidad. Sin embargo, lo cierto es que los entes locales son entes políticos representativos de los intereses ciudadanos y que, por su proximidad a la realidad y a las necesidades colectivas de los vecinos, han de disponer de los medios personales y materiales adecuados y proporcionados al desempeño de las tareas públicas que han de acometer, hoy en crecimiento porque el principio de subsidiariedad, aunque esté explícitamente reconocido en la Constitución, cada vez tiene mayor proyección como consecuencia de la necesidad de que el poder mejore las condiciones de vida de los ciudadanos.

Sin embargo, a juzgar por las últimas reformas estatutarias emprendidas, el credo nacionalista, que desconfía de otros espacios políticos que no sean el de la construcción, y si es el caso, liberación nacional, aspira a convertir los entes locales en meras prolongaciones institucionales de la correspondiente autonomía, cercenando así, cuando no anulando, las capacidades normativas y de servicio a la propia comunidad que encierran estos entes políticos. En este conjunto de aspiraciones que configuran el llamado Pacto Local, se encuentran cuestiones de gran calado político y social como la participación institucional de los poderes locales en los consejos, comisiones, conferencias u órganos colegiados de naturaleza intergubernamental o interadministrativa en los que se sustancien asuntos que tengan una evidente connotación o interés local. O, por ejemplo, si el artículo 62 de la Constitución dispone que el Senado sea la cámara de representación territorial, parece lógico que la cámara alta pueda coherentemente convertirse en lo que señala el precepto con el concurso efectivo de los entes territoriales sin excepción: comunidades autónomas y entes locales.

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Desde la perspectiva de la aplicación del Derecho comunitario y de la participación de España en las instituciones europeas, resulta también relevante mejorar la posición de comunidades autónomas y entes locales en lo que se refiere a la ejecución de tareas que se le encomiendan al Estado y que, sin embargo, por el efecto del reparto interno de competencias, se incardinan en competencias autonómicas y locales. En esta materia todavía se puede, y se debe, perfilar mejor el sentido y alcance de la participación nacional y de la ejecución autonómica o local. Del mismo modo, la presencia de las autoridades españolas en las instituciones decisorias de la Unión Europea, cuando se traten asuntos de indudable proyección autonómica o local, debe ser coherente con el reparto competencial interno, buscando la mejor manera de que la formación de la voluntad del Estado se realice teniendo presentes los intereses autonómicos y locales si es el caso. No se trata de confiar la representación nacional a un responsable autonómico o local según los supuestos y las materias, por la sencilla razón de que una parte es probable que no pueda reflejar el sentido del todo. Lo que sí es menester reclamar es que normativamente se prevea que las autonomías y los entes locales estén debidamente representados en aquellos casos en los que estén en juego intereses autonómicos o locales como consecuencia de la posible adopción de medidas europeas. Incluso, como se ha sugerido en alguna ocasión, no sería mala práctica que se institucionalizase que el ministro correspondiente, cuando haya de asistir a determinadas sesión del Consejo de Ministros pueda acudir acompañado de los consejeros autonómicos del ramo o del presidente de la Federación Española de Municipios y Provincias, si es que se debaten asuntos de evidente repercusión local.

LAS FUNCIONES DEL SENADO

La reforma del Senado es otra cuestión que, al margen de la composición que se determine, tiene una obvia relevancia en lo que a la política territorial se refiere. Desde la perspectiva de la especialización funcional del Senado, se ha dicho hasta la saciedad que en un sistema compuesto bicameral la segunda cámara ha de convertirse en la principal instancia para la resolución y tramitación de los proyectos de ley de contenido territorial. Por ello, parece que existe un principio de acuerdo sobre cuáles podrían ser las materias objeto, por ejemplo, de primera lectura en el Senado, para luego, tras tener conocimiento de la posición de la cámara territorial, ser discutidas en el Congreso de los diputados. La reforma del Senado constituye una materia que debiera aglutinar a gobierno y oposición, pues no se aprecian grandes diferencias en las distintas posiciones por ellos protagonizadas.

El dictamen del Consejo de Estado sobre la reforma constitucional aborda una cuestión central que no se puede soslayar en un artículo de estas características como es el mantenimiento permanente del principio dispositivo y el consecuente carácter, también permanentemente abierto, del modelo constitucional de distribución territorial del poder público. En un número anterior de Nueva Revista —nº 104, marzo-abril, 2005: «Sistema autonómico, solidaridad, igualdad y cooperación »— me pronuncié sobre este lúcido informe para hacer algunas observaciones sobre la reforma constitucional en materia territorial. Hoy, meses después, y a la vista de lo acontecido en las reformas estatutarias aprobadas o en marcha, me ratifico en aquellas consideraciones. En efecto, como apunta el supremo alto órgano consultivo, «los riesgos de crisis que la apertura del sistema genera se hacen más graves, por razones obvias, cuando más se acerca el ámbito competencial de las comunidades al máximo admitido por la Constitución». Tras las reformas estatutarias conocidas, estamos justamente en esta situación, en la que no es imposible, ni mucho menos, lo hemos comprobado meses atrás, que para ampliar las competencias se acuda a interpretaciones forzadas, cuando no abiertamente inconstitucionales de las normas, dando lugar a «acusaciones de que con ellas se pretende rozar o violentar, de manera deliberada o no, los límites constitucionales. Con ello, una cuestión estrictamente jurídica se lleva al debate político, con daño tanto para el Derecho como para la política», dice el Consejo de Estado. Es el caso del uso del término realidad nacional o nación para calificar jurídica y políticamente a una comunidad autónoma tal y como ha ocurrido en las llamadas reformas de los Estatutos de Cataluña y Andalucía.

Por otra parte, una de las cuestiones a estudio del Consejo de Estado se referiría a la inclusión en el texto constitucional de la denominación de las diferentes comunidades autónomas. Se trata de un asunto de gran envergadura que, por lo que se refiere a la posición constitucional de Navarra por ejemplo, presenta unas evidentes consecuencias jurídicas y políticas. En el actual contexto de la negociación entre el gobierno y el ilegalizado partido HB parece que la incorporación de la comunidad foral es una de las condiciones para la consecución de la ansiada paz. Con independencia de que poner precio político a una negociación con los terroristas es algo profundamente inmoral, ahora quisiera señalar que si se incluyera la denominación autonómica de Navarra, se desactivaría la disposición transitoria cuarta de la Constitución, de manera que la espada de Damocles que pendía continuamente sobre esta comunidad autónoma desaparecería del escenario jurídico.

Como es sabido, el Consejo de Estado, en uso de la licencia concedida por el gobierno, analiza, en el marco de las cuestiones estrechamente relacionadas con la reforma que podrían ser atendidas para completarla y perfeccionarla, la necesidad de una regulación más completa del principio de solidaridad, la inclusión en la Constitución del principio de colaboración o cooperación, así como la necesidad de racionalizar la apertura del sistema a partir de un mejor entendimiento de la diversidad en la unidad. El principio de solidaridad es uno de los principios básicos de los Estados compuestos. Es un principio jurídico del que dimanan deberes concretos cuya observancia puede ser exigida por el Estado, por lo que parece adecuado conocer quiénes son los obligados por dicho principio, qué autoridad está legitimada o habilitada para definir los deberes que de él se derivan y, eventualmente, cuáles son las consecuencias de su incumplimiento. Por eso, parece razonable y congruente introducir en la Constitución una mejor redacción de dicho principio, de manera que en realidad constituya una de las columnas vertebrales del sistema.

Por lo que se refiere a los principios de diversidad y unidad, parece coherente con la exégesis constitucional, como dice el Consejo de Estado, que la diversidad se comprenda desde una perspectiva complementaria, porque unidad y diversidad, en nuestro sistema, son dos caras de la misma moneda. El entendimiento de la unidad en la diversidad o de la diversidad en la unidad sólo es tolerable, como señala el Consejo de Estado, «dentro de ciertos límites, más allá de los cuales se rompería la unidad del sistema». Esta es la médula de la cuestión: mantener la diversidad en el marco del principio de igualdad de todos los españoles consagrado en el artículo 14 de la Constitución. Asunto que, tras las reformas de los Estatutos de este año, plantea hasta qué punto se ha podido producir una violación de lo dispuesto en el artículo 138.2 de la Constitución, según el cual las diferencias entre los Estatutos «no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales». Y privilegio implica la excepción de la regla común y, en virtud del principio dispositivo, las únicas reglas comunes a las que han de sujetarse todas las comunidades son las establecidas en la propia Constitución, que no pueden ser exceptuadas sin incurrir en inconstitucionalidad. Por ejemplo, ¿qué juicio jurídico merecería el establecimiento en un Estatuto de un repertorio de derechos diferentes al de la Constitución o al de otros Estatutos? Sencillamente, que se desbordaría lo dispuesto en el artículo 139 de la Constitución, pues, según este precepto, «todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado». Si se producen diferencias en lo que se refiere a la igualdad en las denominadas por el Tribunal Constitucional posiciones jurídicas fundamentales, entonces la conculcación del artículo de la Constitución estaría servida. Una lectura atenta y pausada de las ultimas reformas parece caminar por este peligroso derrotero.

Por lo que se refiere al principio de cooperación, la doctrina sentada por el Consejo de Estado es ciertamente relevante y ayuda a comprender hasta qué punto pertenece a la esencia constitucional, por ser un modelo de Estado compuesto el nuestro, la cooperación y colaboración entre el Estado, las comunidades autónomas y los entes locales. Por ello, también en este punto se podría reclamar que se reconozca expresa y explícitamente en la Constitución el deber de cooperación y colaboración que pesa sobre todos los entes dotados de autonomía territorial, especialmente de las comunidades, y de facilitar al mismo tiempo el cumplimiento de ese deber mediante una regulación más flexible de esas actuaciones concertadas. En este punto, se hace necesaria, cuanto antes mejor, una ley de cooperación que clarifique esta cuestión y establezca el régimen de este imprescindible principio de funcionamiento de los Estados compuestos.

Junto a estas consideraciones de orden jurídico y político, también deberíamos cuestionarnos si es posible una mejor redacción del ejercicio de las posibilidades de transferencia o delegación del artículo 150.2 de la Constitución redactado de manera acorde al momento histórico y político en que vivimos, de manera que la indeterminación de sus términos permita delimitar mejor el ámbito de las competencias del Estado, algo capital para que el modelo territorial camine con racionalidad y equilibrio, algo que hoy por hoy brilla por su ausencia.

En cualquier caso, tras la última reunión entre el jefe del gobierno y el de la oposición todo parece indicar que la reforma constitucional quedará para mejor ocasión. Aun así, si es que no se dan las condiciones para un acuerdo general en la materia, es menester afirmar que las peripecias jurídicas y políticas acontecidas desde que el nuevo gobierno tomó posesión de sus altas responsabilidades nos llevan a pensar que, poco a poco, se está socavando el espíritu y la letra de la Carta Magna. El resultado de las próximas elecciones autonómicas y generales nos proporcionará algunos datos que nos permitan conocer los derroteros por los que caminará en el futuro esta cuestión. La recuperación del acuerdo y del consenso entre los partidos se antoja como la mejor solución para que el desarrollo autonómico siga el itinerario de racionalidad, equilibrio y sensatez que hasta no hace mucho era su principal nota distintiva.

Catedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña. Presidente del Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo