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1. Decía Zubiri de nuestra época que se caracteriza por la desfundamentación de las tradiciones. Y la clave intelectual del mito del hombre nuevo, es la crisis, desfundamentación o destrucción  de la creencia ancestral en que la naturaleza humana es una esencia universal y permanente que combina lo natural y lo espiritual, lo que hace de aquella, en tanto moral, una persona o esencia libre, en contraste con las demás especies, en las que no son relevantes las diferencias entre sus individuos, pues, sin perjuicio de adaptarse al medio, siguen las rígidas leyes naturales.

El mito del hombre nuevo, una obsesión de la historia espiritual del siglo XX,  se inserta en ese contexto desfundamentador. El siglo resulta ininteligible sin tener en cuenta la soterrada influencia de semejante mito en las ideas-creencia de la época. Desde la revolución francesa hasta nuestros días, flota en el Zeitgeist como un mito político, aunque no siempre se proponga así ni se limite su influencia a la vida política. Lo curioso es que, siendo abundantes las referencias al tema y existiendo libros que lo abordan, por ejemplo en los casos del fascismo o el comunismo, sin embargo, apenas ha sido estudiado sistemáticamente. La intención del libro consiste justamente en llamar la atención sobre este mito, que no interesa sólo a la política.

 

2. Desde el último tercio del siglo XX, la famosa “cuestión social”, suscitada en el anterior, ha quedado relegada a un plano secundario, de acompañamiento, por lo que cabe llamar la “cuestión antropológica”, estrechamente ligada al mito del hombre nuevo. No es que aquella sea ajena a este mito: todo lo contrario. La justicia social, que se propone como solución a la cuestión social, es en el fondo una distorsión, inspirada por ese mito, de la vieja justicia distributiva. El mito del hombre nuevo postula una nueva forma de humanidad, que la justicia social se propone conseguir sirviéndose de la fuerza auxiliada por la ciencia, la técnica, la educación la cultura en general, etc. Imagina que  cambiando las estructuras sociales, acabará transformándose la naturaleza humana, que depende del medio ambiente.

La cuestión antropológica prolonga con mayor radicalidad esa tendencia: la justicia antropológica persigue la creación pacífica de un hombre nuevo  mediante la manipulación directa de la naturaleza humana; su mera existencia modificará las estructuras sociales, que, igual que la naturaleza humana,  son, a fin de cuentas, un resultado de la cultura.

El culturalismo, un producto del pensamiento racionalista, siempre ha apuntado en el fondo a resolver la cuadratura del círculo de la política: la ley de hierro de la oligarquía. Y su cultura del hombre nuevo es el origen de las diversas modalidades de la cuestión antropológica. Las variantes más radicales del multiculturalismo, a las que cabe llamar bioideologías, propugnan la transformación del ser humano alterando su núcleo duro: la conciencia. Abarcan desde la del género hasta todo lo relacionado con la “cultura de la muerte”,  incluyendo el ecologismo radical.

En la práctica, los temas antropológicos en torno al hombre nuevo polarizan ahora las más graves discusiones políticas; al menos las que llaman la atención, desviándola por cierto de los auténticos problemas políticos.

 

3. El tema del hombre nuevo ha llegado a ser capital a consecuencia de la politización, y el Estado de Bienestar, en el que culmina aquella, acoge y cultiva con gusto los hombres nuevos. En él, ofician ya de poder espiritual los supervivientes de las nutridas generaciones de la revolución culturalista de 1968, la revolución del hombre nuevo, o los herederos de esta religión de la política.

La politización consiste en sustituir la tradicional primacía de la religión, cuyo objeto es la vida en el allende, por la de la política, cuyo objeto es la vida en el aquende. Comenzó con el racionalismo político y ha llegado al paroxismo en nuestros días.

Como la confrontación actual entre la religión y la política dentro del Estado de Bienestar se concentra en la cuestión antropológica, conviene dejar claro que el mito del hombre nuevo  es inconfundible con el legítimo concepto de hombre nuevo en las religiones. Tampoco tiene que ver con la perfectibilidad humana o con el superhombre de Nietzsche. Es ajeno a los tipos de hombre de que hablan los historiadores de la cultura o  a los que se invocan como tipos ideales: el santo, el héroe, el caballero, el trabajador, etc.; o al tipo nuevo de humanidad que apareció en el tiempo-eje, o a las tipologías metodológicas del homo oeconomicus, politicus, aestheticus, etc., etc. Se trata de algo  inédito, peculiar de la cultura contemporánea, aunque no faltan, por supuesto, antecedentes y precedentes, generalmente vinculados a la religión.

Se encuentran por ejemplo en herejías como la pelagiana e incluso en la tradición ortodoxa o por lo menos no heterodoxa: tal es el caso del joaquinismo, el origen de las filosofías de la historia, aunque, el Evangelio Eterno, atribuido a otro franciscano discípulo de Joaquín, parece ser un clarísimo precedente heterodoxo del mito, así como en otros puritanismos. Y, desde luego, hay que mencionar el eterno gnosticismo hoy muy presente en la New Age.

 

 4. Siempre se ha hablado de la condición humana como un problema ético o moral, y siempre se han hecho propuestas para mejorarla. Pero jamás se había sido la naturaleza humana un tema político. En el mismo estado de naturaleza hobbesiano, que puso la cuestión sobre el tapete, la reducción de la naturaleza humana al cuerpo dotado de movimiento sólo tenía fines metodológicos.

La idea de un hombre nuevo está ligada al artificialismo de Tomás Hobbes, que sustituyó la tradición que llamaba Michael Oakeshott de la razón y la naturaleza por la de la voluntad y artificio. El artificialismo es el ingrediente principal del culturalismo moderno, al que hay que remitirse para bucear en la difusión del mito.

El culturalismo subordina el hombre a la cultura. Convierte la cultura, un instrumento o artificio al servicio del hombre, en el gran truchimán. Y, siguiendo la idea cara al racionalismo político de eliminar el mal, se planteó en el clima romántico la reforma de la naturaleza humana para conseguirlo. Ahora bien, si detrás del mito del hombre nuevo está el ansia de controlar o suprimir el mal, en el caso particular de la naturaleza humana se trata de anular las consecuencias del pecado original; o de neutralizarlas creando una cultura ad hoc.

 

5. Siguiendo a Rousseau, la revolución francesa había potenciado la figura del ciudadano como una especie de hombre nuevo. Pero la llamada cuestión social exigía soluciones más radicales. Y los ideólogos y las ideologías empezaron a competir entre sí proponiendo métodos artificiosos para reformar o recrear la naturaleza humana.

El culturalismo dominante en el momento en que se formaron las ideologías era mecanicista dado el prestigio de la física newtoniana, con  la que se contaba como si fuese una medicina capaz de curar cualquier enfermedad colectiva. E ideólogos e ideologías coincidían en que el remedio consistía en transformar las estructuras sociales. Pensaban,  en la línea de Kant y desde luego en la de Rousseau, que si se hacía de acuerdo con sus recetas sobre los cambios necesarios, el hombre nuevo advendría por sí solo. En el siglo XX, el Estado Totalitario soviético empezó a aplicar con este objeto la receta que presumía de ser más científica.

 

6. Sin embargo, la hipótesis evolucionista de Darwin planteó más a fondo, sin quererlo, la cuestión antropológica. Y en el siglo XX, el nacionalsocialismo la contrapuso al mecanicismo soviético. La firme instalación del mito del hombre nuevo en la imaginación colectiva vino de ahí  al alterar radicalmente el progresismo mecanicista surgido en torno a la cuestión social. Los progresistas actuales están más interesados en la cuestión antropológica; aquella sólo les importa para adornar la demagogia. Si se interesasen por la historia verídica, estimarían más a Adolfo Hitler, el fundador de su iglesia. En el nacionalsocialismo, no sólo se encuentran referencias tan explícitas como las soviéticas al hombre nuevo, sino todos los temas que nutren las diversas modalidades de la cuestión antropológica.

Al biologicismo nacionalsocialista se lo llevó el viento de la historia, que esparció sus esquejes en el humus de la mentalidad totalitaria difundida urbi et orbi. La hedonista revolución culturalista de mayo del 68 recogió los brotes y los injertó en el patrón marxista, abonándolo con el sartrismo, el freudismo, el maoísmo y el multiculturalismo norteamericano.

 

7. Es dudoso que esa revolución, calificada inmediatamente por Raymond Aron de introuvable, hubiera tenido tanto éxito si no la hubiese hecho suya la socialdemocracia, horra de ideas. Si bien rechazaba el marxismo en su versión soviética, que era ya más bien una caduca mezcolanza de leninismo y stalinismo, la pacifista socialdemocracia se apropió el culturalismo del 68. Dentro de ella empezó a desempeñar un gran papel la sueca. Marxista pero muy abierta a las nuevas ideas, introdujo en la legislación algunas de ellas, como la tendencia a identificar la libertad política con la libertad sexual o la licitud del aborto, alentando así a las bioideologías que surgieron dentro del hedonista Estado socialdemócrata de Bienestar.

Las bioideologías se diferencian de las ideologías por apoyarse en el cientificismo evolucionista: mientras las ideologías propugnan el cambio social con la ilusión de que en el nuevo ambiente emerja el hombre nuevo, las bioideologías adoptan una vía más directa: aspiran a crear directamente el hombre nuevo utilizando la legislación y la educación; el cambio estructural será una consecuencia inevitable del cambio cultural sobrevenido tras la  transformación o anulación de la conciencia. Pues esto equivale para ellas a una mutación genética, ya que el culturalismo atribuye las diferencias e identidades a la cultura.

 

8. Se puede afirmar que, al menos hasta el momento, cada bioideología desarrolla algún tema hitleriano, si bien sus métodos y sus tácticas se parecen a las leninistas, que también se habían apropiado los nacionalsocialistas. Y dentro de su variedad, todas comparten el ansia de la inmortalidad. Platón ya había dicho que los hombres sueñan con la inmortalidad. Y aunque Platón no tiene nada que ver con el asunto, esa constante caracteriza a las bioideologías. De ahí, el papel preponderante de la bioideología de la salud y que  todas consideren el pecado original, ligado al hecho inexorable de la muerte, un mal supremo, al ser el gran obstáculo a la felicidad, y vean en las religiones su enemigo principal.

El artificialismo inherente a la teoría del Estado de Hobbes se inspira precisamente en el miedo a la muerte, por lo que, eludiendo la cuestión, reduce la naturaleza humana al cuerpo y a su capacidad de movimiento. Y la idea capital del mito culturalista del hombre nuevo es la superación de la muerte: dentro de la nueva cultura será inmortal, si bien, puesto que aún no se sabe como conseguirlo, enfatizan provisionalmente la felicidad. Houellebecq ha escrito cosas muy sugerentes al respecto en algunas de sus novelas.

No es, pues, casual que la bioideología principal sea la de la salud, una obsesión del ultrasecuritario Estado de Bienestar. Opera como una suerte de metabioideología madre de todas las demás, incluida la ecologista, a primera vista alejada del modelo. Ni que todas exalten la sexualidad como el resorte más primario, instintivo, de un mero cuerpo. Ni que la forma cultural que propugnan haya sido bautizada como la cultura de la muerte: se trata de que muera el hombre viejo, anticuado, el hombre cuya conciencia se resiste al modo de vida que imaginan para que se instale el hombre nuevo siempre feliz mientras viva corporalmente.

 

9. ¿Qué rasgos caracterizarían al hombre nuevo? El culturalismo moderno se asienta en la marcha hacia el estado social democrático iniciada en la Edad Media, como mostró Tocqueville. En el ambiente artificialista, se interpretó y se sigue interpretando la democracia en sentido igualitarista. Y la manera de lograr que todos los hombres sean iguales consiste en igualarlos artificialmente uniformando la conciencia, a ser posible mediante la acción del Estado. De ahí que el punto de partida de la religión secular del hombre nuevo y de su correlativa concepción política sea la “nuda vida”, como decía Michel Foucault; la vida de un cuerpo sin conciencia de la muerte, que para él sería simplemente la “nuda muerte”. Un tipo de hombre cuya vitalidad equivale al movimiento debido a sus instintos: en un mundo artificial, la vida sería un trámite burocrático lo más placentero posible; únicamente la consciencia de la muerte sin horizontes podría ser inquietante.

El hombre nuevo sería por lo pronto un hombre puramente exterior, automáticamente tolerante y solidario, virtudes supremas en la nueva cultura. El culturalismo artificialista ve la vida como un juego entre seres pacíficos y la cultura lúdica hace de la vida colectiva un espectáculo permanente. Eso explica hechos tan curiosos como el aplauso por cualquier cosa, incluso en los entierros; la sonrisa permanente es prueba de solidaridad; el conformismo ante las maternales reglas burocráticas más artificiosas, incluidas las que conciernen al lenguaje; etc.

Los fundamentos de la cultura del hombre nuevo son tan endebles al prescindir de la realidad de la naturaleza humana, que puede ser la flor de un día. La realidad, que es la fuente del sentido común, es inexorable. El mayor problema es que la demagogia culturalista se ha apoderado del Estado omnipresente.

El mito del hombre nuevo. Dalmacio Negro Cizur Menor, Aranzadi, 2009, 332 págs.
Profesor de Historia de la filosofía