Tiempo de lectura: 4 min.

Voces reclaman un nuevo proceso constituyente, que restaure la confianza en las instituciones. El correr del tiempo erosiona la experiencia de autodeterminación que supone un momento constituyente y pone a prueba su legitimidad (“the earth belongs to the living”). Entre otros remedios para este desencanto inevitable -sugiere el jurista italiano Gustavo Zagrebelsky en su librito Historia y Constitución– recurrimos a la mitificación de la generación constituyente. Lo vemos de modo paradigmático en Estados Unidos con sus Founding Fathers, pero también en nuestro relato nacional de la Transición.

Mientras sigamos recordando con admiración y respeto a ese grupo de padres fundadores, el orden constitucional que dieron a luz seguirá gozando de superioridad moral, que es fundamento -antes que consecuencia- de su superioridad normativa. Pero siempre que se erosione la vigencia del orden constitucional, veremos como causa o como efecto concomitante, un ataque a la memoria de la generación constituyente y su mito fundacional.

Es un relato que se repite en diversas versiones en muchos países: ante retos colectivos descomunales, un grupo de hombres superaron las estrecheces de sus intereses y de sus puntos de vista, para hacer Política con mayúscula, más allá del navajeo y la polarización. Llegaron a grandes acuerdos -cediendo en cosas accidentales, pero con grandes consensos en lo fundamental- que quedaron consagrados en el texto constitucional, refrendado después por el pueblo, con su voto directo y/o con el voto cotidiano de la obediencia. Fueron capaces de ponerse de acuerdo, pero de un modo que dio a luz no a un mero equilibrio de intereses, sino a un modo de convivencia superior, más justa y eficaz.

Los errores de la generación constituyente

Evidentemente el relato constituyente que ponen en marcha sus promotores magnifica los avances, y pone en sordina las deficiencias, o remite a otra instancia o al futuro la solución de alguno de los problemas no resueltos (el estado autonómico o el aborto en España; la esclavitud en la fundación de las colonias americanas). También recurre siempre a algún tipo de amnistía o perdón constituyente, que a veces los damnificados piden revisar.

El tiempo se encarga de agudizar los problemas no resueltos, de poner de manifiesto las contradicciones, de traer nuevos retos que tensan las costuras del orden constitucional, de incorporar a nuevos actores y grupos sociales quizá ignorados o simplemente ausentes en el momento constituyente.

Es preciso por tanto un relato de la generación constituyente que delimite la lista de retos realizables que tuvieron sobre la mesa, y adjudique razonables dosis de éxito a sus decisiones. Y que no vincule los nuevos problemas, o la agudización de los viejos a las fragilidades o ineptitudes de aquellos padres fundadores que hicieron lo que pudieron. Y evidentemente, todo esto debe encauzarse en un proceso de reforma y adaptación constitucional practicable.

Generaciones, líderes, naciones

No es casualidad que los mitos de las democracias constitucionales tengan por protagonistas a una generación y no a líderes individuales. Generación no es una categoría descriptiva, sino normativa. Nos habla de una constitución que no es la decisión soberana de un sujeto histórico monolítico, sino un conjunto de grandes acuerdos entre representantes de modos de ver el mundo y de intereses muy diversos, que se reconocen sin embargo como una comunidad política.

El constitucionalismo occidental se apoya en la convicción más o menos explícita de que la esencia de la comunidad política no se encuentra en estado puro en ningún lugar del mundo pre-constitucional, que no existe voluntad popular fuera del derecho. Nos aleja tanto de la democracia identitaria como de los liderazgos carismáticos.

El mito de la generación constituyente subraya el carácter representativo de la democracia.

La constitución es el resultado de un esfuerzo de élites que a la vez encarnan y representan al pueblo. Pero no en su idiosincrasia folclórica (que a veces exhibirán para generar empatía), sino sobre todo en su ideal de convivencia dentro del derecho, donde todos pueden saberse incluidos. Lo importante no es tanto que la cámara se parezca al pueblo que representa. Lo importante es que se parezca a lo que el pueblo debería ser.

En el pasado hubo regímenes con fundadores carismáticos, pero estos no dan origen propiamente a un orden constitucional, sino a algún tipo de carta otorgada (pienso ahora en Kemal Ataturk en Turquía). En estos casos la “minoría en el poder constituyente” -en expresión de Francisco Rubio Llorente- no solo disiente de la letra pequeña, sino que se encuentra excluida de ese gran acuerdo originario.

Por supuesto los regímenes constitucionales necesitan de tarde en tarde salvadores, líderes que encarnan el espíritu del pacto originario a lo largo de la historia, y lo salvan contra enemigos internos y externos. En España el mismo Rey que abrió la posibilidad de que la generación de la transición tomara forma, consolidó su papel histórico ejerciendo de salvador de la patria el 23F.

La ética del momento constituyente

Esta perspectiva muestra cómo algunos elementos del constitucionalismo democrático están necesariamente unidos a un modo de hacer política, a unas ciertas virtudes, y a un modo de narrar cómo se hace la política y para qué sirve. Por lo tanto, impone condiciones al modo de agitar las fuerzas de un pueblo, especialmente ante decisiones fundamentales.

Quienes propugnan un nuevo momento constituyente deberían comportarse como padres fundadores dignos de un mito. En otras palabras, es preciso que encarnen algunos de los principios clásicos de la política: la prudencia, que requiere el cultivo del diálogo para llegar a acuerdos; que sean capaces de encarnar una visión del bien común, satisfaciendo razonablemente -con justicia- todos los intereses como garantía de estabilidad. No como monopolistas de la nación, ni salvadores de la patria, ni agitadores de masas.

Ahora que se acerca el cuarenta aniversario de su mítico acuerdo, ¿qué podemos aprender de nuestros constituyentes? ¿Cuál es el modo más responsable de contar su historia? ¿Es posible una generación semejante en un momento de división como el nuestro? Si la respuesta es no:

¿Cuál es la alternativa menos mala?

Doctor en Derecho y lecturer de Ética en IESE